En ocasiones, los veranos árabes son agitados y convulsos. Algunos episodios han ocurrido en esta estación: la guerra de los Seis Días de 1967, la matanza de Sabra y Shatila, 1982, la confrontación entre Israel y Hezbolá en 2006… y el regreso al orden militar de Egipto en 2013. Mucho se ha especulado sobre los efectos de las victorias islamistas en los países de la “revolución de 2011” y su potencial de involución en cuanto a aspiraciones democráticas y, sobre todo, en derechos y libertades. Las sociedades egipcia y tunecina han protagonizado quizás el capítulo más crispado de polarización desde la instauración de los antiguos regímenes poscoloniales autoritarios.
En Egipto, la gestión ineficaz del Estado y la focalización en cuestiones religiosas e identitarias por parte de los Hermanos Musulmanes ha provocado la vuelta al statu quo ex ante, de la mano del estamento militar, los partidos no islamistas y los revolucionarios laicos. El regreso del ejército ha ido acompañado de la glorificación patriótica y de una campaña de represión hacia los islamistas, empeñados en reclamar la innegable legitimidad democrática de su presidente. La violencia contra las sentadas islamistas en El Cairo, que se cobraron la vida de centenares de manifestantes, ha sido un revés al proceso revolucionario. El fin no justifica los medios, aunque se tengan todas las razones, y la democracia difícilmente será democrática sin inclusividad. Los islamistas no supieron gobernar para todos. Era previsible que suscitaran el rechazo, pero era difícil presagiar su vuelta a la clandestinidad y el eventual retorno de la violencia. Su apartamiento del poder por la fuerza los ha transmutado, sin embargo, de responsables de la situación del país en víctimas de un golpe militar tras haber ganado las elecciones.
La esperanza de un amplio diálogo político y social en Túnez es el solitario rayo de sol en la región, y que habrá que acompañar para que no acabe descarrilando. En Siria, la victoria en Al Qusayr, gracias a la intervención de Hezbolá, demostró la determinación del régimen en ganar terreno. La revolución siria sufre la asfixia de estar atrapada entre las fuerzas leales a Al Assad y las milicias yihadistas, cuya agenda política nada tiene que ver con la suya, a pesar de compartir enemigo común. Las fuerzas de la contrarrevolución están intentando sofocar los gritos de libertad. El ataque con armas químicas del 21 de agosto evidenció que ni EE UU ni la UE tenían voluntad de implicarse militarmente. Ante una intervención de éxito dudoso y una falta de apoyo de la opinión pública, el acuerdo ruso-americano para desmantelar el arsenal químico sirio fue una tabla de salvación a la que todos se aferraron: unos para evitar la indeseada intervención y salvar su crédito internacional, otros para reafirmar su renovada centralidad en la geopolítica mundial, y otros para poner a prueba su inmunidad y seguir ganando tiempo.
El acuerdo no cambia nada sobre el terreno, pero ha servido para resucitar la vía diplomática con una convocatoria de negociaciones a partir del marco establecido en Ginebra hace más de un año. Aunque los escollos para la negociación sigan siendo los mismos: no reconocimiento de la contraparte por parte del régimen, fragmentación de la oposición política y precondiciones exigidas por la oposición antes de sentarse a la mesa, es decir, que Al Assad abandone el poder. La vía política permanece encallada en un bucle irresoluble y la confrontación militar difícilmente aportará una solución. El principal peligro para Siria, y para toda la región, es que la comunidad internacional prefiera no asumir el riesgo de que alguien gane y decida no actuar. Por eso, el deshielo en las relaciones entre EE UU e Irán es una fuente de esperanza. Irán es el actor con mayor capacidad de influencia sobre el régimen de Al Assad y, en su negociación sobre la cuestión nuclear, la carta siria puede servir como moneda de cambio. Si la esperanza del islam político pasa por Túnez, las soluciones para Siria, más que en Ginebra, podrían estar entre Washington y Teherán.