Economía real y nuevas ciudades

Los campos de refugiados deben desarrollarse como verdaderos asentamientos urbanos, incluyendo ordenación espacial, prestación de servicios y diseño de una estrategia económica.

Kilian Kleinschmidt

Mucho se ha escrito y documentado sobre el campo de Zaatari, hogar lejos del hogar de unos 80.000 sirios, situado en el Norte de Jordania, a 10 kilómetros de la frontera con Siria. Tuve el honor y el placer de ser, de 2013 a 2014, el gestor internacional o, mejor dicho, el alcalde de este campo, que en cuestión de meses se había transformado en una ciudad. Era un lugar alborotado y caótico, violento y estresante para todos los involucrados y residentes. Solo alcanzó la paz cuando todos empezamos a compartir una misma visión, a considerar el campo un asentamiento y sus actividades un ecosistema en crecimiento que debía manejarse como tal. La logística humanitaria no era la respuesta a las ambiciones de quienes se habían visto obligados a vivir en aquel campo convertido en su destino para los años venideros.

Zaatari no tiene nada de excepcional, pero nos ha enseñado varias lecciones fundamentales. No hay duda de que ha llegado a ser más visible y visitado que otros campos. En sus cinco años de existencia, se ha vuelto el campo más estudiado, y ha acercado el problema de los refugiados a un público internacional. Asimismo, se ha convertido en el símbolo de la determinación de los refugiados para que no se les considere una nueva especie que requiere un trato especial, o que se los almacene, así como de su voluntad y derecho de reconocimiento como personas que desean una vida normal.

Las personas en tránsito aspiran a recuperar la dignidad, se afanan por su independencia y a menudo son los motores más activos de la economía, si el entorno lo permite. Son pocos los que acaban en campos: en torno al 10% de los 66 millones de refugiados y personas desplazadas registradas como tales viven en campos o en situaciones similares. Centenares de millones que huyen de los desiertos cada vez más extenso, de la subida del nivel del mar y las lluvias torrenciales, de la pobreza extrema y la explotación o simplemente de la falta de perspectivas se trasladan a las ciudades, que crecen torpemente y a toda velocidad en casi todo el mundo, sin planificación y con poca gestión. Las ciudades alojan a aproximadamente el 50% de la población del planeta, una cifra creciente que en solo 20 años alcanzará el 75%. Estas ciudades gigantescas con hasta más de 20 millones de habitantes son asentamientos de refugiados de facto. Bien gestionados, podrían prosperar y transformarse en una nueva Venecia, ciudad que empezó siendo un asentamiento erigido por población refugiada en su huida del continente para protegerse de los bárbaros. Llegó a ser un centro comercial y una potencia mundial antes de su declive, el éxodo de sus habitantes y su gradual transformación en un museo al aire libre. Mientras la expansión de la urbanización no se gestione como es debido, será una inmensa fuente de conflictos y de violencia.

Ni la comunidad de ayuda humanitaria ni los responsables políticos se han percatado de la actividad de estos nuevos residentes. Esta innegable desprotección, sin embargo, ha brindado a los residentes, en cierta manera, más libertad para sacar adelante sus propias iniciativas. Ellos están al frente del imparable crecimiento de economías sumergidas en estas expansiones urbanas también sumergidas. Debido a la casi completa ausencia de servicios públicos y protección social en la mayoría de las circunstancias, los habitantes de estos asentamientos toman la iniciativa y empiezan a comerciar, suministrarse servicios unos a otros y buscar oportunidades de trabajo de bajo nivel salarial. No les queda otra alternativa. Suele tratarse de una economía circular, con relativamente poca inyección externa de capital a través de quienes trabajan. La cualificación es baja, los servicios de mala calidad y los productos que se comercian baratos y de menor categoría.

Los campos oficiales de refugiados y desplazados que cuentan con ayuda internacional se rigen por otra lógica y modus operandi. Proveedores y gobierno los consideran temporales. En teoría no deben convertirse en poblados sostenibles con su propia economía. Se les proporcionan servicios y bienes, dando por sentado que todas las necesidades están cubiertas gratuitamente y que los pobladores no contribuyen ni dineraria ni laboralmente al valor de los servicios prestados ni de los productos distribuidos. Todos los residentes son considerados iguales y, salvo en los casos más vulnerables y especiales, todos recibirán el mismo paquete estándar de bienes y servicios hasta la vuelta a casa.

Parece lo justo y, desde luego, es comprensible en la respuesta inicial de emergencia ante personas desplazadas necesitadas de ayuda para subsistir. En esos momentos, lo que cuenta son la logística y los números. No obstante, en todos estos contextos irán apareciendo con los días los primeros comerciantes, que ofrecerán dinero y mercancías a cambio de los donativos y artículos distribuidos gratuitamente. Hay una gran necesidad de liquidez y efectivo, puesto que los repartos de asistencia no cubren artículos y consumibles especiales, como cigarrillos, teléfonos móviles, alimentos concretos y artículos para el hogar como televisores o muebles. Se abrirán las primeras tiendas, ofreciendo productos, servicios y competencias especiales para responder a la demanda. Por lo general, esta economía carecerá de cualquier tipo de gestión, ni por parte de las autoridades ni de la comunidad humanitaria: ambas parten del principio de la temporalidad, donde no se planifica una economía local. Las autoridades son reacias a regular y apoyar al comercio, por considerar que ello retrasa el regreso a casa. Por su parte, la comunidad cooperante no tiene competencia para regular el mercado. En la mayoría de campos de refugiados, esto desemboca en el rápido florecimiento de un mercado sin apenas regulación, con productos posiblemente inseguros y malos servicios, al no haber normalmente control sanitarios ni ningún otro tipo de inspección. Las estructuras comerciales suelen guardar relación con redes delictivas y organizaciones de carácter mafioso. Dado que las crisis se prolongan y que los campos seguirán ahí durante décadas, es urgente cambiar completamente el enfoque y permitir el desarrollo apropiado de asentamientos urbanos, incluyendo ordenación espacial, prestación de servicios y diseño de una estrategia económica desde el principio.

El dinero en efectivo en circulación aumenta constantemente sobre todo en las obras de campos nuevos, donde las agencias cooperantes o los contratistas pagan incentivos a trabajadores. En el caso de Zaatari, el importe total medio de salarios e incentivos pagados en 2013 debió rondar los 500.000 dólares mensuales. El valor nominal de mercado de la distribución de alimentos mensual fue de aproximadamente un dólar diario por persona; se repartieron 100.000 raciones (2013) o tres millones de dólares mensuales, de los que al menos entre el 30% y el 40% llegaron al mercado local del campo y a menudo se compraron y vendieron en el exterior. Otros artículos, como kits de higiene, ropa, enseres domésticos se distribuían y frecuentemente vendían a comerciantes locales del cercano municipio de Mafraq. Puede decirse que, solo con el comercio de materiales de ayuda entre comerciantes exteriores y los ingresos directos aportados por las agencias de cooperación, se generaron y entraron en el mercado del campo entre 1,5 y dos millones de dólares al mes. Ha habido épocas de mayores oportunidades de generar ingresos, como cuando ACNUR repartió estufas de gas para el invierno entre comerciantes de fuera. De las 75.000 tiendas de refugiados, por lo menos la mitad se vendieron a intermediarios de fuera del campo, cuando llegaron a Zaatari más de 250.000 sirios, que recibieron asistencia pero no se quedaron en el campo, sino que huyeron a otros lugares de Jordania o incluso volvieron a Siria. Solo las tiendas de campaña vendidas en el exterior supusieron al menos otro millón de dólares de liquidez.

Se calculaba que unos 4.000 varones sirios trabajaban en el Golfo y sus familias vivían en Zaatari. Las remesas mensuales de estos trabajadores al campo superaban el millón de dólares; otros desempeñaban ilegalmente empleos mal remunerados en granjas locales cercanas al campo; otros continuaban percibiendo ingresos por sus negocios en otros territorios, incluso en Siria.

Se estimó que el volumen de negocio total en el famoso mercado callejero apodado Campos Elíseos y otros mercados de Zaatari, que suman unos 3.000 comercios, ascendía a entre 10 y 15 millones de dólares al mes. Desde que empezó a nacer el mercado, apenas dos meses después de la llegada de los primeros refugiados el 29 de julio de 2012, entre los negocios había restaurantes, pastelerías, puestos de teléfonos móviles, tiendas de electrodomésticos, ropa y hasta animales, floristerías, establecimientos de venta y reparación de bicicletas, y las famosas tiendas de trajes de boda. En 2014 se instaló la primera agencia de viajes, para facilitar las idas y venidas del Golfo. Era frecuente que socios comerciales jordanos aportaran capital inicial y stocks. Para ellos, Zaatari era una oportunidad incomparable de abrir un nuevo mercado, y veían a los refugiados como clientes. Los negocios tradicionales o incluso los vínculos familiares transfronterizos establecidos mucho antes de la guerra proporcionan las bases para la confianza y la colaboración.

Para fundar una ciudad también hacen falta artesanos y oficios como electricistas, herreros, carpinteros, albañiles y fontaneros. El robo organizado de la electricidad del alumbrado público instalado por ACNUR sirvió para autoocupar a 250 electricistas, que montaron conexiones clandestinas a los hogares individuales por un precio de entre 30 y 50 dólares. Se saquearon más de 80 lavabos y duchas públicos, y hasta una comisaría, cuyos materiales se reutilizaron, en una especie de privatización autoorganizada. A finales de 2014 casi los 15.000 hogares estaban conectados a la red eléctrica, disponían de baño, ducha y cocina privados, sin que lo hubieran previsto ni las agencias de asistencia ni ACNUR. Para entonces cada casa era ya distinta, hecha de varias piezas de contenedores prefabricados y tiendas. Los refugiados personalizaban las viviendas, las pintaban y decoraban a su gusto y las componían según sus necesidades y el tamaño de sus familias.

El mercado reaccionó aportando los artículos y los servicios necesarios para la construcción de hogares. Los carpinteros trabajaban sin descanso haciendo y vendiendo muebles con los tableros de madera prensada de los suelos de los contenedores prefabricados. Entonces repartí catálogos de IKEA para aportar nuevas ideas de diseño. Se vendían fuentes de hormigón, ya preparadas para satisfacer el ansia de los sirios por sentirse en casa, sentados junto a una fuente con una taza de té, una jaula de pájaros y una planta. El mercado se lo proveía todo. En 2014 la ciudad de Ámsterdam empezó a colaborar con ACNUR y mi equipo para ayudar con los problemas de ordenación espacial y prestación de servicios. Cuando su experto en transportes valoró si una donación de bicicletas ayudaría al transporte y si los sirios adoptarían este medio de locomoción, el mercado reaccionó de inmediato ante esta buena idea, sin esperar a que la donación llegara al cabo de un año. Días después de hablar con el experto se abrían las primeras tiendas de bicicletas y se vendían miles de unidades. Una de las mejores pizzerías del mercado callejero de los Campos Elíseos empezó al instante a servir pedidos a domicilio.

¿Qué se concluye de estas observaciones?

ACNUR llegó a creer que los campos debían evitarse a cualquier precio y que era posible hacerlo. Hay quien sigue pensando que vale la pena intentar que los recién llegados se integren en las comunidades existentes y evitar que se establezcan campos. Yo creo firmemente que siempre se necesitará ampliar el espacio de asentamiento al llegar los desplazados, puesto que habrá más personas utilizando las infraestructuras y servicios. Ese nuevo espacio puede ser adyacente o parte de ciudades y pueblos existentes, o estar en medio de ninguna parte, si no hay municipios. Históricamente, es lo que ha pasado una y otra vez, hasta que nuestras ciudades llegaron a ser lo que son en la actualidad. Las ciudades, con sus muros, templos e iglesias, servían de protección.

La temporalidad de las crisis de refugiados que impera en nuestro pensamiento desde que se aprobó la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 debe sustituirse por un reconocimiento de las realidades, poniendo por delante, claro está, los derechos de los refugiados y desplazados. En términos reales y cifras absolutas, históricamente muy pocos refugiados han vuelto a “casa”, ya fuera por cambios políticos o porque la población se ha urbanizado. Alguien que lleve 30 años viviendo con 100.000 personas en el campo de Dadaab habrá evolucionado, y puede que nunca vuelva a sentirse “en casa” en un entorno rural del Sur de Somalia. Afganistán ha sido testigo de un flujo masivo de personas a las ciudades, cuyo tamaño se ha multiplicado; muchos de los recién llegados habían sido refugiados en Pakistán o Irán, y no veían su futuro en su pueblo natal. Por razones humanitarias y económicas, el mantra según el cual “un buen refugiado es un refugiado que regresa voluntariamente” debe cambiarse por la afirmación de que un buen refugiado sabrá tomar sus propias decisiones y valerse por sí mismo allí donde decida vivir. Esta postura, que no excluye el regreso, vuelve el modelo canadiense muy atractivo: “Quédese cuanto quiera, puede obtener la ciudadanía, puede volver si lo desea”.

Borrar la percepción de la temporalidad de nuestras mentes contribuirá a la integración local en los sistemas socioeconómicos. Además, ayudará a abandonar la idea de que los refugiados son una carga, pues hay que “mantenerlos hasta que regresen”, en pro de una lógica de inversión en comunidades mayores y desarrolladas. Y es que “la gente está aquí para quedarse”, desde el punto de vista de las infraestructuras, los servicios o los nuevos asentamientos que nacen siendo campos. Sustituyendo este mantra grabado en la mente, resulta más fácil integrar a más participantes en el juego.

Aceptar que hay recién llegados, que de pronto hay que ampliar las infraestructuras y servicios, que se requieren nuevos asentamientos, ya se llamen Kakuma, Dadaab o, Zaatari, y que hay una oportunidad inigualable de impulsar el desarrollo económico y social es un argumento sólido para atraer a economistas, urbanistas, inversores y alianzas público-privadas, y establecer un nuevo acuerdo, que no debe ser liderado por las agencias humanitarias. Estas deben hacerse a un lado y dejar que los profesionales asuman la planificación y el desarrollo de nuevos espacios, que pueda accederse a inversión y financiación, y se creen nuevas relaciones económicas. La protección y el acceso a asesoramiento jurídico, así como el contacto con los más vulnerables, pueden seguir durante un tiempo en manos de las agencias de cooperación; los sistemas sociales suelen contar con pocos recursos para afrontar las necesidades concretas y variadas de las personas traumatizadas y desposeídas.

En otras palabras, hay razones de peso para crear nuevas estructuras, que ejerzan de “promotores con sensibilidad social”, asumiendo la gestión de las crisis y la respuesta a los refugiados. Un consorcio formado por socios y actores profesionales y cualificados, con sede en el país, impulsado por la rentabilidad en términos de repercusión e inversión, puede hacer frente a los retos sociales económicos mucho mejor que un sistema humanitario y de desarrollo basado en un modelo empresarial caduco necesitado de constantes inyecciones de capital a través de acciones solidarias. La llegada de urbanistas, especialistas y empresas del sector de los suministros, fondos de inversiones y bancos con mecanismos de préstamo y ahorro, aseguradoras y muchos otros generará una dinámica distinta, en la que los cambios demográficos fruto de los desplazamientos transformen la desolación del desastre en un entorno de oportunidades y cambios positivos. Los gobiernos y comunidades que hoy recelan de esa responsabilidad cambiarán de mentalidad.

Para que llegue ese cambio de paradigma, no solo hay que abandonar la idea de la temporalidad en pro de la inversión a largo plazo, sino también dejar atrás la estigmatización y categorización de las víctimas de desplazamientos forzados y desesperados. Dejar de considerarlos, según la postura política, víctimas desamparadas o parásitos oportunistas en busca de una vida fácil. Recordemos una vez más que la migración –y en gran medida la migración forzosa– ha construido este mundo tan rico en culturas y personas. Cuando se les permitió prosperar, en vez de limitarlos, nuestros antepasados migrantes desarrollaron, inventaron y cambiaron el mundo. Venecia, Nueva York, Viena, Karachi, Mumbai, Dubái y todas las demás las han erigido inmigrantes y refugiados; algunas mejor que otras. Podemos compartir nuestro saber y nuestra experiencia para que los ciudadanos en tránsito dejen de ser víctimas y se conviertan en los pilares de construcción de un futuro.