La tragedia que sufre la población siria desde hace más de cuatro años ha cruzado al fin las puertas de Europa. Este verano hemos visto cómo la pasividad, la inhibición y la fallida acción internacional tanto en el terreno diplomático como político o militar, han agravado la situación. La letárgica condena que entraña la vida en un campo de refugiados en Oriente Próximo ha llevado a muchos sirios a buscar una alternativa en Europa, a pesar del riesgo que ello supone. Si tenemos en cuenta que en la región viven, además, algunos de los más antiguos refugiados del mundo –los palestinos refugiados desde 1948, muchos de ellos convertidos ahora en apátridas doblemente refugiados– la situación es insostenible. Europa ha abordado la llegada de refugiados desde las costas libias o Turquía de forma fragmentada e improvisada.
La supuesta unión europea se ha desvanecido ante el regateo casi indecente por disminuir la cuota nacional de refugiados asignada, por los cierres de fronteras y el levantamiento de muros, y por el trato inhumano dado en ocasiones a las víctimas de una violencia extrema. El parapeto mediático organizado en torno a la crisis ha sido más vergonzante que informativo, incapaz de reflejar la realidad diversa de estas personas, envueltas ineludiblemente en la miseria del refugiado. Huyen del terrorismo, decían, omitiendo que resulta difícil escapar del territorio controlado por Daesh, que los barriles de explosivos lanzados por el régimen sobre la población civil hacen la vida en zonas de Siria insoportable. En un perfecto inglés, muchos refugiados intentaban contarlo, pero apenas se les escuchaba. Resulta más simple visualizar un solo villano, simplificar el relato sin profundizar en las raíces del conflicto, una revuelta silenciada por una represión brutal. Los actores externos, que han contribuido a envenenar la situación, empezando por los poderes regionales, han seguido actuando de forma unilateral.
Algunos bombardean ahora posiciones de Daesh con presencia de yihadistas connacionales, por temor a que retornen y atenten en su suelo. Intereses propios, es la máxima. Estados Unidos entrena y arma a los denominados rebeldes moderados sin una estrategia política coherente. Por su lado, un Irán fortalecido por el acuerdo nuclear sigue apoyando a Al Assad, cuyo ejército se ve desbordado por múltiples milicias procedentes de Hezbolá e Irán, que escapan cada vez más a su control. Rusia, por su parte, ataca principalmente posiciones rebeldes y eventualmente a Daesh, consciente de que en el pulso con Estados Unidos parte con una ventaja: el deseo demostrado de inhibirse por parte de la Administración Obama y la falta de un plan para Siria. Un hecho que Moscú quiere capitalizar aumentando su influencia sobre el régimen de Damasco; de ahí el apoyo militar y armamentístico de los últimos días. Rusia pretende sacar importantes réditos: priorizar a la oposición “domesticada”, dominar los tempos y escalonar la salida progresiva de Al Assad, además de mantener elementos del régimen ligados a Moscú. Recuperaría la iniciativa diplomática, garantizaría su presencia estratégica y sus alianzas políticas y comerciales en el Mediterráneo, al tiempo que ganaría el pulso internacional a Washington. Sin embargo, la intromisión rusa puede acarrear una contraescalada militar de Estados Unidos, Turquía, Arabia Saudí o Catar, favorables a unos u otros de los rebeldes.
Más armamento, más bombardeos y más violencia difícilmente romperán el statu quo militar, mientras la bestia yihadista seguirá creciendo, alimentándose de las armas que transitan por el territorio, del enquistamiento de la balanza de fuerzas en el campo de batalla y de la dispersión de esfuerzos. Mientras los actores en liza sigan percibiendo Siria como un juego de suma cero, todos saldrán perdiendo, sobre todo los sirios. Es imprescindible actuar en tres ámbitos simultáneos: coordinar una estrategia contundente contra Daesh, reactivar la iniciativa diplomática desde una perspectiva siria y abordar la crisis humanitaria con medios, honestidad y empatía. Deslocalizar fronteras, trasladar la responsabilidad a los países vecinos, atizar los resortes de la violencia solo nos hace más cómplices de la barbarie. La crisis de los refugiados es la constatación de lo inevitable, lo previsible, lo insoportable de nuestro fracaso.