Religión y cultura en el marco de las relaciones entre Cristianismo e Islam

Pedro Martínez Montávez

Arabista, Universidad Autónoma de Madrid

En cualquier exposición en la que cristianismo e islam sean dos objetos sustanciales de reflexión, aunque puedan parecer y suscitarse de forma más o menos explícita, extensa y determinante, la religión y la cultura constituyen dos componentes subyacentes fundamentales principales, inevitables, no sólo en sí y por sí mismas, por su naturaleza y condición de ingredientes principales, sino también por las específicas relaciones que entre ellas se establecen y por las maneras también específicas en que participan en la realidad total de cada uno de esos dos objetos: cristianismo e islam, y cómo actúan sobre él.

La grandeza, importancia y significado representativo de la figura y obra de Ramon Llull, absolutamente excepcionales, constituyen a su vez, entre otras muchas cosas, un ejemplo particularmente pertinente y confirmador de la preeminencia de esos dos elementos, no sólo en general, sino también en el terreno concreto de las relaciones entre cristianismo e islam establecidas. Esta sería una primera explicación –si fuera necesaria– de la elección del tema que he hecho, justificación de fondo, permanente, atemporal, válida para siempre. Pero existe también una segunda explicación y justificación, de forma, coyuntural, temporal, válida especialmente para ahora, y también necesaria y exigible.

Así, pues, religión y cultura han constituido siempre dos materias preferentes, y como inevitables, de análisis, referencia principal en el complejísimo panorama de acuerdos y desacuerdos, de entendimientos y desentendimientos, de aproximaciones y alejamientos, de paces y de guerras, que entre cristianismo e islam se han venido produciendo y cuya responsabilidad  culpable  recíproca se han achacado una a otra parte contumazmente.

Pero esta situación habitual y mantenida experimenta ahora una intensificación extremada, con el riesgo de que termine por hacerse insuperable y llegue a constituir un obstáculo totalmente insalvable, auténticamente destructor para ambas partes. Aunque los perjuicios y daños que ocasione en cada caso sean muy distintos en cantidad y en cualidad, y muy diferentes también los indignos “beneficios” que a cada una depare. Quien no sea consciente de que estamos viviendo una de las épocas más amenazadoras y terribles de esta situación, no es consciente tampoco de la realidad que nos domina. No es que ahora no huelgue replantear cualquier aspecto del problema crónico, sino que resulta especialmente necesario y exigible hacerlo, como decía.

¿Qué significa exactamente islam?

Estoy convencido de que no sabemos exactamente aún lo que significa en su totalidad, en su plena integridad, el término “islam”. Confieso que a mí me ha costado también muchísimo llegar a ello: es posible que aún no lo haya conseguido, y que la explicación que aquí proponga siga constituyendo todavía una personal aproximación.

Parto de lo que un término es ante todo y en origen: materia lingüística. No es que se reduzca a ello, pero sí es su semen y su matriz. Islam se traduce por “sometimiento a la voluntad divina, aceptación total de ella, sumisión a la misma”, o por cualquier otra fórmula similar. Y se trata de una traducción sólo parcialmente acertada, no porque resulte tendenciosa, sino porque traduce solamente una parte de su significado pleno, de su trama semántica total, y no agota esa totalidad semántica entramada.

Islam es una palabra incrustada en una raíz triconsonántica árabe que significa germinalmente algo así como “estar –y ser– sano, íntegro, intachable, a salvo”. En tal sentido, está claro que el islam supone también la salvaguardia, que el muslim es consciente –aunque pueda tener mayor o menos consciencia de ello– de que, precisamente, por ser muslim y tan sólo en principio por serlo, “está a salvo, en salvaguardia”. No voy a entrar aquí en ninguna consideración antropológica, pero sí quiero dejar constancia expresa de esa convicción. El islam, por tanto, significa también la salvaguardia firme, garantizada, indiscutible, desde lo primero que tenemos y nos identifica: la lengua. Por consiguiente, carecer del islam o renunciar a él –más aún, habiéndolo tenido– lleva aparejado carecer de tal salvaguardia.

¿Resulta fácil, y frecuente, renunciar a tener salvaguardias, seguridades, en esta aventura compleja, y muchas veces enigmática, inexplicable, que es la existencia? ¿Cuántos seres humanos estarían dispuestos a ello y tomarían finalmente tal resolución? Ese valor natural e inherente que el islam tiene desde la propia lengua, resulta su suelo vital, incomparable. Renuncio a añadir aquí alguna otra indagación explicativa, y extenderme en ella, porque considero, entre otras cosas, que basta con la aquí expuesta de momento.

Dentro de la concepción y del sentimiento de decidida vocación integradora que el islam es, la religión ocupa el puesto central, clave, determinante, y constituye el primer motor de actividad de las civilizaciones. En todos los terrenos seguramente, aunque su grado de intervención y conformación puede ser variable –y de hecho, lo es– en cada uno de ellos. No se trata de que el islam sea sólo religión –como con gran frecuencia se ha venido y se sigue manteniendo tanto dentro del propio islam como fuera de él– pero sí es innegable que la religión constituye su principio y base identitarios primeros y principales, su eje fundamental vertebrador. No es que el islam sea sólo y siempre, inevitablemente, una teocracia, pero sí es indudable que la revelación y el mensaje divinos constituyen la clave de su monumental edificación humana. El humanismo del islam –que también existe y actúa siempre, de múltiples maneras– ha tenido que moverse dentro de esta dialéctica original, y con más frecuencia de lo que se ha manifestado finalmente, o reconocido, lo ha hecho de forma angustiosa, aunque casi nunca lo haya hecho de forma totalmente desesperanzada o desesperada.

La pregunta más crucial que cabría formular sería la siguiente: ¿puede hacerse una lectura no estricta y simplemente religiosa del hecho religioso islámico, una especie de lectura civil? Obviamente, aquí no podemos entrar en este debate, ni tan siquiera proporcionar un apunte de argumentación y de reflexión mínimamente suficiente en principio en torno de esta cuestión. No obstante, sí voy a volver dejar constancia de un muy sugerente apunte indicativo, centrado fundamentalmente también en la materia lingüística, tal y como lo formula un destacadísimo y muy representativo poeta y pensador árabe contemporáneo, Adonís.

De esta manera lo formuló hace ya algún tiempo: “¿Acaso la naturaleza de la lengua árabe le impide al árabe musulmán preguntar, por ejemplo, desde un horizonte no religioso, qué es el hombre, qué es el mundo, qué es el destino, existe Dios y cómo, cuál es la naturaleza de la relación entre el hombre y el mundo?  O cualquiera otra pregunta sobre las cosas de la vida, la civilización y el progreso. ¿Hay algo en su naturaleza que le impida producir un conocimiento opuesto al conocimiento textual, que le impida denominar al mundo, al hombre y a las cosas de la existencia con denominación no religiosa (…) La respuesta, obviamente, es: “no”.

El mismo Adonis se ha referido muy recientemente, por ejemplo, a la religiosidad múltiple (al-tadayun kathiran), en un párrafo de un futuro “cuaderno de pensamientos” que incluye también otras muchas lúcidas reflexiones, como la que hace sobre la libertad: “La libertad es un poder. ¿Debemos realmente hacer caso a quien dice: hay gentes, y los árabes estamos entre ellos, que no tienen capacidad para ser libres?”

En realidad, cualquier cuestión que se suscite en torno al mundo árabe contemporáneo conduce al tema de la libertad y lo replantea. No, los árabes no deben hacer caso en absoluto a quienes así opinan y sentencian, porque sí tienen la capacidad para ser libres como todos los hombres, aunque las circunstancias y formas de alcanzarla resulten indudablemente muy diferentes entre sí, y éste sea un aspecto del problema a tener siempre en cuenta y ponderar con acierto. Pero sí tienen poder para alcanzar el ejercicio de la libertad. En uno de mis últimos libros resalté como se merece la lúcida y valiente distinción que Sádik Yalal al-Azm estableció en su momento, al ser preguntado sobre si el islam puede conciliarse con el laicismo, la democracia, los derechos humanos, la modernización, etc…, a lo cual no dudó en responder: “doctrinalmente, como método, diré que ciertamente no: históricamente, como realidad, diré que ciertamente sí”.

La respuesta de este otro destacado pensador resulta, sin duda, excesivamente tajante, pero sienta un principio metodológico e interpretativo que me parece particularmente acertado y fecundo. Según escribí hace cinco años, como final de mi breve ensayo Pensando en el Oriente árabe: “[El mundo árabe] está urgente y totalmente necesitado de establecer y aplicar una combinación de historia y de doctrina mucho más equitativa y ponderada, respetuosa y eficaz que las que lleva empleando, sin éxito, desde hace demasiado tiempo. Porque hasta ahora han estado clara y profundamente descompensadas en contra de la historia”.

¿Qué pasa con el islam y la democracia?

No olvido que estas páginas se plantearon como un ejercicio de reflexión en torno a las posibles relaciones que se establezcan entre religión y cultura, encuadradas en el gran debate marco de las relaciones que asimismo mantengan cristiandad e islam, o los tópicos oriente y occidente. Es evidente que hasta ahora me he referido casi únicamente a la religión islámica porque se trata de la que debo tomar aquí en consideración, y que muy poco ha aparecido la cultura, al menos de forma explícita y directa. No por azar, sin embargo, han aparecido menciones de otros términos y conceptos inevitablemente relacionados con los anteriores: la historia, la libertad, por ejemplo. Es decir, la existencia del ser humano.

Reproduzco aquí íntegramente el comienzo de un texto que escribí hace ya diez años, en mi libro El reto del islam. La larga crisis del mundo árabe contemporáneo. Dice así:

“Conforme se va penetrando más y más en el multiforme y dilatado panorama cultural e intelectual árabe contemporáneo, se va teniendo la sensación, cada vez más clara y clavada, de que es básicamente un panorama de contrastes, enfrentamientos y contradicciones. Refleja un mundo que está como permanente e inevitablemente gobernado por una crisis de crecimiento y adaptación, de necesaria reexplicación, una y otra vez, sin descanso, con insistencia, de las cosas y de las causas. Refleja un mundo sometido a interrogantes e incertidumbres prolongadas y recalcitrantes, punto menos que insuperables. Refleja un mundo de tensiones subyacentes y duraderas, sujeto a la acción de contrarios de similar fuerza y condición, en duro y alargado trance, por consiguiente, de encontrar su emparejamiento compensado, su armonización, de aceptar al fin el predominio de uno sobre otro, el triunfo de una parte y el sometimiento o anulación de la otra. Es una sensación tan fascinadora como agobiante y, en definitiva, natural. Porque es también natural y congruente que se produzca esa situación”. Da la impresión aplastante de ser eso: un mundo permanentemente gobernado por una crisis de crecimiento y adaptación, y en muchas y muy variadas circunstancias replanteada, y hasta ahora nunca resuelta de forma suficientemente positiva. Se trata de un mundo singular y excepcionalmente “histórico”.

He manifestado que el propósito principal de esta modesta aportación es que sea una breve reflexión sobre una cuestión de enorme extensión y complejidad: el encuentro entre el “occidente” europeo cristiano y el “oriente” islámico árabe. Prefiero emplear este término neutro y generalizador: encuentro, y no ningún otro connotado; me remito simplemente al acaecimiento del hecho, y no a las diferentes modalidades, consecuencias y características del mismo.

De este encuentro han derivado múltiples y enormes temas, cuestiones, marcos de debate, para constituir finalmente casi todos ellos no menos enormes tópicos contumazmente replanteados y discutidos. De tan magmático arsenal traeré a colación aquí solamente uno: la democracia, como elemento clave de desarrollo, progreso y modernización. Ya sé que se trata de conceptos en buena parte convencionales y de imposible definición y valoración generales y únicas, aceptadas por todos. Pero voy a emplearlos aquí basándome en esa porción de común aceptación y entendimiento en la que prácticamente todos coincidimos. No se trata de ver la democracia como elemento de acción política solamente, sino también sociocultural, de desarrollo humano conjunto. 

Partamos de una evidencia indiscutible: para la inmensa mayoría de quienes se identifican como occidentales, el islam se opone frontalmente a lo que distingue y caracteriza al occidente: la democracia; es su opción opuesta, su antagonista, su negación. Y existe otra consecuencia añadida, coherente, con esa visión esquemática: la democracia, por naturaleza, es imposible en el islam. Conviene añadir que existen también muchos musulmanes que defienden y comparten tales opiniones tajantes y destructivas, y de manera particular la segunda: la democracia es imposible en el islam. Las expresiones más atroces de integrismo excluyente no son patrimonio de ningún “pensamiento”.

Esas afirmaciones están injustificadas, no sólo desde cualquier limbo teórico, sino también desde la propia realidad histórica pasada y múltiple. Pero sería un error concluir de ello que la introducción y el ejercicio de la democracia resultan fáciles y simples en contextos islámicos. Porque es todo lo contrario: resultan complicadas, sumamente complicadas con frecuencia. Y para demostrarlo así, también están la teoría y la práctica, la materia textual y la materia histórica.

En más de una ocasión he traído a colación un texto de un pensador marroquí actual, Muhammad Ábid al-Yabri –socialista eminente de mente y de acción – que me ha parecido siempre ejemplarmente aclaratorio. Me veo obligado a incluirlo aquí de forma muy fragmentaria y resumida. Dice lo siguiente: “No le oculto al lector que, cada vez que me pongo a pensar sobre la cuestión de la democracia en el mundo árabe -el antiguo, el moderno y el contemporáneo-, siento como si quisiera meter en su cuerpo un elemento “extraño”. No obstante, lo que me hace resistir esa sensación y no rendirme a ella, es mi fe en que nada justifica el juicio de que este cuerpo, por naturaleza, “rechaza” tal elemento “extraño”: la democracia (…). Podemos definirla positivamente diciendo que es el poder del pueblo expresado a través de las instituciones el que elige libremente. Y se sabe que esto es algo que perdimos y que seguimos teniendo perdido (…) Yo prefiero llegar a la democracia por medios democráticos, ya que sólo esto es lo que la hace hegemonía legítima. Porque los otros caminos no conducen, en nuestra situación árabe, sino a la vana repetición del despotismo, con nocturnidad y a pleno día”.

En efecto, lo que el debate sobre la democracia plantea en medios árabes –y también en todos los medios islámicos- es la imposibilidad real de la expresión y el ejercicio de la libertad. En el tiempo actual, sin duda ninguna. Es la libertad lo que asusta, y en consecuencia sus derivaciones naturales y directas: entre ellas, por ejemplo, la democracia. Y no sólo por motivos políticos, de regímenes o ideológicos, sino también socioculturales. Entre estos está el factor religioso, que puede llegar a intervenir y actuar como el más activo y determinante, pero que en cualquier caso no es el único, y empeñarse en presentarlo como tal es un despropósito, un error, y un desconocimiento de la realidad tal como es.

Analizar aquí tales problemas resulta imposible, escapa a mis propósitos al escribir esta modesta contribución y sobrepasa con mucho mis limitados conocimientos y capacidad. Por ello me limito a dejar bien sentado que las cuestiones suscitadas no son sólo de índole  política ni religiosa. Aunque sí puedan a llegar a ser éstos, con frecuencia, los dos factores que más intervengan y determinen. En definitiva, el debate sobre la democracia en el mundo árabe nos sitúa definitivamente en un marco de paradojas, contradicciones de base, que urden soluciones que no lo son en realidad, por su condición de productos ficticios, serviles, sumamente frágiles, rápidamente fungibles. Un muy sólido y agudo pensador libanés actual, que ha practicado además la tarea política de gobierno, Gassán Salama, advirtió con rotundidad en su momento lo difícil que resulta hacer “una democracia sin demócratas”. O con poquísimos. Muy vigilados, controlados e incluso perseguidos. O eliminados, como ocurre con frecuencia.

Quizá el párrafo que sigue no resulte necesario, y hasta puede haber quienes lo estimen impertinente. La experiencia personal, sin embargo, me aconseja escribirlo, pues me parece cada vez más conveniente y preciso dejar bien claras y explícitas algunas cosas y no correr el riesgo de que puedan quedar supeditadas a conclusiones infundadas. Evidentemente, estoy refiriéndome a una democracia auténtica, aunque sepa muy bien que lo que nos ofrece finalmente la realidad múltiple, repetida y contrastada sean modalidades varias de democracias parciales, de distintas variables de tentativas y ensayos de democracia, con diferencias más o menos amplias entre sí, de democracias “imperfectas”. Como tantas otras cosas, la democracia absoluta, total, perfecta, es seguramente una utopía, una aspiración humana irrealizable, aunque nada de esto signifique que tenga que ser irrenunciable. Obviamente, no excluyo al occidente euroamericano cristiano de esta situación. Todo ello es obvio e indiscutible, pero no lo es menos –en mi opinión, y quiero que esto quede también muy claro- que las opciones y posibilidades de ejercicio de la democracia son, en este ámbito concretamente, mayores y mejores, más naturales, admitidas y aplicadas que en el oriente árabe islámico, y están mucho mejor estructuradas y engrasadas. Todo esto es relativo y elástico, sin duda, pero resulta cierto y sistemáticamente contrastado y contrastable.

En cualquier caso, la simple observación objetiva y realista de la situación actual nos demuestra que el marco imperante de relaciones entre estas dos partes del mundo -el occidente euroamericano cristiano y el oriente árabe islámico-, favorece bastante poco las posibilidades de colaboración en la tarea de instalación de democracias en ésta última, aunque fuera dentro de los sistemas y márgenes flexibles a los que se ha hecho alusión. Y la circunstancia no es favorable en líneas generales porque los procedimientos y caminos de diálogo auténtico, de encuentro entre ambas partes, están mayoritariamente rotos, y no sabemos bien cómo reconstruirlos, o no ponemos ni los esfuerzos ni los medios necesarios que la enorme empresa requiere. Afirmar lo contrario es, en mi opinión, frivolidad, ceguera, o impúdico y condenable ejercicio de petulancia, de soberbia o de engaño. Por consiguiente, si los procedimientos de diálogo y de encuentro están rotos, lo que hay que hacer, sencillamente, es edificarlos y activarlos. Esto lo exige no sólo la conveniencia mutua, sino también  y hasta entonces, nuestra condición primera de seres  humanos y la siempre necesaria e ineludible exigencia de ver y solucionar humanamente los problemas. Humanamente, con preferencia a “humanitariamente”.

Al reivindicar “la democracia primeramente, la democracia siempre”, el consagrado novelista árabe –aunque finalmente apátrida- Abderrahmán Munif sabía muy bien que la llave de la democracia “no es mágica ni constituye una solución por sí misma, pero sí es la herramienta-condición que hará que nos enfrentemos (Munif se dirige a su comunidad, a su “nación”) directamente a los problemas, que nos hará verlos con mayor claridad, para luego comprenderlos y saber comportarnos con ellos, como preámbulos para  llegar a solucionarlos (…) Esto no significa que la democracia, y especialmente en su acepción predominante en Occidente, sea la solución mágica, y en particular en relación con los pueblos del Tercer Mundo”.

Munif pone un dedo en una llaga. No quiero dirigir aquí responsabilidades y acusaciones sólo a una de las dos partes mencionadas, ni concentrarlas en una única dirección y desde una única procedencia. Porque hay bastantes dedos y bastantes llagas, y tampoco quiero recurrir al fácil truco del aparentemente neutral reparto equitativo e igual de culpabilidades, pero de hecho irreal, acientífico y falso. Como no puedo entrar ahora en un análisis mínimamente suficiente de estos asuntos, me limito a enunciarlos y a reiterar la llamada de atención sobre su gran importancia.

El islam árabe ha podido conocer y recibir el impacto directo del occidente de las dos caras contrarias y dispares, y de los dos comportamientos antagónicos, que deberían ser excluyentes entre sí. Ha conocido y recibido desde hace tiempo el enfrentamiento con ese occidente “jánico”, pero ahora está viviendo, con seguridad, un tiempo de recrudecimiento terrible de esa situación, de incalculables efectos demoledores. Ese occidente nada puede enseñarle, ofrecerle ni exigirle, porque es el occidente culto y bárbaro, el occidente digno de ser imitado y que merece el rechazo y el olvido; el occidente de la justicia, de la igualdad y de la democracia de puertas para adentro, y el occidente de la injusticia, de la desigualdad y del totalitarismo de puertas para fuera, el de la doble vara de medir, el del turbio dualismo; el occidente de la conciencia y el de la sinconciencia. Y lógica, justificadamente, ha podido entonces preguntarse: ¿A cuál de esos dos occidentes corresponde y pertenece el mensaje de la democracia?, ¿Nos fijamos en el occidente moral, y lo seguimos, o en el occidente inmoral, y lo rechazamos?

Pero el islam –o parte de él, al menos- no puede seguir enrocado en anacronismos implacables y demoledores, empecinarse en habilitar métodos y formas desgastados e inservibles, respuestas falsas y efímeras, experiencias nocivas y fallidas. Ante todo, porque el principal responsable de que esos errores se cometan, el primer perjudicado por la perpetuación de los mismos, es él. No puede seguir situado fuera del tiempo, o situado en un tiempo atemporal, rígido e inadaptable, inmodificable. Ese tiempo es antihumano por naturaleza y efectos, ni tiene tampoco ninguna justificación.

El profesor Wafaa El-Cherbini escribió en un conocido y difundido diario barcelonés de ámbito nacional al referirse a los retos y envites del mundo árabe: “El segundo es la ausencia de la previsión institucional y de la democratización”. Totalmente cierto, éste es el panorama que presenta en la actualidad ese mundo –y ya viene de largo- contemplado desde ángulos políticos y administrativos. Deducir de ello, sin embargo, que no se está produciendo en él un amplio debate sobre la cuestión de la democracia sería producto de la ignorancia, de la deficiente información, de la mala fe, o de cualquier otro ingrediente acumulado más o menos turbio. Cosa nada de extrañar, por cierto, porque todos estos motivos, y muchos más, suelen componer un mejunje insoportable cuando en nuestra muy adelantada, culta y supertécnica sociedad mediática se exponen temas y asuntos del mundo árabe. Pero no, ese debate existe, viene también desde largo y va asimismo para largo, y no es sino el reflejo lógico que se siente por la cuestión, ilustrativa manifestación de toda una desazón autocrítica presente en no pocos árabes y que va creciendo además en volumen, en intensidad e intención. Yo mismo vengo llamando la atención sobre este hecho y escribiendo sobre él. Que en nuestros círculos –aun en los tenidos por más expertos e interesados por ese mundo- siga siendo casi totalmente desconocido y no tratado, es otra harina de otro costal, que no habla precisamente a favor de la pretendida autoridad de esos círculos y profesionales en la materia.

Así, pues, es evidente que ese debate existente no ha influido de forma apreciable en las escasas y tímidas medidas calificadas de reformistas que en bastantes países árabes se trata de introducir y aplicar a lo largo de estos últimos años. Hablo de un reformismo auténtico, avanzado, valiente, realmente innovador, con efectos no sólo en lo político, sino también en lo sociocultural. Lo conseguido hasta ahora no puede ser considerado así. Esos efectos son ampliamente apreciables y valorables, sin embargo, en el panorama intelectual. El esfuerzo teórico y conceptual desarrollado no ha encontrado hasta ahora su correspondiente en aquellos otros contextos y niveles. Ello suscita, entre otras cuestiones, la del papel que el intelectual, el pensador, el escritor –el creador en general- juega y puede jugar en las sociedades árabes actuales. Tema apasionante, sin duda, pero que no cabe abordar aquí.

Insisto en el hecho de que ese esfuerzo intelectual no es nuevo. En realidad, acompaña a toda la historia del pensamiento y la literatura árabes contemporáneos desde hace ya casi dos siglos. En la actualidad, además, manifestaciones pertinentes y muy representativas del mismo se producen también en otros campos, menos clásicos, más “modernos”: el cine, la caricatura, el chiste, la canción y la música, el arsenal de los multimedia…, pero sus consecuencias y efectos políticos resultan insignificantes todavía, además de estar llegando con vacilaciones y retrasos, todo ello consecuencia inevitable de los férreos y despiadados aparatos de control, censura y represión existentes. Cabe establecer diferencias entre unos casos concretos y otros, pero serían realmente de muy escasa entidad, insignificantes. En resumen, el enorme déficit de libertad acumulado existente en la realidad social árabe de nuestro tiempo, como característica plenamente estructural de la misma, es innegable, y hay temores fundados de que, de seguir así, se convierta en un lastre insuperable y termine siendo lo que la aniquile o la desfigure, convirtiéndola en otra cosa distinta a lo que por naturaleza y posibilidades es.

Voy a hacer sólo rápida referencia a algunos ejemplos ilustrativos recientes. En otros trabajos míos anteriores he ido proporcionando algunos otros ejemplos, lo que sirve para acreditar la antigüedad y la continuidad del debate. Estos pocos y escogidos ejemplos a los que me remito ahora expresan con claridad el gran interés existente en el mundo árabe actual por encontrar soluciones acordes con nuestro tiempo a los problemas expuestos. Ello me permitirá además rematar esta modesta contribución con una tercera pregunta, a modo de brevísimo apéndice.

¿Puede haber un islam civil?

En un libro recientemente publicado en la capital jordana, Ammán, bajo el título de Nahwa jitab islami dimuqrati mádani (Hacia un discurso islamo-democrático civil), se recogen los textos presentados y discutidos durante un congreso celebrado en la misma ciudad a finales de mayo del año 2006. Conozco este volumen tan sólo a través de un largo y detallado comentario aparecido en un importante diario en lengua árabe aparecido a mediados del mes de mayo de este año, 2007, firmado por Muhámmad Abu-Rummán. Merece sobre todo la pena, en mi opinión, trasladar aquí, traducido, el párrafo final de este comentario, porque hace un resumen claro del estado de la cuestión y de las que son seguramente algunas de las carencias principales que todavía experimenta. Dice así: “Pero este libro no responde a la pregunta que se plantean quienes invocan ese discurso “islamo-democrático civil”, y que es la siguiente: ¿por qué la corriente radical revivalista, o conservadora, inunda la escena popular, domina hoy las sociedades árabes musulmanas, más aún, en medio de las minorías musulmanas, por acá y por allá, en tanto que el discurso que podemos leer en este libro se preocupa por la cuestión de la elite y lo limitado de su difusión?”. Efectivamente, ahí radica una de las claves de la complicadísima cuestión, insuficientemente planteada y debatida todavía y, en consecuencia, carente aún de respuestas y de soluciones.

Abdel-Muti Bayumi es autor de un libro, al-Islam wad -dawla al-madaniyya (El Islam y el Estado civil), al que ha dedicado asimismo un excelente comentario el profesor Gábir Usfur, seguramente uno de los intelectuales egipcios y árabes más destacados del momento y decidido defensor de un proyecto de formación de sociedades árabes neoilustradas. El libro de Bayumi resulta, en su opinión, buena muestra de la viabilidad de construcción de un estado moderno, a partir de modelos propiamente islámicos, puros y limpios, basados en sus valores más arraigados y en la posibilidad de su interpretación alegórica rigurosa. Toda esta materia textual de la época clásica y luminosa del islam es también la misma que fue en su día objeto de estupenda reelaboración y actualización por parte de los grandes reformistas del siglo XIX, en la línea de Muhámmad Abduh y sus numerosos discípulos y seguidores. La pluralidad, el derecho a la diferencia y a la discusión, forman también parte y son raíz del islam, cuentan con sus apoyos explícitos claros en el propio texto coránico, y quienes únicamente no lo reconocen ni admiten así son los seguidores de los grupos islámicos opositores, que se caracterizan por su gran cortedad de miras y aun parcial desconocimiento de la propia tradición islámica en toda su extensión y riqueza.

Para muchos intelectuales árabes contemporáneos, las amenazas reales contra la democracia moderna, en el mundo islámico, provienen tanto del “fundamentalismo islámico” como del “fundamentalismo laico”. La discusión en torno a esta cuestión se arrastra, como he dicho, desde hace ya casi dos siglos, y pasa en estos mismos momentos por una fase de especial recrudecimiento. En este contexto, el caso de Turquía constituye, seguramente, una excelente piedra de toque, un ejemplo muy representativo e importante del problema en todas sus dimensiones –y no sólo en su dimensión política-, de los grandísimos riegos y expectativas que brinda. Parece como si el Islam, en definitiva, estuviera intentando de nuevo redefinirse y reconfigurarse como lo que, para muchos, es sustancialmente: una singular opción intermediaria y mediadora, decididamente alejada de toda clase de radicalismo extremista, una sólida propuesta reformista por naturaleza, por condición y por vocación; una genuina “tercera vía” que debe tomar también al ser humano como objeto principal de preocupación política y social.

Para todo ello, la religión y la cultura son factores originales capitales, componentes insustituibles, primordiales, sustanciales. Todo ello constituye también la esencia, la enjundia, del necesario e irrenunciable diálogo entre cristiandad e islam, entre lo que tópicamente denominamos occidente y oriente. Me he decidido a suscitarlo de nuevo aquí, en este tiempo-encrucijada angustioso de la existencia humana, por estimarlos especialmente adecuados para ello, para intentar seguir encontrando esperanzadora nuestra existencia. Uno de los más luminosos, eminentes y diáfanos patronos de tal empresa fue y sigue siendo, sin duda alguna, Ramon Llull, cuya memoria y ejemplo conmemoramos.