Cinco años antes de morir, y pasados ya los ochenta de edad, Ramon Llull (Mallorca, 1232-1316) dictó los hechos más destacados de su existencia a los monjes de la Cartuja de Vauvert. De aquellas conversaciones, a medio camino entre la confesión y el dictado de las últimas voluntades, nos ha llegado el texto más importante: la Vida coetánea (1311). Aunque Llull es autor de fragmentos de gran belleza y profunda emotividad, este libro de lectura desigual tenía un doble propósito bien definido en la mente del autor: hacer un repaso de su propia vida y dejar testimonio de ella. Al final del libro, Llull incluyó una lista con los títulos de 124 obras escritas por él, dejando entrever que nada de aquellos libros se llegaría a entender sin antes haber leído los hechos de su vida, y que, desde luego, ninguno de esos momentos de su vida tendrían sentido sin sus escritos. La Vida coetánea es un bello ejemplo de la clara relación entre vida y obra escrita. Ciertamente, la necesidad de comprender la experiencia de la vida a la luz de la experiencia de la escritura es un rasgo que muestra la clara conciencia —hoy diríamos— hermenéutica de este hombre del siglo xiv.
No siempre los lectores se han acercado a los libros de Llull con la misma mirada: Nicolás de Cusa recogió gran cantidad de manuscritos de Llull en su maravillosa biblioteca, los leyó, anotó y comentó, y vio en ellos los caminos del diálogo entre culturas; Giordano Bruno quedó impresionado por las posibilidades del Ars de Llull como técnica de memoria; Leibniz escribió su tesis doctoral sobre la combinatoria luliana; para bien o para mal, Descartes, Hegel y Bloch hablaron de él; los cabalistas cristianos, los alquimistas, y André Breton en el siglo xx, vieron en Llull el ideal del sabio universal. Asimismo, hoy se le considera un precedente de los modernos lenguajes informáticos. No obstante, habría que reconsiderar todas estas recepciones de la obra de Llull desde nuestro mundo.
Digámoslo así: la pasión que despierta Llull, más allá del mundo estrictamente erudito, reside en su pasión por encontrar la verdad. Este es el rasgo fundamental de nuestro autor. Eso lo hace universal por encima de su indudable interés por los estudios de literatura catalana, por encima de la teología y por encima de la lógica y la doctrina de la ciencia. Pasión por encontrar o inventar la verdad, justamente lo que dice el título de la primera obra que escribió después de la iluminación en el monte de Randa, en su isla de Mallorca: Arte abreviado de encontrar verdad (1274) o Ars compendiosa inveniendi veritatem. No es que fuera precisamente muy abreviada, ya que la habría de abreviar aún muchas veces a lo largo de su vida para que fuera aceptada por los académicos de París. ¿Y en qué consiste la verdad que Llull buscaba, una verdad que debía ser al mismo tiempo rigurosa (ciencia) y amorosa (amancia)? Su vida nos lo tendrá que explicar.
La Vida coetánea nos dice que un día Ramon estaba escribiendo unos versos a su amada cuando vio a Jesús crucificado. Llull tenía unos treinta años, y desde aquel instante nada le moverá salvo el deseo de comprender cuáles son los caminos que surgen de aquellas imágenes visionarias. Frente al discurso religioso o eclesiástico, la perspectiva adoptada por esta «autobiografía» es la del discurso de la confesión, que llama al despertar de la autoconciencia. De modo que la experiencia extraordinaria de las visiones de la cruz se presenta como un nuevo comienzo, del que el resto de la vida no será más que un simple despliegue. Llull habrá de buscar lo que ya ha encontrado. Hay una verdad que interrumpe la vida, pero la propia vida todavía no dispone de los elementos para entenderla. Abandonada la vida mundana, Llull señala tres hitos en el camino para comunicar la nueva verdad: escribir el mejor libro para aquellos que aún no la han encontrado (los infieles); morir por ella si hace falta (el martirio), y promover el aprendizaje de las lenguas necesarias para su difusión (escuelas de lenguas orientales). Después de cumplir con las peregrinaciones a Santa María de Rocamadour y a Santiago de Compostela, Llull vuelve a Mallorca. De aquellos años sólo sabemos que, además de aprender el árabe, escribió el Libro de contemplación en Dios (alrededor de un millón de palabras), su obra más importante desde el punto de vista de los contenidos. En este libro tenemos uno de los momentos más maravillosos de su pensamiento; todo el primer capítulo es un canto de alegría: alegría por el hecho de ser, de ser Dios, de ser yo, de ser los otros. Pocas veces he encontrado líneas de una emoción ontológica más profunda. El pensamiento de Llull, indudablemente filosófico, se arraiga en el acto contemplativo. Su capacidad para recibir la realidad del mundo es privilegiada. Y es su profunda percepción la que lo conduce a la elaboración de una antropología espiritual de la que el pensamiento moderno no puede prescindir. Aquel mismo año 1274 tuvo la iluminación de Randa, donde concibió las figuras sensibles o símbolos (fundamentalmente la rueda y la escalera) como método para transmitir la verdad representada por la cruz. Aquellas ruedas que giraban como los cuerpos celestes le habían de ayudar a componer un lenguaje universal que compartirían todos los hombres sabios, ya fueran judíos, cristianos o musulmanes. De aquí surgió el Arte abreviado de encontrar verdad y el Libro del gentil y los tres sabios. Es conocida la tendencia a destacar este libro como un referente de lo que hoy se conoce como diálogo de religiones. Pero en el mundo de Llull, y no sólo en su Mallorca natal, más que de tolerancia habría que hablar en términos de convivencia forzada. Ciertamente, en el Libro del gentil y los tres sabios encontramos un proyecto utópico de fraternidad entre las tres religiones del libro; pero, como se vería en los últimos libros que escribió sobre el imperativo de una cruzada militar para rescatar Tierra Santa (Liber de fine), más que en cuestiones de orden teológico, Llull tenía confianza en la capacidad de entender la verdad de los hombres sabios. En este sentido, Llull ya está luchando por una verdad religiosa, de orden no exclusivamente teológico, que pueda ser predicada por laicos. Después siguieron los viajes a Roma, París, Génova, Nápoles, Montpellier, Chipre, Armenia, Jerusalén y Pisa, a fin de convencer a reyes y papas de la necesidad de aplicar su Ars. También es tiempo de grandes obras: Félix o Libro de maravillas (1287-1289), Árbol de ciencia (1295-1296) y Ars generalis ultima (1308). Y frente al desinterés de aquéllos por sus libros, Llull busca la experiencia del martirio, al menos en los dos primeros de los tres viajes al norte de África (1293, 1307 y 1315). Sin embargo, la escenificación de sus métodos ante los sabios musulmanes no halló una buena acogida. Entonces, fracasado también el intento de dar la vida, vuelve a confiar en la fuerza de la ciencia que había encontrado años atrás: el Ars combinatoria, es decir, una manera de encontrar y buscar la verdad, cuyo modelo es visionario y contemplativo —no lo olvidemos—, y permite cambiar de lugar los mismos elementos de la realidad para hacerse con nuevas perspectivas. Eso es lo que entusiasmaría tanto a los filósofos del Renacimiento como a los poetas modernos, para los cuales, como para los cabalistas, el lenguaje hace y deshace el orden de las cosas. Esta práctica o ascética del espíritu convierte todo lugar de encuentro en principio de una nueva búsqueda. Por esta razón, Llull insistía en los lugares de encuentro donde combinar, convertir y transformar la realidad (religiosa, científica, política), dado que de la mirada siempre nueva sobre ésta se podía obtener una misma verdad. Llull murió probablemente en Mallorca en el año 1316. Desde entonces, su libro más leído y traducido ha sido el Libro de amigo y amado (1283), el mejor ejemplo de cómo buscar la verdad de la propia vida inventando nuevos caminos de realidad.