El estatus legal de las minorías

Si se quiere construir unas sociedades progresistas en Oriente Medio, es necesario reconocer el asombroso mosaico de comunidades presentes y su diversidad histórica.

Joshua Castellino

Hay pocos sitios en el mundo en los que la parafernalia del “Estado” moderno resulte tan inapropiada como en Oriente Medio y el Norte de África. La idea de un Estado soberano bajo la jurisdicción de un gobierno central, del que se espera que establezca una agenda de gobernanza que recoja las diversas aspiraciones de la totalidad de su población, es difícil de concebir. Los politólogos hablan de los “Estados- nación” como de Estados ideales que se fundamentan en unos valores compartidos: una concepción real o “imaginaria” de un pueblo unido por una identidad compartida, y unos objetivos comunes. Sin embargo, se ha demostrado que tal cosa difícilmente arraigará en esa región.

Gestionar la transición al Estado soberano

Las normas que determinan qué es un Estado se perfilaron en la legislación internacional de acuerdo con la formulación del artículo primero de la Convención de Montevideo de 1933. Un Estado se definía por tener cuatro componentes clave: una población estable, un territorio definido, un gobierno, y la capacidad de entablar relaciones internacionales. La Convención se celebró a raíz de que los países latinoamericanos reafirmasen su independencia del dominio español y portugués, conscientes de la necesidad de acabar con las ilusiones imperialistas que albergaba Estados Unidos. El principio subyacente establecía que las entidades que habían ido surgiendo paulatinamente a partir de 1810 serían consideradas Estados de pleno derecho dentro de la comunidad internacional. Si bien esta dimensión externa de la definición era crucial, la declaración recordaba a los grupos subestatales comprendidos dentro de los Estados que, en adelante, su existencia estaría confinada a las fronteras estatales, y que cualquier aspiración de secesión o redefinición de los límites quedaba descartada en la práctica.

A medida que fueron apareciendo “Estados” como consecuencia de las diversas oleadas de descolonización e independencia de esta y otras regiones, se les fue otorgando soberanía y reconocimiento más allá de sus fronteras, y fueron acogidos por la comunidad de países como actores legítimos en el marco de la legislación internacional. Consciente de la naturaleza arbitraria de los límites que establecían el territorio del Estado poscolonial medio, y teniendo presentes los claros signos de tensiones relacionadas con la identidad dentro de esas entidades, la comunidad internacional delegó en el nuevo Estado el proceso de construcción nacional. Karl Deutsche y William Foltz, dos politólogos de la Universidad de Yale que publicaron sus trabajos en la década de los sesenta, se dedicaron a mostrar cómo conseguirlo. Para ello, aportaron documentación referente a los esfuerzos europeos en esa dirección –los cuales, en su opinión, ofrecían la evidencia histórica y política “más rica” en lo que respecta a la construcción del Estado– con el fin de dar una idea de cómo podría funcionar el proceso de constitución de una nación.

Hasta qué punto la experiencia vivida en Europa, donde los Estados y las comunidades comprendidas en ellos han evolucionado a lo largo de los siglos, podía ser un modelo útil para aquellos cuyos territorios les habían sido arrebatados para, a continuación, reconfigurarlos a partir de los restos de imperios anteriores, fue algo que se malentendió y se ignoró deliberadamente. Los confines que delimitaban los Estados se basaban en influencias externas y en negociaciones políticas entre las élites de esas nuevas entidades y su máximo hegemon, y entre los hegemon deseosos de demarcar sus esferas de influencia, como quedó de manifiesto hace 100 años en el Acuerdo Sykes-Picot. La ausencia de diálogo con las diversas comunidades que vivían dentro de las nuevas fronteras y el hecho de que no se las tratase como “sujetos” de derecho legítimos cuyo consentimiento era imprescindible, sino como objetos de los que se podía prescindir, provocó que en muchas partes de la región acabasen juntas comunidades con antagonismos históricos y rivalidades profundamente arraigadas. Acto seguido, fueron entregadas a un hombre fuerte capaz de poner “orden” para que las gobernase. No es de extrañar que lo primero que se hacía para garantizar ese orden fuese suprimir cualquier diferencia que pudiese ahondar las fisuras de identidad existentes en las sociedades en ciernes.

En vez de intentar consolidar el Estado poscolonial como una sociedad vital y diversa que reflejase siglos de mezcla y de creciente interdependencia entre comunidades, este planteamiento alimentó el resentimiento y la ira. En consecuencia, la “comunidad imaginaria” del Estado existía en gran medida en las mentes de las clases dirigentes, de aquellos que podían encontrar un lucrativo empleo en la maquinaria estatal, o de los que dependían de su patrocinio para hacer sus negocios. Esto dio lugar a un círculo vicioso: se recompensaba la “lealtad” al Estado, a menudo en función de la ascendencia étnica y del clientelismo, mientras que los “desleales” eran excluidos y no obtenían ningún beneficio, o no se permitía que lo obtuviesen. El resultado fue que estos se rebelaron, allí donde les fue posible, en defensa de su propio modelo, lo cual se juzgó un ataque a la integridad del Estado y, a menudo, se reprimió con violencia. A su vez, más tarde se usó como justificación para incrementar la exclusión por una de las partes, y para intensificar la ira y el resentimiento por la otra.

A lo largo y ancho de Oriente Medio y el Mediterráneo, la aparición de los nuevos Estados como entidades poscoloniales ha puesto de manifiesto la naturaleza específica de los problemas que siguen estando en la base de cualquier asunto referente al estatus legal de las minorías. En primer lugar, las líneas trazadas sobre el mapa para delimitar los Estados se fundamentaron en intereses externos más que internos. En segundo lugar, en general la población fue considerada una umma indiferenciada, y solo se hizo referencia tácita a la diversidad histórica y de antecedentes de convivencia en un mismo espacio físico con no musulmanes, y al trato diferente a las minorías musulmanas. En tercer lugar, la identidad del gobierno puesto al frente se determinó en función del interés por encarrilar los réditos comerciales y geopolíticos. Por último, la capacidad de estos Estados de establecer relaciones internacionales estuvo condicionada por la prosecución del Gran Juego por la influencia en la región.

Minorías regionales

Las identidades “nacionales” de la zona se forjaron contra este telón de fondo y, como consecuencia, los que estaban lejos de los centros de poder se convirtieron en sus “minorías”. A veces el proceso tuvo lugar por medio de propuestas activas positivas o negativas dirigidas a la construcción de una “identidad nacional”; más a menudo se produjo por la supresión del debate y la disensión, y evitando dar definiciones de la identidad y la cohesión. Inevitablemente, a la vista de los diversos ensayos realizados en una región diversa formada por muchas subregiones diferentes, es difícil generalizar en lo que se refiere al estatus de las minorías en todo este territorio. Se pueden distinguir al menos cinco formas de abordar la cuestión del estatus legal de las minorías por parte de los Estados poscoloniales modernos.

En el Magreb, Estados como Marruecos y Argelia se han presentado a sí mismos por regla general como Estados homogéneos que dejan de lado las diferencias entre árabes y bereberes/amazigh. Como consecuencia, las “minorías” resultantes han quedado reducidas a pequeñas proporciones de población a las que no se considera merecedoras de atención particular. Estar en la esfera de influencia de Francia, que por su parte niega la necesidad de que las minorías tengan un estatus especial, también ha sido decisivo para que esas comunidades carezcan de estatus formal.

Las identidades subyacentes en el noreste de África no fueron tan fáciles de subsumir en una identidad nacional amplia, ya que los nubios, los coptos y los beduinos constituían comunidades visiblemente diferentes separadas de la mayoría de la población por múltiples criterios de identidad. En Egipto, el gobierno autoritario y la formación de una identidad nacional fuerte han supuesto que se hayan ignorado las cuestiones que atañen a los derechos especiales de estos grupos. Tras el derrocamiento de Hosni Mubarak en 2011, sus aspiraciones se expresan con frecuencia y han formado parte del debate para diseñar la nueva Constitución.

De cara al exterior, los países del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) se han presentado a sí mismos como homogéneos, integrados solamente por “árabes”. La consecuencia ha sido que en países como Bahréin se han podido ocultar, en la legislación y en la política, las importantes diferencias entre los derechos de los chiíes y los suníes. Posiblemente de igual importancia sea el hecho de que en los países del CCG, que dependen en gran medida de la mano de obra inmigrante con derechos enormemente restringidos, por lo general procedente del sur de Asia, la cuestión de la protección especial haya quedado totalmente al margen de la agenda política y económica.

En el resto de Estados “árabes”, la cuestión del estatus legal ha merecido una atención y una crítica significativas. Hasta hace poco, Siria negaba insistentemente la nacionalidad a los kurdos del país. El maltrato que sufrieron los kurdos en Halabja a manos del Estado iraquí y la persecución de los árabes de las marismas en época de Saddam Hussein ha sido objeto de estudios pormnorizados. Un factor crucial es que tanto Siria como Irak estaban gobernados por déspotas procedentes ellos mismos de minorías, lo cual influyó en la medida en que unos regímenes basados en la identidad podían interesarse por ellas de manera significativa. Evidentemente, el ejemplo más citado en lo que se refiere al estatus de las minorías es el modelo consociativista de Líbano. El sistema, articulado en el Acuerdo de Taif de 1989 que puso fin a la guerra civil en el país, se basaba en el legado derivado del sistema otomano del millet, y se consideró el compromiso necesario para posibilitar que los diversos grupos de Líbano conviviesen a corto y medio plazo, con la esperanza de que surgiese una retórica “imaginaria” unificada que vinculase a todos los libaneses con independencia de sus identidades sectarias y religiosas. El hecho de que el “modelo” libanés se vea como una posible solución para proteger a los grupos minoritarios del poder brutal de las mayorías depredadoras en territorios no definidos da la medida de las calamidades por las que está atravesando la región.

Incluso antes de los acontecimientos que se han sucedido desde 2011, al calificarse a sí mismo de sucesor de la nación persa, Irán estaba admitiendo su diversidad étnica, lingüística y religiosa. Sin embargo, este reconocimiento ostensible contrasta marcadamente con la práctica, que incluye la negación activa de determinadas identidades religiosas y étnicas (bahaíes, kurdos y ahvazíes) y la supresión efectiva de otras (por ejemplo, los baluchis). Dado que el tinte religioso del Estado es un factor definitorio de la identidad nacional, se ha producido un debate sobre la armonía entre religiones, pero se ha limitado a ciertos grupos designados previamente. El espacio para el debate que afecta a las minorías políticas, étnicas y lingüísticas es mucho más restringido.

Gestionar la transición hacia la paz y la estabilidad

La región está pagando un precio muy alto por los errores de épocas pasadas y por las transiciones fallidas y frustradas. Que se haya producido el intento del grupo Estado Islámico de construir un discurso transnacional y panestatal, la reacción que éste ha suscitado y el impulso que ha adquirido, ponen de relieve los peligros existentes relacionados con la identidad. En vez de mezclarse en un juego de acusaciones para señalar al principal culpable de la situación, es importante dirigir la atención a cómo se puede diseñar mejor el futuro. Con este fin, hay cuatro factores básicos, intrincados y extremadamente peligrosos, cuya relevancia hay que reconocer para lograr la paz y crear soluciones inteligentes que hagan posible que arraiguen la seguridad y la prosperidad. fronteras de la región pueden no ser apropiadas y que hay que reconsiderarlas. Es de vital importancia concebir y diseñar un proceso legítimo en el que esta cuestión se pueda abordar eficazmente. La postura convencional favorable al statu quo ha sido infructuosa e interesada. Sigue siendo fundamental diseñar un sistema de consentimiento mutuo que fomente el debate en un ambiente de respeto a la fuerza de los argumentos y de oposición firme al argumento de la fuerza. Hay buenas razones por las que los Estados prefieren ignorar la eficacia de este enfoque. Sin embargo, su fracaso colectivo en construir Estados significativos a partir de las poblaciones dispares que hay en su seno, desafortunadamente ha legitimado y alimentado el cuestionamiento violento de las fronteras. El pensamiento a corto plazo dice que esas fuerzas se derrotan con la violencia. Puede que esto sea posible de momento mediante el empleo masivo de la fuerza, pero es probable que los conflictos resurjan, lo cual generará más costes en vidas perdidas y un importante desperdicio de oportunidades dado que el potencial humano de la región, que constituye su principal fuerza para el futuro, se está malgastando en actividades que, más que construir, destruyen.

Un segundo factor, desde la perspectiva de las minorías, es la necesidad de reconocer la diversidad histórica de los diferentes grupos. Esto incluye ser consciente del asombroso mosaico de comunidades que viven en los países en posiciones no dominantes, lejos de los centros de poder, cuyos miembros se pueden distinguir del resto de la población. Aquí están comprendidos los grupos que forman parte de las naciones subsumidas, como los palestinos y los kurdos, además de toda una serie de minorías: las atrapadas, como los baluchis; las étnicas, como los amazigh y los ahvazíes; las nacionales, como los turcomanos; las religiosas no musulmanas, como los coptos y los judíos; las musulmanas, como los drusos y los ismaelíes; las políticas, como los chiíes en Arabia Saudí y los suníes en Irán; y las minorías mayoritarias, como los chiíes en Bahréin. Cualquier intento de elaborar una retórica unificadora que una a estas comunidades en una “nación imaginaria” se tendrá que construir con precaución a través de un diálogo significativo. Además, dada la gran dependencia de la región, en particular de los países del CCG, de la mano de obra inmigrante, también se debe tener en cuenta que hay que aceptar como condición el estatus de los no nacionales y de sus comunidades nómadas, y sus derechos.

Un tercer factor consiste en descubrir qué mecanismos de gobernanza serían los más apropiados. La simple exportación de los mecanismos estatales centralizados derivados de la experiencia europea ha sido incapaz de proporcionar una gobernanza eficaz. El antiguo régimen de gobernanza autónomo del Imperio Otomano, más laxo, incluso el sisteme del millet, seguramente sería impracticable e indeseable. El sistema consociativista podría brindar soluciones a corto plazo, pero tiene claros inconvenientes a la hora de concretar y legitimar la diferencia y el posible desacuerdo. Una posibilidad sería un Estado más laxo con emiratos, pero, inevitablemente, éstos se definen por la existencia de un hegemon diferente del de sus vecinos, y podría fomentar una competencia perjudicial entre emiratos con un posible efecto de debilitamiento más que de unificación.

El cuarto factor es en qué medida el debate en la región se debería desarrollar sin la interferencia de intereses particulares externos. Al igual que ocurre con los demás factores, esto es difícil de lograr partiendo de una mentalidad global que no se ha movido de su visión de la zona como un mero punto de tránsito hacia otra cosa. Tiene sentido pedagógico recordar que el término “Oriente Medio”se atribuye a Alfred Mahan, oficial de la Marina y estratega estadounidense, cuyo único empeño, en 1902, al sopesar la implicación de su país en la zona, fue asegurar la ruta hacia India y protegerse de la hegemonía rusa. Los Estados y los pueblos de la región que incluyen minorías tienen que poder determinar su propio futuro, lo cual ya es una negociación extremadamente compleja sin la intervención de otros intereses. Permitir que la región decida su propio destino, ya sea como tal o como Estados separados, inevitablemente daría ventaja a las voces más estridentes de la zona, pero no hay pruebas y, desde luego, no existe la percepción de que ninguno de los actores externos implicados haya actuado como el honrado intermediario que decía ser.

Conclusión

Esta lista de factores puede parecer idealista para algunos, no deseable para otros, y directamente peligrosa a muchos. Estamos programados para pensar en el futuro de acuerdo con el actual estado de cosas. La pregunta que hay que hacerse desde el punto de vista de las minorías de toda la región es en qué consiste exactamente ese statu quo y por qué vale la pena conservarlo (si es que hacerlo sigue siendo realmente una posibilidad vista la venenosa exaltación) cuando ha demostrado que no es fiable para construir sociedades en las que el arado prevalezca sobre la espada. Seguir pretendiendo avanzar hacia unos Estados monoculturales en medio de la efectiva diversidad humana de la zona exige que se generen ideas que garanticen que esta nueva oleada de inestabilidad siembra la semilla de un futuro más próspero y estable para todos los que viven en la región.