Europa ante los refugiados

La crisis migratoria es de hecho una crisis europea, no por el volumen de las llegadas, sino porque ha puesto de manifiesto una profunda división dentro de la Unión.

Angeliki Dimitriadi

El año 2015 se ha distinguido por ser el más mortífero para la travesía del Mediterráneo, con 3.499 personas muertas o desaparecidas hasta la fecha. En una afluencia sin precedentes, se calcula que 800.000 migrantes y refugiados habían llegado a Europa por mar hasta la segunda semana de noviembre. Se la ha apodado “crisis migratoria de Europa” debido en gran parte a la incapacidad de Europa y la Unión Europea para responder colectivamente a la tragedia humana que tiene lugar en sus costas. Sin embargo, los acontecimientos actuales apuntan a un problema mayor. El mundo está cambiando y Europa sigue dividida en cuanto a su función en él.

Las causas originales de la emigración y la afluencia de refugiados se han multiplicado y propagado por todo el mundo. Desde Ucrania a Siria, y desde Afganistán al África subsahariana, Europa está rodeada de agitación. Un informe del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR, 2014) reflejaba la sombría perspectiva mundial. Por primera vez desde la Segunda Guerra mundial, 59,5 millones de personas se han visto forzadas a desplazarse en todo el mundo como consecuencia de la persecución, los conflictos y las violaciones de los derechos humanos. La cifra incluye a los desplazados internos, los nuevos refugiados y los movimientos regionales.

Sin embargo, las respuestas de Europa desde el principio hasta ahora parecen divididas entre el deseo de “fortificar Europa” y unas responsabilidades morales (además de legales) muy arraigadas en el tejido político del continente. A pesar de ser ideas radicalmente opuestas, constituyen la base de los intentos europeos de hacer frente a la migración y el asilo.

Marco institucional de la migración y el asilo

Desde mediados de la década de los noventa, la gestión de la migración y el asilo se ha estructurado en torno a dos pilares: las fronteras interiores abiertas (la zona Schengen) y el control fronterizo exterior (Dimitriadi, 2014 “Managing the Maritime Borders of Europe: Protection through Deterrence and Prevention?” Working Paper Series 50/2014, Atenas: ELIAMEP]. El delicado equilibrio entre Schengen y las fronteras exteriores se reafirmaba en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea con una mención especial a la necesidad de una política común de control fronterizo exterior (Artículo 67).

Existe un marco institucional y legal para una política común sobre emigración y asilo, y lleva bastante tiempo en vigor, aunque sería un error dar por sentado que esto ha generado una política común. De hecho, la estructura y las políticas vigentes hasta hace poco se basaban en las divisiones internas y las perpetuaban. La crisis siria y la llegada de refugiados a las costas europeas han permitido que afloren estas divisiones.

El control de la emigración irregular se concentra en la frontera. Esta se vuelve multidimensional por las prácticas utilizadas para “defenderla”. Hay una frontera exterior física, con vallas y guardias fronterizos. Hay una frontera virtual, con sistemas electrónicos de vigilancia como EUROSUR, y bases de datos biométricos que controlan la movilidad transfronteriza (por ejemplo, el Sistema de Información sobre Visados, VIS, que actualmente contiene 70 millones de conjuntos de datos biométricos de ciudadanos de terceros países que han solicitado un visado para entrar en la UE). Y, finalmente, hay una frontera interior, que es mucho más abstracta y visible en los centros urbanos donde se aísla a los inmigrantes, y que está constituida en parte por políticas de “mostrar la documentación” como Xenios Zeus en Grecia o la operación Mos Maiorum (Consejo de la UE, 22 de enero de 2015) en diversos Estados miembros, que empujan a los inmigrantes irregulares a la ocultación o invisibilidad, en un intento de evitar ser detectados.

Esta frontera multidimensional se controla mediante diversas políticas internas y externas (véase Triandafyllidou & Dimitriadi 2014, “Deterrence and Protection in the EU’s Migration Policy”, International Spectator: Italian Journal of International Affairs) y diversos organismos (Frontex, Oficina Europea de Apoyo al Asilo, EASO). Este control se externaliza, es decir, la responsabilidad se traslada a terceros países que asumen una parte de las responsabilidades de “control” de la UE. Desde el Proceso de Barcelona de 1995 hasta el Enfoque Global de la Emigración, la UE ha intentado siempre forjar alianzas en el campo de la inmigración, centradas en el control fronterizo, la seguridad de los documentos de viaje y los acuerdos de readmisión, así como en la “europeización” de las políticas fronterizas de los candidatos a entrar en la UE (Turquía es un ejemplo perfecto de este proceso).

Como el control migratorio se concentra sobre todo en la frontera, es preventivo y restrictivo por naturaleza. Esto también influye directamente en su relación con el asilo. La falta de vías legales seguras obliga a los solicitantes de asilo a utilizar las mismas rutas y medios de llegada a Europa (a menudo, recurriendo a traficantes). La aparición de flujos migratorios mixtos compuestos por emigrantes obligados, emigrantes económicos y solicitantes de asilo es, en gran medida, una consecuencia de los intentos de control ejercidos en las fronteras. La importancia de esto radica en que el sistema diseñado para gestionar las solicitudes de asilo interacciona básicamente con el intento más general de controlar la movilidad fronteriza y, a menudo, se ve superado por este.

En la UE, se ha diseñado un sistema para garantizar las normas comunes mínimas del procesamiento de las solicitudes de asilo, las condiciones de recepción, la detención y la devolución de los solicitantes de asilo rechazados. El Sistema Europeo Común de Asilo (CEAS), que comprendía tres directivas y dos regulaciones (una de ellas es la denominada Dublín II), fue el primer intento concreto por parte de la UE de sentar las bases de un espacio de asilo europeo común.

Enfoque común pero poco reparto de la carga

En el diseño del control de la emigración y el asilo se aprecia un desequilibrio inherente que tiene mucho que ver con la geografía. La zona de libre circulación de Schengen está “protegida” por las fronteras exteriores y principalmente por Grecia, Italia y España, y por Malta y Chipre en menor medida. En virtud de su ubicación geográfica, reciben la inmensa mayoría de las llegadas irregulares. Aunque el reparto de la carga es un principio básico de la UE, durante mucho tiempo la realidad ha sido que, de los 28 Estados miembros, un número muy pequeño se ha visto de verdad afectado por los flujos migratorios irregulares, y las fronteras externas han sido las que, fundamentalmente, han actuado de guardianas, pero también de puntos de llegada.

El diseño del sistema de asilo se ha basado en este desequilibrio geográfico y lo ha perpetuado. El CEAS, de forma similar al enfoque del control fronterizo, reparte la carga aún más entre los Estados de la frontera exterior por medio de la Regulación de Dublín, que exige que las solicitudes de asilo se procesen en el primer país de llegada. La necesidad de reestructurar ambos se ha puesto claramente de manifiesto en 2015, cuando Grecia e Italia, pero también los Balcanes occidentales, han empezado a desmoronarse bajo el peso de unas llegadas que exigen supervisión, procesamiento, instalaciones de acogida, ayuda, interpretación, asistencia médica y, en muchos casos, apoyo psicológico.

Una propuesta puesta sobre la mesa del presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, esbozaba un modo de repartir la carga permanentemente, mediante la redistribución de los solicitantes de asilo entre todos los Estados miembros, basándose en unas cuotas. El mecanismo permanente no fue aprobado y los dirigentes de la UE, con pocas excepciones, aceptaron a regañadientes un mecanismo de reubicación temporal de 120.000 personas procedentes de Grecia e Italia y otras 40.000 provenientes de los campos de refugiados de Líbano y Jordania (Dimitriadi, 2015, “Europe’ s dubious response to the refugee crisis”, ELIAMEP Thesis 1/15, Atenas). Sin embargo, el mecanismo de reubicación se basaba, de nuevo, en el Sistema de Dublín, puesto que exigía que el primer país de llegada procesase la solicitud de asilo y que solo se llevase a cabo la reubicación de los sirios, eritreos e iraquíes cuya solicitud se hubiese aceptado. Inicialmente parecía que Alemania, Austria y Suecia, junto con los Estados fronterizos, iban a allanar el camino a una política migratoria más humanitaria, pero otros Estados miembros europeos, sobre todo de Europa del Este, encabezados por Hungría, pidieron un planteamiento diferente, basado en la idea de la Europa fortificada.

Perspectiva futura

La crisis migratoria es, de hecho, una crisis europea, no a causa del volumen de las llegadas, sino porque ha puesto de manifiesto una profunda división dentro de la Unión. El control migratorio y del asilo exige unas normas y procesos coherentes que sirvan para todos y permitan repartir la carga entre todos. En verano, el anuncio de la canciller alemana, Angela Merkel, de que el sistema de Dublín se suspendería en el caso de los sirios y que no se establecería ninguna cuota para los recién llegados fue un ejemplo de liderazgo moral, pero contribuyó en gran medida a la sensación de falta de control en Europa y, enseguida, pasó a formar parte del problema, más que de la solución. Las decisiones unilaterales generan animosidad, interna y externa. El anuncio de Alemania no se basaba en un conocimiento realista de las exigencias que los flujos migratorios suponen para el sistema, la organización que requieren, o la capacidad que exigen. El movimiento de refugiados a través de los Balcanes occidentales ha transformado de la noche a la mañana a países como Alemania en Estados “fronterizos”, en virtud del volumen y las demandas que deben afrontar. A diferencia del Sur de Europa, el Norte lleva años protegido frente a este fenómeno y solo ha recibido un número razonable de solicitudes.

En el momento de escribir este artículo, Alemania y Suecia dan poco a poco marcha atrás a su hospitalidad: Suecia anuncia que ya no puede acoger a más personas en un futuro inmediato, mientras que Alemania ofrece solo una protección secundaria a los sirios y suprime la opción de la reunificación familiar. Por desgracia, los atentados de París del 13 de noviembre reavivarán el discurso populista que intenta relacionar a los refugiados con el terrorismo, del que de hecho huyen. Pero el reto fundamental es que la llegada continua de refugiados, la incapacidad de Europa para acordar y aplicar una política común (la mayoría de las promesas de reubicación y ayuda aún no se han materializado), la amenaza constante de levantar vallas que han puesto sobre la mesa distintos Estados miembros y países de tránsito han hecho que muchos se muestren escépticos ante la capacidad de Europa para gestionar la emigración irregular y la búsqueda de asilo.

Todos los Estados democráticos liberales se esfuerzan por restringir la entrada de los inmigrantes no deseados y, al mismo tiempo, respetar los derechos humanos y las libertades civiles. La sensación de permeabilidad fronteriza genera inseguridad y cuestiona la idea de soberanía. En una Unión compuesta por 28 Estados miembros con fronteras exteriores terrestres y marítimas, es probable que esa sensación de permeabilidad siempre esté presente.

Desde 2012, Europa se ha enfrentado a repetidas “crisis”, con cifras elevadas de llegadas a Italia y Grecia, en las que las costas libia y turca han servido, respectivamente, de punto de partida. El desmoronamiento del Estado libio y la abrumadora presencia de ciudadanos sirios (oficialmente, hay dos millones acogidos) en Turquía han supuesto una carga considerable para ambos países, pero también es importante señalar que ambos desearían cierta reciprocidad a cambio de asumir la función de guardianes fronterizos de Europa. La cumbre de La Valletta, los días 11 y 12 de noviembre, debía abordar el desequilibrio de la relación entre África y la UE, aunque no llegó a buen puerto. Las últimas negociaciones entre la UE y Turquía en el G-20 han sido el primer paso para aceptar a regañadientes la importancia de Turquía como nuevo guardián de las fronteras exteriores de Europa. La cumbre prevista a finales de noviembre entre la UE y Turquía podría tener como consecuencia que este país asuma la carga de la gestión a cambio de una ayuda de 3.000 millones de euros en dos años y otras concesiones de la UE. Pero la externalización rara vez ha resultado ser una solución buena o duradera (por ejemplo, el acuerdo entre Italia y Libia).

Es, de hecho, una medida temporal para una Unión que pospone afrontar el problema más general de cómo concibe que la colaboración futura con sus miembros, en un mundo cambiante en el que la distinción entre refugiado y migrante se vuelve menos clara, las fronteras son porosas y se necesita un liderazgo moral y político.

Los días de buen tiempo, las embarcaciones pueden llevar hasta 6.000 personas a la isla de Lesbos. Las reciben voluntarios y organizaciones de la sociedad civil, ya que el Estado griego se ha mostrado una y otra vez incapaz de responder a las demandas que estas llegadas suponen para el sistema. La supervisión y el registro preliminares deben tener lugar en los centros que el país supuestamente tiene en funcionamiento. Desde allí, los refugiados y emigrantes viajarán a Atenas. Los que no tengan suerte se quedarán en Grecia a la espera de conseguir dinero con el que proseguir su viaje. Quienes tengan fondos, se trasladarán rápidamente a los Balcanes occidentales y seguirán hacia el Norte de Europa. Alrededor del 60% de ellos será de origen sirio y habrá huido de la guerra de Siria, del grupo Estado Islámico y del régimen de Bashar al Assad, de las condiciones cada vez peores de los campos de Jordania y en Líbano, o bien de la imposibilidad de quedarse en Turquía, donde (hasta hace poco) tenían prohibido trabajar. A medida que se abran camino hacia el Norte de Europa, contactarán con amigos y familiares, utilizarán las redes sociales y, posiblemente, cambiarán de destino final en función de la información que reciban. En este frágil equilibrio, la incapacidad de un Estado miembro para estar a la altura del reto puede conducir al fracaso de todos.

La llegada de los refugiados a Europa está transformando el continente de un día para otro. El modo en que Europa responda a la crisis puede servir para transformar la Unión y la zona Schengen, pero también su relación con terceros países. Es una ocasión para que Europa dé muestra de sus valores y su ética, y elija el lugar que ocupa en el mundo y el modo en que quiere que los demás la vean.