El islam y la herencia griega
El 20 de agosto del año 636, con la batalla de Yarmuk, en las fuentes del Jordán, las huestes árabes derrotaron a los ejércitos bizantinos del emperador Heráclito. Palestina y Siria quedaron bajo el dominio musulmán, y en 637 penetraron en Mesopotamia y aniquilaron asimismo a los persas. Edesa cayó definitivamente en manos árabes en el año 639. Con la conquista musulmana, los centros neurálgicos de la cultura siria irían perdiendo importancia política e iniciarían a partir de entonces un rápido proceso de decadencia cultural y política, languideciendo también su misión en el plano religioso.
Después de la conquista, la nueva administración estimuló y facilitó considerablemente la tarea de los traductores a fin de verter al árabe los textos escritos en siríaco, dado que a principios del siglo ix la influencia cultural de los autores clásicos ya se dejaba sentir en el Oriente musulmán. En el año 832, el califa Al-Mamun fundó en Bagdad la «Casa de la Sabiduría» (Bait al-hikma), que funcionó como una verdadera oficina de traducciones, y que fue dirigida en su momento por Honain ibn Ishaq (809-873), el más célebre traductor de obras siríacas al árabe. En términos generales, la tarea de los traductores se centró especialmente en el conjunto del corpus formado por las obras de Aristóteles, incluidos ciertos comentarios de Alejandro de Afrodisia y de Temistio, así como una larga lista de obras pseudoepigráficas atribuidas al Estagirita; también de Platón y autores neoplatónicos como Plotino, Dionisio el Areopagita, Proclo, y toda una serie de pseudo-Platón, pseudo-Plutarco, pseudo-Ptolomeo y pseudo-Pitágoras, todos ellos fuentes de una vasta literatura relativa a la alquimia, la astrología y las propiedades naturales. Hay que decir que, a pesar de que la mayoría de las traducciones se hacían del siríaco al árabe, también se hicieron algunas directamente del griego, aunque con mucha menos frecuencia. De esta dedicación a la traducción de obras de carácter filosófico y teológico nacerá durante el siglo ix la terminología en árabe de estas disciplinas.
El contacto del islam con grupos no musulmanes y sus particulares concepciones teológico-filosóficas, como los cristianos y judíos en Siria, y los mazdeos en Persia, habría de provocar una reacción y una actitud especial hacia ellos que determinaría la aparición del kalam, la teología escolástica del islam. Creado en el siglo viii en Basora y desarrollado después en Bagdad, el kalam agrupa toda una serie de escuelas teológicas que se caracterizan por aplicar una dialéctica racional pura a los conceptos teológicos del islam. Son, por lo tanto, las fundadoras de los primeros métodos de razonamiento científico y las verdaderas iniciadoras de los estudios teológico-filosóficos islámicos.[1] Entre las diferentes corrientes de pensamiento dentro del kalam, destacan los mutazilíes, que atentos a ciertas ideas judías y cristianas que podían afectar a la teología dogmática y moral, así como al concepto mismo del islam y a la figura de su fundador, creyeron necesario alzarse contra ciertos aspectos del dogma cristiano de la Trinidad y también contra las concepciones dualistas de las sectas mazdeístas de Irán. Así, pues, decidieron establecer firmemente una concepción clara de la unidad de Dios negando cualquier atributo positivo a la esencia propia de la divinidad, y centraron su doctrina en dos principios fundamentales: por lo que respecta a Dios, el principio de trascendencia y de unidad absoluta; por lo que respecta al hombre, el principio de libertad individual que implica la responsabilidad inmediata de nuestros actos.
La asimilación por parte del islam de toda esta herencia griega a través de un cristianismo sirio neoplatonizado no sólo provocaría la aparición de estas escuelas de pensamiento religioso especulativo que operaban con los elementos fundamentales de la religión musulmana, sino que asimismo dejaba abierta una vía para la reflexión filosófica que la escolástica musulmana, con su tarea crítica e impresionada por la fuerza del Corpus Aristotelicum, iría progresivamente depurando —desneoplatonizando— en la búsqueda de lo que consideraba que era la verdadera filosofía: el aristotelismo puro, representado primero por Avicena, y después, definitivamente, por la gran figura de Averroes.
Los árabes, maestros de los judíos
En el marco de la expansión de las conquistas musulmanas por el norte de África, cayó también bajo dominio árabe la península Ibérica. En 711, deshecha la ruinosa autoridad visigoda, la península Ibérica pasaba a formar parte del imperio islámico que se extendía en Oriente desde Persia y Mesopotamia hasta el Cantábrico y los Pirineos en Occidente. Nacía así Al-Andalus, y a partir de ese momento los contactos con Oriente, pese a su lejanía, habrían ser más frecuentes y más fáciles. A partir del comercio, de las peregrinaciones a los lugares santos y de los viajes de estudio a Damasco, Alejandría o Bagdad, la cultura oriental penetraría en la península Ibérica, donde pronto encontraría un suelo fértil para arraigar con pujanza, ya que a partir del siglo x Al-Andalus pasó de una fase receptiva a otra creadora y exportadora de cultura.[2] La herencia griega traducida del siríaco y del griego llegaría a la Península, y se produciría un despertar científico y filosófico extraordinario.
Durante toda la Edad Media, la filosofía griega será mejor conocida y mucho más difundida a través del árabe que del latín. Antes del año 1000, el número de traducciones griegas que llegaron a ser conocidas a partir de las versiones en árabe superaba de forma impresionante a la cantidad de libros griegos conocidos en aquella época en latín.
La fuerza que irradiaba la cultura andalusí provocó en la Península la eclosión igualmente impresionante de las letras judaicas. Los judíos de Al-Andalus habrían de convertirse en un elemento clave en el proceso de transmisión de toda esta sabiduría de raíz griega hacia la Europa medieval, ya que más tarde cumplirían el papel de nexo entre el mundo islámico y el cristiano en instituciones como la famosa Escuela de Traductores de Toledo,[3] vertiendo al latín y al hebreo muchas de las obras antes traducidas al árabe desde el griego o el siríaco. Empapados de cultura árabe, los judíos deciden también dedicarse a campos como la lingüística, la retórica y la poesía, pasando después a cultivar disciplinas como las ciencias y la filosofía, revitalizando así su lengua hebrea como lengua de expresión literaria y científica. Así, en Al-Andalus, más que en ningún otro lugar de Oriente o de Occidente, los árabes fueron los maestros de los judíos.
Sin embargo, un buen ejemplo de este magisterio lo encontramos primero en el propio Oriente, donde los judíos también se habían sentido muy pronto interpelados por las inquietudes intelectuales que demostraban sus nuevos señores. El verdadero inicio del desarrollo filosófico de los judíos tuvo lugar en el siglo ix durante el califato de los abasíes, cuando el judaísmo rabínico se enfrentó al cisma que representó la aparición de la corriente caraíta, que criticaba sobre todo las visiones antropomórficas de Dios en las fuentes midrásicas y en el Talmud. A esta amenaza interna se añadían la presión de la nueva y triunfante religión musulmana que menospreciaba al judaísmo, así como los ataques al monoteísmo por parte de las sectas maniqueas y zoroástricas. Para defender el judaísmo de estos ataques, tanto internos como externos, y para dar una respuesta clara y comedida a esos retos, algunos pensadores judíos se vieron pronto influidos por las ideas del kalam, cuya filosofía sirvió de refugio y de base para nuevas interpretaciones a personajes como David Al-Mukammis o Saadia Gaón,[4] entre otros. A partir de aquí, en Al-Andalus muchos autores siguieron, filosóficamente hablando, la corriente neoplatónica de sus contemporáneos árabes, hasta que finalmente todos tendieron hacia la dirección peripatética tras los comentarios a las obras de Aristóteles realizados por el más insigne de los filósofos andalusíes y árabes en general: Ibn Rusd (Averroes).
Por lo que respecta a los judíos de Al-Andalus, la síntesis armoniosa entre la filosofía y la religión o revelación habría de encontrar su punto culminante en el siglo xii en la figura de Maimónides, representando dentro del judaísmo la voz que lograba explicar la naturaleza de la fe judía desde el pensamiento secular y que parecía dotar de una base racional a la creencia y la práctica del judaísmo. Para llevar a cabo esta síntesis, Maimónides tomó prestadas muchas ideas de los filósofos árabes Alfarabí (m. 950) y Avicena (m. 1037), así como de su contemporáneo Averroes, todos ellos fervientes seguidores de Aristóteles. Su Guía de perplejos, dirigida solo a una elite intelectual capaz de entender las sutilezas de las elucubraciones filosóficas, intentaba desbrozar la incertidumbre que se producía en las mentes de quienes, dedicados a la lógica, las matemáticas, las ciencias naturales o la metafísica, no lograban concordar la Torá con los principios de la razón humana. El principal objetivo de la Guía era eliminar la confusión y la perplejidad a partir de una interpretación figurativa o alegórica de algunos textos bíblicos. Lejos de esclarecer el camino, el método de Maimónides para interpretar la fe judía habría de provocar el estallido de una polémica filosófica que sacudió la vida intelectual de las comunidades judías medievales durante los siglos xiii y xiv, en especial las de Cataluña y Provenza.
Maimónides
Nacido en Córdoba en 1135, desde muy joven se avezó a los estudios jurídicos y de medicina. Debido a la persecución religiosa provocada por los almohades que habían invadido y ocupado Al-Andalus en 1148, huyó a Fez, y de allí a Palestina. Instalado definitivamente en Fustat (que luego sería El Cairo), en 1171 llegó a ser el médico personal de Al-Fadhel, visir de Saladino; allí residiría hasta su muerte, en el año 1204, a los sesenta y nueve de edad.[5] Su renombre y prestigio se extendieron por Oriente y Occidente a partir de sus obras, sobre todo la Mishné Torá (1180), un tratado de jurisprudencia judía del que destacaba especialmente su primera parte, el famoso y también conflictivo Libro del conocimiento. También despuntó sobremanera la Guía de perplejos, acabada en 1190, donde Maimónides armoniza la filosofía aristotélica con los postulados de la fe judía. Las ideas de Maimónides abrían así una nueva época en la historia del judaísmo: no sólo conciliaba la Biblia con la filosofía, sino que sustituía también el tradicional significado que se derivaba de la interpretación literal de las Escrituras, creando así un nuevo concepto de Dios. El pueblo, adoctrinado por rabinos ortodoxos, había acabado materializando los elementos que formaban parte de la creencia religiosa como Dios mismo, el alma o el más allá, y se le hacía casi imposible entender y creer en la inmaterialidad. Para ellos Dios era concreto, y era posible representarlo como algo espacial con su propia forma, así como el alma. Maimónides, por el contrario, redujo a una existencia intelectual todos estos elementos de la fe, pero conservando también su significación espiritual. La razón, y no la sensación, podría entenderlos o experimentarlos.
En la teología judía, como en la musulmana primero y finalmente en la cristiana, el aristotelismo atizaría el conflicto entre la filosofía y la revelación, conflicto que, en un virtual enfrentamiento, sólo pretendía racionalizar la fe. La radicalización de las posturas comportaría el nacimiento de actitudes de recelo y de oposición a la filosofía. En el islam, Algazel (1110-1180), con su Destrucción de la filosofía, se encargaría de capitanear las voces que acusaban a la especulación filosófica de socavar los fundamentos de la fe y de la vida religiosa. En el judaísmo, el antagonismo habría de venir de grupos tradicionalistas que, influidos por Algazel, veían peligrar el sentido ortodoxo de las Escrituras, y consideraban el intelectualismo y la nueva teología de Maimónides una amenaza para la fe judía. Las cuestiones concretas por las que fue severamente criticado fueron la preponderancia que dio a la filosofía por encima de la religión, su nuevo y trascendental concepto de Dios y su actitud racional hacia la Torá, así como la concepción espiritual de las doctrinas de cariz escatológico y su rechazo frontal a toda clase de supersticiones y creencias irracionales. La agitación antimaimonidiana respondía de hecho a una intolerancia generalizada frente a cualquier tipo de innovación en los métodos de interpretación y de configuración del pensamiento teológico judío; se hacía difícil aceptar el principio de la unidad de Dios prescindiendo de los atributos que la propia Torá le atribuía, dado que Maimónides sostenía que los atributos divinos debían ser entendidos en sentido negativo: Dios es el no existente, el no viviente, ya que entendidos positivamente implicarían multiplicidad y, por lo tanto, afectarían a la unicidad divina. Por lo que respecta a las expresiones antropomórficas que aparecían en la Torá, era necesario que se entendiesen, según Maimónides, sólo en sentido alegórico. También costó hacer entender los planteamientos maimonidianos sobre el tema de la creación del mundo: Maimónides señalaba la poca base de las pruebas que los filósofos griegos aportaban sobre la eternidad del mundo o de la materia, y, por lo tanto, de acuerdo con las enseñanzas bíblicas, argumentaba las pruebas en pro de una creación ex nihilo. Relacionado con esta cuestión está el tema de los milagros, que Maimónides consideraba suspensiones transitorias de la ley natural y fundamentos, por ende, de la religión judía. Según él, los milagros no implicaban la intervención directa de la divinidad en la naturaleza, sino que estaban dentro del orden natural, esto es, que ya estaba previsto que en un momento preciso se produjera el fenómeno milagroso.
Maimónides adoptó mucha tesis filosófica de raíz aristotélica. Y fueron precisamente los temas escatológicos los que, de hecho, provocaron el estallido de la polémica en torno a sus planteamientos. La inmortalidad del alma, la resurrección de los muertos y el mesianismo fueron expuestos por Maimónides eliminando en lo posible todo lo que excedía la razón natural y filosófica, y eso le llevó a decir que después de la muerte lo que permanecía de la persona era el intelecto adquirido, el cual tendía a identificarse con el intelecto agente universal. El principio de la resurrección era indemostrable y pertenecía exclusivamente al campo de la fe, pero en su Tratado sobre la resurrección de los muertos[6] expuso cómo el alma entraba en el mundo futuro del más allá después de la muerte, cómo en su momento se produciría la resurrección o reunión del alma y el cuerpo, y cómo empezaría entonces la era mesiánica, que acabaría finalmente en una vida perdurable donde sólo las almas sobrevivirían eternamente. La racionalización de muchos de estos conceptos, así como del propio mesías, o de la profecía, entendida por Maimónides como una emanación divina mediante el intelecto activo que invade la inteligencia y la imaginación del profeta, despertaron el recelo en círculos que no veían con buenos ojos esta visión filosófica de los fundamentos religiosos del judaísmo que el sabio de Córdoba presentaba sobre todo en su Código y en algunos de sus tratados. Pero si damos un repaso hacia atrás, encontraremos que no había sido Maimónides el primero de entre los judíos que presentaba o formulaba tales planteamientos. Entonces, ¿por qué los ataques y las acusaciones cayeron en peso y virulentamente contra él en concreto?
La historia del aristotelismo entre los judíos cuenta, antes de Maimónides, con personajes como Ibn Abi Said Al-Mawsili y Bixr ibn Saman ibn Irs ibn Utman, dos sabios judíos de la Bagdad del siglo x, y, sobre todo, el andalusí Ibn Daud (1110-1180), el primer aristotélico verdadero en la historia del pensamiento judío medieval. La obra maestra de Ibn Daud, La fe enaltecida, era una incisiva, firme y bien construida apología de Aristóteles en árabe que desafiaba y cuestionaba tantas interpretaciones y conceptos tradicionales del judaísmo, como haría después la Guía de perplejos de Maimónides. Pero los judíos devotos de las «ciencias griegas» no pidieron nunca ninguna traducción al hebreo durante los siglos xii o xiii, y no se apresuraron ni a defender ni a proclamar en voz alta todo lo que allí se decía, por lo que la obra de Ibn Daud sólo fue conocida por unos pocos que se dedicaron a estudiarla exclusivamente a nivel individual en la intimidad de sus estudios particulares. ¿Qué marcó, pues, la diferencia? ¿Qué urgió a los estudiosos de Provenza a realizar en seguida la traducción de la Guía de perplejos, convirtiéndola durante todo el siglo xiii en el símbolo y la bandera de la filosofía griega aplicada al judaísmo? La respuesta hay que buscarla en la gran reputación que Maimónides ya se había ganado antes como codificador y jurisprudente en cuestiones rabínicas, demostrando su omnicompetencia en asuntos relacionados con la religión y en la interpretación de las Escrituras y el Talmud. Ibn Daud fue un historiador, mientras que Maimónides era, antes que nada, el rabino.
Con su brillante y completísimo bagaje cultural, con sus respuestas y explicaciones esclarecedoras y precisas en cuestiones siempre difíciles y confusas de la espesa y laberíntica literatura rabínica, o en temas de medicina o astrología, Maimónides había logrado acompañar su nombre de un aura resplandeciente que le otorgaba una enorme e indiscutida autoridad. Aprovechando la reverencia y el prestigio que pronto se había ganado entre las comunidades judías de todas partes, los partidarios de racionalizar la práctica y la creencia del judaísmo del momento apostaron por dar a conocer a un público mayor la obra clave de esta noble intención, desatando, sin embargo, una controversia de efectos y consecuencias tan graves e imprevisibles como la virtual división interna de las comunidades en dos bandos separados y enfrentados incluso a nivel social y político. Los antimaimonidianos, respetando siempre el nombre y la autoridad del sabio de Córdoba como jurista y codificador, atacaron decididamente y sin ambages su intelectualismo, que contemplaban como una descarada infiltración de la cultura griega que atravesaba impunemente los sacros umbrales de los hogares y las escuelas judías poniendo en peligro su fe de siempre. Así, pues, no dudaron en alzar la voz contra muchas de sus teorías, tildándolas, lisa y llanamente, de herejías.
Este conflicto de ideas dentro del judaísmo hay que enmarcarlo en la lucha paralela que el cristianismo llevó a cabo contra las numerosas herejías que durante el siglo xiii aparecieron por toda Europa. No es casualidad, pues, que fuera en Provenza donde se incubara el movimiento filosófico judío y donde asimismo éste fuera denunciado y perseguido con más furia, dado que fue también tierra de cátaros y de otros movimientos heréticos del cristianismo que habrían de ser perseguidos y estrechamente vigilados por los tribunales eclesiásticos de la Inquisición establecidos después de la cruzada francopapal de Simón de Monfort. La lucha contra la herejía y el antiaristotelismo de la Iglesia que durante el siglo xiii condenó repetidamente, en 1210, 1215, 1225 y 1231, la lectura y el estudio de las obras del Estagirita, habría de envalentonar a los antimaimonidianos, que en una actitud mimética atacarían las obras de Maimónides, abriendo así la caja de los truenos de la polémica maimonidiana, que habría de tener una especial trayectoria y un particularísimo desarrollo en Cataluña y Provenza.
Hacia el norte: un mundo de traductores
La invasión de la península Ibérica por parte de los almohades durante la cuarta década del siglo xii significó el fin de lo que se ha denominado la edad de oro de la cultura judía de Al-Andalus. Ante la escasa tolerancia frente a los no musulmanes, muchos judíos huyen entonces bien al norte de África —es el caso de la familia de Maimónides—, o bien a los reinos cristianos de Castilla, Aragón, Cataluña y las tierras provenzales.[7] Las comunidades judías catalanas y provenzales acogen, pues, a familias enteras araboparlantes portadoras de una gran cultura: filosofía, ciencia, historia, literatura, gramática y otras disciplinas desconocidas por los judíos no arabófonos, abocados hasta ahora de lleno sólo a los estudios tradicionales de las Escrituras y el Talmud. El encuentro de estos dos mundos provoca un gran proceso de intercambio y transmisión: los recién llegados desean compartir con sus huéspedes los tesoros de su rica cultura, y quienes los acogen se interesan de repente por todas estas materias y se muestran dispuestos a adquirir todo este nuevo saber. Anhelante de aprender, una parte de la elite intelectual del momento se agrupa en cofradías en diversos centros con el fin de consagrarse, además de a los estudios religiosos, al estudio de las ciencias profanas, sobre todo la filosofía, que para los huidos de Al-Andalus resultaban esenciales e indispensables para aprehender verdaderamente los fundamentos de la religión. Con el objetivo de ensanchar sus horizontes intelectuales, en estos centros, entre los que destacará en Provenza la villa de Lunel, algunos eruditos judíos se dedicarán a traducir obras al hebreo, tanto de carácter religioso como científico, escritas por otros sabios judíos en árabe. Parece ser que los impulsa también cierto espíritu de competición con el entorno cristiano, y rabian por demostrar que también los judíos se dedican al cultivo de la ciencia y a la especulación filosófica.
Ya durante la primera mitad del siglo xii, dos eminentes personajes como el barcelonés Abraham bar Khia (muerto hacia 1136) y el navarro Abraham ibn Ezra (1089-1164) introdujeron en Provenza obras de carácter científico que, a instancias de ciertos dirigentes de algunas comunidades judías, tradujeron del árabe al hebreo. Abraham bar Khia fue el primero que expuso en hebreo el saber científico y filosófico de la tradición grecoárabe con la intención de permitir su acceso a los judíos provenzales que desconocían la lengua árabe. Con su obra enciclopédica, Libro de los fundamentos de la razón y torre de la fe, bar Khia pretende dar una visión general de todas las ciencias de su tiempo, y, con el objetivo de hacerlas accesibles a sus correligionarios, escribe también profusamente sobre aritmética, astronomía y astrología, elaborando un incipiente vocabulario científico en hebreo. Igual que Abraham bar Khia, también Abraham ibn Ezra contribuyó a la difusión de la ciencia árabe. Durante sus viajes por Italia, Provenza, Francia e Inglaterra, se dedicó a redactar en hebreo sus obras, tratados o traducciones, a menudo por encargo de los miembros de las comunidades que lo acogían, iniciándolos así en las diferentes ciencias exactas y naturales. Abraham ibn Ezra lograría que estas disciplinas fueran de la mano con los estudios religiosos judíos, vehiculando así la integración de todos aquellos conocimientos científicos entre un público eminentemente «tradicionalista» que a menudo desconfiaba de las ciencias profanas. Sabio itinerante, poeta admirado de gran renombre, exégeta bíblico y gramático, sus comentarios a las Escrituras abrieron la puerta nuevamente a la interpretación alegórica de numerosos pasajes, y muchos judíos, conscientes de que este método estaba más desarrollado entre los cristianos que entre ellos, generaron entonces esa demanda de obras de filosofía grecoárabe a fin de no quedarse atrás. El resultado de todo ello es una fiebre traductora del árabe al hebreo que pondrá un gran número de obras científicas y filosóficas a disposición del lector hebreo.
La transmisión del árabe al hebreo de la filosofía y las ciencias grecoárabes se lleva a cabo por tres vías distintas:
— La traducción de obras árabes, la mayor parte de las cuales habían sido antes traducidas del griego o anteriormente del siríaco.
— La redacción en hebreo de obras de carácter enciclopédico sobre el saber expresado en árabe, realizada por judíos de habla arábiga para sus correligionarios que desconocen esa lengua.
— La redacción o traducción de las obras científicas o filosóficas de sabios judíos arabófonos.
Una parte considerable de las traducciones en los campos de la filosofía y las ciencias se debe a los miembros de una familia que hacen de la traducción su oficio, transmitido de padres a hijos: son los célebres Tibónidas. El abuelo de esta familia, Yehudá ben Saúl ibn Tibón (1120–c.1190), dejó su Granada natal huyendo de los almohades y se instaló en la villa de Lunel, una pequeña aldea vecina de Montpellier, pero que, bajo los auspicios de rabino Meshulam ben Jacob, se convertiría en un centro importantísimo dedicado tanto a la jurisprudencia rabínica como a los estudios profanos. El rabino Meshulam se rodearía de un círculo de eruditos, constituyendo la famosa khaburá de Lunel, una «cofradía» de sabios consagrados a los estudios religiosos que promoverían también numerosas traducciones del árabe al hebreo. De este círculo de intelectuales de Lunel en torno a Meshulam ben Jacob saldrían después figuras que encabezarían círculos semejantes de eruditos y traductores judíos en ciudades como Arlés, Narbona, Montpellier, Béziers, Vauvert y Perpiñán.
Las primeras traducciones de peso vienen de la mano de Yehudá ibn Tibón, y se trata de obras de filosofía religiosa escrita en árabe por autores judíos; destacan el Libro de las creencias y de las convicciones, de Saadia Gaón, y el Libro del Jazar, de Yehudá ha-Leví. A partir de estas obras, el lector de hebreo entraba en contacto directo con las ideas y nociones de la filosofía natural griega, además de familiarizarse con los nombres de otros sabios y pensadores griegos que compartían aquella determinada visión del mundo. Pero el más célebre de la saga de los Tibónidas sería su hijo Samuel ibn Tibón (1150-1230), gracias a la traducción que hizo al hebreo de la Guía de perplejos de Maimónides. Samuel fue denominado el padre de los traductores por el hecho de establecer e imponer como modelo las técnicas y el estilo de las traducciones de su padre Yehudá ibn Tibón. El hijo de Samuel, Moisés ibn Tibón (activo en 1240-1285), y uno de sus nietos, Jacob ben Makir (c.1236-1304), así como un yerno, Jacob Anatoli (1194-1256), completarían la saga de traductores de la familia de los Tibónidas.
Maimónides acabó de redactar la Guía de perplejos en 1196, y Samuel ibn Tibón completó su traducción en el año 1204. Por aquellas fechas, la figura de Maimónides gozaría ya de un prestigio y una autoridad incomparables entre las comunidades judías de todas partes como codificador sin parangón de la ley judía gracias a su Mishné Torá, así como por la posición que había conseguido en el liderazgo de los judíos de Egipto. Se forjaría entonces su imagen «heroica», y Maimónides pasaría a cumplir con creces la imagen del nuevo ideal cultural y religioso de los judíos en toda la época medieval. Es en este marco donde aparece la versión hebrea de la Guía de perplejos. No obstante, el libro habría de provocar una verdadera conmoción cultural, en especial entre las comunidades judías de Provenza, marcando el inicio de una nueva época por lo que respecta a la actitud de los judíos no arabófonos en relación a la atención y consideración de las ciencias profanas. Y es que la filosofía de Maimónides implicaba que el estudio y profundización de la filosofía no debía ser considerado únicamente algo legítimo, sino también un deber religioso. Con el fin de hacerla del todo inteligible, Samuel ibn Tibón le añadiría un verdadero diccionario filosófico donde detallaba los conceptos que los nuevos términos definían, dado que la mayoría de ellos eran desconocidos hasta entonces, así como muchas de las fuentes de la tradición aristotélica árabe de las que bebía Maimónides con el fin de demostrar la concordancia de los textos bíblicos con la razón. En una interesante carta que Samuel recibió del propio Maimónides, este último evaluaba y recomendaba a su traductor toda una serie de filósofos clásicos y contemporáneos a fin de que supiese cuáles eran merecedores de ser estudiados y a cuáles no merecía la pena dedicarse. Estas recomendaciones parecen influir en gran medida el destino de las futuras traducciones, y, por lo tanto, determinan las figuras objeto de estudio por parte de los pensadores judíos en épocas posteriores: Aristóteles y sus comentadores, Alejandro de Afrodisia, Temistio, Averroes; los más importantes filósofos islámicos, Alfarabí, Avempace, Avicena; las obras de los médicos Isaac Israeli y Abu Bakr al-Razi, entre otros. Conocer las obras y las teorías de estos personajes pasaba a ser, pues, prioritario para adquirir una buena y completa formación, y fue así como un gran volumen de traducciones de obras filosóficas griegas o islámicas que se llevarían a cabo durante el siglo y medio posterior a la muerte de Maimónides seguiría, calcadas, las recomendaciones de este último a Samuel ibn Tibón. Sería, pues, de la mano de Maimónides y a través de esa carta como quedaría prácticamente fijado el corpus básico de la educación científica y filosófica de los judíos en el Occidente europeo.
El rumbo de las traducciones quedaba así definido y marcado —sobre todo por Maimónides—, y todos esos autores serían entonces objeto de estudio por parte de los intelectuales judíos europeos —principalmente en el ámbito mediterráneo—, retornando a Europa los pensamientos y las elucubraciones de los autores griegos, árabes y judíos andalusíes que, desde hacía muchos siglos, bebían de aquellas primeras traducciones realizadas del griego al siríaco en aquel lejano Oriente bizantino-sasánida. El pensamiento griego entraba en Europa de la mano de las traducciones hebreas de sabios y traductores, unos siglos antes de las traducciones directas del griego al latín llevadas a cabo por los eruditos y humanistas del Renacimiento.
Notas
[1] M.A. Makki, Ensayo sobre las aportaciones orientales en la España musulmana, Madrid, Instituto de Estudios Islámicos, 1968, p. 208.
[2] A. Martínez Lorca, «La filosofía en Al-Andalus: una aproximación histórica», en A. Martínez Lorca (coord.), Ensayos sobre la filosofía en Al-Andalus, Barcelona, Anthropos, 1990, p. 28.
[3] M. Orfali, «Los traductores judíos de Toledo: nexo entre Oriente y Occidente», Actas del II Congreso Internacional «Encuentro de las Tres Culturas», Toledo, 1985, pp. 253-260.
[4] Sobre la influencia del kalam en la filosofía de estos dos autores en concreto, véase: C. Sirat, A History of Jewish Philosophy in the Middle Ages, Cambridge / París, Cambridge University Press / Éditions de la Maison des Sciences de l’Homme, 1995 (1985), pp. 17-37.
[5] Maimónides no llegó nunca a ser el médico de Saladino, como muchas veces se ha dicho. Esto no es sino una leyenda que relatan algunos historiadores medievales y que se ha perpetuado hasta hoy. De igual forma, a fin de ensalzarlo, se dijo de él que también Ricardo Corazón de León lo quería como médico. Véase: E. Ashtor-Strauss, «Saladin and the Jews», Hebrew Union College Annual, vol. 27, núm. 5, 1956, p. 307; B. Lewis, «ןידלסו האיראה בל ם»במר» («Maimónides, Corazón de León y Saladino»), לארשי ץרא, 7, 1963, pp. 70-75. Para más detalles sobre su vida, véase: A.J. Heschel, Maimónides, Barcelona, Muchnik, 1995.
[6] Véase la traducción castellana en: M.J. Cano y D. Ferre, Cinco epístolas de Maimónides, Barcelona, Riopiedras, 1988, pp. 77-109.
[7] C. Cahen, «Desde los orígenes hasta el comienzo del Imperio Otomano», El Islam, vol. I, Madrid, Siglo XXI, 1992, pp. 296-297; véase también R. Le Tourneau, The Almohad Movement in North Africa in the Twelfth and Thirteenth Centuries, Princeton, Princeton University Press, 1969, pp. 57-58 y 77.