En la cuarta semana de septiembre, Estados Unidos decide bombardear las bases del Estado Islámico (EI) en Siria. Antes, con Francia, ha bombardeado las bases del EI en Irak. La política de los aliados y de la OTAN se centraba en salir de Afganistán; negociar el proyecto nuclear de Irán; y en no perder totalmente el control de Siria. Entre tanto el África mediterránea avanzaba, algo, en estabilidad democrática. Pero en 2014 la situación cambia. Dos hechos graves, previsibles pero no previstos: la invasión de Crimea en marzo y la aparición, en Irak y Siria, del nuevo terrorismo yihadista en agosto. Este número recoge algunas colaboraciones sobre el origen y alcance de la nueva amenaza terrorista.
El presidente Barack Obama ha anunciado que se empleará a fondo contra ella. Obama volvía a Washington tras la cumbre de la OTAN en Gales, el 4 y 5 de septiembre, para buscar el apoyo de sus aliados árabes y europeos mientras preparaba su intervención en la Asamblea General de las Naciones Unidas. El 23 de septiembre se abre un nuevo frente, el sirio, con apoyo de la aviación saudí y de Emiratos, Jordania, Bahréin y Qatar. Los ataques aéreos cuentan con el conocimiento del gobierno sirio. En Gales, hemos escrito, la OTAN buscaba un acuerdo para salir de Afganistán, cuando vio su escenario invadido por Ucrania y Crimea de un lado, y el terrorismo en Irak y Siria de otro. Esta primavera, el EI reunía a 3.000 militantes: ahora supera, al parecer, los 50.000. Arabia Saudí acaba de definirlo como el peor enemigo del islam.
El departamento de Estado advierte sobre Jorasan y el Frente al Nusra, dos movimientos relativamente nuevos. Que el foco más grave esté hoy en Siria e Irak no evita el riesgo, verdaderamente grave, de contagio al resto de Oriente Medio y norte de África. La irrupción del EI ha sorprendido a todos, y hay un importante consenso sobre la necesidad de frenar su avance. Sin embargo, era fundamental contar con la participación de los países vecinos, árabes y musulmanes, en la coalición. De hecho, la participación árabe pone de relieve una lección aprendida por parte de Estados Unidos y Europa: las intervenciones en suelo extranjero suelen resultar, en muchos aspectos, contraproducentes. Los casos de Irak y Afganistán son ejemplos de ello. Además, los países vecinos son los primeros interesados en hacer frente a la amenaza terrorista mientras los ciudadanos musulmanes son las principales y más numerosas víctimas del salvajismo del Estado Islámico. Estados Unidos y Francia mantendrán sus ataques aéreos aunque no aporten tropas terrestres.
El ejército iraquí, los peshmergas kurdos y los rebeldes sirios, sin especificar cuáles, se unirán a los aliados árabes, británicos, alemanes y otros. Surgen claro está todas las dudas sobre sistemas de reclutamiento, fuentes de financiación, organización o foreign fighters, como hemos visto en Argelia, tras el asesinato del montañero francés Hervé Gourdel. El nuevo terrorismo yihadista, hemos dicho, supone un incalculable peligro por su organización, métodos de reclutamiento, financiación y sobre todo por su crueldad. Entre tanto el califato, una idea de hace 14 siglos, reaparece con una falsa pretensión de liderazgo de la comunidad de musulmanes. Al Qaeda queda en segundo plano, tras emerger el EI e inmediatamente el grupo Jorasan, aparecido en Siria en 2013.
La Estrategia Global Contraterrorista de Naciones Unidas no es una relación de buenos propósitos: es un esquema ultimado y fechado que debe entrar en acción tan pronto lo ordene la secretaría general de la Organización. Las intervenciones militares quizás sean necesarias para debilitar al EI, pero habrá que atacar también las causas que han permitido la expansión de esta organización: poner freno a las políticas sectarias que dividen a la población y buscar soluciones políticas, por la vía de la diplomacia y el diálogo, a los conflictos de la región. Mientras siga habiendo guerra, en Siria o en otras partes, el yihadismo seguirá encontrando terreno fértil en donde subsistir.