De Sadat a Mubarak

Ni las desigualdades crecientes ni el ascenso de los Hermanos Musulmanes parecen ser una amenaza inmediata para Mubarak. La única incógnita es su sucesión.

Tewfik Aclimandos

El 28 de septiembre de 1970 fallece Gamal Abdel Nasser. Deja un país en guerra tras perder en 1967 el Sinaí, además de una economía exangüe y enfrentada a terribles retos, entre ellos la presión demográfica. El régimen, dominado por militares, sigue una ideología y una línea política calificadas de “socialismo nacional radical”. Basado en un único partido, dispone de varias bazas: es legítimo, prestigioso, popular y, en gran medida, ha logrado modernizar el país, dotarlo de una base industrial y de un aparato estatal importante. Y todo ello haciendo un esfuerzo notable por las clases más desfavorecidas. Para terminar, en los tres últimos años, ha constituido un ejército moderno.

Los barones del partido único se reúnen para nombrar a un sucesor. Eligen a Anuar el Sadat, que por aquel entonces tiene 51 años. Es uno de los últimos miembros del comité fundador de la organización de los Oficiales Libres (adalid de la revolución de 1952) que permanece en los círculos dirigentes, y en esa época ocupa el cargo de vicepresidente. Tiene fama de corrupto y de carecer de opiniones políticas. Saben que es muy creyente. Lo tienen por un hombre débil y maleable. Quienes lo nombran creen que seguirán llevando el timón del país tras un “hombre de paja”. Grave error. Ese hombre lleva varios años preparándose discretamente para su nueva tarea. Ha presidido la Asamblea Nacional. Ésta, como el cuerpo de oficiales, cuenta en su seno con muchos miembros que ya no soportan, e incluso detestan, las opciones políticas nasseristas.

En los años sesenta, el régimen ha evolucionado hacia una mayor alianza con la URSS, un control cada vez más severo de las actividades económicas y una mayor hostilidad hacia las clases dominantes. Además, el régimen no se lo pensaba dos veces a la hora de encarcelar, incluso a los de sus propias filas. Pesado, autoritario, incompetente, se había creído su propia propaganda y se había adentrado en una serie de aventuras desastrosas. La guerra de Yemen (1962- 67), y sobre todo la agria derrota de 1967 y la pérdida del Sinaí, inflingidas por Israel, eran los frutos amargos de una política de grandeza que exigía unos medios con los que el país no contaba. Esas personas también reprochaban al régimen sus esfuerzos por la liberación de la mujer y en pro de los desfavorecidos, que trastocaban un orden tradicional que nada tenía de idílico.

Tras la guerra de 1967, oficiales del ejército y parlamentarios surgidos del mundo rural son cada vez más religiosos y practicantes. También son cada vez más hostiles a la URSS, cuya debilidad no se les escapa, y a la que reprochan su ateísmo agresivo y su tibieza, por miedo a enfrentarse con Estados Unidos. Llevan mal la liberalización (relativa) de las costumbres, el galimatías izquierdista y las restricciones económicas. En el sadatismo concurren esta sensibilidad y un nuevo presidente, gran conocedor de las personas, buen lector de la opinión pública, estratega competente, manipulador, hombre de Estado con una visión clara de la relación de fuerzas y la escena internacional. La otra cara de la moneda es una cierta pereza, un desdén por los detalles, una predilección por la brutalidad y una serie de “cuentas por saldar”. Con el apoyo del mando del ejército y una mayoría de diputados, Sadat no tarda en deshacerse (en mayo de 1971) de los barones izquierdistas que lo auparon al poder. La protesta de los estudiantes de izquierdas (1972) será reprimida.

El nuevo jefe de Estado afirma sus convicciones religiosas, presentándose como el “presidente creyente” (lo que implica que su predecesor no lo era). En casa, se prodiga con gestos de apaciguamiento hacia las clases altas y apoya a los actores políticos y sociales que abogan por una reislamización de la sociedad y se esfuerzan por debilitar la influencia de la izquierda en las universidades. En el exterior, el mandatario multiplica los gestos de apertura hacia EE UU, para intentar negociar una restitución del Sinaí. La expulsión de los expertos soviéticos en julio de 1972 es un gesto de buena voluntad de cara a Washington, Arabia Saudí y los actores conservadores egipcios. Al fingir la Casa Blanca ignorar tal gesto, Sadat se resigna a preparar la guerra, que confía en que sea corta. Temiendo que la alianza se invierta, la Unión Soviética hace un importante esfuerzo en materia de entrega de armas. El 6 de octubre de 1973, los ejércitos egipcio y sirio atacan Israel, para intentar reactivar el proceso político que permita recuperar los territorios.

Los éxitos de los primeros días no se verán del todo empañados por los posteriores acontecimientos, que permiten a Israel dar la vuelta a una situación inicial comprometida: el cruce del Canal de Suez por parte del ejército egipcio es una hazaña impresionante, en la que se basará la legitimidad del régimen en lo sucesivo. El proceso diplomático está en marcha: permitirá a Sadat invertir sus alianzas, regresar al bando del “mundo libre” y recobrar sus territorios. Armado con esa legitimidad “victoriosa”, Sadat puede alejarse del legado nasserista. Arranca una política de apertura económica. Favorece la emigración al Golfo, para proveer a Egipto de petrodólares. Se ponen en marcha varias medidas en principio destinadas a atraer las inversiones, junto a la liberalización de las importaciones y el estímulo del consumo.

Sin embargo, el control estatal de la economía se vuelve quisquilloso, la transición hacia una economía de mercado no está realmente en el orden del día, la política monetaria sigue siendo absurda. El aumento de los precios se suaviza subvencionando los productos de primera necesidad, una medida cada vez más costosa, que impedirá destinar a otros usos el dinero de la administración. Las infraestructuras (redes de transporte, teléfono, alcantarillado, eléctricidad) se hunden bajo el peso de los años, la incompetencia y la presión demográfica. Sólo la ayuda occidental y árabe masiva, junto a algunas rentas (petróleo, turismo, transferencias de los expatriados, Canal de Suez) evitan que el país se venga abajo. Otra decisión crucial es la de favorecer la islamización de la sociedad y a los que trabajan en pro de ella. El régimen los deja actuar (entre otros) en la universidad. Los más radicales muestran una gran brutalidad hacia los izquierdistas y la minoría cristiana. Las exacciones a esta última, en determinados distritos del Sur, se consideran un daño colateral lamentable pero de poca relevancia.

La evolución del componente copto de la población es, en conjunto, negativa. Destruidas por Nasser, las élites de grandes propietarios, el clero (oscurantista) puede consolidar su influencia en la comunidad. El proyecto de atrincheramiento y comunitarización es el “gran propósito” del nuevo patriarca Shenuda, aunque vaya a afianzarse mediante la agresividad de los actores islamistas y la indiferencia del régimen. Un torpe intento de acelerar las reformas económicas provoca, en la mayoría de ciudades, las revueltas de enero de 1977, que revelan hasta qué punto el régimen, debido al aumento de las desigualdades, ha perdido la popularidad adquirida en 1973. La policía se derrumba bajo los envites de la población; sólo la intervención del ejército permite restablecer la situación. Sadat trata de acelerar el proceso diplomático.

A partir de 1975, la situación se estanca: los acuerdos de desocupación permitieron a Egipto recuperar parte del Sinaí, a cambio de renunciar a la opción militar. Sin embargo, no le quedan muchos cartuchos que quemar. El presidente se jugará el todo por el todo, y se presentará en Jerusalén con una rama de olivo (noviembre de 1977). Se dirige a la opinión pública y a los dirigentes israelíes. De ahí vendrán las negociaciones que desembocan en los acuerdos de Camp David (1978) y el tratado de paz egipcio-israelí (1979). Su definición es simple: retirada de los territorios ocupados a cambio de normalización de las relaciones y desocupación militar de Egipto. Restitución de espacio a cambio de ganar tiempo y suprimir la amenaza de una guerra en dos frentes.

Treinta años después, el acuerdo no favorece al bando árabe tanto como pudiera parecer, pues el Estado hebreo no ha hecho un buen uso de los recursos que aquél le procuraba. Este acuerdo no está exento de consecuencias: durante 10 años, Egipto será expulsado de la Liga Árabe (aunque sus expatriados no sufren por ello). Por otro lado, las alianzas exteriores del régimen (EE UU) resultan incompatibles con sus alianzas internas (islamistas). La oposición interna al acuerdo es virulenta. Crece el poder de la contestación islamista, sobreexcitada por el ejemplo de la revolución iraní. El régimen duda entre la zanahoria, esto es, multiplicación de las concesiones (islamización de las leyes y del espacio público) y el palo. Prueba con la primera opción, agravando las relaciones, ya de por sí malas, con el patriarcado copto. En septiembre de 1981, Sadat termina por recurrir a la segunda y manda detener a más de 1.500 personas: políticos, hombres de confesión musulmana y cristiana, militantes islamistas. Destituye al patriarca Shenuda, al que reprocha el activismo de los coptos de la diáspora. El 6 de octubre de ese mismo año, durante un desfile militar que conmemora la “victoria” de 1973, unos meses antes de la restitución completa del Sinaí, Sadat es asesinado por islamistas radicales.

El reino de Mubarak

Su vicepresidente Hosni Mubarak (53 años) le sucederá. El antiguo comandante del ejército del aire no tiene la cultura política de Sadat. Su enfoque y estilo son distintos: Sadat tenía una idea clara del futuro que quería, y una definición precisa de los “amigos” y “enemigos”, tanto dentro como fuera del país. Mubarak carece de todo eso. Lo que intenta es integrar el mayor número de actores en el juego político, ir lo más lejos posible en la apertura sin comprometer los fundamentos de su poder. Son muchos sus objetivos: calmar el juego político en casa, reintegrar el bando árabe, guardar las distancias con respecto a Israel sin comprometer la paz, modernizar las infraestructuras del país.

Sin demasiado interés por las riñas ideológicas ni por los grandes propósitos, no tiene ni una política económica ambiciosa ni una política cultural coherente. Su actitud parte del principio “quien no está contra mí está conmigo”. Esta negativa a “politizar” y dramatizar los antagonismos, que en la actualidad se le reprocha, constituyó un formidable balón de oxígeno en los años ochenta. Empieza por liberar a la mayoría de los detenidos por su predecesor. Más tarde, deja que la justicia restablezca a Shenuda en sus funciones. Sus esfuerzos por reintegrarse en el mundo árabe se ven favorecidos por la coyuntura, en especial la guerra de Líbano (1982), que debilita a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), y la guerra Irak-Irán, en la que Egipto ayuda al régimen de Sadam Husein. A finales de los años ochenta, su proyecto llega a buen puerto. El eje El Cairo-Bagdad estallaría poco después, con la invasión de Kuwait por Sadam, en agosto de 1990. El país de los faraones se reincorpora a la gran coalición internacional, siendo recompensado con una ayuda económica masiva.

A pesar de la restitución casi completa del Sinaí en abril de 1982, Mubarak logra distanciarse de Israel, al rechazar éste último entregar el enclave de Taba y oponerse al trazado de las fronteras. El presidente egipcio aguardará un fallo del Corte Internacional de Justicia. En el interior del país, la liberalización relativa (prensa más libre, desaparición del acoso policial a los partidos legales de la oposición) satisface a estos últimos durante 22 años, hasta 2004. Se permite la existencia de espacios de libertad (sindicatos y uniones profesionales), que serán pronto controlados por la organización islamista de los Hermanos Musulmanes, ilegal pero tolerada. Por otro lado, Mubarak se enfrenta a la violencia de los islamistas más radicales, que multiplican las exacciones contra los cristianos y que, desde 1992, intentan desestabilizar el régimen con una proliferación de actos terroristas contra los turistas extranjeros, importante fuente de divisas.

La represión feroz acabará dando fruto: se da muerte a los dirigentes islamistas o son enviados a prisión, al exilio… Éstos últimos participarán en la creación de Al Qaeda. La política económica es muy vacilante. Se introducen reformas, pero éstas son durante mucho tiempo demasiado tímidas para prevenir cualquier estallido popular parecido al de 1977. En 2002, impulsadas por el hijo del presidente, Gamal, que parece prepararse para la sucesión, las reformas se aceleran y dan resultados, aunque el reparto de los réditos del crecimiento diste mucho de ser satisfactorio. En la actualidad, el régimen es más sólido de lo que se afirma.

Aunque no guste, ha preservado al país de los sobresaltos regionales, y eso se le agradece. Ha logrado renovarse sin cambiar y ha sabido gestionar la crisis internacional. Ni las desigualdades crecientes ni el imparable ascenso de los Hermanos Musulmanes, que han superado el umbral de los dos millones de miembros, parecen representar una amenaza inmediata. Sin embargo, el horizonte, sembrado de nubarrones, amenaza tempestades, y nadie sabe cómo se llevará a cabo la sucesión al largo reinado de Hosni Mubarak.