Crisis palaciega en Jordania

El supuesto intento de desestabilización de la monarquía pone la lupa sobre la crisis del reino, evidenciando la ausencia de ideas y de voluntad de resolver cuestiones estructurales.

Victoria Silva Sánchez

El 3 de abril, un terremoto político sacudía Jordania. Fue la prensa internacional la que primero informó de los hechos: el régimen jordano había arrestado al príncipe Hamza, hermano del rey Abdalá II, y a otras personas, acusados de intentar desestabilizar el país. Durante los días siguientes, los acontecimientos se desarrollaron con bastante rapidez y escasa claridad. Meses después, las preguntas abiertas siguen siendo más que las respuestas para explicar lo acontecido. En este artículo intentaremos ir más allá de la mera conjura de palacio y arrojar cierta luz sobre las dinámicas políticas, económicas y sociales que componen el trasfondo sobre el que se han desarrollado estos acontecimientos.

Golpe de Estado descafeinado

El 3 de abril, las fuerzas de seguridad jordanas se personaron en el palacio del príncipe Hamza bin Hussein para informarle de que se encontraba en arresto domiciliario y de que cesase toda su actividad en redes sociales. Al mismo tiempo, otras 18 personas fueron arrestadas acusadas de sedición, incluyendo a Bassem Awadallah, antiguo asesor real y enviado especial a Arabia Saudí, y Hassan bin Zeid, hombre de negocios y primo del rey. Durante las primeras horas, la confusión reinó, hasta que la BBC emitió un vídeo en el que el propio Hamza confirmaba su arresto domiciliario. Sin embargo, no fue hasta el día siguiente cuando las autoridades jordanas dieron a conocer una versión oficial, plagada de inconsistencias, y rebajaron la acusación a “desestabilización”. De los arrestados, todos han sido liberados, a excepción de Awadallah y Bin Zeid.

Lo que ha sorprendido de esta disputa ha sido su transcendencia pública, puesto que las diferencias entre Hamza y el entorno real son conocidas desde hace tiempo. Según la voluntad del rey Hussein a su muerte, Hamza fue nombrado príncipe heredero, pero fue despojado de este título en 2004 en favor del hijo de Abdalá, el príncipe Hussein. Hay muchos que quieren ver en este hecho el origen del enfrentamiento, aunque resulta difícil de afirmar. Lo que sí se conoce es el activismo de Hamza contra la corrupción, tanto en sus redes sociales como su participación en distintos actos. Sus críticas al nepotismo y la incompetencia de los gobernantes, tal y como señala en el vídeo de la BBC, nunca han sido bien recibidas en palacio y ya en enero de este año había rumores sobre los intentos del rey de apartarle de la familia.

Resulta imposible hablar de Jordania sin pasar por alto el rol determinante que las tribus juegan en la vida política. Jordania se constituyó como un reino en el que la familia reinante era extranjera y, para garantizar la gobernanza, tuvieron que desarrollar alianzas con las diferentes tribus beduinas que habitaban originalmente el país, estableciendo así un contrato social en el que la monarquía otorgaba prebendas y favores a las tribus a cambio de que estas se sometieran a la autoridad hachemí. Cien años después, la influencia de estas tribus en la vida política sigue teniendo gran relevancia, pero la erosión del contrato social en las últimas décadas debido a la creciente crisis económica y la escasez de recursos ha resultado en el cuestionamiento del régimen por parte de estos grupos de apoyo tradicionales. 

Aunque la tensión con ciertas tribus siempre ha existido, en numerosas ocasiones estos jeques y sus seguidores ponen en aprietos al régimen jordano, con episodios de violencia, cortes de vías de transporte y amenazas veladas contra la monarquía. Muchos de estos líderes tribales se quejan de la exclusión de las tribus de puestos de poder, distribución desigual de puestos oficiales entre sus miembros y la cancelación de muchos de los privilegios de los que han disfrutado en el pasado. En este sentido, las reuniones de Hamza con los miembros de algunas de estas tribus levantaron suspicacias en el régimen, pues muchos perciben al hermano del rey como alguien con un carisma más cercano al de su padre Hussein que Abdalá y, consecuentemente, más favorable al papel de las tribus en la sociedad.

Tampoco hay que desdeñar los distintos puntos de vista existentes dentro de la sociedad jordana y, en particular, en el seno de los monárquicos. Entre estos existe un sector que lleva años manifestando su malestar contra la familia real. Por ejemplo, han vertido numerosas acusaciones contra la reina Rania y su familia, a los que acusan de querer expoliar el país. Aunque estas acusaciones son difíciles de mostrar, el hermano de la reina, Majdi al Yaseen, es un conocido hombre de negocios al que siempre se apunta cuando se habla de corrupción. Y es en estos sectores de la población donde la figura de Hamza emerge como una alternativa a los ojos de los nostálgicos del rey Hussein.

La supuesta implicación internacional

Desde el primer momento, las autoridades jordanas pusieron gran énfasis en señalar el carácter internacional de la trama, aunque no dieron detalles sobre ello. En un principio, muchos analistas apuntaron a Israel como el país detrás de la conspiración. La supuesta implicación israelí estaría justificada debido a la oposición jordana a la normalización de relaciones israelíes con otros países árabes. Sin embargo, y pese a la degradación de las relaciones entre Jordania e Israel en la última década, permitir o promocionar la caída de Abdalá es una línea roja para los servicios de inteligencia israelíes.

La enorme dependencia económica del exterior no ha contribuido a mejorar la situación política y ha convertido a Jordania en una pieza más del tablero regional para los países del Golfo. Con frecuencia, en los últimos años parece dejarse ver la mano de Arabia Saudí detrás de distintos sucesos en la región. Desde el ascenso de Mohaáan (MbS) como príncipe heredero, la injerencia en la política interna de otros países se ha hecho más evidente. La tradicional relación entre Jordania y Arabia Saudí se ha degradado, pues la asertividad saudí ha sustituido a la tradicional diplomacia árabe. Por otro lado, el apoyo económico saudí a Jordania se ha desvanecido. Desde 2014, y con la excepción de la ayuda otorgada de forma conjunta por Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Kuwait en 2018 en el marco de las protestas contra la austeridad, el reino de los Saud ha cortado el grifo del dinero a los hachemíes y parece dispuesto a sacrificar a la monarquía hachemí en el juego regional.

Es lo que se desprende de las informaciones publicadas por Middle East Eye, según las cuales los servicios de inteligencia jordanos habrían interceptado comunicación encriptada entre Bassem Awadallah, antiguo asesor real y enviado especial del reino a Arabia Saudí, y MbS. La detección de estas comunicaciones secretas habría precipitado el viaje a Riad de Abdalá II y su hijo Hussein el 8 de marzo para confirmar el apoyo de MbS a la monarquía. Sin embargo, las comunicaciones continuaron tras la visita, lo que movió a las autoridades jordanas a actuar contra Awadallah. Estas informaciones parecen ser confirmadas por un reciente reportaje de The Guardian que aborda no solo el papel de MbS sino también de Jared Kushner y la administración Trump, irritados por la continua oposición de Jordania a sus planes para la región, incluyendo el Acuerdo del Siglo.

El reportaje de The Guardian también indaga sobre la conexión de Hamza con Awadallah y Bin Zeid, quien supuestamente habría contactado a la embajada de EEUU en Amán pidiendo apoyo a los planes para instalar a Hamza en el trono. Pero la realidad sobre lo acontecido sigue siendo opaca. Pese a las acusaciones y los rumores, las autoridades jordanas han mantenido oculta la identidad de las conexiones internacionales en la supuesta conspiración. La enorme dependencia que el país presenta del exterior en términos comerciales y de apoyo económico afecta a su propia soberanía nacional, siendo incapaces de protegerla y, al mismo tiempo, de acusar a los que supuestamente la violan. Sin negar la posible existencia de vínculos entre las élites de distintos países que puedan tener intereses particulares, es necesario entender que la “desestabilización” funciona si existe ya un contexto de desencanto por parte de la población con la situación en la que se encuentra el país.

Más allá de la desestabilización: una profunda crisis económica

La supuesta conspiración ha puesto al descubierto la profunda crisis que atraviesa el país tanto en lo económico como en lo social. La economía jordana lleva sufriendo muchos años. El crecimiento del PIB pasó del 8,9% en 2006 al 2,7% en 2011 y en 2020 se contrajo un 2%, influido por el impacto de la pandemia de coronavirus, agravando una tendencia que ya se daba desde hacía años. Más preocupante es el crecimiento del desempleo que ha alcanzado el 25% de la población activa a finales de 2020 y el 50% entre la juventud. Más aún si se tiene en cuenta que la mitad de la población jordana trabaja en el sector informal, lo que la vuelve muy vulnerable a la pérdida del empleo. La ausencia de un sistema de protección social que dé cobertura a los desempleados contribuye a incrementar la pobreza, que en el último año ha crecido un 27%.

La crisis del coronavirus ha tenido un impacto muy negativo en la economía jordana, afectando a sectores prometedores como el turismo y la hostelería, pero sus males son estructurales. Las tímidas reformas fiscales, la falta de medidas para rebajar el déficit público, la tremenda dependencia de las importaciones para garantizar la seguridad energética y alimentaria, la débil industrialización y la dependencia de las rentas de la ayuda internacional y las remesas son cuestiones de largo recorrido que, si no se corrigen, pueden sumir al país en una crisis crónica.

Sin ir más lejos, los presupuestos anuales para 2021 ya anticipaban un déficit presupuestario de 2.600 millones de dinares jordanos (3.118,5 millones de euros). Mientras que el 76% de los ingresos provienen de la recolección de impuestos del sector privado, la mayor parte del gasto público se destina al mantenimiento del aparato civil (24,5%) y militar (27,5%) y a cubrir la deuda pública (15%), lo que sigue dejando un vacío de inversión en infraestructura y servicios básicos que tiene consecuencias en la preparación de la fuerza laboral. Las reformas fiscales no han surtido el efecto deseado y medidas como el recorte del sector público, necesario ante la imposibilidad de hallar nuevas fuentes de ingresos, se ven impedidas por el uso del sector público como moneda de cambio para comprar lealtades y favores, en especial en la relación con los principales grupos tribales.

A ello se une la persistencia de la corrupción generalizada en el país. En el último Índice de Percepción de la Corrupción, Transparencia International sitúa a Jordania como el 60 país menos corrupto a nivel global. Sin embargo, el 55% de los jordanos consideraba en 2019 que la corrupción había aumentado durante el último año, situación que ha empeorado durante la pandemia. Muestra de ello fueron las protestas convocadas a mediados de marzo en respuesta a la negligencia que causó la muerte de nueve pacientes en un hospital en Salt por falta de suministros de oxígeno.

Ausencia de reformas y represión: la receta post-2011

El 24 de marzo se cumplió el décimo aniversario de las protestas de 2011. Las autoridades abortaron la celebración del aniversario mediante el despliegue de numerosos efectivos de las fuerzas de seguridad a lo largo y ancho de la capital. En aquellas protestas, los movimientos ciudadanos pedían reformas políticas y económicas, que incluían el establecimiento de un Parlamento representativo, un gobierno elegido en las urnas, reformas constitucionales, la persecución de la corrupción, la reforma del sistema impositivo, reducir la presión del aparato de seguridad, y trabajar por la unidad nacional. El rey Abdalá II prometió trabajar por la consecución de estas reformas, pero 10 años después, ninguna de estas promesas se ha cumplido.

En realidad, el espacio político jordano se ha reducido enormemente en esta última década. La vigilancia del espacio de discusión pública ha crecido y, con ello, las dificultades de hablar sobre reformas democráticas y la imposición de una tendencia inmovilista. Recientemente un miembro del Partido Comunista de Jordania me comentaba que “la situación causada por el coronavirus y la disputa en la familia real han asestado una puñada mortal a la vida política en Jordania”.

Un caso emblemático de esta reducción del espacio cívico ha sido el acoso y derribo contra los Hermanos Musulmanes. Aprovechando las divisiones internas, el gobierno reconoció en 2015 a la nueva organización disidente Sociedad de los Hermanos Musulmanes, leal al régimen, como la organización legítima, y ordenó la disolución de los Hermanos Musulmanes originales, alegando que no cumplían con la ley de partidos políticos. Pese a recurrir la decisión judicialmente, el Tribunal de Casación dictaminó la ilegalidad de la organización en julio del año pasado, ordenando su disolución, aunque la misma está buscando vías para permanecer activa en el juego político, tal y como sucedió en las elecciones legislativas de noviembre de 2020, donde sus candidatos concurrieron como independientes y en coalición con otras fuerzas.

En lugar de reducir su control sobre la sociedad, el aparato de seguridad ha acaparado cada vez más espacio de acción y decisión. Durante los últimos años ha habido un aumento notable de la represión y censura contra periodistas, activistas e, incluso, políticos, a través de instrumentos legales como la Ley de Prensa y Publicaciones, la Ley contra el Cibercrimen o la Ley Antiterrorista, que criminalizan la libre expresión de opiniones y la difusión de información. Nada más ilustrativo de ello que la mordaza impuesta a los medios locales para informar sobre el supuesto intento de desestabilización.

Este control también se ha trasladado al ciberespacio a través de la disrupción de las redes sociales y de la conectividad como herramienta de gestión de las movilizaciones sociales. Una tendencia que comenzó con el bloqueo de Facebook Live y Periscope durante las protestas contra la austeridad de 2018 y que se ha consolidado en las últimas movilizaciones con el bloqueo de Clubhouse. Organizaciones como Jordan Open Source Association (JOSA) reclaman mayor transparencia a las autoridades al tiempo que denuncian la ausencia de base legal que permita el bloqueo de las aplicaciones sociales sin ninguna orden judicial amparada por una legislación vigente que no existe.

La creciente militarización de la vida pública ha quedado al descubierto con la llegada de la pandemia y la aprobación de una Ley de Defensa como medida excepcional para hacer frente al virus. Esta ley otorga amplios poderes al primer ministro para gobernar por decreto y un rol visible al ejército en la gestión de la seguridad pública. Más de un año después, esta ley sigue vigente. Las medidas de prohibición de las reuniones sociales han sido utilizadas para prohibir las protestas, en contra del criterio establecido por el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Esta tendencia ha acrecentado la represión durante la pandemia, con episodios como la clausura del sindicato de profesores y la detención y sentencia de sus líderes bajo cargos fabricados.

Jordania vive en una permanente tensión entre la pretensión de llevar a cabo reformas democráticas y la irrealización de las mismas. En enero de este año, el propio monarca hablaba de la necesidad de reformar leyes de importancia como la ley de partidos políticos y la ley electoral, apenas dos meses después de unas elecciones legislativas con escasa participación ciudadana. Una de las excusas más utilizadas ha sido la sospecha detrás de las verdaderas intenciones del movimiento político con más arraigo popular, los Hermanos Musulmanes. Sin embargo, líderes de otras formaciones políticas han señalado la irrelevancia de este argumento para seguir paralizando el proceso de reforma.

Por otro lado, son muchas las barreras que enfrenta este proceso de reforma política que van más allá de la voluntad de la monarquía. La debilidad de los partidos políticos (propiciada por el propio sistema) y la existencia de fuerzas conservadoras que perciben la reforma democrática como una amenaza a sus privilegios o la propia constitución social del reino (incluyendo élite militar, de seguridad y tribal) son obstáculos difíciles de superar, más aún si cabe en la situación actual. El proceso de reforma pasa, de forma fundamental, por la recuperación del vínculo entre el Estado y los ciudadanos y por el desarrollo de una hoja de ruta nacional en la que las distintas agendas reformistas puedan converger en un diálogo abierto e inclusivo. El cambio de administración estadounidense puede ser un momento propicio para relanzar este proceso.

Sobrevivir es resistir

Los sucesos del 3 abril pillaron por sorpresa a numerosos analistas que durante décadas llevan hablando del oasis de estabilidad que es Jordania en medio de una región inmersa en el caos y la destrucción. Pero esta estabilidad no es más que una pantalla fabricada de cara al exterior. Jordania es estable porque, desde nuestra perspectiva occidental, necesitamos que lo sea y actúe como el campo de refugiados y la base militar de Occidente. Esta necesidad ha consagrado la aceptación del autoritarismo y la represión como los males necesarios para sostener dicha estabilidad. Pero la realidad es que la ausencia de presión exterior sobre las autoridades jordanas para implementar las reformas políticas y económicas prometidas en 2011 ha contribuido a debilitar al propio régimen, incapaz de comprender que, retrasando esa implementación, está cavando su propia tumba.

Cuando uno rasca un poco la pátina de unidad y homogeneidad con la que se vende el reino, es fácil ver las costuras abiertas de un país y una sociedad creadas por la creciente desigualdad entre unas élites corruptas y una masa ciudadana cada vez más unida por sus agravios que separada por su adscripción étnica o tribal. Las últimas movilizaciones sociales demuestran esta tendencia cada vez más claramente, con los ciudadanos a lo largo y ancho del país reclamando soluciones para una situación insostenible. La brecha de credibilidad y confianza entre los ciudadanos y sus instituciones se acrecienta a pasos agigantados sin que nadie parezca hacer nada para remediarlo. La supuesta conspiración, que muchos jordanos no se han creído, pone en evidencia la ausencia de ideas y voluntad política de resolver cuestiones estructurales que determinan el día a día de unos ciudadanos para los que la mera supervivencia ya es una forma de resistencia.

Victoria Silva Sánchez es periodista y analista especializada en política y seguridad internacional en Oriente Medio y África.