Lecciones de Ripoll

La radicalización, consecuencia de una serie de detonantes que promueven la oposición absoluta y radical a unas ideas, tiene una dimensión esencialmente ideológica.

Jordi Moreras

Los atentados de Barcelona y Cambrils en agosto de 2017 volvieron a poner en evidencia lo poco que sabemos respecto a las causas que generan los procesos de radicalización extremista. Como si se tratara de una caja negra, hemos de esperar a que se produzca un suceso concreto para identificar las motivaciones que llevaron a sus autores hacia la radicalidad. Un año después, aún seguimos preguntándonos cómo fue posible que se produjera la radicalización de unos jóvenes de Ripoll de una forma tan inadvertida, y las principales líneas argumentales siguen insistiendo en el papel de instigador del imam de una de las mezquitas de esta población. Tras lo sucedido, parece que debamos volver sobre nuestros pasos respecto a los consensos a los que habían llegado los analistas con respecto al papel de las mezquitas y los imames en relación con la activación de los procesos de radicalización violenta. Aún recuerdo cómo hace algunos años, los máximos responsables de seguridad españoles se aplicaban en explicar el cambio de paradigma que habían observado con respecto a cómo se potenciaban estos procesos: si antes habían sido las mezquitas a través de las proclamas de los imames, a partir de ahora era la influencia de internet y las redes sociales las que estaban detrás de la activación de la radicalización. ¿El caso de Ripoll debe hacernos cambiar este punto de vista?

Lo cierto es que las mezquitas y los imames nunca han dejado de ser vistos como sospechosos habituales. Si no, no se explica cómo se ha querido elaborar una geografía de la radicalización en nuestro país, atendiendo a aquellas localidades en donde se identificara una mezquita relacionada con el salafismo, doctrina que ha sido etiquetada como la puerta ideológica que conducía al radicalismo. El caso es que en Ripoll ninguna de las dos mezquitas era salafista, por lo que en este caso los radares desplazados por los servicios de información fueron poco eficientes para preveer lo que sucedería.

Tras los atentados del 11 de marzo de 2004, se decidió que había que vigilar a imames y controlar mezquitas, pues se temía que fueran focos de radicalización. El balance que se puede hacer desde entonces no permite confirmar ese supuesto. La monitorización de los sermones y prédicas no ha podido identificar a nadie que haya llamado al yihad desde el púlpito de una mezquita, y cuando se ha interpretado algún discurso excesivamente rigorista o contrario a los valores vigentes en nuestra sociedad, se han llevado a cabo acciones de diferente tipo (los discursos religiosos integristas no son delito), optando incluso por la expulsión administrativa preventiva –en consonancia con otros gobiernos europeos– de aquellas personas sospechosas de estar realizando tareas de adoctrinamiento o radicalización. La prevención de la violencia no debería llevarnos a plantear acciones que rozan la arbitrariedad, y cuyo efecto hace tambalear el marco democrático y el Estado de Derecho.

Pero volvamos al caso de Ripoll, y a todas aquellas preguntas que han quedado por resolver. El interrogante no es “¿qué pasa en las mezquitas?”, sino “¿de qué manera las mezquitas ejercen su influencia sobre las comunidades musulmanas?”. Si planteo dejar a un lado el componente de ansiedad que se incorpora en la primera pregunta, es porque la segunda nos abre a la comprensión del papel que desempeña esta institución social sobre el colectivo musulmán. Si lo que queremos saber es hasta qué punto las mezquitas dictan los destinos de sus comunidades, solo debemos recuperar lo mucho que han escrito las ciencias sociales en relación con las instituciones religiosas, y la diferencia que se establece entre función y acción en su relación con respecto a sus comunidades de referencia. Es decir, una cosa es afirmar que las mezquitas son los espacios religiosos comunitarios por excelencia (función), y otra que su capacidad de infuencia y proyección de sus ideas (acción) permee las conciencias de todos los miembros de una comunidad local. No siempre somos capaces de reconocer esta dualidad, puesto que seguimos viendo al islam como una religión totalitaria y totalizante, que amenaza a sus miembros mediante virulentas soflamas de predicadores fanatizados desde mezquitas que actúan como instituciones voraces (retomando la expresión del clásico estudio de Lewis Coser), que actúan como vigías de la ortodoxia, y que desplazan a guardianes de la tradición –los imames– a cuidar que nadie en su comunidad se desvíe del recto camino. Hasta tal punto nos hemos creído el papel intimidador de esta institución que hemos dado por reales las sospechas sobre supuestos tribunales de la sharia, o que existían barrios totalmente islamizados, sin que se pudiera aportar ningún dato concluyente.

Decía antes que lo que pasó en Ripoll es que unos jóvenes fueron persuadidos por un imam para que frecuentaran la mezquita y, a continuación, convencerles para hacer algo grande. Tan grande como para que un país entero se siguiera preguntando un año más tarde “¿qué ha pasado, Younes?”. En este caso, parece evidente que la figura de Abdelbaki es Satty es fundamental como agente de persuasión de unos jóvenes no excesivamente apegados a la tradición religiosa heredada de sus padres, y que vivían en un contexto social que les seguía considerando como hijos de inmigrantes. Lo suyo no fue un caso de reencuentro con la tradición religiosa, ni un retorno a la práctica religiosa: no volvieron a nacer espiritualmente. Fue el encuentro entre las vidas ordinarias y comunes de unos jóvenes, y la voluntad manipuladora de un individuo que, arropado por su carisma en tanto que imam, supo apreciar aquellas pequeñas frustraciones y amarguras que escondían estos jóvenes, para orientarlas en forma de rabia y en una dirección concreta. La habilidad de Es Satty fue saber leer entre las líneas de estas vidas ordinarias para encontrar sus debilidades y aprovecharse de ellas. Todo esto nos debería hacer pensar sobre cómo es posible que, a pesar de nuestro gran despliegue de instrumentos de análisis e intervención social, no seamos capaces de identificar previamente estas situaciones.

La redefinición de los imames como figuras públicas

Es Satty se aprovechó de su condición de imam. Éste es el argumento que ha sido aceptado en general, y especialmente por parte de algunos de los imames que en los últimos meses me han expresado su enojo y rabia ante lo sucedido en Ripoll. Reniegan de Es Satty no solo por lo que hizo (o quiso hacer), sino porque nunca demostró fehacientemente sus capacidades y conocimientos para ejercer como imam. De nuevo aparece otro interrogante a resolver: ¿qué se requiere para ejercer como imam en España? Pues por lógica, aquello que sea determinado por las necesidades de las propias comunidades que, ante la ausencia de una autoridad doctrinal competente capaz de regular el ejercicio de esta función religiosa, deben elegir entre candidatos que no siempre son los mejores. Eso mismo fue lo que sucedió en Ripoll, tal como ha pasado en muchas otras comunidades musulmanas españolas en las que las urgencias, las necesidades y las buenas voluntades, han prevalecido sobre los títulos, los conocimientos y las competencias para ejercer como guía espiritual de la comunidad. Se dice que a partir de ahora se va a establecer un censo de imames para evitar que se puedan repetir situaciones como la de Ripoll, o que se pronuncien sermones que sean contrarios a los valores y principios de nuestra sociedad. Pero es evidente que un registro, por sí mismo, solo puede servir para identificar el tipo de responsabilidad que puede reclamarse a aquellos líderes comunitarios que permitan que se lleven a cabo estos discursos en su mezquita. Lo que debería hacerse es definir el estatuto del ejercicio de la función de imam en España, una cuestión que hasta la fecha ha sido abordada de manera poco decidida por las instancias representativas del islam en nuestro país.

Claro que para ello deberían resolverse dos aspectos, desde mi punto de vista. Por un lado, revisar ese supuesto que desde hace años insiste en mostrar a los imames como líderes espirituales de los colectivos musulmanes, dando por hecho su capacidad carismática y de influencia ante sus comunidades. Esta afirmación, al menos en Cataluña, no resiste la contrastación empírica que muestra que el reconocimiento de la autoridad de estas figuras es harto relativa en el seno de estas comunidades, y que el poder efectivo de liderazgo es asumido por otras figuras, como serían los gestores de las mezquitas y oratorios. Y, por otro, entender el papel público que debían tener los imames en el marco de una sociedad no regida por el islam. Recuerdo una conversación que tuve hace años con Najat el Hachmi, sentados en una terraza de la Plaza Major de su pueblo, Vic. Desde su proverbial lucidez, me dijo que los imames deberían dejar de serlo en el momento en que finalizaba la prédica y la oración, y salían de la mezquita. Entonces, a diferencia de los sacerdotes –seguía argumentando– se convertían en uno más de la comunidad musulmana, hasta que ésta volviera a requerirle en su función de guía de la oración. El Hachmi no me hablaba en tanto que estudiosa del islam, sino como persona consciente de formar parte de una tradición cultural y religiosa sujeta a procesos de autorregulación por el hecho de encontrarse en una sociedad no musulmana, que desarrolla un conservadurismo a la defensiva ejerciendo un control sobre los miembros de la comunidad. Su argumento era que los imames no debían inmiscuirse en la vida social de las personas, que curiosamente coincidía con lo que poco tiempo después –en 2002– también afirmó el, por entonces, cónsul de Marruecos en Barcelona, Buchaib el Khalfi. La redefinición de los imames como figuras públicas también debería formar parte de esta definición de su función, más allá de la simple equiparación con otras figuras religiosas que plantea el ordenamiento jurídico español.

El papel de las comunidades musulmanas

Como se plantea en otras sociedades europeas, la prevención y la lucha contra la radicalización deben iniciarse desde las propias comunidades musulmanas. Esa sería una de las más importantes lecciones que deberíamos aprender de Ripoll. En un trabajo recién publicado (Identidades a la intemperie. Una mirada antropológica a la radicalización en Europa, Bellaterra, 2018) expongo que deberíamos analizar las situaciones que viven y las decisiones que adoptan determinados individuos para asumir discursos de polarización, que les llevan a actuar reactivamente frente a otros planteamientos que consideran como diametralmente opuestos a los propios. Esto, que no es más que retomar la vieja discusión sociológica sobre la dinámica de grupos, es reinterpretado por Cass Sunstein (Going to extremes, Oxford University Press, 2009) para situar esta polarización dentro de contextos sociales en donde circulan toda una serie de discursos que alientan y provocan este tipo de oposición reactiva. La radicalización, pues, sería la consecuencia de una serie de detonantes que promueven la oposición absoluta y radical con respecto a unas ideas, adquiriendo una dimensión esencialmente ideológica. Por tanto, sigo defendiendo que nos encontramos ante procesos que requieren análisis en términos sociológicos, lo cual no significa que se deba asumir la simple tesis de la radicalización como resultado de la exclusión social, sino entenderla en clave ideológica, como mecanismo de activación de unas polarizaciones que son capaces de generar identidades reactivas. Y es aquí donde encaja el recurso a la referencia religiosa islámica que es utilizado, también en clave ideológica, por parte de aquellos que pretenden legitimar el uso del combate político y/o la violencia. Una legitimación que históricamente tiene un largo recorrido, como argumenta Luz Gómez (Entre la sharia y la yihad, Los libros de la Catarata, 2018).

Tengo la sensación de que el campo de acción de las comunidades musulmanas contra la radicalización extremista comienza a plantearse más allá de las mezquitas y de las referencias doctrinales. Es decir, la apelación en defensa de un islam moderado, tolerante y que condena la violencia, siempre será un argumento válido y vigente. Pero la acción contra las polarizaciones adquiere una dimensión mucho más social y requerirá activar nuevos recursos y nuevas complicidades en el territorio. El trabajo con los jóvenes se define como prioritario, ante la preocupación expresada por las familias de que sus hijos se vean envueltos en las mismas situaciones que provocaron lo que sucedió en Ripoll. Ya se han desarrollado las primeras iniciativas desde algunas comunidades (sí, incluso desde algunas de inspiración salafista), para trabajar de forma integral con otras entidades sociales, educativas y deportivas, para intentar reconducir o evitar que se reproduzcan aquellas fisuras en las vidas ordinarias de las que acaben sacando provecho los facilitadores del extremismo.

Pero, lamentablemente, antes de apoyar estas propuestas que están surgiendo, se prefiere atender a otros argumentos que se arrogan la capacidad para determinar claramente las causas y los indicios de la radicalización, y que proponen a instituciones y organismos públicos iniciativas de formación exprés para sus profesionales. Una cierta “industria de la radicalización” está en marcha, y habrá que ver hasta qué punto favorece nuestra comprensión de este complejo fenómeno o, al contrario, nos vuelve a situar dentro de viejos prejuicios con poco recorrido para entender el presente y el futuro.