Dos años después de las revoluciones, los países árabes en transición atraviesan sus momentos más delicados. Profundas divisiones y una violencia latente cuando no patente, caracterizan el momento político en un Egipto exaltado y empobrecido, en un Túnez inoperante y polarizado y en una Libia dominada por milicias y facciones. Tanto es así, que algunos consideran que hablar de transición es un ingenuo optimismo porque ninguno de estos países, sin mencionar Siria y su interminable tragedia, parece conocer la estación de destino en el viaje que iniciaron en 2011. Pero más allá del optimismo de unos pocos y del pesimismo de muchos, podríamos resumir en cinco puntos, aun a riesgo de equivocarnos en el análisis, los desafíos más importantes que deben superar los tres países que están obrando la reconstrucción de sus sistemas políticos.
El primero de ellos es el marco normativo de convivencia y la adopción de una Constitución que una y no que separe a los ciudadanos. En Egipto no hay consenso sobre la Carta Magna aprobada. El frente de fuerzas no islamistas considera que contiene disposiciones inaceptables y que solo una exigua parte de los ciudadanos votó a favor del texto constitucional ahora en vigor. Túnez y Libia todavía no han adoptado el proyecto constitucional, y ésta última, aún está debatiendo la ley electoral para elegir la Asamblea Constituyente. Segundo, reformar el sector de seguridad: la policía en Túnez, la policía y el ejército en Egipto y la creación de un ejército en Libia, donde algunas milicias almacenan una parte de las armas de Gadafi. El mundo árabe tiene una larga tradición de politización de las fuerzas armadas donde éstas han sido el ascensor social para muchos ciudadanos de las clases sociales desfavorecidas. El desafío es conseguir la profesionalización y despolitización de los cuerpos de defensa y de seguridad, al servicio de unos poderes civiles elegidos democráticamente.
El tercer reto es la puesta en marcha de una justicia independiente y de mecanismos de justicia transicional, importante para abordar las violaciones de los regímenes derrocados, establecer cauces de reconocimiento y compensación de las víctimas y abrir las puertas de la reconciliación entre los adversarios, que ponga fin a un sentimiento de impunidad que puede poner en peligro toda transición pacífica a la democracia. Si los crímenes pasados quedan impunes, la tentación de prolongar la violencia se enquista y la democracia, como instrumento de prevención y resolución de conflictos, pierde su razón de ser. La cuarta necesidad hace referencia a uno de los pilares de toda democracia, la existencia de unos medios de información libres, plurales y profesionales. Sin libertad de expresión, la aventura democrática pierde impulso, la oposición deja de tener voz y la corrupción deja de ser denunciada. Y otro reto, en fin: el del crecimiento económico.
Egipto necesita con urgencia un crédito del Fondo Monetario Internacional. Túnez debe volver a atraer turistas e inversiones. En Libia la distribución de la riqueza entre las regiones y los ciudadanos podría convertirse en el objeto de confrontación y de conflicto. Sin esperanza de progreso económico y sin protección social, se abre paso la tentación populista de creer que la democracia no sirve más que para alimentar a los partidos políticos. El crecimiento debe acompañar a la democracia para que ésta sea sostenible. No sería la primera vez que una profunda crisis económica se lleva por delante la compleja ingeniería de una democracia representativa. Nada está perdido pero nada está ganado en los tres países mediterráneos que hace dos años iniciaron el difícil camino de la libertad. Túnez, Egipto y Libia necesitan el apoyo de la comunidad internacional y, sobre todo, de Europa, para abordar estos retos. Sin hacerles frente, no habrá futuro democrático.