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Coedició amb Estudios de Política Exterior

Túnez entre dos épocas
Escaparate de estabilidad, Túnez ha revelado una vulnerabilidad que nadie reconocía: la injusticia, la marginación de las regiones y una juventud abandonada a sus frustraciones.
Ridha Kéfi
Cuando, el 15 de diciembre de 2010, convocó un Consejo de Ministros para decidir una nueva estrategia de desarrollo regional, el presidente Zine El Abidine Ben Ali no podía imaginar que un mes más tarde se vería obligado a huir con su familia de un país al borde de la implosión: el brutal despertar de las regiones había provocado, mientras tanto, una agitación social sin precedentes que se propagó por todo el país y degeneró en una revolución, sin guía ni programa, como una explosión de cólera largo tiempo contenida. ¿Qué ocurrió durante esos días de locura de diciembre y enero en los que el país se tambaleó tan cerca del abismo? ¿Quién prendió la mecha? ¿Y está realmente apagado el fuego?
El después de Ben Ali está en marcha, ¿pero de qué estará hecho? Lo ocurrido en Túnez, un país presentado durante mucho tiempo como modelo de desarrollo equilibrado y de relativa prosperidad, era previsible y estaba casi programado. Frente a la explosión de furia, excesiva, irracional y violenta, de la que ha sido escenario, realmente es necesaria una fuerte dosis de hipocresía o de ceguera para fingir asombro o sorpresa, ya que algunas señales precursoras estaban ahí, pero desgraciadamente no se tomaron lo bastante en serio, ni por parte del poder vigente ni de sus socios y proveedores de fondos extranjeros.
Recordemos el levantamiento de la cuenca minera de Gafsa, que duró varios meses, en 2008, y que degeneró en enfrentamientos sangrientos entre una población harta de las malas condiciones de vida y de las fuerzas del orden, antes de extenderse como un reguero de pólvora por las ciudades y los pueblos de esta región obrera del centro- oeste, tradicionalmente refractaria y contestataria.
La chispa de Sidi Buzid prendió la mecha
Recordemos los enfrentamientos de Ben Guerdane (sureste), en agosto, desencadenados por una medida libia cuyo objetivo era limitar el comercio informal interfronterizo, actividad que da sustento a decenas de miles de familias que viven en esas regiones desfavorecidas. Fue necesario que las autoridades de Trípoli dieran marcha atrás y redujeran sus puntillosos controles para que se calmaran los ánimos y la frontera regresara a su cauce casi normal. La crisis económica empezaba a afectar duramente al bolsillo de las clases pobres y medias, enfrentadas a una insoportable escalada de los precios, y el ambiente social se cargaba, ante un trasfondo de bloqueo político y de mutismo mediático. No hacía falta nada más para que el sufrimiento largo tiempo contenido por fin se manifestara.
Y acabó por manifestarse de forma inesperada, el 17 de diciembre, en Sidi Buzid, ciudad emblemática de este Túnez “inútil”, sin acceso al mar, privada de inversiones y devuelta a su ruralidad ancestral. Ese día, un joven de 26 años, Mohamed Buazizi, vendedor de verduras ambulante, se inmoló prendiéndose fuego, en plena calle, para protestar contra el autismo de las autoridades regionales, indiferentes ante sus quejas y que le impidieron ejercer una actividad con la que mantenía a toda su familia: unos padres sin recursos y unos hermanos y hermanas en paro. Este gesto de desesperación fue la chispa que desencadenó un movimiento de protesta espontáneo que, desde Sidi Buzid, convertida en el símbolo de la dignidad recobrada, se extendió por toda la región y pronto por todo el país, en un arrebato de solidaridad nacional con la ciudad insurrecta.
Las decenas de muertos –los historiadores harán algún día el recuento exacto de los sangrientos enfrentamientos entre la población y las fuerzas del orden– que cayeron en Sidi Buzid, Menzel Buzaiene, Thala, Kaserine, Sfax, Duz, Dar Chaabane, Kairuan, Menzel Buguiba, Bizerta, Hammamet, Le Kram y en algunos barrios de Túnez, no dejaron de añadir leña al fuego y de alimentar un movimiento que se volvió, con el transcurso de los días (y de los fallos del gobierno), prácticamente incontrolable.
Trabajo, libertad y dignidad
Al principio, las manifestaciones eran espontáneas y las movía una mezcla de cólera y de compasión. Las organizaciones políticas y sociales, incluidas las vinculadas al poder vigente, cogidas por sorpresa y mal preparadas, tardaron un tiempo en tomar conciencia de la importancia del movimiento. Al dar prioridad a la seguridad y hacer oídos sordos en un primer momento a las reivindicaciones legítimas de los manifestantes, el gobierno dejó que la situación empeorara.
Su reacción tardía, 10 días después del desencadenamiento de los disturbios, mediante el anuncio de la destitución del ministro de Comunicación y de los representantes de la autoridad pública en Sidi Buzid, no contribuyó a calmar los ánimos puesto que el fuego ya se había desatado y el movimiento, alimentado por el enfado provocado por el recuento diario de los muertos y heridos, iba a cambiar su naturaleza, sus reivindicaciones y sus eslóganes movilizadores. Ya no se trataba solo de trabajo y de fuentes de ingresos para los desempleados y los pobres, sino de libertad, de dignidad y de democracia. Mientras tanto, los partidos políticos y las organizaciones de la sociedad civil, especialmente la Unión General Tunecina del Trabajo (UGTT, central sindical única), para no verse sobrepasados por los acontecimientos, se unieron al movimiento y le aportaron su capacidad organizadora.
Por tanto, la revuelta de los parados y de los pobres pronto se convirtió en un movimiento social estructurado y profundo, llevado por unos cuerpos profesionales y sociales organizados: abogados, estudiantes y docentes, con consignas abiertamente políticas. La revuelta se convertía poco a poco en revolución, y la calle, desatada, oponía una resistencia feroz a las fuerzas del orden. Para empeorar las cosas, la policía, cada vez más desbordada por la importancia del movimiento y su extensión geográfica, desde Bizerta en el extremo norte hasta Ben Guerdane en el extremo sur, multiplicó los errores aumentado el número de muertos y de heridos y alimentando el enfado de los manifestantes.
Algunos testigos hablaban de elementos desconocidos que se mezclaban entre la multitud y destrozaban los edificios públicos y privados e incluso de francotiradores apostados en los tejados que disparaban contra los manifestantes, apuntando visiblemente a la cabeza y al tórax. El despliegue del ejército a partir del 12 de enero, primero en las ciudades del interior y luego en el propio Túnez, quizá contribuyó a evitar lo peor, especialmente al encargarse de la custodia de los edificios públicos, algunos de los cuales fueron saqueados e incendiados. Al interponerse también a veces entre los manifestantes y las fuerzas policiales, sorprendió con su comportamiento a los manifestantes e incluso a los analistas. Algunos hablaron de reparto de papeles entre las dos instituciones republicanas.
Otros incluso hablaban de fisura en el aparato de seguridad. El jefe del Estado Mayor, el general Rachid Ammar, condicionó el despliegue del ejército al no recurso de las armas contra los civiles. En cualquier caso, hasta mediados de enero, la población recibía al ejército como una fuerza protectora. Algo que sin duda alguna contribuyó, en determinadas circunstancias, a evitar grandes desórdenes. Incluso cuando este se desplegó en lugares con una alta carga simbólica, especialmente el edificio de la Radio-Televisión Tunecina (ERTT) o también el Palacio de Gobierno en la Kasbah, a la altura de la medina de Túnez, o cuando se desplegó en las fronteras con Argelia y Libia, pocos observadores o actores de la protesta expresaron algún temor en cuanto a la posibilidad de un golpe militar. Muy pocas personas se vieron obligadas a reprimir una irrefrenable –y descabellada– esperanza de ver al ejército tomar el control de la situación.
‘Demasiado poco, demasiado tarde’
A mediados de enero, la situación seguía siendo confusa y estaba abierta a varias hipótesis. La destitución, el 12 de enero, del ministro del Interior, Rafik Belhay Kacem, y su sustitución por Ahmed Friaa, profesor de matemáticas, ex diputado y ex ministro (Equipamiento, Educación, Tecnologías de la Comunicación) no trajo consigo la calma que se pretendía. Como tampoco lo hicieron los anuncios, el mismo día, por parte del primer ministro Mohamed Ghanuchi de medidas de apaciguamiento, como la creación de una comisión de investigación sobre los excesos cometidos durante los sangrientos enfrentamientos y de otra encargada de investigar la corrupción de los responsables y los errores cometidos en el ejercicio de sus funciones, y también del lanzamiento inmediato de una amplia campaña nacional de contratación de titulados desempleados.
Esto fue lo que inspiró este comentario de decepción: “Demasiado poco. Demasiado tarde”. ¿Consideraron los manifestantes las ofertas generosas del gobierno como un paso atrás, hasta ahora inesperado, por parte de un régimen al borde de la implosión? En cualquier caso, mantuvieron la presión al multiplicar las protestas por todo el país y exigir cada vez más abierta (y ruidosamente) la salida de Ben Ali y de su familia. ¿Cómo se llegó a ese punto? ¿Podría el régimen aguantar el tipo, restablecer la calma, la seguridad y la estabilidad y relanzar la actividad económica, paralizada desde hacía varias semanas?
O, por el contrario, ¿se encontraría el país en vísperas de unos cambios radicales? En ese caso, ¿cuáles eran las perspectivas para salir de la crisis? ¿Qué fuerzas son capaces de realizar una transición pacífica y traer el cambio reivindicado por los manifestantes? El gobierno adoptó, desde el desencadenamiento de la crisis, la política del palo y la zanahoria. Alternó las promesas generosas para los desempleados y los marginados (creación de 300.000 empleos en dos años, creación de una comisión para investigar la corrupción y los excesos de los responsables…) con el posterior endurecimiento político y en materia de seguridad con respecto a los que considera factores de disturbios, entre los que se incluyen algunos partidos radicales y organizaciones de la sociedad civil que escapan a su control.
Esta política, que no vino seguida de un cambio perceptible en el tratamiento mediático de los acontecimientos, desgraciadamente no condujo a la estabilización de la situación. Los manifestantes se negaban a confiar en un gobierno que, al tiempo que daba la impresión de soltar lastre, seguía firmemente anclado en sus certezas, fiel a sus reflejos de imponer la unanimidad y vinculados a las mismas prácticas (políticas y mediáticas) que mermaron en gran medida su credibilidad ante la opinión pública.
Satisfacción mitigada e inmenso escepticismo
La tercera aparición del presidente Ben Ali desde el principio de los acontecimientos, la noche del 14 de enero, aunque fue relativamente bien recibida por una parte de la opinión pública y de la clase política, no tranquilizó del todo a sus compatriotas. En su alocución, parecía debilitado, azorado, torpe y con voz casi suplicante. Hizo un llamamiento al alto el fuego, invitó a los tunecinos de todas las tendencias a trabajar juntos para restablecer el orden y prometió dedicarse a la consolidación de la libertad de prensa y de la democracia.
También anunció la abolición de la censura, especialmente la de Internet (esa misma noche todos los sitios cerrados fueron liberados), y la constitución de una comisión de investigación independiente sobre los excesos cometidos y la corrupción, destacando así su determinación de preservar la Constitución, prometiendo que velaría por la organización de una transición pacífica y dando a entender que los próximos comicios presidenciales podrían celebrarse antes de 2014. Y, lo que es más, sin él. Estas promesas y decisiones, que respondían a las reivindicaciones de la oposición, dejaron traslucir el hastío personal del presidente y el último intento de organizar su marcha.
La destitución de sus dos principales colaboradores, Abdelaziz Ben Dhia y Abdelwaheb Abdalá, asesor político y asesor especial, respectivamente, los artífices del cerrojazo político y mediático, responsable en gran parte del empeoramiento de la situación política y social, se encuadraba, sin duda, dentro de la voluntad de salvar a un régimen al borde del abismo, al entregar a la venganza popular a los dos símbolos de los años de plomo. Pero eso no bastó para calmar el enfado y devolver la calma a la calle: los gestos de apaciguamiento del presidente fueron recibidos con una mezcla de satisfacción mitigada y un inmenso escepticismo.
Una parte de los tunecinos vio en ellos una apertura que podría conducir a unas reformas políticas profundas y a una transición democrática que evitarían que el país se sumiera en la anarquía. Sin embargo, los líderes de la oposición y de la sociedad civil mostraron reservas: preferían esperar unas señales fuertes por parte del poder que expresaran la voluntad real de llevar a cabo estas decisiones. Ese escepticismo estaba más justificado si cabe ya que las manifestaciones hostiles a Ben Ali y a su régimen siguieron produciéndose en la capital y en otras ciudades y los muertos siguieron cayendo bajo las balas después del discurso presidencial.
Revolución popular o revolución… ¿palaciega?
A esas alturas, todavía era posible que el gobierno retomara el control de la situación. Era algo que incluso deseaban un gran número de tunecinos que temían una caída en el anarquismo y también los socios internacionales del país que, preocupados por no contribuir al empeoramiento de la situación, a pesar de algunas declaraciones de principio sobre el derecho a manifestarse pacíficamente y de una ola de compasión hacia las víctimas, mantuvieron, en general, una posición de neutralidad condescendiente. Una forma de ayudar al gobierno, sobrepasado en determinado momento por la importancia del movimiento, a recuperar el control.
Una vez dicho esto, la hipótesis del empeoramiento de la situación, con la tensión política y social de fondo, tampoco podía descartarse dado que todo parecía volátil, precario y abierto a lo desconocido. Los rumores descabellados, alimentados por las redes sociales (Facebook, Twitter…), convertidas en el principal medio de comunicación del país, no ayudaban a entender lo que estaba en juego y ni siquiera los peligros a los cuales estaba expuesto el país. Para algunos, intelectuales utopistas o activistas puros y duros, la revolución estaba en marcha y ya nada podía detener la máquina atrapada en la maraña de una lucha final por la libertad puesto que las promesas de apertura del régimen eran percibidas, no sin razón, como una señal de gran debilidad e incluso de incapacidad.
Así es como el 14 de enero, el curso de la historia conoció una de sus aceleraciones, repentinas y decisivas, que proyectan a un pueblo, brutal y sombríamente, hacia su futuro. Ya desde primera hora del día, cerca de 20.000 manifestantes afluyeron a la avenida Habib Burguiba, en el centro de la ciudad de Túnez, y se situaron frente al edificio gris del ministerio del Interior, símbolo de la represión y de la brutalidad policial, en el que Ben Ali pasó la mayor parte de su carrera de superpolicía. Los tunecinos, con una sola voz, exigían la marcha del “hombre del cambio” y el enjuiciamiento de los miembros de su clan familiar.
La importancia del movimiento acabó por obligar al rais a emprender el camino del exilio. Cuando, bien entrada la noche, el avión de Ben Ali aterrizó en Yedda, en Arabia Saudí, donde se le concedió asilo tras la negativa de la Francia de su “amigo” Nicolas Sarkozy, Túnez era presa del desorden y de la incertidumbre, entregado a una banda organizada de saqueadores a la que la proclamación del estado de emergencia y el redespliegue del ejército no disuadieron de continuar con sus descabelladas correrías vengativas. Según diversas fuentes, se trataba de los irreductibles del rais derrocado y los que ejecutaban sus obras más bajas, que rechazaban la evidencia del cambio y temían tener que pagar por los crímenes cometidos.
En el plano político, el después de Ben Ali empezó con la precipitación y la chapuza constitucional, con la proclamación de dos presidentes en menos de 24 horas, el primer ministro Ghanuchi y luego el presidente de la Cámara de Diputados, Fued Mebaza, conforme a la interpretación de dos artículos de la Constitución (56 y 57).
¿Qué salida hay para la crisis?
Los dos hombres van a tener que trabajar juntos, y con el apoyo del ejército, para garantizar la continuidad constitucional, restablecer el orden y poner en práctica una transición política pacífica, con la organización de unas elecciones legislativas y presidenciales anticipadas. Sin duda, van a encontrarse con el obstáculo de la falta de unas verdaderas estructuras políticas capaces de canalizar la voluntad popular y de dirigirla hacia unos objetivos y unas acciones claramente definidas.
Pero, en el largo túnel que se abre, existen destellos de esperanza a pesar de todo. Los partidos, organizaciones e intelectuales más importantes han tendido la mano al gobierno de transición. Las reuniones de concertación se multiplican. Los líderes en el exilio vuelven al país para aportar su contribución al nuevo edificio. El regreso a la calma, la legendaria ponderación de los tunecinos y su sentido del compromiso van a ayudar a la clase política a sacar al país de su marasmo actual y a proyectarlo hacia la transición política prometida desde 1987, fecha del ascenso al poder de Ben Ali, pero que este último se había dedicado, durante 23 años, a aplazar por un tiempo indefinido.
Pero sea cual sea el desenlace de la crisis, algo se ha roto en ese Túnez ideal y casi irreal alabado durante largo tiempo por los medios nacionales y los proveedores de fondos internacionales. El país está enfermo y su enfermedad no fue diagnosticada a tiempo. Si su crecimiento económico era real y su PIB crecía un 5% de media al año, los frutos de ese crecimiento no están repartidos equitativamente entre las regiones, las capas sociales y las generaciones. En otras palabras, la prosperidad tunecina deja a muchas personas en la cuneta. Y son los que se han visto privados de ella los que han alzado la voz, y de forma tan notoria que el gobierno finalmente les escuchó. Cierto es que un poco tarde, pero con la suficiente diligencia como para que tengamos derecho a esperar una refundación del sistema económico sobre la base de una redistribución más equitativa de las riquezas nacionales.
El país, que ofrecía un escaparate de estabilidad, en un entorno regional de grandes tensiones, ha acabado por poner de manifiesto una vulnerabilidad que hasta ahora nos negábamos a tener en cuenta: la injusticia, la marginación de las regiones, una juventud abandonada a sus frustraciones y que, frente al cerrojazo mediático, no tuvo miedo de proclamar su malestar con los medios de su época. Por otra parte, la necesidad de libertad expresada por la población, de todas las edades y capas sociales, incluida la clase burguesa, la más beneficiada por la historia de éxito económico, parece ser un dato primordial que el gobierno actual (o el venidero) tendrá que tener en cuenta. Lo ocurrido parece una explosión, la de una población que hierve desde hace tiempo y que ha acabado por dar rienda suelta a su enfado al no poder expresarlo a través de medios pacíficos y no ver que sus reivindicaciones fueran satisfechas por unos políticos dignos de ese nombre y unos medios de comunicación creíbles, responsables y más preocupados por la verdad que por complacer cobardemente a algunos de los dirigentes omnipotentes.
El otro terreno en el que hay que trabajar, tan urgente como el de la reactivación del proceso de desarrollo regional, de la inversión y de la creación de empleo para los desempleados, es el relativo a la reconstrucción del ámbito político mediante la integración de todas las fuerzas, incluidas las que hasta ahora han estado marginadas y excluidas del debate público. ¿No fue la ausencia, frente a los manifestantes, de otros interlocutores que no fueran los representantes del poder y de su maquinaria de seguridad, la que creó las condiciones para el empeoramiento de un movimiento social al que se podría haber puesto coto a tiempo y que no habría desembocado en la anarquía en la que estuvo sumido el país durante más de un mes? Nada debería ya detener la marcha de la libertad. La transición política, todavía inesperada ayer, se ha convertido en una realidad posible.
El Túnez libre y democrático está empezando a salir del magma todavía en ebullición de las revueltas populares. Una hermosa ilustración de los versos del poeta nacional tunecino Abulkacem Chebbi contenidos en el himno nacional y entonados al unísono por los manifestantes: “Si el pueblo, algún día, quiere vivir. El destino no podrá más que responder a su espera. El mañana sucederá necesariamente a la noche. Y las cadenas se romperán inevitablemente”.