El 15 de julio de 2016 telespectadores de medio mundo pudieron ver un golpe de Estado en directo. Atónitos, como si de una película se tratara, vieron cómo soldados del ejército ocupaban los puentes sobre el Bósforo, mientras la tecnología globalizada permitía a Erdogan, detractor a ultranza de las redes sociales hasta entonces, instar a los turcos a salir a la calle en su apoyo. Muchos golpes militares se habían sucedido en el siglo XX, pero en el XXI los turcos se negaron a aceptar la superioridad militar sobre los poderes civiles. Fuera por mala planificación, falta de apoyo, desafección popular o por una gestión más o menos hábil del presidente, el golpe fracasó. Pero nada bueno podía surgir de ello.
Turquía fue un día modelo de Estado moderno, laico, democráticamente más avanzado que la mayoría de sus vecinos y con un gobierno islamista que, excepcionalmente, jugaba al juego democrático a la perfección. El gobierno del AKP, con Erdogan a la cabeza, fue el que más progresó en reformas para acercarse a la anhelada Europa y en medidas para afrontar el problema kurdo con aperturas de diálogo sin precedentes. Turquía, ideal de economía eficiente, de convivencia entre laicismo e islamismo, espejo en el que se han reflejado muchos movimientos y partidos islamistas al sur del Mediterráneo, está hoy en entredicho. Sin ambages, Erdogan lo anunció rápidamente: “el golpe es un regalo caído del cielo”. Sin duda lo ha sido, aún a riesgo de que esté envenenado. El golpe le ha ayudado a recuperar su popularidad. A pesar de los críticos, ningún partido político turco cuestionó su legitimidad, ni el más feroz oponente. Por otra parte, le ha permitido llevar a cabo una purga no solo contra los leales al movimiento gülenista, acusado de estar detrás de la intentona golpista, sino contra los críticos de sus formas y políticas. Se pone así en cuestión la evolución y calidad de la democracia turca. Cierto que la reestructuración del ejército pondrá definitivamente en su sitio al estamento militar, pero a costa de una asfixia creciente de la oposición y de la disidencia, y con el temor de que se convirtierta en un instrumento más del partido en el poder. Hasta qué punto la mano dura de Erdogan acabará por trastocar libertades fundamentales está por ver, pero el peligro existe. Quien fuera pareja de baile de Erdogan, Fethullah Gülen, se ha convertido ahora en su rival en el ring. Ambos promovieron la “reislamización” en Turquía y extendieron sus redes más allá del país, incluso de la región. Escenificaron la coreografía casi perfecta entre islamismo y modernidad, la armonización entre tradición y evolución. Ahora, esa islamodemocracia está en tela de juicio y podría echar a perder años de una muy positiva, e imprescindible, experiencia política, la del llamado posislamismo.
En política exterior, Turquía ha pasado, en poco tiempo, de ser un país aislado y cercado en una geografía explosiva, a retomar la iniciativa: reconciliación con Rusia e Israel, intervención directa en Siria, pero también mayor tensión con aliados tradicionales como Europa o EE UU. Los virajes en política exterior no son fáciles, y en este caso Europa tiene la peor mano de la baraja. Ni Turquía parece tener el mismo interés de antes por pertenecer a la UE, ni la relación de dependencia europea por la crisis de los refugiados hace presagiar que la UE pueda tener margen de influencia. Y Erdogan parece más interesado en posicionarse en el entorno internacional que en el contexto europeo. ¿Fin de la historia? Difícil de imaginar, porque Turquía seguirá siendo Europa, miembro de la OTAN y país estratégico. El distanciamiento irreversible es impensable. El proprio progreso económico espectacular de Turquía de los últimos 15 años se basa en el funcionamiento de la unión aduanera acordada con la UE en 1995, base del crecimiento de sus exportaciones, de su captación de inversión y de su despliegue industrial.
El “regalo del cielo” ha permitido a Erdogan pasar a una posición de fuerza, pero sus decisiones no serán baladíes. Ha abierto múltiples frentes, internos y externos, que deberá manejar a la vez. Erdogan ha apostado fuerte, pero no olvidemos que quién más se juega en todo esto es Turquía y, por extensión, su entorno inmediato. El regalo podría convertirse en una trampa para el presidente pero, peor aún, en infortunio para los turcos.