
Momento decisivo para Palestina
Mientras Trump anuncia el “Acuerdo del Siglo”, una muestra más de su política disruptiva en Oriente Medio, la población palestina exige una nueva estrategia política.
Isaías Barreñada
Desde hace años, decenas de diagnósticos sobre la situación en Cisjordania y Gaza empiezan con el mismo mantra del “estamos llegando a un punto crítico”. Nos hemos acostumbrado a que la situación sea catastrófica, empeore cada día y se haga insostenible, al anuncio de un inminente colapso que, sin embargo, no llega, y a la extenuante prolongación de una situación extremadamente dura para cuatro millones de palestinos. Pero más allá de la anomalía que supone una ocupación de más de cinco décadas y más allá de su impacto material y humanitario, ciertamente Palestina se encuentra hoy en un momento políticamente muy delicado, producto de dinámicas internas y de cambios en el contexto internacional: es un casi Estado dividido y que sobrevive de manera artificial, sus antiguos valedores han cambiado de campo, hay una amplia contestación popular reclamando cambios en la estrategia de resistencia, y es inminente una ola de más anexiones que rematarán cualquier posibilidad de crear una entidad estatal palestina soberana. Estamos en el final del paradigma de los dos Estados pero no está claro qué escenario se puede abrir a continuación.
El agotamiento de las estructuras políticas palestinas de Oslo
El gobierno palestino lleva 12 años fracturado. Desde 2007 un gobierno encabezado por Al Fatah opera desde Ramallah y es el principal interlocutor internacional, y otro gobierno encabezado por Hamás opera en Gaza, condenado a gestionar la supervivencia en una situación de asedio y de bloqueo, y sujeto a las sanciones internacionales que han reducido la provisión de ayuda. La división política nunca ha sido tan pronunciada como hoy; hay dos autoridades, con escasos recursos, ambas totalmente dependientes y que son objeto de los golpes militares o del socavamiento continuo de Israel. El gobierno de Hamás en Gaza se ha mantenido a pesar de no poder resolver los problemas cotidianos en una situación de asedio, ni de contener las agresiones israelíes. La práctica de gobierno ha hecho que Hamás se modere y se haga más pragmático. En 2017 el movimiento islamista introdujo cambios en su estrategia política y designó una nueva dirección, pero esto no ha evitado que Israel siga usando la Franja como campo de tiro, contra militantes pero también contra civiles que se manifiestan cerca de la valla fronteriza.
En noviembre de ese año se alcanzó un acuerdo de reconciliación y reunificación pero, como los anteriores, se volvió a frustrar por la profunda desconfianza entre las partes. Hamás no quiere renunciar totalmente a sus elementos armados y Al Fatah no admite compartir el monopolio de la violencia y quiere una rendición total de su adversario. Desde entonces, Gaza no solo sufre el asedio israelí, sino también medidas punitivas de Ramallah que retrasa los suministros energéticos, reduce las transferencias de salarios y pensiones, o torpedea las frágiles treguas con Israel que Hamás logra con mediación egipcia. La población de la Franja paga las consecuencias de la disputa.
Sin embargo, los dos gobiernos palestinos hacen aguas. Si las condiciones de la ocupación explican su limitada eficacia, su legitimidad democrática interna está seriamente erosionada. El mandato presidencial de Mahmud Abbas expiró en 2009, y el del Consejo Legislativo Palestino en 2010. No ha habido nuevas elecciones y ambos gobiernos se encuentran en la misma situación de excepcionalidad. La disidencia y las posturas críticas son acalladas en ambos lados. Las organizaciones palestinas e internacionales de derechos humanos (Human Rights Watch 2018) denuncian que ambos gobiernos no respetan los derechos fundamentales, usan la tortura, practican arrestos arbitrarios y violan la libertad de expresión contra sus respectivas disidencias y oposiciones.
El gobierno de Ramallah, el más ampliamente reconocido a nivel internacional, ha agotado su estrategia y está atravesado por crisis continuas. En enero de 2019 dimitió el independiente Rami Hamdallah, primer ministro desde junio de 2013. No solo por su impotencia ante las políticas israelíes, sino por la incapacidad de alcanzar la necesaria reunificación política con Gaza, saboteada por las luchas entre facciones y por Israel. Finalmente se han impuesto las interferencias del partido Al Fatah, los intereses de ciertos grupos de poder y las disputas de las facciones en torno a un envejecido presidente Abbas cuya retirada se prevé en breve. En marzo de 2019 fue nombrado primer ministro Mohamed Shtayyeh, un histórico dirigente de Al Fatah implicado en el Proceso de Oslo y que ha sido ministro en anteriores gabinetes, un cuadro de la vieja guardia cuya designación responde primordialmente a un ajuste interno de Al Fatah.
Sin embargo, la reclamada revalidación democrática de las instituciones se ha convertido en un nuevo motivo de confrontación. En diciembre de 2018 la Corte Suprema Constitucional anunció la disolución del Consejo Legislativo Palestino (CLP) y la convocatoria de elecciones para una Asamblea Constituyente antes de septiembre. Las elecciones podrán realizarse en parte de Cisjordania, pero no hay garantías de que puedan celebrarse en Jerusalén (para lo que se requiere un acuerdo con Israel) ni en Gaza. Hamás (que tiene 76 de los 132 escaños del CLP electo en 2006, frente a los 43 de Al Fatah) rechaza la medida y la condiciona también a un acuerdo previo. Si no hay acuerdo, será difícil que puedan realizarse.
Una muestra de la soberanía limitada y de su debilidad estructural es que el gobierno palestino no controla sus finanzas y estas se destinan a políticas ajenas a su proyecto de independencia. Su presupuesto de 5.800 millones de dólares sirve esencialmente para pagar salarios y destina cerca del 20% a la seguridad, es decir a cumplir con sus compromisos de contener la resistencia palestina y garantizar la protección de Israel. El gobierno gasta más en seguridad que en educación, sanidad y agricultura juntos. Sus principales fuentes de ingreso son las transferencias fiscales de Israel y la ayuda internacional pero continuamente Israel ha venido reteniendo o condicionando las transferencias con motivos diversos, como el cese de las pensiones a los familiares de presos u otras. Un informe de la Autoridad Palestina de diciembre de 2018 calculaba que ésta perdía unos 350 millones de dólares anuales por los incumplimientos de los acuerdos fiscales por parte de Israel, el 30% del déficit previsto. La ayuda internacional es vital, pero está condicionada a que Ramallah garantice la seguridad de Israel. Por otra parte, la ayuda ha servido para no responsabilizar al ocupante de sus obligaciones y a apoyar la estrategia de consolidación de las instituciones y la gobernanza, un singular caso de state building previo a un acuerdo. Una ayuda securitizada y contrainsurgente que ha servido para contener la resistencia. En suma, una forma de necroayuda no dirigida al desarrollo real o la liberación, sino a mantener un esquema perverso de ocupación financiada por una retahíla de donantes.
Los límites de la estatalidad incompleta
Cabe preguntarse por qué en tal situación no se produce un estallido o un colapso. La pregunta no tiene una respuesta fácil pero tiene que incorporar al menos tres elementos: porque la ayuda externa no cesa, porque Israel modula hábilmente la presión para evitar las crisis y porque en el campo palestino se ha generado un entramado de grupos de interés que sacan partido. Son élites políticas ligadas a la burocracia estatal, fuerzas de seguridad que se han convertido en actores relevantes, una variopinta industria de la ayuda (ONGs y fundaciones con nexos internacionales), y empresarios que intermedian y hacen de subcontratistas; en suma unos pocos privilegiados que con una retórica nacional palestina sobreviven bastante bien y se aprovechan del nuevo sistema. La Autoridad Palestina se concibió como una administración interina mientras se negociaba. Posteriormente el casi Estado Palestino se concibió como un paso previo a la independencia y la soberanía efectiva. Pero sin haber alcanzado tales objetivos ¿qué utilidad tiene en el actual estado de las cosas? El Proceso de Oslo dio pie al axioma “Israel necesita a un Estado palestino” (The Economist, 20 mayo 2017) aunque fuera limitado y no plenamente soberano, por múltiples razones: suponía renunciar a la resistencia y apostar por negociar acuerdos, acordar retiradas escalonadas, permitía el apoyo de la comunidad internacional… Luego los palestinos críticos extendieron la fórmula a su propio campo: “Israel y la Autoridad Palestina/OLP se necesitaban mutuamente”. Pero hoy parece que este principio se está diluyendo. Israel necesita cada vez menos a la Autoridad Palestina. Ve la posibilidad de dar un salto sustancial en su proyecto colonial, la coyuntura le permite imponer y legalizar los hechos consumados acumulados durante cinco décadas de ocupación e infligir una derrota total que suponga la disolución del movimiento nacional palestino, debilitado y cooptado en estos últimos años.
En torno a 2010, ante la negativa israelí de cesar la colonización como condición previa a cualquier proceso de diálogo, la dirección palestina adoptó una doble estrategia de afirmar su estatalidad y reforzar su dimensión y presencia internacional, lo que entonces llamaron la Intifada diplomática. Con ello, esperaba romper con la bilateralidad asimétrica de Oslo y concitar una mayor implicación de otros Estados y organismos internacionales. El balance puede parecer positivo. En la dimensión interna, la Autoridad Palestina mutó en Estado de Palestina, recuperando la Declaración de Independencia de Argel (noviembre de 1988), y ha reforzado su institucionalidad. En el plano internacional más de 135 países han reconocido al Estado de Palestina, varias organizaciones internacionales lo han admitido como miembro y Palestina ha suscrito numerosos tratados y convenidos internacionales como si fuera un Estado plenamente soberano. Pero poco más pueden hacer si no cuentan con un claro apoyo internacional. El principal obstáculo es que la ocupación prosigue y el Estado palestino no es soberano. En lo económico sigue siendo una entidad política que depende de la ayuda externa. Además el Estado no puede funcionar si sus instituciones electivas no se renuevan, si no hay una verdadera división de poderes y si los mecanismos de control no funcionan.
En lo externo, Palestina no ha logrado que la Unión Europea, ni siquiera un número significativo de sus miembros, apoye de manera decidida su estrategia de estatalidad. Se da la paradoja de que los principales donantes (a excepción de los Estados árabes) no han secundado la estrategia de estatalidad e internacionalización. Se ha creado una nueva categoría de actores: los países amigos de Palestina que no la reconocen como Estado y que prefieren seguir financiando la ocupación. Sin duda, un reconocimiento de los países europeos tendría un significativo impacto y daría una señal fuerte a Israel y Estados Unidos. Las puertas de otros organismos internacionales se abrirían y caerían en saco roto las amenazas de Washington de aplicar sanciones. Palestina ha alcanzado los límites de su estrategia de estatalidad e internacionalización, ambas incompletas y por tanto poco eficaces, y con el riesgo de generar nuevos efectos perversos imprevistos.
Cada vez son más las voces que exigen un comportamiento más coherente de los Estados que llevan más de dos décadas implicados primero en el Proceso de Oslo y luego en años de no negociaciones y medidas unilaterales. Analistas políticos de todos los ámbitos, voces de la sociedad civil y ex responsables diplomáticos apuntan que es imprescindible una acción internacional concertada que revise y modifique este esquema perverso. Pero el horizonte no augura tiempos mejores, al contrario. Lo que se avecina ahora es una probable ofensiva de más ocupaciones y de anexiones unilaterales en Cisjordania por parte de Israel. El actual relator especial de Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en Territorio Palestino, el jurista canadiense Michael Lynk, denunciaba la intensificación de las demoliciones de viviendas palestinas y el incremento de la colonización en los últimos meses. A principios de julio de 2019 declaraba que Israel se prepara rápidamente para anexionarse parte de Cisjordania, presagiando un momento dramático en los próximos meses. “La comunidad internacional puede jugar muchas cartas con Israel y debe decirle: ‘sus privilegios a través de acuerdos bilaterales o multilaterales con respecto a su economía, las relaciones políticas y culturales serán cuestionadas y revisadas, a menos que muestre verdaderos intentos de revertir y deshacer la ocupación’”.
El unilateralismo punitivo trumpiano, el Acuerdo del siglo y la división del campo árabe
Un elemento clave en esta situación ha sido la política disruptiva de Washington. A lo largo de dos años y medio, la administración Trump, totalmente alineada con los intereses de Israel y su actual gobierno, ha tomado una serie de medidas para debilitar y someter a los palestinos y forzarles a que se sienten a firmar una acta de rendición: traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén, rompiendo con los acuerdos internacionales, suspensión de las contribuciones a la UNRWA, disminución de la ayuda bilateral, cierre de la oficina de la OLP en Washington, retirada de la UNESCO y del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas… Todo ello mientras anunciaba la elaboración de una propuesta pomposamente llamada “Acuerdo del siglo” (Deal of the Century). De “acuerdo” tiene muy poco porque la supuesta solución a uno de los conflictos no resueltos más longevos y complejos de la escena internacional se está diseñando en Washington, con línea directa con Riad, y pretende imponerla como un diktat a los palestinos. Y de contribución a una paz positiva tiene aún menos, porque no busca resolver los elementos básicos del conflicto y dar pie a un nuevo orden de justicia y convivencia, sino fortalecer y blindar a Israel. Los palestinos lo han calificado como “la bofetada del siglo”. Para el profesor Joseph Massad, de la Universidad de Columbia, colega y discípulo de Edward Said, no es más que “el último eslabón de la trampa de Oslo tendida a las élites políticas palestinas” porque, según él, la larga lucha de más de un siglo por la liberación de Palestina se ha transformado en una lucha para empoderar a la policía y los empresarios palestinos.
El inexperto consejero presidencial estadounidense, Jared Kushner, pretende lograr la paz posponiendo el acuerdo político (Estado, fronteras, fin de la ocupación, retorno de los refugiados) y recurriendo a una gran operación económica. Su “I think we developed a good business plan” lo dice todo: inversiones fastuosas en infraestructuras, industria y formación de recursos humanos, eso sí, pagadas por otros (las petromonarquías), y expandiendo Gaza hacia el Norte del Sinaí. ¡Como si las demandas de los palestinos fueran solo empleo! Los palestinos que han sufrido las medidas punitivas de Washington estos dos últimos años han rechazado la propuesta; otros Estados árabes también. Para Israel la negativa árabe sirve de pretexto para seguir con la colonización y progresiva anexión de Cisjordania y el asedio de Gaza. Tras dos años de anuncios, el Plan todavía no se ha hecho público en todos sus detalles, pero un reciente workshop económico llamado “Peace to prosperity”, celebrado en Manama (Bahréin) los días 25 y 26 de junio de 2019, con participantes oficiales y empresarios de varios países, ha contribuido a levantar una ola de indignación de vastas magnitudes. La formalización de la propuesta ha sido pospuesta para después de las nuevas elecciones en Israel en septiembre. Pero 2020, año electoral en Estados Unidos, tampoco es un momento propicio, salvo que el plan sirva para asegurarse el voto conservador proisraelí.
El plan es otra muestra de la desastrosa y peligrosa política de Trump en Oriente Medio. Pero si la propuesta es rechazada, Trump podrá decir que hizo todo lo posible y que, como en 1948, son los árabes quienes se han opuesto. Netanyahu tendrá carta blanca para profundizar su control sobre Cisjordania y Jerusalén oriental, seguro de que los estadounidenses no se interpondrán en su camino. Pero el Plan Kushner forma parte de una reconfiguración geopolítica regional. Washington cuenta con algunos Estados árabes poderosos económicamente, aunque cada vez más contestados. Si bien en su última cumbre (Túnez, 31 de marzo de 2019) la Liga de Estados Árabes reiteró la primacía de los derechos palestinos, la proclama se añadió a la larga lista de manifestaciones retóricas de esta organización. En la práctica desde hace mucho tiempo Arabia Saudí y los Estados del Golfo han venido multiplicando sus vínculos con Israel, articulando un nuevo eje regional, unidos en su alineamiento con Washington y su guerra contra Irán y el islam político suní. Una derivada del “Acuerdo del siglo” es la normalización de Israel en la región.
La urgencia de una nueva estrategia o la estocada al movimiento nacional palestino
El envalentonamiento de Netanyahu, el alineamiento pro-israelí y la política disruptiva de Estados Unidos en la región y la pasividad internacional han agotado el paradigma de los dos Estados y han acabado con cualquier resto del espejismo de Oslo: consideran que Israel ha ganado, que la Autoridad Palestina es superflua y que los palestinos solo deben asumir su derrota y aceptar dócilmente lo que se les ofrezca. De manera provocadora Danny Danon, embajador israelí en Estados Unidos, declaraba: ¿Qué hay de malo con la rendición palestina? (“What’s Wrong With Palestinian Surrender?”, The New York Times, 24 de junio de 2019).
Pero la realidad es tozuda y las dinámicas sociales de resistencia no son tan fácilmente eludibles. El virtual Estado de Palestina puede tener muchos límites, pero la población palestina resiste en el día a día y alza su voz, secundada por las poblaciones árabes de los países vecinos. En la actualidad muy pocos palestinos conservan una visión positiva de Oslo y aún menos confían en su vigencia. De hecho los últimos partidarios, presos todavía de las ensoñaciones de 1993, están en Europa. Si hay algo que destaca en estos últimos meses es el surgimiento de demandas que piden una nueva estrategia de resistencia, y que choca con las posiciones de la vieja guardia y la nueva burocracia palestina.
Conciliar estatalidad y resistencia parece un ejercicio imposible. La OLP, eclipsada y sustituida por el gobierno palestino de Ramallah, no ha asumido la tarea de definir la fórmula que compatibilice ambas estrategias. El acosado gobierno de Gaza, en un ejercicio de pragmatismo y de moderación para sobrevivir, tampoco es capaz de ello. Es aquí donde se inserta uno de los fenómenos más significativos de los últimos años. Desde mediados de la década pasada han ido tomando forma distintas iniciativas de resistencia popular, pacífica, generalmente de ámbito local, ante las expropiaciones, el muro o para reconstituir los vínculos entre palestinos que viven en distintos ámbitos (en el exterior, en las zonas ocupadas o en Israel). Entre el 30 de marzo y el 15 de mayo de 2018, la Franja de Gaza fue escenario de la Gran Marcha por el retorno y contra el asedio. Una amplia manifestación de la población gazauí que fue brutalmente reprimida con medios militares (más de 280 muertos y 6.000 heridos de bala) y que saltó a los medios internacionales. Esta protesta fue la expresión de una dinámica que hoy caracteriza el campo político palestino: una nueva generación de palestinos ha tomado la iniciativa política y reclama la urgente reunificación de las dos autoridades palestinas, reivindica los derechos de los refugiados, denuncia el apartheid en Israel, y exige una reorientación de la estrategia gubernamental. En 1987 la primera Intifada puso en la escena pública el rechazo de los palestinos a la ocupación y la necesidad de ponerle fin. Hoy las nuevas protestas, desde ámbitos ajenos a la esclerotizada OLP y a las formaciones políticas históricas, ponen en evidencia la urgentísima demanda de una nueva estrategia política palestina que combine estatalidad y resistencia.