Entre el terror y la esperanza

Senén Florensa

Hace 20 años iniciamos el Proceso de Barcelona con una Declaración Final de la Primera Conferencia Ministerial Euromediterránea que, todavía hoy, compendia las esperanzas en construir alrededor del Mediterráneo un área de paz y estabilidad, de progreso económico compartido y de diálogo y entendimiento entre los distintos pueblos y culturas. El problema y la desesperanza consisten en que hoy estamos mucho más lejos que en 1995 de alcanzar tan encomiables objetivos. Al contrario de lo previsto, el Mediterráneo y, en especial, el mundo árabe medio-oriental, se han convertido en el epicentro mundial de la inestabilidad y la violencia que desde allí irradian y alcanzan al mundo entero.

El Proceso de Barcelona estaba diseñado para, en un periodo que se preveía de paz, ofrecer una asociación con Europa que ayudara a los países árabes del Sur y Este del Mediterráneo a modernizar sus economías e instituciones para superar progresivamente el gran foso de desigualdad, fundamentalmente económica, que los separaba de los avanzados estándares de vida de los países de una Europa crecientemente unificada y próspera. Los resultados han sido ciertos pero limitados en lo económico en aquellos países que de verdad participaron en el juego e introdujeron reformas, en favor de los sectores económicos y la iniciativa privada y en los servicios básicos, como la sanidad, la educación, la formación profesional y las infraestructuras, como fue notablemente en Marruecos, Túnez y, limitadamente, en Jordania e incluso Egipto. Pero la falta de modernización de las instituciones y las prácticas políticas provocaron finalmente las revueltas populares conocidas como primaveras árabes, que habrían de prevalecer, como en Túnez; acelerar las reformas, como en Marruecos; o fracasar con una involución, como en Egipto, o con la guerra civil o el hundimiento del Estado, como en Siria o Libia.

El tsunami de violencia, de guerra, de inestabilidad y de expansión del terror como práctica política tenía raíces más profundas y venía de más allá, con la irrupción del terrorismo de Al Qaeda. Primero estalló en Afganistán y luego, con la aciaga invasión de Irak, llegaron los procesos de radicalización y las guerras en las que todos encuentran sus culpas.

Las grandes frustraciones del mundo árabe, ligadas en gran parte en su origen a Occidente, han hecho fracasar los mejores intentos de modernización. La profunda herida colonial pervirtió una primera llegada de la modernidad, impuesta a punta de bayoneta para beneficio sobre todo de los colonos y de sus metrópolis, ocultando y abortando los procesos internos de modernización, como en el Egipto de Mohamed Ali o en el Túnez de Jeireddín. La herida colonial es la primera inmensa humillación del mundo del islam, todavía hoy sangrante y reabierta en su memoria colectiva en los últimos años.

La gran esperanza ofrecida por los movimientos nacionales que condujeron a la independencia era la restauración del orgullo nacional y la consecución del desarrollo. El bienestar económico se prometía como resultado natural de la consecución de la independencia y la construcción de los nuevos Estados nacionales modernos.

A la conquista del orgullo nacional árabe con la independencia siguió la continuada frustración e insondable humillación de las sucesivas derrotas frente al pequeño y despreciado Israel, especialmente la de 1967. Las esperanzas de los pueblos árabes de progreso y bienestar económico, que les redimiera además a los ojos del mundo y de sí mismos, se fueron agriando por la incapacidad de los nuevos regímenes nacionalistas árabes autoritarios y burocratizantes de ofrecer los avances económicos y sociales prometidos con la independencia. La persistencia de los regímenes autoritarios árabes con un sistema de apropiación de la riqueza por las élites en el poder mucho más allá del simple calificativo de corrupción, vino a colmar la exasperación de las masas, e incluso de las pequeñas clases medias contra los regímenes apoyados por Occidente por mor de la estabilidad. A los ojos de gran parte de esa población solo quedaba la vía del involucionismo identitario, intentando refugiarse en la tradición de siglos que, junto a la identidad religiosa, recordara las glorias pasadas del mundo del islam, por lejanas que fueran, pero que siempre continuan vivas en el imaginario colectivo y especialmente popular. Sobre esas heridas reabiertas fueron vertiéndose además, desde 1973, las doctrinas del wahabismo radical súbitamente adinerado, gran caldo de cultivo de la involución identitaria.

El progresivo desespero y la creciente humillación por las derrotas sucesivas frente a Israel más la continuada visión del destino ofrecida a los palestinos en los campos de refugiados, en el exilio o en condiciones de expolio y severa discriminación por Israel, aliado de Occidente, hizo aparecer los primeros y constantes brotes de violencia. El aprovechamiento de la humillación por los propios regímenes autoritarios árabes para reforzarse a sí mismos internamente, a pesar de su derrota frente a Israel y al subdesarrollo, no hizo más que agravar la situación. El cultivo y el alimento dado por Occidente (léase fundamentalmente Estados Unidos con financiación adicional del Golfo) a las crías en el cubil de la serpiente en Afganistán para combatir a la URSS hizo crecer al monstruo, que consiguió sus primeros objetivos en 2001, con los atentados de Nueva York y Washington, como después los de Londres, Madrid, Casablanca y ahora París y Túnez, y un largo etcétera. No solo eso, sino que se cobró la pieza mayor al conseguir inesperadamente, y contra toda lógica, la malhadada invasión americana de Irak, que hizo estallar todo el sistema de equilibrios, por duros que fueran, de Oriente Medio.

De ahí hemos saltado a la situación actual, en la que las revoluciones democráticas árabes fracasadas en Siria y Libia han ofrecido la gran oportunidad para la expansión a gran escala del terror. El esperpéntico fenómeno de Daesh consigue seguidores y prevalencia exhibiendo el terror ciego y deshumanizado como salida de la humillación.

Pero, aparte de la lucha en todos sus aspectos contra el terrorismo, la vía de solución, no sabemos para cuándo, sigue siendo desactivar las fuentes de la humillación, con la reforma interna que solo el mundo árabe puede hacer y que Occidente solo puede desde fuera ayudar y respetar.