En los últimos tiempos, Europa ha experimentado un importante auge de los discursos que tachan al islam de ser una religión violenta, arcaica y hostil a la democracia y a la libertad. Es una percepción que coincide perversamente con la que pregona el terrorismo de Daesh. Ambos extremos se acaban complementando, retroalimentando. Unos y otros se esmeran en esgrimir fragmentos de textos generalmente descontextualizados que justifican el uso de la violencia y apelan a conflictos –históricos y de convivencia– entre musulmanes y no musulmanes para construir las bases de una confrontación existencial: “nosotros o ellos”.
De poco sirven los intentos de desmontar esta cosmovisión, sobre todo cuando solo se centran en el factor religioso. La religión no puede ni debe explicarlo todo. Un excesivo enfoque sobre la religiosidad oculta las distintas formas en que los musulmanes deciden vivir su musulmaneidad. Hay musulmanes por legado cultural, practicantes, laicos, los que viven la religión en el ámbito privado y los que lo hacen públicamente, con sus formas de vestir, sus lugares de plegaria o sus ritos y prácticas religiosas. No existe un solo islam, igual que no existe un único tipo de musulmán.
Sin embargo, es precisamente cuando el islam se hace visible, a través de ritos, prácticas y símbolos, cuando la sociedad europea se siente más incómoda, porque preferiría limitar estas manifestaciones identitarias a la esfera privada. Pero, paradójicamente, cada vez que alguien comete un acto violento en nombre del islam se exige a los musulmanes que se movilicen y lo rechacen, no como ciudadanos europeos que son, sino como creyentes cuya religión se pone en tela de juicio por el uso torticero y execrable que unos pocos hacen de ella. En ese momento, esta supuesta comunidad –que ni es comunidad estructurada, ni es homogénea en su configuración, representada social y políticamente de forma débil, cuyos miembros son casi invisibilizados públicamente en su condición de musulmanes–, es invitada a manifestarse abiertamente a riesgo de que se le suponga alguna connivencia con el terrorismo. En este contexto, normalizar la musulmaneidad como una vertiente identitaria más de las múltiples que conviven en el suelo europeo resulta demasiado complejo.
Hablar de la “gestión del islam en Europa” parece haberse convertido en un debate que pivota entre la integración (o mejor bien dicho la supuesta falta de integración), y la presunta propensión a la radicalización, sin tener en cuenta las múltiples dimensiones que intervienen en el hecho de ser musulmán en Europa: menores niveles de éxito educativo, mayor precariedad laboral y discriminación en la contratación, más persistencia en entornos socioeconómicos depauperados, más estigmatización de la mujer… En definitiva, más discriminación que afecta con especial virulencia a los jóvenes musulmanes europeos, unos 10 millones en Europa occidental, que tienen más en común con sus congéneres no musulmanes que con la generación de sus padres.
El reto hoy es desviar el foco y dejar de hablar de “islam europeo” para centrarnos en analizar la realidad de los “musulmanes europeos”. Pensar que todo puede explicarse por el factor religioso nos lleva a error. La fe puede ser algo central en el ser humano, pero también un elemento subsidiario. En este sentido, los jóvenes son un ejemplo de cómo se conjugan las normas y valores “occidentales” con los distintos “códigos culturales” que conforman las diferentes dimensiones de su identidad.
En definitiva, si nos centramos más en la condición de ciudadano de estos musulmanes y no tanto en el hecho religioso, podremos darnos cuenta de una realidad creciente que deberíamos esforzarnos en visibilizar: la del joven musulmán europeo, pongamos por caso practicante, votante de centroizquierda, titulado universitario, activista social, futbolero empedernido, consumidor de productos halal y fan de Star Wars.