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Coedició amb Estudios de Política Exterior

Contextos imaginados de la radicalización
Los atentados de Barcelona y Cambrils ponen de manifiesto la fragilidad de los argumentos por los que se explican los procesos de radicalización y sus actores.
Jordi Moreras
Tras el primer balance de los atentados de Barcelona y Cambrils del 17 de agosto, y a pesar de que la actualidad política en Cataluña se desplaza hacia otras prioridades, es tiempo de iniciar los análisis de las consecuencias que se derivan de lo sucedido. La creación de una comisión de investigación promovida por los gobiernos de España y Cataluña no parece estar en la agenda, ante el contencioso secesionista que les separa, por lo que parece que no podremos aprender nada de las circunstancias que provocaron que unos jóvenes, bajo la influencia de un adulto que ejercía su autoridad en tanto que imam, quisieran cometer una serie de atentados en Barcelona, y que todo ello se estuviera organizando desde hacía meses, con el más absoluto desconocimiento por parte de los diferentes cuerpos de seguridad, cuyos radares de detección parece que no se habían desplegado en una población tan aparentemente “normal” como Ripoll. Estamos ante uno de los atentados más relevantes por lo que supone de radicalización discreta, de movilización de recursos y medios para preparar artefactos explosivos sin despertar sospechas, y de interrogantes ante la actuación preventiva en zonas urbanas. Pero parece que en este momento impera la sentencia tan simbólica en el imaginario político catalán de que “ahora no toca”.
Es evidente que esta reflexión no debería llevarse a cabo únicamente desde la perspectiva de la acción policial o la coordinación entre instituciones políticas en la respuesta a los atentados. Existen muchos otros ámbitos que requieren ser revisados, y a los que habrá que dedicar tiempo y ganas. Me centraré en uno en concreto, que tiene que ver con la construcción problemática de la amenaza derivada de la radicalización en el seno de las comunidades musulmanas. Desde hace décadas interesa y preocupa conocer con más detalle cómo se activa esa deriva hacia el extremismo, por lo que supone de afectación en términos sociales y de seguridad. La urgencia por intentar dar nombre y explicación a una realidad compleja y multiforme ha provocado una inflación de teorías y definiciones (ya escribí sobre esto en AFKAR/IDEAS 45) que ha generado una cacofonía terminológica difícil de comprender. Ante ello, y ante la evidencia de que nuestras instituciones necesitan proponer a las opiniones públicas europeas un relato mínimamente comprensible en términos securitarios de lo que supone la amenaza del yihadismo, los argumentos para explicar cómo se articula la radicalización han de ser mucho más evidentes y fáciles de entender. Lo que ocurre es que, en ocasiones, tales argumentos reposan sobre supuestos problemáticos que merecen ser revisados.
Todos hemos contribuido, de una manera u otra, a la definición de una trama dramatúrgica en la que se daba nombre a un proceso (la radicalización), supuestamente activada o promovida desde una idea o doctrina (el salafismo), que tenía una serie de actores principales (los jóvenes musulmanes), cuya acción provocaba una víctima principal (la sociedad occidental), y en la que se sospechaba de la acción pasiva de otro actor secundario (la comunidad musulmana), pero que todo este entuerto era finalmente resuelto por otro actor ejecutivo (las fuerzas de seguridad). No pretendo banalizar el asunto que tenemos entre manos, sino reflexionar críticamente con relación a cómo hemos hecho plausible este relato a través de unos supuestos que se retroalimentan mútuamente. Por ejemplo, cuando abordamos la cuestión de la radicalización entendiéndola como proceso, atendemos preferentemente a sus consecuencias, que nos parecen mucho más evidentes y previsibles que las causas, siempre tan escurridizas a la explicación racional. Se han dedicado muchos esfuerzos en nuestro país a establecer los llamados “indicadores de radicalización”, siguiendo el ejemplo de otros países occidentales. Y a pesar de que esto ya se ha demostrado poco efectivo, aquí seguimos basando buena parte de nuestra aproximación al tema interpretando si la longitud de una barba o la amplitud de un velo es indicio de radicalidad o indicador de devoción religiosa. El caso de Ripoll es paradigmático en este sentido, lo que nos indica que quizá se tenga que partir de otras premisas mucho menos predecibles que las anteriores.
Entender la doctrina salafí
Siguiendo con la deconstrucción de esta trama, es fundamental revisar ese argumento que requiere identificar alguna idea o doctrina que engrase intelectualmente (o, como suele decirse, espiritualmente) el proceso de radicalización. Y en este caso, aparece la referencia automática al salafismo, presentado como el instrumento transnacional del wahabismo para difundir un islam ultraconservador. A pesar de que no se ha podido establecer ninguna conexión directa entre la célula de Ripoll y el salafismo (ninguna de las dos mezquitas de esta localidad habían sido identificadas como salafistas), expertos y medios de comunicación no han dudado en atribuir la inspiración intelectual de los atentados a esa rama del islam, considerada hoy como la más radical. Pero hay que reconocer que el grado de radicalidad no deja de ser una apreciación meramente circunstancial: en enero de 2008, apenas unos días después de la detención de la supuesta célula que pretendía atentar en Barcelona, contemplaba atónito cómo en el canal de televisión del metro se afirmaba que el Tablig (movimiento al que parecían adscritos los detenidos, cosa que al final se demostró que no era así) era considerado como el movimiento más radical del islam.
Entonces fue el Tablig, incluso antes, los Hermanos Musulmanes. Pero ahora es el salafismo el que actúa en clave de exorcismo para que nuestras conciencias occidentales puedan nombrar la ideología que legitima la violencia terrorista. Poner en duda este argumento no es asumir la defensa de la doctrina neofundamentalista salafí; es, simplemente, querer atender a la realidad de la interpretación contemporánea del islam que progresa de manera más acelerada desde la heterodoxia hacia el centro de la ortodoxia musulmana, y que está provocando serias interferencias sobre las expresiones de un islam tradicional. En tanto que se articula sobre una reapropiación patrimonial del principal legado islámico (el testimonio del Profeta transmitido por sus compañeros, los ancestros piadosos), atrofiado intelectualmente por la losa inamovible del literalismo wahabí, pero hipermusculado gracias a los recursos económicos que afluyen desde Estados y fundaciones dadivosas, el salafismo se está consolidando como el vértice medial dentro del espectro doctrinal del islam contemporáneo. Y como tal, ejerce una dimensión de influencia global, generando atracciones y repulsiones. Algo que nunca pudieron conseguir ni el Tabligh (siempre considerado como un movimiento misionero y pietista marcadamente singular) ni los Hermanos Musulmanes (cuya matriz derivada en exceso hacia la interpretación política de la mano de Sayyid Qutb, la descartaba de la ortodoxia meramente religiosa), a pesar de que también son movimientos de vocación transnacional.
Si no se entiende el horizonte utópico que propone la doctrina salafí a aquellos musulmanes que pretenden seguir viviendo un islam tradicional amenazado por la modernidad, no acabaremos de comprender porque una lectura como ésta va haciéndose más aceptable en el seno de las comunidades musulmanas en Europa occidental. Una utopía que sugiere –como todo fundamentalismo– que todo pasado fue mejor que el presente pero que puede servir para reorientar el futuro, recuperando estrictamente las enseñanzas del islam de los primeros tiempos. Porque la doctrina salafí nunca va a ser una teología clásica al uso, que pudiera equipararse en rigor intelectual o hermenéutico a todas aquellas que han construido el edificio doctrinal del islam. Ni tampoco se trata de una vía mística: es más bien un proyecto fenomenológico, que no olvida el contexto social en el que se sitúa. Porque, a pesar de ser formalmente apolítica, la doctrina salafí (la que es etiquetada como quietista, purista o literalista) pretende influir sobre las relaciones sociales que mantienen los miembros de las comunidades con su entorno más cercano.
El salafismo en Europa formula una propuesta de recuperación del orgullo de ser musulmán, basada en la superación de una identidad de ciudadano marginal otorgada por las sociedades europeas, por otra fundamentada por el compromiso y fidelidad con el mensaje revelado como forma de poder acceder a la Verdad. Y este mensaje se dirige específicamente hacia unos receptores deseosos de resolver sus contradicciones identitarias, como es el caso de los jóvenes musulmanes. A pesar de que ya se situaban en la escena en tanto que hijos de padres que emigraron hacia Cataluña, acabamos de descubrir a estos nuevos actores que interpretan un papel que no formaba parte del relato que había compuesto una sociedad, en exceso confiada en la eficacia de sus estructuras e instituciones para garantizar su integración no conflictiva. El caso de Ripoll obliga a revisar profundamente los intentos de explicar la radicalización como resultado de una situación de marginación social previa. En cuanto a las trayectorias personales de los implicados en los ataques, existen muchas más concomitancias con los atentados en Londres de 2005 que con los de París de 2015. Tanto en aquel caso como en el que nos ocupa, se escucharon argumentos que se preguntaban cómo había sido posible que “unos de los nuestros” hubieran cometido tales atentados. Quizá sea necesario revisar críticamente esa forma de pensar las pertenencias, cuya articulación parece ser mucho más compleja y mucho menos automática de lo que se cree. Pienso que todavía no nos damos cuenta de la importancia que tienen las experiencias personales en la consolidación de procesos de socialización. Parece que no valoramos la cuestión de los sentimientos y emociones que están en juego, y hasta qué punto la vivencia del rechazo y la exclusión puede revertir una trayectoria aparentemente normalizada sobre la base de indicadores estándar.
Por ello me parece preocupante que la respuesta sugerida para prevenir estas identidades reactivas desde antes de los atentados de Barcelona y Cambrils, y la que parece reforzarse tras ellos, se base en la generalización de la sospecha con relación a los jóvenes musulmanes en escuelas e institutos. Ya he expuesto públicamente mi oposición radical hacia el desarrollo del Protocolo de prevención, detección e intervención de procesos de radicalización islamista (Proderai), propuesto conjuntamente por la policía catalana y el departamento de Educación de la Generalitat de Catalunya. Dejando a un lado el hecho de que este protocolo se ha elaborado sin contar con la participación de expertos educativos o en temas sociales, es evidente que se encuentra claramente orientado desde la peor versión de lo securitario, favoreciendo que se despierte la sospecha sin más respecto a conductas y expresiones que son etiquetadas de manera arbitraria como radicales. En el contexto de inquietud generado tras los atentados, la comunidad educativa ya ha expresado su lógica preocupación ante esta propuesta.
Preocupa pensar la manera en que algunos sectores de la sociedad catalana han querido patrimonializar el dolor provocado por los atentados. Nuestro duelo parece ser selectivo y no lo queremos compartir con otros que también han sido víctimas. El dolor ahoga la compasión y hace olvidar que en Barcelona (como en Madrid en 2004) también hubo víctimas musulmanas. En cambio, seguimos reclamando de ellos que sigan dando pruebas de su rechazo a tales atentados, e incluso les exigimos de forma inmoral que se disculpen.
Permítanme hacer un apunte histórico, de acuerdo con una conversación que mantuve hace unos años con el profesor Felice Dassetto de la Universidad de Lovaina la Nueva: en agosto de 1992 desapareció una niña de origen marroquí, Lubna Benaïssa, en la localidad de Ixelles. En marzo de 1997, en el marco de la desarticulación de una red de pederastia (conocida internacionalmente como el caso Dutroux), se descubrió el cuerpo de la niña. Pocos días después se celebró una ceremonia fúnebre en la gran mezquita de Bruselas, a la que asistieron más de 20.000 personas. Según Dassetto, aquel hecho sirvió para que algo cambiara en la relación entre la sociedad belga y la comunidad musulmana (aunque quizá no lo suficiente, ya que años más tarde, en marzo de 2016, Bruselas también conoció el impacto del terror). Lo que quiero decir con este ejemplo es que, también en el momento en que nos sentimos amenazados o atacados por el terrorismo indiscriminado, debemos ser capaces como sociedad de articular una noción de “nosotros” mucho más extensiva, y mucho menos restrictiva. Decía Susan Sontag que la compasión es una emoción inestable, que necesita traducirse en acciones o se marchita. Entre todos los que formamos parte de esta sociedad, necesitamos alimentar nuestras pertenencias sobre la base común de haber compartido un mismo dolor.
La geografía de la radicalización
Hay analistas mucho más competentes que yo que pueden explicar los aciertos y errores que se han cometido en materia de seguridad con respecto a los atentados de Barcelona y Cambrils. No está de más añadir mi reconocimiento a la ingrata pero fundamental tarea de los miembros de los servicios policiales y de información. Pero querría sugerir un par de reflexiones sobre dos elementos que me permiten abordar no tanto la tarea policial sino la gestión política de ésta: por un lado, en torno a la necesidad de proponer una idea de seguridad mucho más integral y, por otro, una revisión crítica con respecto a la definición de una geografía de la radicalización. La sociedad española participa de un modelo de comprensión de la seguridad ciudadana partiendo de un presupuesto principal que la delega a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado (así como a empresas de seguridad privada). Los ciudadanos esperamos la protección de estos cuerpos ante las diferentes amenazas que podamos padecer, reclamando de ellos que actúen de forma preventiva siempre que sea posible. Nuestra sociedad no tiene interiorizada la idea de que la seguridad es también una responsabilidad de cada ciudadano, dentro de un marco mucho más global y participativo. Pero claro, ello no quiere decir que nuestra colaboración solo sea reclamada sobre la base de unos supuestos de sospecha que tienden a generalizarse de forma abusiva. De ahí que de nuevo sea preciso cuestionar la eficacia de la iniciativa “Stop Radicalismos”, iniciada por el Ministerio del Interior en diciembre de 2015 siguiendo el modelo implantado en otros países, y cuyos resultados son objetivamente muy discretos.
Según sus propias informaciones, los cuerpos de seguridad han elaborado diferentes mapas con los que establecer una geografía de la radicalización. Por un lado se muestran los mapas de las acciones antiterroristas llevadas a cabo, en donde la cuantificación de las operaciones y detenidos sirve para poner en evidencia la acción de estos cuerpos de seguridad. Dejemos aparte la consideración sobre el número de detenciones y los procedimientos judiciales con condena que se han derivado finalmente. Hay otro conjunto de mapas que sirven, sobre esta base de actuaciones, para establecer también una propuesta de las regiones del territorio español donde parece que la radicalización está más presente y que, en principio, debe servir para guiar las acciones futuras. El problema es que esta información ha sido compartida frecuentemente con los medios de comunicación, lo que permite emplazar la supuesta amenaza y justificar que se mantenga en activo el nivel de seguridad antiterrorista, y la consiguiente presencia en el espacio público de policías y de mecanismos de protección urbana como jardineras y bolardos.
Para elaborar estos mapas se suele cuantificar el número de mezquitas que pertenecen a corrientes o movimientos que se consideran susceptibles de seguimiento (desde el Tabligh a los salafís, pasando por Justicia y Caridad, Hizb ut Tahrir o los Hermanos Musulmanes, entre otros). A pesar de que los propios servicios de información reconocen que la radicalización no se produce en el seno de las mezquitas, parece necesario que se sigan localizando estos potenciales focos. Ante el caso de Ripoll, a partir del momento en que esta localidad no mostraba ningún tipo de indicador de alerta, desde algunos medios policiales se argumentó que la geografía que habían creado servía para distinguir entre zonas calientes y zonas frías con respecto a la localización de procesos de radicalización. Lo cierto es que este argumento es contradictorio y absurdo, lo que demuestra de nuevo la fragilidad con que se construyen estos imaginarios de la radicalización y sus actores. Hoy más que nunca, hay que dejar a un lado esos imaginarios que traicionan nuestras percepciones.