El mundo científico de la Corona de Aragón con Jaime I

Juan Vernet

Historiador de la ciencia y arabista, Universitat de Barcelona

En este artículo vamos a ofrecer una visión general del panorama cultural bajo la corona de Jaime I centrándonos en la ciencia, y entendiendo con esta palabra aquellas disciplinas que hoy son objeto de estudio en nuestras facultades de ciencias, medicina, farmacia y veterinaria. Ahora bien, la ciencia, en ese siglo xiii, en su inmensa mayoría, procedía de modo directo o indirecto de fuentes árabes y era matizada de acuerdo con la particular ideología filosófico-teológica de sus cultivadores escindidos fundamentalmente en dos grupos: el de los averroístas y el de sus enemigos. Ambos tenían sus partidarios entre los creyentes de las tres religiones practicadas en los estados de la Corona de Aragón: cristianos, judíos y musulmanes. Por ello tendremos que ocuparnos, de momento, de problemas filosófico-teológicos que, en principio, pueden parecer ajenos a nuestro propósito.

Las fuentes y bibliografía de que disponemos para trazar nuestro estudio de la cuestión son –en lo que se refiere al mundo cristiano y musulmán de la Corona de Aragón en el siglo xiii– relativamente escasas. Lo mismo ocurriría con la ciencia castellana en el caso de que Alfonso el Sabio no hubiera mandado realizar la gran compilación de los Libros del saber de astronomía.

Creo que podemos admitir como axioma que la ciencia cristiana del siglo xiii es un trasunto de la musulmana coetánea. No desearía entrar en polémica acerca de esta afirmación pues es una de las pocas cosas en la que, desde que hace 100 años se inició la polémica de la ciencia española, están de acuerdo, y hasta hoy, tirios y troyanos, Menéndez y Pelayo, Echegaray y sus continuadores. En consecuencia, los pensadores cristianos del xiii tuvieron dos lenguas de cultura: el latín para los problemas filosófico-teológicos y el árabe para los científicos; los judíos, el hebreo y el árabe, y los musulmanes españoles el árabe, a pesar de que en esta época apunta por primera vez un cierto interés por las obras escritas en latín o por autores cristianos como prueba la mención por Ibn Said al-Magribí de El calendario de Córdoba, escrito tres siglos antes por Recemundo y Arib b.Said, en el apéndice que escribió a la Epístola de elogio al al-Ándalus, de Ibn Hazm.

La convivencia en nuestra Península durante tantos siglos por las gentes de las tres religiones no siempre transcurrió sin roces y, espaciadamente, a lo largo de los mismos surgen esporádicamente querellas apologéticas cuyo nivel intelectual es altísimo, desde el principio, por parte musulmana –Ibn Hazm de Córdoba– y va aumentando progresivamente por parte de judíos y cristianos. La comparación de la polémica del «monje de Francia», probablemente abad de Cluny o de Montecassino, con el teólogo al-Bāŷi que vivía en la Zaragoza de Muqtadir (1078), con las que tienen lugar dos siglos después, demuestra el camino recorrido por los intelectuales cristianos en ese período: por iniciativa de Pedro el Venerable el Corán fue traducido al latín por Roberto de Chester y Hermann el Dálmata (1141) facilitando así una fuente de primer orden a los teólogos que ansiaban, cada día más, combatir dialécticamente al islam, ya que los cruzados –orientales y occidentales– se mostraban incapaces de acabar con él militarmente.

En el siglo xiii los estudios orientales ven nacer un nuevo sistema educativo que coexiste con los ideados en la cristiandad en los siglos inmediatos anteriores: si Ramon Llull aún aprende el árabe por su cuenta y riesgo, la orden dominica comprende la necesidad de preparar masivamente a sus miembros para poder prestar sus auxilios espirituales a los mozárabes deportados a Marruecos y a los cristianos cautivos de los musulmanes. Si éstos cabe suponer que conservaban su lengua romance, aquéllos, en cambio, sumergidos durante más de cinco siglos por la marea musulmana, la habían perdido y era necesario atenderles en el mismo árabe que hablaban sus dominadores. Por otra parte, la defensa del Credo cristiano llevaba aparejada la impugnación del musulmán. De aquí que la polémica ofensivo-defensiva tome aspectos más reales que la sostenida hasta aquel entonces y, con mayor conocimiento de causa –los frailes que hablan, leen y escriben el árabe son ya bastante numerosos–, la argumentación de los cristianos está más de acorde con la realidad del islam, lo cual no evita fugaces destellos de santa intolerancia por uno y otro lado como el que costó la vida al valenciano Pere Pascual (1227-1300).

Este mayor conocimiento de las cosas del islam puede verse tanto en los arabistas educados en el nuevo como en el viejo estilo. El «nuevo estilo» nace gracias a la iniciativa de Ramon de Penyafort (1175-1275) que fundó con ayuda de los reyes de Aragón y Castilla dos estudios de hebreo y árabe en Túnez y Murcia con fines apologéticos. Las relaciones entre esta última escuela y la madraza que dirigía Muhammad al Riqūti no han sido establecidas de modo claro e indubitable. Pero, en todo caso, los padres predicadores, según Ibn Rasiq, estaban interesados en las ciencias de los musulmanes y en traducirlas a su lengua para luego criticarlas. Parece difícil que Riqūtí se hubiera avenido a colaborar con ellos sobre estas cuestiones, aunque es posible que les hubiera admitido como discípulos en las clases de ciencias profanas. Uno de los principales maestros en estas escuelas fue el discípulo de Penyafort, Ramon Martí (m. c. 1286), al cual tal vez haya que identificar con el «sacerdote de Marrākus» que sostuvo una interesante polémica con Ibn   Rasiq. Ese género de polémicas estaban entonces a la orden del día no sólo oralmente, sino también por correspondencia. Incidental y fugazmente he podido ver la correspondencia, inédita y en árabe, conservada en Marruecos, de un obispo de Tarragona, de la primera mitad del siglo xiii, en que discutía con un sufí musulmán problemas religiosos.

Es evidente que para abordar tales temas los conocimientos del árabe de los monjes no podían ser –ni lo eran– elementales. Y que no lo eran parece probarlo el Vocabulista in arabico atribuido a Ramon Martí en el cual figuran términos, como māristān, exóticos en el Occidente árabe de la época, que muestran la profundidad de las lecturas de los padres y la influencia de la cultura árabe en España.

Llull, por consejo de Ramon de Penyafort, inició su formación intelectual con los estudios orientales. Pero, lejos de incorporarse a una escuela dominicana, los realizó de modo privado –tal y como se había hecho en el siglo xii– y adquirió un esclavo moro que hay que suponer que era un sabio, pues enseñó a su discípulo lo fundamental de la cultura filosófica árabe. Cuando Llull, terminado su período de estudio, inicia su vida activa, esta formación filosófica rezumará por todos sus poros en detrimento de la exclusivamente científica.

El amplio conocimiento que lograron nuestros primeros orientalistas se muestra en que, cualquiera que fuera su origen, atacaron al islam en el punto más sensible de su dogma: en el del único milagro de la vida de Mahoma que admiten sus teólogos: el de la inimitabilidad del estilo y de la lengua delCorán que prueba, según ellos, que este libro contiene la auténtica palabra de Dios ya que ningún ser humano ha conseguido escribir algo semejante. Es lo que nos dice Llull en el Libro del gentil y de los tres sabios: «Dix lo sarraí al gentil: “Mafumet fo home lec qui no sabia letres, e l’Alcorà és lo pus bell dictat qui sia ne qui ésser pusca. On si no fos per volentat e per obra de Déu, Mafumet no pogra fer ne dictar tan bell dictat ni tan ordenades paraules com celles de l’Alcora”.»; y en el mismo sentido apunta en sus Cien nombres de Dios en donde avanza su contraargumento: «Yo, Ramon Luyl indigne, me vuyl esforsar, ab ajuda de Deu, fer aquest llibre, en qui ha meyllor materia que l’Alcorà a significar que en axí com yo fas libre de meyllor materia que l’Alcorà pot esser altre home qui aques libre pos en axí bel dictat com l’Alcorà. E assó fas per so que hom pusca argüir als sarraïns que l’Alcorà no es dat de Deu ja sia que sia bel dictat.». Que Llull al redactar esta obra en verso pensara superar al propio Corán al ser sus estrofas muy regulares mientras que en aquél sólo existe una prosa rítmica y rimada, parece claro ya que afirma: «E ha major difficultat en posar tan subtil materia, com ha en est libre, en rimes, que no es l’Alcorà posar en lo dictat en que es posat.» El argumento apologético luliano no creo que pudiera convencer a un musulmán que difícilmente podía juzgar estéticamente un texto catalán. Ahora bien, no por ello podemos opinar sobre el resto de la labor misionera llevada a cabo por Llull y sus obras doctrinales escritas directamente en árabe, hoy perdidas, y que parece ser que le sobrevivieron en el norte de África cuando menos hasta el año 1394.

Muy de otro cariz es la discusión de nuestro sacerdote de Marrākus (¿Ramon Martí?) con Ibn Rasiq. En primer lugar, dicho sacerdote demuestra conocer bien uno de los textos más difíciles, más culteranistas, de la literatura árabe, las maqāmas de Harirí, y basándose en que éste lanza el desafío a sus émulos proponiendo que compongan un verso que obedezca a las mismas normas que el que inserta a continuación, verso que según el sacerdote nadie ha podido escribir a lo largo de los muchos años transcurridos desde la muerte de Harirí (m. 1122), podría inferirse que las maqāmas eran inimitables y también un texto revelado por Dios, como el Corán, cosa que Ibn Rasiq rechaza improvisando, inmediatamente, una composición que reúne las condiciones exigidas. Por tanto, no hay duda de que los orientalistas del siglo xiii dominaban bien el árabe y tenían acceso directo a todas las obras escritas en esta lengua.

La polémica antijudaica, en cambio, conocía otros derroteros más llamativos, más públicos, ya que sus episodios se desarrollaban en unas circunstancias muy distintas a las que presidían la querella antimusulmana. En efecto: los cristianos sólo tenían en el interior de sus fronteras grandes masas de mudéjares de escaso valor intelectual, puesto que las clases pudientes habían emigrado, ante el avance de la Reconquista, hacia el norte de África, en especial a Túnez. Por tanto para encontrar polemistas capaces de medirse con la dialéctica escolástica tenían que ir a buscarlos al Reino de Granada o allende el Mediterráneo. En cambio, los intelectuales judíos habían permanecido en la Península a falta de un estado propio en que residir y que protegiera su credo; habían cambiado de señores a lo largo del último siglo y habían quedado sometidos al dominio cristiano cuando ya dominaban cuanto de bueno había hecho, en el campo de la cultura, el islam. Por tanto la querella antiaverroísta que los monjes se veían obligados a sostener –a falta de interlocutor capaz entre los mudéjares– con los sabios de los estados musulmanes, podían practicarla en cambio con los súbditos judíos de sus propios estados que veían el problema de la concordancia de la religión con la fe bien de acuerdo con las ideas de Averroes, Maimónides y Siger de Brabante, bien de acuerdo con las de Algazel, Nahmánides, Ramon Martí y Ramon Llull. En primer bando militaron los barceloneses Abraham b. Samuel b. Hasday ha-Levi (m. 1240), en el segundo, el gran rabino gerundense Ramban, Mosés b. Nahman (1194-1270) y el barcelonés Rashba, Selomon b. Abraham b. Adret (1235-1310), más conocido como Bonastruc de Porta. Un intento de conciliación racional de ambas tendencias fue llevado a cabo por el también barcelonés Aaron ha-Leví y el mismo objeto fue perseguido, por procedimientos esotéricos, por la escuela cabalista –que tan gran importancia tendría en la evolución del judaísmo– nacida en Girona hacia fines del siglo xii y en la que representan un papel preponderante Azriel b. Menahem (1160-1238) y el zaragozano Abraham b. Samuel Abulafia (1240-1291).

Y, además de estas querellas internas, los judíos de la Corona de Aragón se veían forzados a defender su fe frente a los cristianos instigados y capitaneados por los dominicos, uno de los cuales, Ramon Martí, reunió en su Pugio fideo adversus judaeos (1278) una gran masa de argumentos destinados a mostrar la autenticidad del cristianismo a partir de los propios textos de sus enemigos, algunos de los cuales, perdidos en su original, sólo así han llegado hasta nosotros. En este aspecto descuella la polémica que Nahmánides sostuvo en Barcelona (1263) con el converso Pablo Cristiano y la censura forzosa a que tuvieron que someter el Talmud y realizaron (1264) los dominicos San Ramon de Penyafort, Ramon Martí, Arnau de Segarra y Pere Janer.

El conocimiento que nuestros antepasados del siglo xiii tuvieron de la filosofía y teología orientales fue profundo y extenso y, a través suyo, procedieron a la elaboración de la escolástica. Pero ésta no sólo tuvo sus fuentes nutricias en la labor de los traductores del árabe al latín sino que incorporó una gran masa de elementos propios de la tradición patrística, hebraica y grecolatina que les llegaron por vía directa. No ocurrió lo mismo, en cambio, en el dominio de la ciencia estricta en la cual la dependencia de Occidente respecto de las fuentes orientales en casi absoluta. Joaquim Carreras, dándose cuenta de esta circunstancia, al estudiar el inventario de la biblioteca de Arnau de Vilanova tuvo buen cuidado en subrayar que el fondo latino de sus libros «se desdobla a su vez en dos grupos de obras procedentes, respectivamente, de la cultura eclesiástico-europea y de la científico-oriental». Es esta última tradición la que nos va a ocupar ahora a pesar de la escasez de materiales y datos que sobre ella tenemos referidos a la Corona de Aragón y al siglo xiii. En realidad sólo las figuras señeras del polígrafo Llull y del médico y naturalista Arnau de Vilanova permiten intuir, espigando en sus obras, cuál fue el nivel científico de aquella época.

En el campo de la aritmética debía estar ya muy difundido el sistema de operar con la numeración de posición pues, de lo contrario, no se encontraría en el Árbol de ciencia una concreta mención al arte del alguarismo, es decir, a la Aritmética de Jwarizmi traducida del árabe al latín a mediados del siglo xii. La reelaboración de la misma que ha llegado hasta nosotros con el título de Liber alghoarismi de practica arismetrice se debe probablemente a Juan de Sevilla. En ella se utilizan fracciones decimales (aunque no siempre el sistema decimal) y no se menciona el ábaco. Parece ser que esta misma obra fue traducida por Gerardo de Cremona. Se utilizan las fracciones egipcias, es decir, las que tienen por numerador 1 y, además, las de 2/3 y 3/4, formándose las restantes mediante la adición de éstas. Este tipo de fracciones aparece ya en una tabla del papiro de Rhind y llega a la Edad Media por dos vías que confluyen en Juan de Sevilla. La erudita, según el bizantino Psello (1018-1078) se debe a Anatolio de Alejandría (fl. 269) y Diofanto, quienes escribieron tratados sobre los métodos de cálculo egipcios; la popular llegó a través de los papiros de Michigan y Ajmin, de los ostraca coptos de Wadi Sarga y del propio Corán. Pasa al resto de Europa a través de las versiones hispánicas citadas y de las obras de Fibonacci.

Igual interés presentan las operaciones con fracciones sexagesimales, imprescindibles –aún hoy– en la práctica de la astronomía. Juwarizmi dio unas reglas (Algorismus de minutiis) que a través del De numero indorum (que deriva también de su Aritmética) y, sobre todo, a través de Juan de Sevilla, se introdujeron rápidamente en la enseñanza de las universidades europeas.

Mayor interés tienen los intentos hechos por Llull en su Arte a partir de 1271 y que consisten en una serie de procedimientos mecánicos que tienen mucho que ver con la combinatoria hasta el punto de que Leibnitz y el padre Sebastián Izquierdo consideraron a Llull como uno de los precursores de esta rama de la matemática. En rigor no es así aunque nuestro mallorquín sí tenía ideas bastante claras pero elementales de esta cuestión. El origen de sus figuras geométricas se ha hecho remontar por Ribera y Asín a la obra del místico murciano Ibn Arabí. Por esta vía de tipo popular musulmán podrían añadirse otros nombres como el del ocultista al-Būni. Millás, por su parte, creía que podía tener contacto con el mundo de la cábala que precisamente en este siglo xiii inicia su gran desarrollo en tierras catalanas. Pero hay que pensar que esta cábala, así como los procedimientos gemiátricos y mánticos adivinatorios, hundía sus raíces en la gran cultura musulmana. Basta leer los Muqaddima de Ibn Jaldún para encontrar descripciones de procedimientos mecánicos que dan respuesta, ¡incluso en verso!, a cualquier tipo de pregunta que se plantee. Y, entre éstos, se encuentra el geométrico matemático de la zā’irŷa, desarrollado en el norte de África en manos del místico tunecino al-Sadalí, y el numérico de al-Sabtí. Este último lo hemos fechado mediante la cita de los soberanos reinantes en el momento de redactarlo, entre los años 1253 y 1269. Las concomitancias cronológicas entre la aparición de una y otra máquina son sorprendentes.

Frente a estos procedimientos populares o como resultado del estudio matemático de procedimientos similares, Abraham b. c Ezra (m. c. 1167) sabe ya que el número de combinaciones de m objetos tomados de n en n es igual al número de combinaciones de m objetos tomados de m-n en m-n, o sea la fórmula de complementos:

 (m) = (m-n)

 (n)    (n)    

Estas fórmulas, al implicar la simetría de los coeficientes respecto de un eje vertical, hacían sospechar que en el siglo xii se conocía ya el que hoy llamamos indebidamente triángulo de Pascal o Tartaglia. Y, efectivamente, ese triángulo se encuentra ya correctamente establecido en las obras de al-Kāsi (m. 1429), cUmar Jayyām (m. 1123) y Samaw’al (m. 1175), quien nos confiesa que lo toma de una obra hoy perdida de al-Karaŷi (m. c. 1019). Que la obra en que éste nos expone el triángulo de Tartaglia fuera conocida por Abraham b. cEzra no tiene nada de particular si se tiene en cuenta que Samaw’al –coetáneo rigurosamente del autor toledano– era judío converso en la vejez al islam; que su padre, Rabi Yahūda b. Abūn (en árabe Yahyá b. cAbbās al-Magribí) era natural de Fez, desde donde emigró a Bagdad, y que el hijo de Abraham b. cEzra, Isaac, estuvo en su juventud en la capital del Califato (c. 1143) estudiando con los principales sabios de su época. Su sistema de cálculo de los coeficientes se basa en la fórmula de adición:

                              (m) + ( m ) = ( m+1 )

                               (n)    (n-1)       (n)

que según Karaŷi se puede utilizar consecutivamente sin límite alguno y la presentación del triángulo en su obra viene reducida a la mitad dada la simetría de los coeficientes.

Llull resuelve, entre otros, los casos:

                              (16) = 120; (28) = 378; (9) = 84, etc.

                               (2)              (2)             (3)

y aunque no dé explicaciones de su modo de proceder, que puede considerarse puramente empírico, no cabe descartar el que hubiera tenido acceso a los trabajos de los pensadores árabes que le precedieron en este campo, pero en vez de proceder como éstos (?) al desarrollo de permutaciones y combinaciones sencillas, para de ellas deducir las verdades de su arte (hoy las fórmulas generales), recurrió al sistema más plástico, elemental y visible de círculos y tablas simplificando y cristianizando los procedimientos de la zā’irŷa que, a la postre, terminó infiltrándose en el pensamiento europeo.

Otra cuestión matemática que debió ser considerada fue la de las progresiones aritmética y geométrica. Llull establece ya en el Árbol las progresiones geométricas de razón 2:

                              1        2        4          8

                              1        3        6        12

que aparecen netamente contrapuestas a las aritméticas.

Probablemente esta idea le vino sugerida por los problemas de posología muy en boga en aquella época desde el momento en que Gerardo de Cremona tradujo la obra del Kindí titulada De medicinarum compositarum gradibus investigandi libellus en la cual se introducía la psicofísica en la medicina, pues trata de establecer la eficacia de los medicamentos en el curso de las enfermedades. Considera que si la dosis de excitante (medicamento) se incrementa según la sucesión de números naturales, la razón que liga dos números sucesivos tiende a 1 puesto que entre 1 y 2 existe la diferencia de 1/2; entre 2 y 3, la de 2/3; entre 3 y 4, la de 3/4… y la serie 0,5, 0,66, 0,75… no guarda razones constantes entre sus términos y en un momento dado tales diferencias serían imperceptibles.

En cambio, las diferencias 0,25 (=4), 0,5 (=2)… sí mantienen entre ellas la misma razón que la del excitante. Por tanto, afirma Kindí, podemos establecer el paralelo entre medicamento y efecto de acuerdo con la gradación:

Sensación                         1        2        3          4

Medicamento          1        2        4        8        16

lo cual equivale a formular la ley de Weber (1795-1878) «el crecimiento en progresión aritmética de la sensación es producido por un aumento en progresión geométrica del excitante», o bien con el enunciado de Fechner (1801-1887) «la sensación es proporcional al logaritmo del excitante».

Las ideas de Kindí fueron recogidas y aceptadas por Arnau de Vilanova, Bernardo de Gordon y el barcelonés Antoni Ricart (m. 1422). En cambio Averroes, al que siguió Pedro Abano, prefirió elegir una progresión aritmética de razón 1 siguiendo otras consideraciones de tipo matemático y basándose en una pretendida analogía con los tonos musicales.

Sin embargo, la relación que se abrió paso entre los autores medievales fue la de Kindí, que no era sólo apta para expresar la relación excitante/sensación, sino que también pareció apropiada para representar el movimiento de cualidad variable cuya fluyente es la velocidad. Bradwardine cuando evalúe la velocidad de un móvil en función de la relación fuerza/resistencia obtendrá la misma serie que los posólogos.

En el campo específico de la geometría tropezamos de entrada con la Nueva geometría de Llull, cuyas explicaciones se completan parcialmente con las dadas en el Árbol. La impresión del conjunto no es excesivamente favorable y demuestra que nos encontramos ante una popularización de conceptos científicos bien conocidos ya por los escolásticos del siglo xiii. No en vano los hermanos Carreras incluyeron la obra del pensador mallorquín dentro del escolasticismo popular que, en su caso, está frecuentemente contaminado por la doctrina atomística de los mutakallimes. En este aspecto su oposición a los filósofos Avicena y Averroes le lleva a admitir en el Árbol la existencia de puntos y espacio y tiempo indivisibles sin preocuparse de las implicaciones que suponía aceptar una u otra teoría en la casuística de los problemas del movimiento (que, por lo demás, debía conocer como lector de los Maqāsid de Algazel –que había resumido parcialmente en versos catalanes– de Avicena y Averroes. Y así deja escapar la ocasión –aunque a veces parece apuntar a una idea genérica de lo infinitamente grande y pequeño– de incorporarse a la especulación matemática que sobre el tema había introducido en la cristiandad Abraham bar Hiyya de Barcelona y que, mediante reelaboraciones sucesivas y a través de Campano de Novara, Santo Tomás, Bradwardine, etc., iba a alcanzar una última e importantísima resonancia en los indivisibles de Cavalieri (1598-1647).

Las sucesivas definiciones que da de punto y plano, así como la variedad de formas de los primeros, recuerdan las distintas formas dadas a los átomos de los elementos y de distintos cuerpos por los pensadores del medioevo. Y ya dentro de la masa de los conocimientos propiamente geométricos expuestos por Llull cabe reseñar sus intentos de cuadratura del círculo mediante la figura magistrales. Sus ideas en este campo, y a través del opúsculo De cuadratura et triangulatura circuli (1299), llegaron a influir en Nicolás de Cusa y otros autores posteriores como Juan de Herrera.

El mismo carácter popular puede atribuirse al Tractatus novus de Astronomia en que la mezcla de elementos astrológicos y filosóficos es constante. Pero tanto en esta obra como en la Geometría y en el Árbol ya citados, pueden espigarse una serie de pequeños datos que iluminan de manera clara determinados aspectos de nuestra historia científica que, a veces, tienen sus paralelos en la obra catalana del beato. Tal, por ejemplo, en lo que se refiere a la náutica. Hay dos textos de la segunda mitad del siglo xiii en que se apuntaba la idea de que en aquel momento se iniciaban en el Mediterráneo los primeros ensayos de navegación astronómica. Son ésos los de Alfonso X el Sabio quien nos dice que los buques lleven una brújula para orientarse y las varias citas de Llull, que dado el gran interés que presentan hicieron sospechar a A.E. Nordensköld que aquel fue el creador de la carta náutica (normal portolan). Para ello se basaba en el párrafo De questionibus navigationis de la Ars Magna Generalis et Ultima que tiene paralelos en varios lugares del Árbol (compuesto en 1295), entre ellos aquel en que nos subraya que los marinos tienen instrumento, carta, compás, aguja y tramontana. Y así era, conforme prueba la documentación coetánea.

Las citas paralelas permiten ver que Llull se refiere a brújulas de cebo cuya descripción más antigua de un árabe occidental es anterior a 1229, y en cuanto a instrumentos, al astrolabio, al cuadrante y al nocturlabio. Los tres eran conocidos desde el siglo x como mínimo pero no sabíamos nada directamente de su aplicación a la náutica. Poulle tiene el mérito de haber señalado el primero la cita más antigua al respecto hasta hoy conocida y que se encuentra en el tratado de astrolabio de Raimon de Marsella (1140), en donde se explica cómo los marinos dirigen su rumbo mediante una doble observación del paso superior e inferior de una estrella circumpolar como Benenas (Osa menor) o Algedi, llamada Maris Stella por el uso frecuente que de la misma hacían los marinos. Otro instrumento puede ser el nocturlabio que permitía la determinación de la hora de la noche por el método llamado Regimiento de la estrella polar mediante la observación de las estrellas Duo Fratres o Dos Guardas (α y β de la Osa Menor) y una de cuyas primeras descripciones, si no la primera, nos la da Llull en su Nueva geometría.

Posiblemente existían ya dos sistemas para determinar la latitud según las conveniencias. Uno sería el sistema de las Dos Guardas descrito por primera vez –y muy tardíamente– por Valentín Fernandes en su Repertorio dos tempos (1518) y que es de origen indio y el que recurre a la observación diurna del Sol para el cual se necesita disponer no ya de una tabla de declinaciones solares, las cuales existen desde muy antiguo, sino de un almanaque concretamente referidos a fechas ánuas. Y esos almanaques existían en el Reino de Aragón en la época que nos interesa. Rénaud ya había señalado que con esta palabra el astrónomo marroquí Ibn al-Bannā (1256-1221) aludía substancialmente a efemérides del Sol y de la Luna, que aún hoy son lo esencial de un almanaque náutico y tal y como se presentan por ejemplo en el unicum de Ammonio reelaborado por Azarquiel que tuvo versión alfonsí y fue reelaborado en el Almanaque de Tortosa de 1307. Por tanto, los marinos de la época conocían la declinación del Sol día a día para una fecha concreta y mediante una simple observación de altura de este astro, deducir la latitud del lugar mediante la conocida fórmula φ = 90 – h +_ δ cuando el Sol está en la culminación superior. Y que disponían de almanaque parece seguro ya que el Vocabulista nos cita calendarium, manāj, niwarraj, tawrij y esta última forma a través del plural tawārij puede relacionarse con la raíz ‘rj «fechar», y en consecuencia establecer la definición que caracteriza a las efemérides de los almanaques: su correspondencia biunívoca con una fecha determinada.

La carta náutica era conocida desde hacía muchos años en la época en que escribe Llull. Lo prueban no sólo las referencias de éste a la misma, sino también sus alusiones al sistema de determinar las distancias en el mar. En un primer estadio, en la primera mitad del siglo xiii, disponiendo ya de la brújula se redactarían los primeros derroteros locales que se integrarían en uno general, tal vez el más antiguo sea el publicado por Motzo, a mediados de siglo. Hacia 1270 la navegación se realizaba ya, de modo frecuente, con ayuda de derroteros y cartas náuticas. Además, el Árbol de Llull, en la parte que trata de cómo los marinos miden las millas en el mar, permite ver que disponían de un sistema de estima de distancias en la dirección de un rumbo dado y de unas tablas trigonométricas o un nomograma que permitía echar el punto a estima de un modo rutinario cuando se producía una deriva por causa de vientos o corrientes inesperadas. El texto luliano plantea el problema con el ejemplo más sencillo posible, es decir, cuando la deriva, a partir del origen, se realiza según un ángulo de 45°. Pero, a pesar de ello, permite ver que nos encontramos en los orígenes del sistema conocido por la toleta de marteloio cuya primera muestra escrita en el Mediterráneo –en el Índico también era conocida– se encuentra en un memorándum que se dirigió al Capitán General de Venecia en 1428 y que estaba tabulada en cuartos de 11°15’, 22°30’, 33° 45’, 45°, 56°15’, 67°30’, 78°45’ y 90° o sea para el primer cuadrante de los 32 vientos de la brújula. El sistema permitía responder a dos preguntas del tipo: 1) Si navego con rumbo al este, pero vientos contrarios me obligan a navegar cuatro cuartos al Sureste (eixaloch), cuando haya navegado 100 millas según el viento eixaloch, ¿cuánto me habré alejado del Este? ¿Qué distancia me separará de mi verdadero rumbo, el Este? y 2) Si me encuentro alejado 100 millas de mi rumbo verdadero, el Este, ¿cuántas millas he de navegar y a qué distancia al Este lo encontraré si viro n cuartos?

El caso de Llull es el primero y más sencillo puesto que conoce la hipotenusa (100 millas) y el ángulo de 45°; pero en éste, el seno es igual al coseno y en consecuencia la distancia que realmente ha navegado hacia el Este es idéntica a la deriva distancia que le separa de su verdadero rumbo.

Idénticamente la fijación de la línea de demarcación entre las posesiones de España y Portugal propuesta por Jaume Ferrer de Blanes reposa también en este género de problemas. De acuerdo con el Tratado de Tordesillas establece que las 370 leguas deben ser contadas hacia el Oeste a la latitud de 15°, que es la de las islas de Cabo Verde, y se extiende en una disquisición cosmográfica sobre la longitud en leguas de 1.° de paralelo en el ecuador y en la dicha latitud que peca de oscura. La discusión es superflua para el fondo del problema que resuelve con la toleta de marteloio en su primer caso: si una nave se aparta del rumbo que quiere seguir (en su caso Oeste sobre el paralelo de 15°) según un viento determinado (11° 15’, 22 °30’, etc.) ¿cuál será la deriva? Como sabe que la distancia a recorrer es de 370 leguas escoge un viento determinado a voluntad, en su caso el de 11° 15’ (O 1/4 NO) y procede a determinar la deriva de la nave, según ese viento a 370 leguas. O sea que debiera hacer: D = 370 tg 11° 15’ = 73,5974 leguas. Que Jaume Ferrer de Blanes aproxima por exceso a 74 leguas. Pero ni tan siquiera se esfuerza en ello puesto que el problema lo ha resuelto, como vamos a mostrar en seguida mediante la toleta de Marteiolo. Esta tabla, tal y como la ha reproducido Nordenskjöld en Periplos, consiste en los valores de los distintos elementos que se deben tener en cuenta para la navegación en una cuenca hidrográfica reducida y en la que se considere a la tierra como plana, en cuyo caso el error cometido respecto de la esfera es pequeño. Téngase en cuenta que en la solución de los problemas del triángulo rectángulo plano sólo intervendrán como datos un ángulo (rumbo) y según los casos un cateto o la hipotenusa a los cuales la toleta da los valores 100 ó 10 según el caso que considere. Si recalculamos la tabla tenemos (en redondas, valores calculados; en cursivas, valores dados en la toleta).

Rumbosc = 100 sen Rb = 100 cos R          10  a =   _______         sen R              10    b =    _______             tg. R
11° 15’ 22° 30’ 33° 45’ 45° 56° 15’ 67° 30’ 78° 45’ 90°  19.509    20   38.268    38     55.557    55   70.710    71   83.147    83   92.388    92   98.078    98 100.000  100 98.078   98  92.388   92  83.147   83  70.710   71  55.557   55  38.268   38  19.509   20           0  00   51.258   51  26.131   26  17.999   18  14.142   14  12.026   12  10.824   11  10.196   10        10    8 50.273   50  24.142   24  14.966   15         10   10     6.681    6     4.142    4     1.989    5            0  00

Tanto Ferrer como Llull han tenido la tabla delante de los ojos. Ferrer dice: «[…] la cuarta del viento que por su camino tomará la nave, partiendo de las Islas del Cabo Verde al fin de las trescientas setenta leguas, será distante del paralelo o línea occidental setenta y cuatro leguas a razón de veinte por ciento […]» O sea, que con la primera columna y fila del marteiolo establece:

                      370      100           

____ = ____    x = 74 leguas

        x          20                               

Prescindimos aquí de la reducción a grados de dichas 74 leguas. El texto de Llull («e consiren lo centre del cercle en lo qual los vents fan angles, e après consiren fer lo vent de levant anant la nau luny cent milles del centre, quantes milles ha tro el vent d’eixaloc») no necesita, después de lo dicho, mayor comentario.

Dentro del campo de la astronomía pura sólo cabe reseñar su explicación relativamente sensata sobre el aumento del diámetro aparente del Sol en la vecindad del horizonte y otra de las manchas de la Luna, a la que considera como si fuera un espejo que reflejara la configuración de la Tierra. Por lo demás, las restantes teorías de la época son una mezcolanza de filosofía natural aristotélica. Los adeptos a la práctica judiciaria de esta última – Llull los sigue– dejaban siempre bien en claro que sus pronósticos no implicaban la predestinación ni atentaban contra la omnipotencia divina.

Entre los fenómenos astronómicos susceptibles de utilizarse con fines astrológicos se encuentran los eclipses y, con este fin, vemos unos cuantos de ellos enumerados en el Libro de sabiduría. Concretamente los siguientes:

21-22.8.1290                Luna en Piscis              Fase     0.66 Temporales marinos

5.9.1290                      Sol en 20° Sagitario      Fase 4 dedos, daños a los                                                                      hombres

24.2.1291                     Luna                            2 partes, daños

30.07.1292                   Luna                            0,5

06.07.1293                   Sol                                          

30.05.1295                   Luna                            0,75 muerte de un gran rey                                                                       cristiano

En general, y supuesto de que las fechas de estos eclipses se hayan calculado por adelantado, detalle éste que podría ponerse en duda al ver lo acertado del pronóstico astrológico hecho a partir del último, hay que reconocer la exactitud del astrónomo que los previó. Salvando el de 1291 que tuvo lugar el día 14 y no el 24 –error que se debe a unlapsus del copista del manuscrito o, lo más probable, a una errata de imprenta (adición de una X)–, los demás coinciden con lo que sucedió en realidad. Es más, las predicciones de los de Sol, las más difíciles de determinar, son correctas: el de 1290 fue anular sin alcanzar la totalidad en ningún momento y el de 1291, total («e serà escur sobre la terra, axi com si era de nit»), con línea central que pasaba en España a lo largo de las costas del golfo de Cádiz. El que en el primer eclipse sólo se nos diga que «será eclipsat lo sol un poch, ço es a saber de 11 dits» debió corresponderse bien con lo que se vería desde nuestras latitudes ya que la línea central discurría a lo largo del paralelo de 50° N. Finalmente, hay que admirar la exactitud del vaticinio deducido del eclipse de Luna de 1295 «mort d’algun rey gran e de christians» que se refiere, probablemente, a Sancho el Bravo (25 de abril).

Desde el punto de vista de la cultura general cabe citar los textos de astronomía manejados por los astrónomos de la época y por Arnau de Vilanova. Resultan ser la Esfera y el Compotus del obispo inglés Roberto de Grosseteste (1168-1253). La primera es un compendio de la obra que sobre el mismo tema había escrito Juan de Holywood, más conocido como Sacrobosco (m. c. 1256) y en la cual se hacía una síntesis bastante lograda de las obras de astronomía de Fargāni, Battāni y Alhacén, conocidos a través de las versiones arabigolatinas realizadas en España. Pero Grosseteste hizo algo más puesto que añadió algunos datos como el de la trepidación de los equinoccios y, junto con Roger Bacon, desarrolló un nuevo tipo de libro astronómico, el de los Theorica planetarum, que parece constituir una ampliación de la última parte de la Esfera de Sacrobosco, destinada a calcular el tamaño y las dimensiones del universo de acuerdo con las ideas expuestas por Tolomeo en sus Hipótesis y que Campanus de Novara, su máximo exponente antiguo, conoció probablemente, además, a través de Fargāní, en la versión de Juan de Sevilla. El método consiste en partir de la distancia absoluta y conocida del astro más cercano, la Luna, para ir deduciendo las de los demás, siempre y cuando se considere que el apogeo de la órbita de una cualquiera de ellas limita con el perigeo de la inmediata superior y así sucesivamente, es decir, que nos encontramos en un espacio de esferas y anillos homocéntricos en íntimo contacto los unos con los otros.

El Computus correctorius es una obra destinada a armonizar el calendario solar con el lunisolar o, dicho en otras palabras, a fijar de una vez para siempre la fecha del principio de la primavera (entrada del Sol en Aries) y las reglas de la determinación de la Pascua. Grosseteste critica el ciclo de Metón (19 años julianos) aplicado por igual en los calendarios cristiano y judío puesto que si 235 meses lunares (6939d 687287) equivalen a 19 años julianos (6939d 75) se produce un error que acumulándose alcanza el valor de 1 día 6 minutos y 40 segundos en 304 años con las consecuencias consiguientes en el cálculo de Pascua. Por tanto propone proceder a una reforma calendérica que tenga en cuenta los valores exactos del año (trópico) y del mes (sinódico). La observación muestra que las Tablas de Battāni se corresponden bien con el movimiento del Sol y en su Kalendarium utiliza para la correlación lunisolar el ciclo de 76 años de Calipo, mientras que en el Computus propone utilizar el ciclo árabe de 30 años con un total de 10.631 días, ya que al cabo de ese período vuelven a coincidir las lunaciones (360 meses lunares que equivalen a 30 años). Es decir, las lecturas de Arnau prueban hasta qué punto se inclinaba a admitir los avances de la cultura árabe clásica (ciclo de Metón, con sus múltiplos y submúltiplos). Y los otros libros que figuraron en su biblioteca y tratan de temas astronómicos o astrológicos debieron pertenecer a la misma tendencia orientalizante.

La física de la época tiene escasa entidad y se centra en los problemas de movimiento que llevan a considerar otros conexos con la filosofía como son los del vacío y la divisibilidad del espacio y el tiempo, etc. Sin embargo, a través de Llull se adivina que se tenían unas nociones de hidrostática al nivel de la época conociendo el concepto de densidad y, sobre todo, de óptica. En este aspecto, el que en la biblioteca de Arnau figurara la Perspectiva Communis, de John Peckam (m. 1292), es índice de una buena información, ya que deriva de Alhacén y da noticias, al igual que los trabajos de Bacon y Witelo, sobre la cámara oscura.

Mayor interés y mejor informados estamos sobre la alquimia, aunque muchas de las obras del género atribuidas a Llull y algunas de Arnau sean espúreas. En todo caso, del primero nos consta que no creía en la transmutación de los metales y los textos en que alude a esta cuestión sugieren claramente que conocía –y hacía suya– la opinión expresada por Avicena en la Epistola ad regem Hasen y en De congelatione et conglutinatione lapidibus en donde se sostiene que el paso de un mineral innoble al oro o la plata es imposible, ya que sólo se puede obtener una apariencia, un sucedáneo (sibga) de los metales preciosos. Este sucedáneo o tinción era posible gracias a la teoría de Geber sobre los principios de azufre y mercurio que no son precisamente los cuerpos designados por esos nombres, sino substancias hipotéticas que recuerdan por su naturaleza caliente y fría al azufre y por la fría y húmeda al mercurio. De aquí que «los alquimistas […] no puedan transformar, realmente, las especias. Pueden obtener cambios aparentes como teñir el rojo de blanco parecido a la plata y de un color amarillo parecido al oro […]», ya que lo que da las características de cada metal no son sólo las proporciones de los principios azufre-mercurio sino su grado de pureza. En este aspecto la obra de Llull se contrapone generalmente a la de Arnau y en el siglo xiv, en el momento en que se redactan los tratados alquímicos puestos a nombre de éstos por Raimon de Tàrrega (m. 1371), Juan de Rupescissa (m. c. 1356), etc., hay que recurrir a inventar a un Llull convertido a la alquimia por Arnau.

En el inventario de bienes de relictos de Arnau se encuentra citado bajo el número 109 un libro que empieza Lunam et solem que creemos debe identificarse con la Risālat al-sams ilà al-hilāl del ocultista egipcio Ibn Umayl, conocido entre los latinos como Senior, Senior Zadith y Zadith b. Hamuel. Dicho libro fue a su vez objeto de un comentario árabe vertido al latín con el título de Tabula chimica. Y entre la bibliografía citada y utilizada en el cuerpo de las obras escritas sobre este tema por Llull y Vilanova figuran una serie de libros como los de Morenius, Geber y la Turba Philosophorum que indican el origen oriental de la materia en ellas expuestas y a los cuales se deben, según algunos autores –desde luego no para Juan A. Paniagua– las invenciones de Arnau en este campo: la preparación de licores, la fabricación del ácido nítrico descrita por primera vez en el Summa perfectionis de Geber; el agua regia, cuyo origen también se encuentra en el corpus ŷabiriano; y el alcohol. Es posible que se deba además a Arnau una traducción adaptada del texto árabe del alquimista griego Zósimo.

Las ciencias naturales se nos presentan en esta época de modo fragmentario y anecdótico. Sabemos, por ejemplo, que Arnau poseía un Lapidario y que existieron tratados sobre halconería (Lo libre dell nudriment he de la cura dels ocels, que deriva de la parte correspondiente del Speculum… de Vicente de Beauvais (m. c. 1264), de perros de caza y de hipiatría, como las versiones catalanas del De medicina equorum, de Giordano Rufo, y de El libro de los caballos, anónimo, compuesto por mandato de Alfonso X de Castilla.

En cambio, la medicina y la farmacología presentan mucha mayor unidad. Y las conocemos con mayor detalle y seguridad que las restantes ramas científicas gracias a los estudios de tipo general como el de A. Cardoner i Planas y los de carácter particular como los consagrados a Arnau de Vilanova. Bastará simplemente recordar las fuentes orientales de éste, traductor de Avicena, Qusta b. Luqa, Kindi, Ibn al-Yazzār, Avenzoar, etc., y en cuya biblioteca figuraba la Cirugía de su coetáneo Teodorico de Borgognoni (1205-1298), rápidamente vertida al catalán. Simultáneamente Esteban de Zaragoza traducía al latín (1233) el Libro de los Simples, de Ibn al-Yazzār, y el judío Abraham de Aragón adquiría merecida fama como oftalmólogo. Por tanto, no vamos a entretenernos en estas cuestiones aunque sí señalaremos de paso que el De ornato mulierum y el De decoratione, tratados de cosmética atribuidos a Arnau, es posible que tengan su antecedente en el Kitāb al-Zina, de Avenzoar, y que el Liber de pronosticationibus sompniorum, de un tal Guillermo de Aragón (¿Arnau de Vilanova?), tenga gran influencia del oneirólogo árabe Ibn Sirim.

Mayor interés presentan las consideraciones que pueden hacerse en torno a la palabra malastān (marastān, hospitale) que figura en el Vocabulista, pues permite sospechar que los hospitales de tipo oriental –es decir, con salas especializadas y contando entre ellas una destinada a los locos– se introdujeron en esta época en el Reino de Aragón. La institución, como su nombre indica, era de origen persa y el primero que funcionó, aunando la práctica india con la griega, fue el de Yundisāpūr. El califa Walid I (705-715) la introdujo en el islam y a partir del siglo ix los hospitales se multiplican de modo insospechado pasando a ser grandes instituciones. Así, por ejemplo, el adūdi, inaugurado en el 982, tenía a su servicio 80 médicos de distintas especialidades (oftalmólogos, cirujanos, traumatólogos…) que desempeñaban además una labor docente. Pero ya en esa época existían manicomios como entidades independientes y a ellos acabaría aplicándose con preferencia el nombre de (bi) maristan. Mubarrad (m. 898) conserva dos anécdotas que lo prueban: la primera se refiere a una visita hecha al nosocomio de Dayr Hizqil (o Harqal) y su contenido puede interpretarse como una adaptación ciudadana del tema beduino de Maŷnūn «el loco» de amor. La segunda gira en torno a una cuestión de cortesía. Y ambas muestran cómo esos locos, cuerdos en el momento del diálogo con el narrador, están sujetos con cadenas y grilletes. Un siglo después el gran escritor Hamadāni (968-1008) consagra una de sus maqāmas a un loco diserto del manicomio de Basora. Tengo noticias concretas de que la existencia de estas instituciones era conocida en la España de fines del siglo x, pero carezco de datos de que existieran aquí antes de 1367.

El tratamiento empleado para dominar los paroxismos de esquizofrenia era inicialmente el que estuvo en vigor en Occidente hasta Pinel y consistía puramente en el recurso a la fuerza y a los látigos. Luego se humanizó puesto que sabemos que el oriental Muhaddad al-Din b. Dajwār (1169-1230) trataba a los maníacos adicionando al agua de cebada una dosis apropiada de opio, con lo cual cesaba la crisis. Y, casualmente, entre los pocos fármacos que cita el Vocabulista aparece el jasjāsa, correctamente traducido por papaver.

Por tanto, cabe suponer que las ideas sobre el tratamiento de este tipo de enfermos se infiltraron en el siglo xiii en la Península y de aquí surgirían los posteriores centros de Granada (1367), Barcelona (1375) y Valencia (1409). 

Creemos que esta rápida ojeada a la situación de los estudios científicos durante el reinado de Jaime I, es decir, durante el siglo xiii, muestra bien a las claras la inexistencia de una decadencia; muestra que la ciencia de raigambre oriental se conservaba viva, si bien ya se iniciaba la polarización hacia los estudios de letras con preferencia a los de ciencias. Pero fuera como fuere, la aportación científica transpirenaica no se distingue excesivamente de la realizada en España. Si esta ciencia «occidental» la comparamos con la «oriental» de la época, seguramente aquella quedaría en segundo lugar. Pero ese no es nuestro caso ya que hasta aquí sólo nos ha interesado ver el nivel cultural de los cristianos de la época.