La fábula y la alegoría en el pensamiento político y moral

Sebastià Alzamora

Escritor, crítico literario y gestor cultural

Figura retórica y género literario respectivamente, la alegoría y la fábula fueron dos de los instrumentos predilectos de muchos grandes escritores de todas las épocas, por lo menos desde la antigüedad clásica hasta la Ilustración: y, como herramientas de escritura literaria, lo fueron también —lógicamente— del pensamiento especulativo y filosófico, expresado en términos analógicos. Ya en la modernidad, su uso se ha visto gradualmente arrinconado o abandonado, y el pensamiento analógico —propio de la literatura en general, y de la poesía en particular— ha preferido expresarse mediante otros géneros y figuras, tales como la metáfora, la imagen, la sinestesia o la sinécdoque; o bien mediante construcciones complejas y más o menos sistemáticas, como el relato o la novela de ideas.

Preferencias y evoluciones estilísticas al margen, y a pesar de que el prejuicio muestre la alegoría y la fábula como reliquias del pasado a ojos de muchos, lo cierto es que aún conservan toda su potencia instrumental, y se ofrecen al escritor de hoy, de comienzos del siglo xxi, como instrumentos plenamente válidos para la creación, que no tienen por qué oponerse, sino sumarse con naturalidad, a los anteriormente mencionados. Al fin y al cabo, la alegoría suele definirse en los actuales manuales de retórica literaria como «una metáfora continuada» (nosotros quizás preferiríamos decir «sostenida», aprovechando la terminología musical), es decir, que la expresión alegórica resulta especialmente apta para la correspondencia —baudelairiana, obviamente— entre ideas e imágenes, entre sentido real y sentido figurado, lo cual le confiere una «modernidad» incuestionable. Algo parecido sucede con la fábula, y su primo hermano el apólogo, en la medida en que el tipo de representación que en ellos se lleva a cabo —normalmente a través de la convención de los animales parlantes— resulta idónea para la plasmación de ideas de orden moral, las cuales, al fin y al cabo, constituyen la materia fundamental de la gran mayoría de expresiones literarias de nuestro tiempo y de otros, sea cual fuere su género o temática.

Así, pues, en la medida en que muchas de las obras mayores de la literatura de Ramon Llull están compuestas a partir de la alegoría y la fábula (pensamos en el Libro de amigo y amado o en el Libro de las bestias, sin ir más lejos), no resulta exagerado afirmar que nos encontramos ante un escritor mucho más vivo para el gusto actual de lo que algunos tópicos pretenden hacer creer. Un verdadero clásico de la literatura medieval occidental que —como Chaucer, como Villon y como tantos otros— es capaz de procurar aún hoy placer a sus lectores y modelos bien provechosos a otros escritores.

Retomemos la referencia a Charles Baudelaire y sus «Correspondencias», formuladas en uno de los primeros poemas de ese libro inaugural de la modernidad que es Las flores del mal. «Correspondencias» es un soneto en el que el poeta condensa todo un ideario estético (y, por lo tanto, también moral), que ha resultado ser absolutamente central desde el simbolismo tardorromántico hasta hoy mismo. Recordémoslo un momento, en la traducción de Ignacio Caparrós:

La creación es un templo donde vivos pilares

hacen brotar a veces vagas voces oscuras;

por allí pasa el hombre a través de espesuras

de símbolos que observan con ojos familiares.

Como ecos prolongados que a lo lejos se ahogan

en una tenebrosa y profunda unidad,

inmensa cual la noche y cual la claridad,

perfumes y colores y sonidos dialogan.

Laten frescas fragancias como carnes de infantes,

verdes como praderas, dulces como el oboe,

y hay otras corrompidas, gloriosas y triunfantes,

de expansión infinita sus olores henchidos,

como el almizcle, el ámbar, el incienso, el aloe,

que los éxtasis cantan del alma y los sentidos.

El comentario del poema y de su sombra alargadísima en lo que ha sido el desarrollo de las vanguardias y de todo el discurso literario moderno sería una materia ardua que no corresponde tratar aquí. Fijémonos sólo en dos cosas: por una parte, el fundamento inequívocamente platónico del poema, que no deja de ser una lectura del fundacional mito de la caverna aplicado a la contemplación de la naturaleza y a la creación artística. Por la otra, el hecho de que este sistema de correspondencias que describe Baudelaire no es otra cosa, al fin y al cabo, que una descripción maravillosamente exacta de la forma en la que actúa el pensamiento alegórico: se trata de reunir mundos, o realidades, aparentemente inconexos, para obtener una visión más amplia y más compleja de dichas realidades. Se trata en definitiva de religar, de religare, que es la etimología de religión. Es decir, el pensamiento alegórico es una herramienta de comprensión de la realidad que forma parte tanto del fundamento de la poesía como del de la religión, las cuales, al fin y al cabo, no son sino formas de conocimiento. Seguramente, uno de los primeros en comprender todo esto en el mundo occidental fue Ramon Llull, capaz, como demuestra el mismo Libro de amigo y amado, de componer muy alta poesía a partir de fundamentos religiosos como los del cristianismo o los de la mística sufí. Ramon Llull, en una palabra, fue uno de los primeros grandes constructores de correspondencias, y eso lo vincula, hacia atrás, con Platón, y, hacia delante, con Baudelaire, de tal forma que hoy día las fábulas y alegorías lulianas no sólo siguen siendo provechosas, sino que también nos recuerdan la naturaleza de la poesía, no únicamente como género literario, sino asimismo como potencia intelectiva capaz de atravesar el tiempo y quién sabe si de explicarlo y trascenderlo.