Pacifismo y cruzada en Ramon Llull

Gabriel Ensenyat

Departamento de Filología Catalana, Universidad de las Islas Baleares

Uno de los aspectos de Ramon Llull que habitualmente se ha destacado es el carácter pacífico de sus proyectos misioneros.[1] Sin embargo, por otro lado, también es cierto que el beato planteó la necesidad de llevar a cabo cruzadas contra los «infieles» y que incluso escribió obras enteras acerca de esta cuestión, sobre todo a partir de 1292, con la redacción del Tractatus de modo convertendi infideles y el Quomodo Terra Sancta recuperari potest. Estos dos textos breves fueron desarrollados posteriormente en el Liber de fine (1305) y en el Liber de acquisitione Terrae Sanctae (1309), y en ellos Llull, convertido en un teórico de la guerra contra el «infiel», expone planes estratégicos concretos para llevar a cabo una ofensiva de gran alcance contra el islam.[2]

Sin embargo, como veremos, esta aparente paradoja en realidad no es tal, ya que, para Llull, la cruzada no tenía los mismos objetivos que en épocas anteriores, sino que era una herramienta más para lograr su propósito misional.[3] De hecho, Llull no comulgaba con el concepto tradicional de cruzada, basado en la destrucción física y el aniquilamiento de los musulmanes, sino que la finalidad de la empresa que proponía era disponer de audiencias cautivas que escuchasen las predicaciones. Es decir, la cruzada debía estar al servicio de la predicación, de la misma forma que otras cosas, como la literatura, la ciencia, etc., también estaban al servicio de sus proyectos misioneros y de reforma.

Así, pues, a la hora de tratar la cuestión que pretendemos explicar, una vez más tenemos que dejar de lado cualquier tipo de visión de un Ramon Llull contradictorio, que aquí dice una cosa y allí otra diferente. Ya en su momento Ramon Sugranyes mostró que en el pensamiento de Llull no había ninguna contradicción entre convertir a los infieles a través de la predicación o por medio de la cruzada.[4] Además, los planteamientos que formula siempre parten del contexto de su época, que se mueve en un sentido u otro según las circunstancias puntuales. Por este motivo, a la hora de analizar su propuesta, tendremos que referirnos a un Llull realista y bien informado, el cual, además, es capaz de añadir una cierta dosis de pragmatismo cuando aborda la materia.

Obviamente, el punto de partida de todo ello lo constituyen sus obras iniciales, enormemente optimistas y pacifistas, como el Libro del gentil y de los tres sabios, en el que hallamos una apuesta exclusiva del beato a favor del debate y la persuasión; es decir, se puede convencer a los gentiles a través de la argumentación. No hay nada aquí que invite a la cruzada y sí al intercambio de ideas. Pero más tarde Llull introducirá el uso de la fuerza como un elemento más a tener en cuenta para llevar a buen puerto la conversión. El Llull pacifista de antes se convierte finalmente en un cruzado —y eso hay que tenerlo bien en cuenta para no ofrecer una imagen distorsionada de un Llull eminentemente pacífico y que rechazaba la violencia—, aunque sea desde una perspectiva muy diferente de la que había presidido la idea inicial de la cruzada. Sin embargo, para explicar todo eso, habrá que ir por partes.

El primer aspecto a considerar es que si Llull no apuesta por la cruzada en sentido tradicional es porque el siglo xiii significa la constatación del fracaso de la idea primigenia de cruzada, basada en la ocupación del territorio de los musulmanes y en su aniquilación, incluyendo la física. Es la denominada «solución de los francos», una noción difundida por la orden de Cluny que se puso en práctica a raíz de la primera cruzada (1096). Se trataba de desposeer a los musulmanes de su territorio y, si era preciso, también de sus vidas. De hecho, antes de llegar a Palestina, los cruzados que se desplazaban a pie por Europa ya actuaron de ese modo  —sobre todo en lo referente a las vidas— con las comunidades judías que encontraban en las ciudades. Es bien conocida la ola de antisemitismo que generó la primera cruzada y los miles de judíos que fueron asesinados por las tropas feudales que se dirigían a Tierra Santa.[5] Una vez acomodados en Jerusalén (1099), como también es bien sabido, los cristianos pasaron por las armas a toda la población musulmana. Otros hechos semejantes se repetirían a raíz de otras conquistas posteriores a la de Palestina, incluso contraviniendo los pactos anteriores a que habían llegado cruzados y sarracenos. La cruzada, pues, tiene inicialmente un doble objetivo: la ocupación del territorio y el exterminio de la población infiel.

Conviene decir que en la Iberia medieval algunas veces también tuvieron lugar acciones de este tipo, con ensayos de «cruzada». Este temprano espíritu peninsular de lucha santa contra el infiel se manifestó en tres empresas realizadas por el reino de Aragón, precedidas de una bula papal de cruzada.

La primera fue a raíz de la conquista —efímera— de Barbastro, en 1064. La campaña se llevó a cabo bajo el amparo de la bula promulgada por Alejandro II. Eso hizo que el ejército de Sancho Ramírez de Aragón contara con la ayuda de las tropas del duque Guillermo VIII de Aquitania y de guerreros procedentes de la Champaña a las órdenes de Eble de Roucy.

La segunda fue una «cruzada» casi particular del mencionado Eble de Roucy en tierras del Ebro, en 1073, promulgada por Gregorio VII, que no obtuvo ningún éxito importante.

La tercera contó con el apoyo de una bula de Urbano II, algunos años antes de que este mismo papa convocara la primera cruzada contra Palestina (1095). Entonces, un contingente de caballeros franceses participaron en la conquista de Huesca (1089).

Y entremedias, debemos tener en cuenta la conquista castellana de Toledo (1085), llevada a cabo por Alfonso VI, en la que nuevamente se contó con la colaboración de cruzados franceses.

Cuando estas empresas bélicas tenían éxito, el destino de la población vencida oscilaba entre la desaparición o la sumisión, previamente pactada, a la nueva realidad política. Sin embargo, tarde o temprano la comunidad islámica acababa por desaparecer, subyugada por el poder feudal.

En el ámbito catalán, las conquistas de Mallorca (1229), Ibiza (1235) y Menorca (1287) sí significaron una inmediata y drástica desaparición de la población indígena. Aquí no hubo pactos como en Valencia (1232-1245) que permitiesen seguir viviendo a los vencidos, aunque fuera en condiciones precarias. Y hubo casos intermedios como el de Tortosa (1149), donde, a raíz de un pacto, en principio los autóctonos podían quedarse en el lugar, pero sometidos a una fortísima presión fiscal, con traslados forzosos e impedidos de poder practicar su religión, por lo cual pronto se convirtieron en un grupo marginal y marginado, que iría extinguiéndose paulatinamente hasta que, en Tortosa, un buen día ya no hubo musulmanes.

No obstante, y volviendo a la cruzada contra Tierra Santa, cabe decir que, después del éxito de la primera empresa, asistimos a su estancamiento. Las cruzadas siguientes se impulsarían para contrarrestar determinadas reconquistas musulmanas. La segunda cruzada pretendía recuperar el condado de Edesa, reconquistado por los sarracenos. La tercera se convocó después de que Saladino ocupara Jerusalén. Dejando a un lado el fracaso que supusieron estas expediciones, lo cierto es que una vez llegados al siglo xiii puede constatarse la inflexión del modelo anterior; ahora el objetivo ya no consiste en ganar nuevos territorios, sino en conservar lo que se tiene. Pero este propósito tampoco se consigue —excepto en alguna acción puntual, como la efímera recuperación de Jerusalén por parte del emperador Federico Hohenstaufen—, de manera que el ya mencionado siglo xiii supone la crisis casi definitiva del concepto clásico de cruzada.

De hecho, las dos últimas cruzadas de la historia se desarrollaron en vida de Llull, el cual pudo constatar su fracaso. Ambas estuvieron monopolizadas por el rey de Francia, Luis IX, el futuro san Luis. Y si las analizamos, podemos ver las motivaciones cada vez menos prosaicas que las inspiraron. La penúltima tenía en su punto de mira el Egipto de los mamelucos. Desde la tercera cruzada, cuando los europeos constataron que un ataque frontal contra Jerusalén tenía todas las de perder mientras el sultanato egipcio se encargara de cubrirle las espaldas a la ciudad santa, el objetivo preferente eran los mamelucos. La cuarta cruzada, por ejemplo, se montó para atacar a Egipto, pero los intereses políticos y comerciales la desviaron contra Constantinopla (1204). En 1248, san Luis atacó el país del Nilo y, aunque la empresa empezó bien —bien, se entiende, para sus intereses— con la ocupación del estratégico puerto de Damieta, meses después fue vencido en Mansurah. La derrota tuvo un coste altísimo para los franceses: una gran parte de la caballería perdió la vida y muchos otros caballeros fueron hechos prisioneros, incluyendo el propio rey, por el que se tuvo que pagar un rescate exorbitante.

La última cruzada, encabezada también por Luis IX (1270), es ya una empresa de alta significación política al servicio de los intereses geoestratégicos franceses. El objetivo ahora está lejos de Jerusalén o Egipto, ya que la campaña va dirigida contra el reino de Túnez. Después de la ocupación de Occitania a principios del siglo xiii —una ocupación que proporcionó al reino de Francia la salida al Mediterráneo— y de Sicilia a mediados de siglo —que permitía a los franceses afianzar su posición en el Mediterráneo occidental—, ahora se trataba de interferir en el comercio catalán con el norte de África y desbaratar la política de Jaime I, consistente en crear una serie de protectorados en tierras magrebíes que permitiesen a la corona catalano-aragonesa mantener una hegemonía política y mercantil. Todo ello, además, en el contexto de la creciente rivalidad catalano-angevina. El fracaso abrumador del rey francés, que perdió la vida en las playas tunecinas, y doce años más tarde la pérdida de Sicilia, que pasó a la órbita catalana, acabaron con la aspiración de los Anjou de controlar el Mediterráneo occidental, por el momento y, a la larga, quizá toda la región mediterránea.

En definitiva, el joven Ramon Llull —el de antes de la conversión y los nueve años dedicados al estudio antes de emprender su tarea— vivió y pudo conocer de cerca el fracaso de la idea de cruzada en sentido clásico e incluso la «adulteración» del concepto. De una cruzada pensada contra los infieles se pasa a la cruzada contra los herejes —a raíz de la cruzada contra el catarismo— y, finalmente, a la cruzada al servicio del rey de Francia, en un primer momento aún contra las tierras «infieles» tunecinas, pero al final contra Pedro el Grande, a causa de la ocupación de Sicilia. Y por añadidura, años más tarde Llull conocerá la liquidación final del último reducto cristiano en Tierra Santa: San Juan de Acre (1291). Evidentemente, todo ello tuvo que influir en su manera de analizar las cosas.

Lo que ya empezaba a estar claro a lo largo del siglo xiii es que el islam no podía ser aniquilado por la fuerza de las armas. A medida que la cruzada iba fracasando, en Europa se elaborarían varios informes sobre las causas de dicho fracaso y sobre qué era más conveniente hacer en vistas al futuro, especialmente durante la década de 1240. Entre los dictámenes hay que destacar el de Guillermo de Trípoli, que no creía en las armas y sí en la actividad misionera, al tiempo que acusaba a los occidentales de no aprender lenguas. Las cruzadas, como es bien sabido, tuvieron importantes efectos para la cristiandad de Occidente, ya que contribuyeron a la expansión europea, a fomentar la navegación y a conocer mejor otros lugares. Además, estimularon los viajes más allá de las tierras conocidas y las expediciones se encaminaron cada vez más a lugares recónditos. Pero lo que no se hizo en ninguna circunstancia fue llevar a cabo empresas evangelizadoras. Y eso que la ocasión era muy propicia, con el contacto directo con el infiel y la existencia de audiencias cautivas. Pero la «solución de los francos» iba por otro lado. Por aquel entonces la Iglesia no elaboró ningún proyecto de misiones, simplemente porque no figuraba entre sus planes. Sin duda, con el paso del tiempo, en Europa muchos debieron de pensar que se había perdido una buena oportunidad.

Así, pues, la constatación del fracaso de la cruzada, y la imposibilidad de aniquilar al islam, comportó el surgimiento de empresas apologéticas. Ya que no era posible liquidar aquellas sociedades, se planteó su conversión. Es lo que Robert I. Burns ha definido como el «sueño de la conversión», que se extendería durante el siglo xiii; esto es, la creencia de que se podía conseguir que los infieles cambiaran de fe.

A este sueño se apunta Llull.[6] Antes, como es bien conocido, los dominicos catalanes habían empezado una tarea apologética organizada a la que, sin embargo, Llull no se adhirió porque consideraba que el método fallaba, ya que no contemplaba las «razones probativas» o «demostrativas» de la fe cristiana que siempre exigían los musulmanes. Estas razones, que pretendía aportar el Arte, en principio —debía de pensar Llull— tenían que ser suficientes para lograr el propósito evangelizador, pero lo cierto es que durante la década de 1290 nos encontramos con un Ramon Llull cada vez más desencantado —como podemos observar en poemas como el Cant de Ramon (Canto de Ramon) o Lo desconhort (El desconsuelo)—, al constatar que sus proyectos no van tan bien como él había pensado ni en la cristiandad, ni a la hora de aplicarlos al islam. Por eso, en relación con el mundo musulmán, cada vez insiste más en la necesidad de la cruzada.

Esta cruzada luliana tiene como objetivo asegurarse unas audiencias cautivas. Llull no propone en ningún momento la eliminación física de los infieles, sino su conversión. Ahora bien, conforme fueron pasando los años, el beato vio que había que completar la acción apologética con el uso de la fuerza porque, si no, la resistencia emocional de los sarracenos en cuanto a dejarse convertir superaba ampliamente los efectos misionales. Precisamente, Dominique Urvoy ha analizado las resistencias psicológicas con las que chocó la tarea misionera de Llull entre aquellos a los que pretendía convertir. Por una parte, había resistencias profundas debido a la dificultad que tenían los individuos «informados» por el universo mental de una religión para adaptarse a un universo mental considerablemente diferente. Por otra, estaban las resistencias específicas que comportaba su peculiar método de argumentación y los presupuestos en los que se basaba.[7]

Estas resistencias hacían inviable cualquier proyecto evangelizador. Por eso, si bien Llull nunca plantea la cruzada como un fin en sí mismo, ni como el aspecto central de sus proposiciones, ésta es necesaria para lograr el objetivo de la conversión. Es decir, si por una parte la empresa militar siempre está subordinada a los objetivos espirituales, por otra acaba formando parte de la estrategia luliana para lograr el propósito perseguido.

Así, pues, se hacía uso de la fuerza para obligar los musulmanes a asistir a las predicaciones, ya que, si no era así, sencillamente no acudían. Es de suponer que los musulmanes —al igual que los judíos— no se mostraban anhelantes por recibir la visita de los misioneros; es decir, no los esperaban con los brazos abiertos. Ni siquiera debían de tener un interés especial por debatir sobre cuestiones de fe con los apologistas cristianos. Cuando Llull viaja por primera vez a Túnez (1293), se ve obligado a engañar a los sabios para incitarlos al debate, diciéndoles que, si le convencen de la autenticidad de la fe islámica, se convertirá.

Lo mismo ocurre con las comunidades de judíos y sarracenos en territorio cristiano. Si bien al principio los apologistas cristianos necesitan un permiso real para poder llevar a cabo su predicación, con el fin de no molestar a aquellas gentes a todas horas con predicaciones indiscriminadas, dicha licencia, al final, tiene trampa. Jaume Riera[8] nos ha advertido que en los reinos cristianos y, en concreto, en la corona catalano-aragonesa, se obligaba a los judíos y musulmanes a escuchar las predicaciones cristianas, ya que de otro modo no hubiesen asistido. Y aún más: una vez presentes, los infieles también tenían la obligación de debatir con el misionero; es decir, de contestar las preguntas de los predicadores, para evitar que asistiesen a las predicaciones como quien oye llover.

De hecho, Llull obtuvo una de esas licencias en 1299 para predicar en las sinagogas y mezquitas de los judíos y sarracenos de la Corona de Aragón.[9] La concesión contenía la obligación forzada por parte de éstos de estar presentes en la exposición de los dogmas cristianos, pero en este caso se les dispensaba de debatir con el misionero si no lo deseaban. Hay que comentar que ese mismo año de 1299 Llull, en su Dictat de Ramon (Dictado de Ramon), se había dirigido al rey catalano-aragonés, solicitándole:

que·m donets poder per vostres regnes e comtats, castells, viles e ciutats, que·ls serraÿns faça ajustar, e los judeus, al disputar sobre·st novell nostre dictat, […] e adonchs mostrarem tot clar que nostra fe és veritat e que·ls infels són errat.[10](que me concedáis poder por vuestros reinos y condados, castillos, villas y ciudades, que a los sarracenos haga ajustar, y a los judíos, al disputar sobre este nuevo dictado nuestro […] y entonces mostraremos claramente que nuestra fe es verdad, y que los infieles están equivocados.)

Por tanto, la cruzada no era un fin en sí mismo, sino un complemento de la predicación. Por eso Llull se interesó especialmente por este tema a partir de la caída de Acre, cuando ya no había musulmanes disponibles, es decir, posibles audiencias cautivas. Entonces fue cuando redactó el Tractatus de modo convertendi infideles y la Quomodo Terra Sancta recuperari potest, en los que formulaba planes estratégicos para llevar a cabo el ataque militar contra el islam del que hablábamos al inicio de este artículo. Estos dos breves textos constituyen una primera exposición sobre la cruzada; posteriormente se verían completados con dos obras en las que exponía la viabilidad de esta última: el Liber de fine (1305) y el Liber de acquisitione Terrae Sanctae (1309). El contexto en el que estas obras fueron escritas puede enmarcarse dentro de los proyectos reales de cruzada urdidos en las cortes catalano-aragonesa y francesa, un contexto bien expuesto por Jocelyn N. Hillgarth, quien analiza las variantes que introduce el beato sobre la manera de recuperar los lugares ocupados por los musulmanes, así como las causas de sus cambios de estrategia, a tenor del contexto político de cada momento.[11]

En este sentido, cabe destacar que el espíritu cruzado aún permanecía latente a pesar de los fracasos de las empresas, y resurgía periódicamente. Sin ir más lejos, en nuestra tierra, Jaime I, a quien el combate contra el moro no era algo que precisamente le incomodara, preparó una cruzada para conquistar el Santo Sepulcro en 1269.[12] La empresa, en principio, tenía que contar con el apoyo del kan tártaro Abaqa. Se trataba de poner en práctica la tantas veces proyectada alianza entre cristianos y mongoles, en vistas a aniquilar el islam de una vez por todas. O por lo menos, en este caso, realizar el primer hito de aquel proyecto tan ambicioso. Estas iniciativas, que nunca llegarían a concretarse, estuvieron a la orden del día entre las últimas décadas del siglo xiii y los primeros años del xiv, y Llull se adhirió a la idea y también hizo su pertinente propaganda. Su máximo exponente fue la embajada que envió el monarca persa Argún Kan a Europa para proponer una alianza contra los mamelucos. El embajador era un monje y obispo nestoriano, Rabban Sauma, que permaneció un año en tierras europeas, entre 1287 y 1288, durante el cual se entrevistó con el papa (Nicolás IV) y con los reyes de Francia (Felipe el Hermoso) y de Inglaterra (Eduardo I). También se hablaba sobre esta cuestión en Oriente Próximo, donde se hallaban los mongoles, con propuestas del mismo tenor surgidas incluso en Armenia.[13]

Aunque el grupo reunido por Jaime I llegó a hacerse a la mar el mes de septiembre, según el relato del Libro de los hechos, se topó con una gran tempestad que dispersó las naves. Algunas llegaron a su objetivo, pero la mayoría de ellas, entre las que se contaba la galera real, se refugiaron donde pudieron y después volvieron a casa. La cruzada, pues, concluyó antes de comenzar. Aun así, el Conquistador reemprendió el proyecto, con una nueva tentativa en 1274, expuesta ante el concilio general de la Iglesia celebrado en Lión. Pero finalmente el rey se vio obligado a desistir, ya que, al parecer, de todos los asistentes el único que se interesó verdaderamente por su propuesta fue el papa.

Más tarde, ya a comienzos del nuevo siglo, su nieto Jaime II se planteó en determinadas ocasiones un ataque a gran escala contra el reino granadino. También en Francia Felipe el Hermoso barajaba de vez en cuando la posibilidad de organizar una nueva cruzada al estilo de sus predecesores, aunque nunca llegó a decidirse.[14] Incluso a escala peninsular, el mismo año de la caída de Acre (1291) Jaime II de Cataluña y Aragón, y Sancho IV de Castilla firmaron el tratado de Monteagudo, en el que se repartían el norte de África para próximas empresas, dando por hecha la futura liquidación del reino nazarí. Era la continuación «natural» de anteriores tratados —Tudillén (1151), Cazorla (1179), Almizra (1244)—, en los que ambas coronas habían fijado los límites de su respectiva expansión peninsular para evitar enfrentamientos. En esta ocasión la línea divisoria sería el río Moulouya, en Marruecos oriental. Jaime II se reservaba los territorios situados al este del río (Argelia, Túnez, etc.), mientras que el rey castellano lo hacía con la zona de Marruecos. No podemos menos que destacar que este hecho suponía una importante evolución estratégica respecto a la política expansionista anterior, ya que ahora los reinos cristianos ampliaban su futuro ámbito de expansión más allá del territorio peninsular.

Todo eso tenía lugar durante los últimos años del siglo xiii y los primeros del xiv, y forzosamente tenía que repercutir en los planteamientos tácticos y posibilistas sobre la cuestión de una persona tan bien informada de la realidad como el beato. La viabilidad de atacar el islam existía, por lo menos sobre el papel, y los proyectos de cruzada flotaban en el ambiente.[15] Quizá más de palabra que de obra, pero no cabe duda de que a los coetáneos de Llull no debía de parecerles una iniciativa sólo de carácter teórico, sino todo lo contrario, ya que por aquel entonces parecía existir un auténtico clamor popular a favor de la cruzada.[16] En consecuencia, cuando Llull se afanaba para que esta última fuera una realidad, además de las razones habituales, tenía motivos de oportunidad histórica para intentar poner en marcha sus planes.

En definitiva, a través de Ramon Llull podemos captar un cambio ideológico, en buena parte forzado por las circunstancias, en lo que respecta al concepto de cruzada. El objetivo inicial, como hemos dicho, era recuperar el territorio y no la sociedad infiel, la cual tenía que ser liquidada físicamente, si era posible, o bien desestructurada, con el fin de hacer posible su enderezamiento, a partir de otros parámetros religiosos, políticos y sociales. La cruzada, pues, no tenía sentido misionero, ni preveía fórmulas de conversión. Su idea se basaba en la bestialización del enemigo («Saraceni, qui sunt quasi bestias», afirma el Carmen que celebra la expedición contra Almería de 1087).[17] En cambio, Llull otorga a los musulmanes capacidad intelectual; es decir, pueden ser persuadidos a través de la palabra. Pero si se niegan a escuchar a los misioneros, hay que forzarlos a asistir a las predicaciones. Por lo tanto, la cruzada —previa y complementaria a la acción apologética— es necesaria.

Notas

[1] Por ejemplo, Fermín de Urmeneta, «El pacifismo luliano», Estudios Lulianos, vol. II, núm. 2, 1958, pp. 197-208.

[2] Sobre esta cuestión, véase Gabriel Ensenyat, «La qüestió de la cavalleria (i algunes altres) en la idea de croada de Ramon Llull», Treballs sobre Ramon Llull, Palma de Mallorca, 2007, pp. 91-119.

[3] En relación con este aspecto, véase Pamela Drost Beattie, «»Pro exaltatione sanctae fidei catholicae»: Mission and Crusade in the Writings of Ramon Llull», en Larry J. Simon (ed.), Iberia and the Mediterranean Word of the Middle Ages. Studies in Honor of Robert I. Burns, S.J., Leiden, E.J. Brill, 1995, pp. 113-129.

[4] Ramon Sugranyes, «Les propostes de Ramon Llull. De modo convertendi infideles», Studia Lullistica. Misc. In Honorem Sebastiani Garcias Palou, Palma de Mallorca, Maioricensis Schola Lullistica, 1989, pp. 93-100.

[5] Una obra reciente sobre este aspecto es la de Manel Forcano, A fil d’espasa. Les croades vistes pels jueus, Barcelona, La Magrana, 2007.

[6] Una presentación de la Ars luliana como una ciencia general apta para el diálogo entre las tres religiones monoteístas que coinciden en la Corona de Aragón en la segunda mitad del siglo xiii puede verse en Charles Lohr, «Ramon Llull and Thirteenth-Century Religious Dialogue», en Horacio Santiago-Otero (ed.), Diálogo filosófico-religioso entre cristianismo, judaísmo e islamismo durante la Edad Media en la Península Ibérica, Turnhout, Éditions Brepols, 1994, pp. 117-129.

[7] Dominique Urvoy, «Les musulmans pouvaient-ils comprendre l’argumentation lullienne?», Estudi General. El debat intercultural als segles XIII i XIV. Actes de les I Jornades de Filosofia Catalana, Girona,Col·legi Universitari, núm. 9, 1989, pp. 159-170.

[8] Jaume Riera i Sans, «Les llicències reials per predicar als jueus i als sarraïns (segles XIII-XIV)», Calls, núm. 2, 1987, pp. 113-143.

[9] G. Llabrés, «Permiso concedido a Ramon Llull para predicar en sinagogas y mezquitas», Bolletí de la Societat Arqueològica Lul·liana, III, 1890, p. 104.

[10] Obres de Ramon Llull, vol. 19, Rims, Mallorca, 1936, p. 273.

[11] Jocelyn N. Hillgarth, Ramon Llull i el naixement del lul·lisme, Barcelona, Curial, 1998, pp. 73-163.

[12] Ernest Marcos, La croada catalana. L’exèrcit de Jaume I a Terra Santa, Barcelona, L’Esfera dels llibres, 2007.

[13] Véase Aitó de Gorigos, La flor de les històries d’Orient, enAlbert Hauf (ed.) (Barcelona, Centre d’Estudis Medievals de Catalunya, 1989), que contiene una excelente introducción a la materia (pp. 5-71) y un apartado concreto dedicado a contrastar los puntos de vista de Aitó de Gorigos y Ramon Llull sobre la conveniencia de la alianza cristiano-mongola (pp. 44-51).

[14] Sobre estos proyectos catalanes y franceses de principios del siglo xiv, que tanto hicieron soñar a Llull, remitimos de nuevo al trabajo ya citado de Jocelyn N. Hillgarth.

[15] Sobre los intentos de cruzada posteriores a Acre, véase Norman Housley, The Later Crusades, 1274-1580: From Lyons to Alcazar, Oxford, Oxford University Press, 1992

[16] En  lo que se refiere a la predicación de la cruzada a finales del siglo xiii, véase Sylvia Schein, Fideles Crucis: The Papacy, the West, and the Recovery of the Holy Land (1274-1314), Oxford, Oxford University Press, 1991; Anthony Leopold, How to Recover the Holy Land: The Crusade Proposals of the Late Thirteenth and Early Fourteenth Centuries, Aldershot, Ashgate, 2000. En cuanto al ámbito ibérico más cercano, véase José Goñi Gaztambide, Historia de la bula de la cruzada en España, Vitoria, Editorial del Seminario, 1958; José Manuel Rodríguez García, «Historiografía de las cruzadas», Espacio, tiempo y forma, serie III, Historia Medieval, núm.13, 2000, pp. 341-395.

[17] Miquel Barceló, «»… Per sarraïns a preïcar…» o l’art de predicar a audiències captives», Estudi General. El debat intercultural als segles XIII i XIV. Actes de les I Jornades de Filosofia Catalana, Girona,Col·legi Universitari, núm. 9, 1989, pp. 117-132.