Beirut, entre urbicidio y conflictos culturales

En esta ciudad dividida, económicamente poco eficiente y políticamente marginada, el patrimonio y la cultura quedan reducidos a su componente folclórico o nostálgico.

Michael F. Davie

La cultura y el patrimonio, su destrucción o su defensa, centran ahora los debates nacionales sobre la identidad, la etnia o las civilizaciones; participan en los posicionamientos políticos mediante la búsqueda de identidades locales o nacionales; se imponen en las decisiones económicas; y justifican campañas de promoción turística.

En pocas palabras, las cuestiones de cultura y patrimonio se han vuelto indispensables, incluso en un Líbano crónicamente inestable. La cultura y el patrimonio son, ante todo, unas construcciones elaboradas por personas o grupos a quienes les parecen “útiles” para crear estrategias de poder, de mejora y de posicionamientos sociales o identitarios. También son indisociables de determinados actores principales, personas, asociaciones u ONG. Y como estos desafíos evolucionan en el tiempo, su instrumentalización está por fuerza arraigada en la Historia: lo que hoy tiene sentido en Líbano no lo tenía necesariamente antes de 1975 o después del final de la guerra civil (1990).

Teniendo en cuenta esto, este artículo propone una lectura de las tomas de conciencia cultural y patrimonial en este país, de su destrucción y de su defensa tardía. Así, las diferentes acciones de protección del patrimonio en Líbano son el fruto de la convergencia de desafíos de actores en un contexto social y político complejo. La unión de las asociaciones para la protección patrimonial o el fomento del arte, la música o la literatura constituyen una forma de discurso sobre la identidad construido en torno a un posicionamiento tras unos valores “seguros”.

La fragilidad de la estructura política libanesa, que se basa en un equilibrio de fuerzas confesional, aparcaba normalmente los proyectos de desarrollo, de ordenación urbana, los servicios públicos básicos o la política social, sin contar la cultura. La clase dirigente, formada por funcionarios, comerciantes y representantes de las nuevas profesiones liberales, y surgida del éxodo rural, impuso sus valores, sus gustos y, sobre todo, su cultura y sus preferencias políticas. Esta clase dirigente, feroz guardiana del liberalismo económico sin limitaciones, pero que mantenía al mismo tiempo las arcaicas estructuras políticas del confesionalismo, concebía la ciudad más como un objeto con valor comercial que como un lugar de arraigo de la identidad, un crisol cultural o la amalgama de una cultura nacional cosmopolita.

El periodo de prosperidad anterior a la guerra coincidió con las grandes transformaciones urbanas; también tuvo lugar gracias a actores no beirutíes, e incluso no libaneses, abiertos a otras redes, especialmente las del Golfo y las de la Península Arábiga. Así, los inversores saudíes participaron en la nueva fisionomía de las ciudades libanesas gracias a la inyección en la construcción de capital procedente del petróleo. La adopción por Líbano del capitalismo liberal ha hecho que el espacio material –el inmobiliario– haya quedado reducido a un simple objeto de especulación, a una mercancía igual que otras. Pero los sectores de la sociedad libanesa recién instalados en las ciudades, al estar privados de los marcos de solidaridad y de interacción, se han visto obligados a replantearse sus vínculos, sus redes y sus solidaridades.

En resumidas cuentas, la sociedad se ha debilitado al poner en duda las sumisiones consideradas inquebrantables, cuestionar las certezas nacionales y disminuir la tolerancia. En ese contexto nacieron movimientos en torno a una consigna: la “salvaguardia” de la cultura y del patrimonio. Se trataba de detener el tiempo preservando para las futuras generaciones un pasado mitificado y reinterpretado.

Patrimonio y búsqueda de identidad

Cualquier patrimonio (material o cultural), un objeto a la vez con significancia y significado, hace referencia a una sociedad que lo convirtió en un signo, en un contexto fechado y para unas necesidades propias, o que se lo apropió en otro momento para otros intereses. Por tanto, es conveniente analizar los desafíos que llevaron a determinados actores sociales a querer, por una parte, proteger unos objetos considerados dignos de serlo y seleccionados para ser transmitidos a las generaciones futuras, y, por otra, rechazar otros.

Dependiendo de los orígenes de los grupos (beirutíes de toda la vida, inmigrantes recientes, gran o pequeña burguesía, extranjeros) esta acción se lleva a cabo de forma diferente: grandes festivales con repercusión internacional o regional, manifestaciones culturales dirigidas a un público más determinado a nivel confesional, o también acciones más discretas, de alcance local. A título de ejemplo, la Asociación para la Protección de Lugares y Residencias Antiguas (APSAD por sus siglas en francés), fundada a principios de los años sesenta, permite entender las complejas lógicas que imperaban al mismo tiempo en su grupo fundador, sus simpatizantes y la sociedad beirutí y libanesa preocupada por la valorización de los edificios y de los contextos urbanos considerados excepcionales por su valor estético, cultural o histórico.

Sus miembros ponen de manifiesto este posicionamiento tras unos valores “seguros”, cercanos a un nacionalismo consensual sólido. La protección del patrimonio expresaba la reacción de esta clase culta, occidentalizada y acomodada frente a la disminución de las referencias de “su” ciudad y de “su” mundo desestabilizado por una construcción nacional que no iba en su misma dirección. Lo que se propuso fue un Líbano edénico, un país atemporal, poblado por hombres fundamentalmente buenos, animados por sentimientos de acogida y tolerancia, abiertos al mundo y receptivos a la cultura mundial y la modernidad.

El Festival Internacional de Baalbek fue otro ejemplo de esta convergencia entre el objeto patrimonial (el yacimiento arqueológico romano) y la cultura (música y baile). Las grandes compañías internacionales de baile contemporáneo o de ballet, las orquestas sinfónicas o los músicos de reputación mundial se sucedían ante un público de expertos. Pero el entorno inmediato de este festival, la ciudad de Baalbek y la llanura de la Bekaa, le era indiferente y extraño.

Urbicidio y destrucción cultural

La guerra libanesa (1975-1990) puso fin a la acción patrimonial durante cerca de 20 años. Señalemos simplemente que se destruyeron pueblos enteros, barrios o monumentos, a menudo en nombre de la reivindicación de una identidad estrecha que necesitaba la erradicación física y simbólica del Otro. En estos momentos de confusión extrema también se saquearon parajes naturales: en estos espacios la especulación fue el principal motor de las economías locales, y el tema de la promoción cultural, sencillamente, ya no era rentable.

El centro de Beirut fue el principal objetivo militar de las milicias y ejércitos. El balance de los 15 años de guerra fue terrible en el plano urbano, pero también en el cultural: el urbicidio provocaba desplazamientos forzados de las poblaciones, destrucciones sistemáticas de archivos, de obras de arte y de edificios emblemáticos, y la desaparición o la emigración de artistas. Las escasas y tímidas manifestaciones culturales se realizaban en espacios alejados de la ciudad y en contextos sociales nuevos: los pueblos- refugios y las prolongaciones de la periferia en las que existían identidades con tintes religiosos.

El final de los centros urbanos históricos, la privatización y la edificación del litoral, la destrucción de los bosques y la “modernización” de los pueblos acabaron por eliminar los entornos culturales anteriores.

La ‘reconstrucción’ de la ciudad y de la cultura

Curiosamente, cuando más sufrieron la cultura y el patrimonio fue con el final de la guerra y los proyectos de “reconstrucción”. El absoluto desentendimiento del Estado libanés y su falta de voluntad en la organización y ordenación del territorio confirman que el espacio nacional solo tiene un valor, el comercial. Los edificios y los paisajes, así como la cultura, solo se conciben como una fuente de beneficios para unos actores privados.

A corto plazo, la protección del patrimonio se confunde con la rentabilidad de actividades lúdicas, pero camufladas tras la “cultura”. En esta búsqueda de la maximización de beneficios, el espacio central de Beirut será privatizado. La renta de situación, que antes beneficiaba a una multitud de actores, está acaparada por un pequeño grupo. Este grupo, también presente en el mundo político local, apoyado por potencias extranjeras regionales y muy introducido en las redes del capitalismo financiero y de inversión, impone su propia lectura del mundo a “su” ciudad”. Así, Solidere, el grupo financiero propietario del centro de Beirut, esgrimió la “cultura” y el patrimonio para justificar la conservación del pequeño barrio del Mandato francés.

Aquí, el entorno urbano se identifica con los grandes valores de la identidad nacional; se reinterpreta lo antiguo y se proponen imitaciones kitsch a los compradores que, principalmente, proceden de los países del Golfo. Pero el espacio se negocia en otros lugares de la ciudad, transformando su perfil y el espacio de la vida cotidiana del hombre normal y corriente. Siempre en nombre de la rentabilidad, se han demolido yacimientos arqueológicos de vital importancia y algunos lugares en los que se socializaba, como los antiguos zocos, se han transformado en centros comerciales. Naturalmente, la “cultura urbana única” de Beirut siempre se usa como pretexto para insistir en la continuidad entre el pasado de antes de la guerra y el futuro, orientado hacia el deseable mundo de la globalización.

Decepciones ante la ciudad sin alma

Tras un momento de entusiasmo por el proyecto de “reconstrucción” del centro de la ciudad, la pequeña y la mediana burguesía de la urbe se sintió repentinamente preocupaba por la pérdida del alma de la ciudad. El proyecto reflejaba una lectura particular de la realidad y, a su vez, creaba esta realidad; por esta razón, impedía cualquier sueño.

Exposiciones, operaciones de protección, rehabilitaciones, publicaciones y acciones de asociaciones proponían formas de contracultura abrazando las principales ideas del posmodernismo. El debate en torno a la cultura y el patrimonio permitía alejarse de la banalidad de la ciudad actual por muy modernos que sean sus exteriores. La “Casa de los Tres Arcos” y los edificios del Mandato, a menudo de una alta calidad estructural y arquitectónica, son ahora muy apreciados como residencias principales. El éxito económico y la integración en la ciudad se ponen de manifiesto con la instalación en una casa patricia. En otros lugares, la cultura es producida por unos grupos creativos muy próximos a las corrientes occidentales vanguardistas, por personas con orientaciones políticas, ideológicas o sexuales marginales.

La música “tradicional” atrae grandes multitudes durante los festivales de verano; los restaurantes rivalizan en entornos y platos “tradicionales”; la arquitectura explora temas orientales que se han puesto repentinamente muy de moda; algunos objetos de la artesanía “tradicional” encuentran su lugar en las casas; se organizan coloquios sobre la arquitectura vernácula. Por tanto, la cultura se reinventa y adopta otras formas. Huelga decir que, paralelamente, en un entorno libanés caracterizado por una falta evidente de ideologías o de debate social, el hecho de posicionarse en torno a un objeto patrimonial o cultural garantiza una visibilidad política en unos grupos sociales muy fragmentados.

A pesar de estas tímidas resistencias, la ciudad y su pasado quedan perentoriamente reducidos a un simple valor comercial. Cuando se preservan algunas partes contadas de la ciudad en nombre de una definición limitada y políticamente correcta del patrimonio, los objetos se ven reducidos a meros escaparates del neoliberalismo, lugares de puesta en escena dubaití de esta nueva élite globalizada, con la complicidad de profesionales –arquitectos y urbanistas– que participan en la reproducción del sistema con una cultura deficiente. La gentrificación de los barrios situados alrededor del centro de Beirut son un ejemplo.

Conclusión

Como si se tratase de Dubai, Abu Dabi, Doha o Riad, el espacio sirve de apoyo al espectáculo, a la exhibición de los beneficios procedentes de un capitalismo sin fronteras, sin barreras, sin límites, sin ética y sin justicia social y espacial. Y, sobre todo, sin democracia, ya que, como la cultura, esta solo tiene un valor comercial.

En esta ciudad dividida, económicamente poco eficiente y marginada a nivel geopolítico, el patrimonio y la cultura, cuando existen, quedan reducidos a su componente folclórico o nostálgico. Con la ayuda de la amnesia social, junto con la falta de una democracia participativa en un sistema político paralizado y una crisis económica que ha laminado la clase media, la consideración de la cultura a la hora de construir el futuro se ve reducida a su más mínima expresión, lo que hace perder aun más categoría a esta capital antaño vibrante.