La intervención internacional en Libia

La operación aliada es un avance de la “seguridad de los Estados” a la “seguridad humana”. El doble rasero no implica que no sea una operación necesaria.

José Enrique de Ayala

El 16 de febrero comenzó en Bengasi, capital de la región oriental libia de Cirenaica, un movimiento de protesta civil que, pese a ser duramente reprimido, se convirtió en una rebelión abierta y se extendió hasta controlar 10 días después toda la Cirenaica y muchas zonas de la región occidental, llegando hasta Zauiya, a pocos kilómetros de la capital, Trípoli. El objeto declarado de la rebelión era derrocar del poder al coronel Muamar el Gadafi y a su régimen dictatorial y cleptocrático, que domina el país desde 1969. Ningún movimiento organizado estaba detrás de esta rebelión, que solo tomó personalidad política con la creación, el 27 de febrero, de un Consejo Nacional Transitorio (CNT), actualmente presidido por Mustafá Abdelyalil, desde entonces representante oficial del movimiento rebelde.

La reacción de Gadafi fue brutal, lanzando a su ejército y a sus milicias –algunas compuestas por mercenarios africanos– contra las áreas rebeldes, ataques que incluyeron bombardeos aéreos sobre las ciudades y sobre la población civil. A pesar de la aprobación de la Resolución 1970 por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas el 26 de febrero, que llamaba a un inmediato cese de la violencia e imponía un embargo económico y de armas al régimen, además de solicitar al Tribunal Penal Internacional la investigación de sus posibles crímenes, Gadafi mantuvo su sanguinario ataque contra las áreas controladas por los rebeldes. Así, consiguió llegar el 16 de marzo a 80 kilómetros de Bengasi, localidad que amenazó con destruir completamente.

La desesperada situación de la población de esas zonas provocó que algunos países, sobre todo Francia y Reino Unido, con el apoyo final de Washington, presionaran diplomáticamente para que el Consejo de Seguridad aprobara una nueva resolución que permitiera llevar a cabo las acciones necesarias, incluidas las militares, para detener la masacre de la población civil del país norteafricano. La intervención internacional en Libia suponía la aplicación –por primera vez– del principio de responsabilidad de proteger, que fue asumido por la cumbre de Naciones Unidas en 2005, dando un giro histórico a las relaciones internacionales, pues la Carta de San Francisco contempla a los Estados como únicos actores reconocidos en la escena internacional.

La filosofía de este principio reside en que un Estado pierde su soberanía cuando comete crímenes contra la Humanidad en su propio territorio, y que, por este motivo, pasa a estar sujeto a las decisiones que adopte el Consejo de Seguridad, aunque no agreda a nadie fuera de sus fronteras. Naturalmente, se trata de un asunto muy delicado que podría justificar injerencias de unos países en otros por motivaciones expurias. Ésta es la razón por la que algunas naciones son abiertamente reacias a la aplicación de este principio, especialmente aquellas que tienen problemas internos serios –como Rusia– , o que están cómodas con gobiernos “fuertes” con los que establecer relaciones económicas –como China–, o las que simplemente ven este camino muy aventurado, como Alemania, Brasil o India.

Es interesante constatar que estos cinco países, miembros permanentes o no del Consejo de Seguridad, se abstuvieron en la votación. Se trata de casi todas las potencias emergentes, cuyo protagonismo en el siglo XXI será determinante, y no parece viable construir a partir de esta experiencia un nuevo paradigma de relaciones internacionales sin su concurso y cooperación activa. Por el contrario, los tres países de mayoría musulmana miembros no permanentes del Consejo de Seguridad –Bosnia-Herzegovina, Líbano (proponente formal de la resolución) y Nigeria–, votaron a favor de la intervención.

Por su parte, la Liga Árabe reconoció el 7 de marzo como interlocutor al CNT y mostró su apoyo al establecimiento de la zona de exclusión área sobre el país, aunque con la oposición –por razones obvias– de Argelia y Siria. El apoyo árabe –más o menos entusiasta en relación directa con los problemas internos de cada país– era esencial, puesto que nadie deseaba que esta intervención fuera vista como una acción de las exmetrópolis en un país árabe y africano, que fue colonia de un país europeo, Italia. La Liga Árabe participa activamente en el Grupo de Contacto, mientras que Emiratos Árabes Unidos y Qatar –el país más activo de la región en la crisis libia y el único Estado árabe que ha reconocido al CNT– participan directamente en las operaciones militares en el seno de la coalición.

En cualquier caso, el Consejo de Seguridad aprobó el 17 de marzo –por 10 votos a favor y cinco abstenciones, anteriormente reseñadas– la Resolución 1973 que, además de reforzar el embargo económico, autorizaba todas las acciones necesarias, incluidas las militares, para proteger a la población libia, establecer una prohibición de vuelos y completar un embargo total de material militar y reclutamiento de mercenarios. Las acciones militares que autorizaba el Consejo de Seguridad empezaron casi inmediatamente, en la tarde del día 19, con el ataque por parte de cazabombarderos franceses Rafale a objetivos en el suelo en la zona de Ajdabiya. Esa misma noche, buques norteamericanos y británicos lanzaron un centenar de misiles Tomahawk sobre instalaciones de los sistemas de mando y control y de defensa aérea –radares y baterías antiaéreas o de misiles tierra aire– para estar en condiciones de comenzar a poner en práctica la zona de exlusión aérea, que 48 horas después era plenamente efectiva.

Escasa coordinación entre mandos

La prisa causada por la crítica situación sobre el terreno –Bengasi estaba en peligro inminente– provocó que las primeras operaciones se realizasen con una coordinación mínima entre los participantes, sin haber establecido la estructura internacional de mando y fuerzas que una operación de este tipo requiere. El disenso dentro de la OTAN, provocado sobre todo por las reticencias de Alemania y Turquía, había hecho imposible que esta organización se ofreciera al secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, para implementar dicha resolución.

En el caso de la Unión Europea, que en ningún momento contempló la posibilidad de hacerse cargo de la operación militar, la actitud de Alemania –contraria a toda intervención– causará daños de más alcance en la cohesión interna y en el desarrollo de la política exterior y de seguridad común. La primera coordinación de las acciones aéreas sobre Libia fue asumida por el Africom, un operativo americano unificado establecido en Stuttgart (Alemania) en 2008 con responsabilidad en todo el continente (excepto Egipto), que se estrenaba con esta misión.

Pero dado que EE UU no quería el protagonismo en este escenario –en el que no tiene intereses directos– y que era necesario coordinar además el embargo naval, algo para lo que el Africom no estaba preparado, enseguida fue necesario buscar una nueva organización operativa y de mando. A pesar de las reticencias del presidente francés, Nicolas Sarkozy, fue la OTAN la que tuvo que asumir la responsabilidad ante la falta de mejores alternativas y, sobre todo, ante la presión de Italia, cuyas bases en Sicilia y Cerdeña son casi imprescindibles para la operación.

El Consejo Atlántico decidió el 27 de marzo hacerse cargo del mando y control de todas las operaciones, hecho que empezó a hacerse efectivo el día 31 desde el Mando Aliado Conjunto de Nápoles (Italia), bajo la dirección de su jefe adjunto, el teniente general Charles Bouchard, de la Fuerza Aérea canadiense. El seguimiento político –y la posible búsqueda de soluciones en este ámbito– se encomendaron en la conferencia de Londres, el 29 de marzo, a un Grupo de Contacto para Libia (GCL) que se reunió por primera vez en Doha (Qatar) el 13 de abril, con la participación de 21 países y representantes del Consejo de Cooperación del Golfo, la Liga Árabe, la Conferencia Islámica, la Unión Africana, la OTAN, la UE y Naciones Unidas.

La dirección por parte de la OTAN de una coalición de voluntarios en la que participan otros países es una solución complicada, no porque no se pueda integrar en el mando a los no aliados que participen, como sostuvo en algún momento Sarkozy (se está haciendo sin problemas en Afganistán), sino porque, al no existir en la Alianza Atlántica un consenso interno completo sobre esta operación, en teoría cualquier Estado miembro podría vetar una decisión aunque no estuviera implicado en ella. En el ámbito político, uno de los aspectos más controvertidos y que más divisiones ha causado en la opinión pública mundial ha sido el alcance de las acciones militares que se ejecutan en aplicación de la Resolución 1973, y en particular aquellas que van más allá de la zona de exclusión aérea y el embargo naval, es decir, los ataques aéreos a objetivos en el suelo.

Ciertos países, como las potencias emergentes, y algunos árabes –e incluso la Unión Africana– han mostrado su disgusto por estas acciones, que no obstante están perfectamente amparadas por la resolución del Consejo de Seguridad. No se puede tratar de manera diferente un bombardeo sobre una ciudad habitada si se realiza desde un avión o si procede de una batería de artillería, y así lo reconoce la Resolución 1973 cuando autoriza a los Estados miembros, en un apartado diferente al de la imposición de una zona de exclusión aérea, a que adopten todas las medidas necesarias para proteger a los civiles y las zonas pobladas por civiles. Todas las cancillerías del mundo saben lo que quiere decir “todas las medidas necesarias” en lenguaje de Naciones Unidas cuando no se explicitan otras limitaciones que la prohibición de fuerzas terrestres.

Estancamiento de la situación

Mientras que el ataque a objetivos de los sistemas de mando y defensa aérea –en su mayoría fijos– para garantizar la prohibición de vuelos, es relativamente sencillo desde un punto de vista técnico, el ataque desde el aire a fuerzas terrestres –normalmente móviles– es muy difícil, sobre todo si no se cuenta con equipos de señalización de objetivos sobre el terreno, y más aún cuando las fuerzas de Gadafi se dispersan en zonas urbanas o camuflan sus equipos.

Este tipo de acciones pueden producir errores, y de hecho ya se han producido, causando bajas en el bando rebelde y entre la población civil (precisamente lo que se intentaba impedir con la intervención, y algo que trata de evitar prioritariamente la coalición dirigida por la OTAN, aún a costa de limitar sus acciones). La división interna en el seno de la coalición, y en especial en la Alianza, sobre el alcance de las acciones y su objetivo final, tiene como resultado una actividad militar voluntariamente limitada. No obstante, estos ataques a objetivos terrestres –como las baterías que siguen machacando a la población de Misrata y Ajdabiya por ejemplo– son fundamentales para el movimiento rebelde. Cada vez que las acciones internacionales han sido más enérgicas, los rebeldes han recuperado terreno.

En la primera fase de las operaciones de la coalición –del 19 al 25 de marzo– reconquistaron todo el eje desde Bengasi hasta las proximidades de Sirte. Cuando la actividad militar internacional decayó –en el periodo de transición hacia el mando de la OTAN y en los días posteriores con la práctica retirada de EE UU– las tropas de Gadafi contraatacaron y volvieron a llegar a las puertas de Ajdabiya. El movimiento de ida y vuelta se repitió cuando la coalición aumentó en abril su presión militar, y finalmente cristalizó en la situación actual, en la que la coalición parece resignada a mantener las cosas como están. Con la intervención aliada dirigida por la OTAN en los términos actuales, ninguno de los dos bandos parece tener fuerza suficiente para conseguir la victoria sobre el otro, y la actividad armada es cada vez más escasa.

El resultado es un estancamiento militar, y en consecuencia político, que constituye sin duda el peor escenario posible. Un país dividido, en permanente guerra civil, inestable, que no puede garantizar el suministro energético –y en consecuencia la subsistencia de su población–, incapaz de controlar la migración ilegal y en el que podrían proliferar bandas armadas y milicias cercanas al yihadismoradical, es la peor pesadilla para Europa y para sus vecinos norteafricanos. El riesgo de la división del país entre Cirenaica al Este y la Tripolitania al Oeste (junto con Fezzan), está siempre presente, aunque la situación militar actual no lo facilita, pues los rebeldes siguen resistiendo en algunas zonas de la Tripolitania, como Zintan, y sobre todo Misrata, a pesar de la brutal actuación del régimen.

Poca ayuda más se puede dar al movimiento rebelde, excepto en el campo económico. El GCL acordó el 5 de mayo la creación de un mecanismo de financiación temporal con el objetivo de ayudar a los rebeldes libios a financiar sus actividades y a gestionar el territorio bajo su control. En la reunión anterior, en Doha, algunos países promovieron la propuesta de armar al movimiento rebelde, pero el embargo de armas dictado por el Consejo de Seguridad es aplicable a todo el territorio libio, sin distinción de bandos, si bien algunos países –entre ellos EE UU– se preparan para suministrar equipos de comunicaciones, vehículos y material de protección a los rebeldes.

La ocupación terrestre del territorio libio está explícitamente prohibida en la Resolución 1973, y no es verosímil que una resolución de mayor alcance fuera aprobada por el Consejo de Seguridad. El envío de asesores militares a los rebeldes –británicos, italianos y franceses– no tendrá efectos inmediatos en unas fuerzas desorganizadas, indisciplinadas, débiles y faltas de armamento y equipo. No obstante, con más o menos fuerzas, son los propios libios los que tienen que completar el trabajo, por mucha superioridad aérea con la que cuenten.

El futuro de Libia y el fin de Gadafi

El coronel Gadafi ha logrado resistir hasta ahora porque aún cuenta con recursos militares y económicos, por la absoluta desorganización del movimiento rebelde y gracias a la contenida actuación de la coalición dirigida por la OTAN. Sin embargo, su situación es insostenible en el interior y, sobre todo, en el exterior. Ha conseguido ganar tiempo, pero juega en su contra. Más del 40% de su poder militar ha sido destruido, y el embargo aumenta sus efectos con los días, debilitándolo.

Las posibilidades de recuperar el control de todo el país, por la vía militar o por la negociación, son para él prácticamente nulas. Su tiempo terminará cuando los importantes apoyos internos de los que aún goza –tejidos durante 42 años de dictadura– se convenzan de que no tiene futuro y dejen de sostenerle. El rechazo de la comunidad internacional, incluidos los países árabes, del que es un buen ejemplo la exigencia explícita de Washington, Londres y París de que abandone el poder, es irreversible. Jamás volverá a ser aceptado en la escena mundial. A lo más que puede aspirar es a buscar una salida negociada que permita mantener un cierto grado de influencia a sus leales en el futuro de Libia, pero sin su presencia, y a una salida segura para él y su familia. ¿Y después qué?

El futuro de la Libia pos Gadafi es una preocupación para sus vecinos africanos, árabes y europeos. Y evidentemente no está claro. El CNT no parece tener aún el peso político suficiente para hacerse con el poder en Trípoli, con la adhesión de la gran mayoría de los libios, y reorganizar el país con criterios democráticos. No hay un líder claro que oponer a la omnímoda presencia de Gadafi. Libia tiene básicamente una estructura social tribal. Aunque en las últimas décadas el creciente asentamiento urbano –y la desafección de los jóvenes a los valores tradicionales– han matizado la base sociológica, esta estructura sigue, no obstante, siendo predominante. Las relaciones de poder se establecen a través de apoyos y acuerdos entre líderes tribales, más que en unas elecciones libres que los libios nunca han conocido.

Naturalmente esto puede y debe cambiar, pero no se puede improvisar. No existen partidos políticos, ni sindicatos democráticos, ni organizaciones sociales significativas más allá de las tribus. La mayoría de las personas más formadas han sido fagocitadas por el régimen o han emigrado y rehecho su vida en otros países. La sociedad libia necesitará, en consecuencia, un largo periodo de transición para incorporarse al grupo de las democracias más avanzadas. Consciente de esta realidad –y con el apoyo del Grupo de Contacto– el CNT presentó el 6 de mayo una hoja de ruta para el posgadafismo. El plan consistiría en la constitución de un gobierno interino –incluyendo altos funcionarios de las instituciones actuales– y la redacción de una Carta Magna que debería ser aprobada por los ciudadanos en referéndum, dando lugar a un régimen plenamente democrático.

Nada se dice de quién redactaría esa Constitución. La posibilidad de convocar elecciones a una Asamblea Constituyente en Libia a corto plazo parecen surrealistas. Lo que es imprescindible es buscar un nuevo acuerdo entre las tribus, las clases dirigentes actuales y los incipientes movimientos sociales urbanos que establezca un equilibrio de poder satisfactorio para la gran mayoría de los libios y que abra el paso a reformas democráticas profundas. Este parece ser el único camino posible, y pasa por el abandono del poder de Gadafi y su familia. Él es el obstáculo para el acuerdo, y cuanto antes su entorno se dé cuenta de esta realidad, antes llegará la solución y menos traumática será para el país.

Una acción militar más enérgica por parte de la coalición dirigida por la OTAN ayudaría a convencerlos más rápidamente y evitar más derramamiento inútil de sangre. Posiblemente la introducción por EE UU de aviones no tripulados Predator en este escenario contribuya a ello, pues son mucho más precisos en el ataque a objetivos terrestres, en especial en zonas urbanas, que los cazabombarderos convencionales.

Intervención justificada

La intervención internacional en Libia ha sido acusada, desde ciertos sectores, de servir a intereses neocolonialistas, pero esta interpretación es difícilmente sostenible, ya que el régimen de Gadafi servía perfectamente –desde 2005– los intereses occidentales, tanto en el campo del suministro energético, como en el control de la emigración y en la lucha contra el terrorismo yihadista, y era mimado por muchas capitales occidentales. De hecho, los que más petróleo importan de Libia, Italia y Alemania, son los Estados europeos que más se opusieron en un principio a la intervención, aunque el primero de ellos se uniese progresivamente a todas las acciones.

La otra acusación, en este caso con más fundamento, es que se está tratando con diferente rasero el caso de Libia que el de otros países que están en situación similar. Es necesario considerar, en primer lugar, que no es comparable una represión política o policial, por repugnante que sea, con bombardear ciudades desde el aire. Pero incluso en casos equivalentes, lo esencial es que hay unas reglas en las relaciones internacionales. Mejores o peores, pero no hay otras. La alternativa es la ley de la selva. Y esas normas indican que el Consejo de Seguridad es el único facultado para decidir una acción de este tipo. Sin su aprobación nada se puede hacer. Otra cosa es que la composición del Consejo de Seguridad, o los derechos de veto, sean criticables y modificables en el futuro.

Pero si el Consejo de Seguridad solo da luz verde en algunos casos ¿no debemos hacerlo entonces? ¿Hubiéramos debido dejar masacrar al pueblo libio porque no podemos defender al sirio? Únicamente para impedir el bombardeo aéreo de Bengasi, una ciudad de 600.000 habitantes, ya hubiera estado justificada la intervención internacional. Y si al final ayuda, como parece probable, a que los libios se libren del dictador y emprendan el camino hacia la democracia plena, por largo que éste sea, la intervención habrá sido un éxito histórico. No solo habrá salvado muchas vidas civiles inocentes, sino que habrá lanzado un mensaje claro a los autócratas de todos los continentes: no podéis hacer lo que queráis, ni siquiera dentro de vuestras propias fronteras. No somos indiferentes.

Asumimos nuestra responsabilidad de proteger. Y podemos ejercerla. El pueblo libio recuperará su soberanía y su libertad, y la comunidad internacional habrá dado un paso trascendental en el camino de avanzar desde la seguridad de los Estados a la seguridad humana, hacia el modelo de un mundo más justo, más pacífico, en el que las fronteras nacionales no puedan defender ya más a dictadores sanguinarios con su pueblo. Aunque sea solo el principio, es una excelente noticia para todos los ciudadanos del mundo.