El gran reto que afrontó Ramon Llull con su vida y su obra fue la diversidad religiosa o, mejor dicho, el fracaso de la conversión de los judíos y sobre todo los musulmanes de su tiempo.
La apologética tradicional, que se practicaba desde hacía siglos, estaba pensada para el diálogo con los judíos. Los cristianos compartían con ellos un texto de autoridad: el Antiguo Testamento.
Este modelo de diálogo entró en crisis en el siglo XIII, cuando los interlocutores principales para la misión ya no eran los judíos, sino los musulmanes, debido al peso político que habían adquirido. Mientras que con los judíos había, como hemos dicho, una base de autoridad común, para el diálogo con los musulmanes, en cambio, no existía semejante documento. Era necesario, pues, desarrollar nuevas estrategias para el diálogo entre religiones. Así lo hacen, por ejemplo, Tomás de Aquino y Ramon Martí al intentar introducir el discurso filosófico-racional como fundamento del diálogo con los musulmanes. Ambos pensaban que, aunque los misterios cristianos no se podían demostrar racionalmente, sí se podía refutar racionalmente la religión musulmana.
Ramon Llull se sitúa de lleno en este discurso. Él también cree en la fuerza de la razón para el debate interreligioso, pero la propuesta de Tomás de Aquino y de Ramon Martí no le parece suficiente. Para Llull, el discurso racional que practicaron Ramon Martí, Tomás y otros se queda a medias, ya que resulta meramente negativo y, por ello, insatisfactorio. Tomás, al igual que Ramon Martí, se limita a refutar la religión del otro, y, a veces, a refutar los argumentos de los otros contra la fe cristiana, como la acusación de triteísmo.
Lo que no hacen ni pretenden hacer, en cambio, es dar una prueba racional de la verdad del cristianismo. Y precisamente ese es el proyecto luliano; a sus ojos, la apologética y la misión sólo pueden dar buenos resultados cuando no se limitan a demostrar racionalmente la falsedad de la religión de los interlocutores, sino que llegan también a demostrar racionalmente la verdad de la fe propia, a saber, la cristiana. Es decir, que además de las razones contra las otras religiones, hay que tener también buenas razones a favor de la propia. Ahora bien, la pregunta que se impone inevitablemente ante el proyecto misionero de Llull y su carácter innovador es: ¿de qué clase de razones estamos hablando? ¿Qué racionalidad puede ser capaz de mostrar los misterios cristianos, como la Trinidad y la Encarnación, unos misterios que, como tales, tradicionalmente se consideran suprarracionales?
Es aquí donde entra en juego el famoso Arte luliano, un sistema que pretende responder justamente a esta pregunta. El Arte se fundamenta en los conceptos comunes de las grandes religiones monoteístas. Es decir, coge aquello que comparten las tres, judaísmo, cristianismo e islam; este sustrato colectivo de las tres religiones del libro consiste, en primer lugar, en los atributos de Dios: las dignitates, como dicen los cristianos medievales, que los musulmanes denominan hadrat y los judíos sephirot, a saber, la bondad divina, su magnitud, eternidad, etc. Además, las culturas de las tres religiones del libro comparten algunos conceptos lógicos, como las relaciones, a saber, diferencia, concordancia, contrariedad, etc., o las preguntas de la lógica aristotélica, es decir, si una cosa es, qué es una cosa, de dónde es esta cosa, etc. Asimismo, comparten conceptos ontológicos, como la escala del ser que arranca de los elementos, pasa por las plantas, los animales, los hombres, hasta llegar a Dios. Además, hay nociones morales compartidas. Todos estos conceptos comunes forman el llamado alfabeto luliano. El Arte luliano es un mecanismo complejo que combina estos conceptos, representando cada uno de ellos por una letra (B, C, D, etc.), con el objetivo de generar todas sus posibles combinaciones (BC, BD, etc.), lo que realiza con las célebres figuras. Llull coge, pues, los elementos que todas las religiones comparten y los combina para reflexionar sobre ellos y para mostrar que, si entendemos bien dichos elementos, ellos mismos nos llevan a la Trinidad y a la Encarnación.
Cojamos, por ejemplo, la combinación BD, es decir, bondad (= B) y eternidad (= D). Tanto los musulmanes como los judíos y cristianos creen en la bondad y eternidad perfectas en Dios.Si se reflexiona sobre estos conceptos, se descubre que, para ser una bondad perfecta y eterna, tal y como corresponde a Dios, dicha bondad ha de estar necesariamente activa, ha de ser un «bonificativo» (algo que hace bueno), y ha de tener un «bonificable» (un objeto al que hace bueno). De no ser así, la bondad de Dios sería ociosa, como dice Llull, lo cual es imposible. Ahora bien, el acto de la bondad de Dios y su objeto no pueden corresponderle sólo de manera accidental, bonificando su creación, sino que deben corresponderle desde la eternidad y de manera coesencial. La razón de ello radica en que la bondad divina, según Llull, sólo puede ser perfecta y eterna si lo es también su acto, y éste, a su vez, sólo puede ser perfecto y eterno si también lo es su objeto. La bondad perfecta y eterna de Dios exige, pues, un acto y un objeto igual de perfectos y eternos, de modo que en Dios ha de haber tres momentos: el bonificativo, el bonificable y el bonificar, como dice Llull; y decir esto, según él, no es otra cosa que decir Padre, Hijo y Espíritu Santo. De este tipo son las «razones necesarias» del Arte luliano con las que Llull no sólo pretendía refutar las religiones musulmana y judía, como santo Tomás y Ramon Martí, sino convencer positivamente a los musulmanes y judíos de la verdad de la fe cristiana.
Esta combinatoria del Arte luliano es, de hecho, un proceso de análisis elemental y de reconstrucción. Por una parte, reduce las religiones históricas a sus elementos más primitivos; por otra, representa dichos elementos mediante las letras del alfabeto para volver a combinar esas letras y los elementos de las diferentes religiones que designan, hasta que, a través de tales combinaciones, se llegue a una visión del mundo que sea lo más consistente posible: ésta corresponderá a la verdad. Sin duda, este procedimiento, que no se limita a las religiones, sino que para Llull es universal, constituye un ingrediente esencial del pensamiento moderno.
Basta pensar en la characteristica universalis de Gottfried Wilhelm Leibniz. Ya en su Dissertatio de arte combinatoria, en 1666, el joven Leibniz, claramente inspirado en Llull, esboza un proyecto de reconstrucción de toda la realidad a partir de un número definido de nociones básicas. Leibniz critica las nociones básicas del alfabeto luliano por demasiado limitadas, y propone otro alternativo y más amplio. A diferencia de Llull, Leibniz no representa estas nociones básicas con letras, sino que utiliza números; así, la noción básica «espacio» se representa por el número 2, la noción básica «entre» por el número 3, y la noción básica «todo» por el número 10. Así, según Leibniz, un concepto complejo como, por ejemplo, el concepto de intervalo, se puede formular como 2.3.10, es decir, «espacio entre todo». Leibniz estaba convencido de que así todas las cuestiones se podían reducir a problemas matemáticos, y para resolver cualquier problema, sólo teníamos que ponernos a calcular. Ese es el sentido del famoso Calculemus! de Leibniz.
A través de Leibniz, la influencia luliana llegó a ser decisiva también en desarrollos más recientes como la lógica formal. Se puede decir que ésta empieza con Gottlob Frege, a finales del siglo xix. Según Frege, la characteristica de Leibniz, en su evolución posterior, se limitó a diferentes campos, como la aritmética, la geometría, la química, etc., pero no llegó a ser universal tal como Leibniz, de hecho, había deseado. Por eso Frege, en su famosa Begriffsschrift de 1879, se propuso crear un lenguaje elemental que unificase los diferentes lenguajes formales que después de Leibniz se habían establecido en las diversas ciencias naturales. Este lenguaje no es otro que la lógica formal que domina el discurso filosófico hasta hoy, y que representó un paso importante en el camino hacia la creación de los lenguajes informáticos. Lo característico de esta clase de lógica es su notación formal, que utiliza variables y símbolos para representar las diferentes proposiciones y operaciones lógicas. A partir de esta notación, Frege desarrolló el denominado cálculo lógico.
Si bien el lenguaje al que llega esta lógica formal tiene poco a ver con el Arte, puede considerarse a Llull precursor de este proyecto en tanto que ya en su pensamiento encontramos la idea de un lenguaje elemental que sigue reglas lógicas y utiliza variables, y que opera con el principio de sustitución de dichas variables.
Con todo, hay que advertir también las diferencias entre el Arte de Llull y la evolución de la lógica moderna. Sobre todo desde principios del siglo pasado, con el denominado Círculo de Viena, al que pertenecen pensadores como Rudolf Carnap, el proyecto de un lenguaje elemental se ha ido vinculando cada vez más a la idea de la eliminación de todas las expresiones metafísicas del lenguaje corriente. Así, el proyecto de un lenguaje elemental, concebido desde el paradigma lógico-matemático, se ha vuelto programáticamente antimetafísico. Ni que decir tiene que el Arte luliano se entiende, en cambio, como un lenguaje elemental claramente metafísico.
Mientras que la lógica formal y los lenguajes informáticos se limitan, pues, a «calcular» o procesar la información dada de una manera coherente, con una cierta indiferencia con respecto a su contenido concreto, el Arte de Llull no descuida nunca lo que podríamos denominar el aspecto material: la semántica de los principios metafísicos en los que se fundamenta. Ciertamente, esto tiene que ver con la intención de Llull, ya que el mallorquín debía partir de unos presupuestos metafísicos fuertes para llegar a convencer a los musulmanes de su religión.
Pero es más que eso: Llull parece haber visto un problema que acompaña a la lógica desde sus orígenes aristotélicos. Y es que ya en Aristóteles las reglas para encontrar un buen argumento y las reglas para garantizar la validez del proceso argumentativo parecen ir por dos caminos distintos. Por un lado se encuentran los libros de los Tópicos, que establecen las reglas heurísticas para encontrar buenos argumentos; por otro, los Analíticos posteriores, que dan las normas para asegurar que nuestras inferencias sean válidas desde un punto de vista formal. ¡Como si se pudiera obtener una argumentación válida sin tener que partir de un argumento válido!
Para Llull, en cambio, la parte inventiva de la lógica, aquella que se dedica a encontrar argumentos válidos, y la parte demostrativa, aquella que vela por la validez de la conexión de los diversos argumentos, son inseparables. Con ello, Llull se aleja claramente de los intentos modernos de una lógica puramente formal y reivindica los fundamentos metafísicos o, cuando menos, semánticos de toda lógica.
Estrechamente vinculado a la combinatoria y al lenguaje elemental, encontramos un segundo aspecto del Arte que, por su vigencia, merece nuestra atención: la reciprocidad. Como se ha dicho antes, la finalidad última del Arte es la conversión a la fe verdadera. Con todo, convencer a los otros sólo es una de las dos caras del Arte. Porque el enfoque racional que propaga Llull tiene como consecuencia que, si en el proceso de recombinación y valoración de los presupuestos comunes los argumentos de nuestro interlocutor son mejores que los nuestros, entonces hay que aceptarlos y dejarse convencer. Y así lo dice el propio Llull, recordando una experiencia misionera en el norte de África: «Mientras iban llegando cada día más y más sabios de la religión musulmana, Ramon declaraba, entre otros otrascosas, que conocía muy bien las razones de la fe cristiana y de sus artículos, y que había venido aquí [es decir, a Túnez] para convertirse a la fe de los musulmanes si, una vez oídas las razones que los sabios musulmanes tuviesen para su fe, encontrase más válidas dichas razones que las de los cristianos».[1]
Aceptar la razón como máxima autoridad significa aceptar la reciprocidad del proceso argumentativo y, en cierta medida, poner las propias convicciones a disposición del otro, ¡una actitud muy valerosa, incluso hoy en día! Es cierto que se puede dudar de si Llull realmente iba a convertirse; pero no es esa la cuestión. Lo que parece decisivo es que Ramon Llull, en su tiempo, fuera capaz de concebir esa idea.
Colocarse bajo la fuerza del mejor argumento —y este es el proyecto luliano— significa también partir de la suposición de que lo que dice el otro, si bien nos parece equivocado, puede ser verdad; mientras que las convicciones propias más íntimas, en cambio, podrían ser erróneas. Si no se acepta esta regla que filósofos como Donald Davidson y Willard van Orman Quine han bautizado como charity principle, y cada interlocutor afirma, en cambio, la imposibilidad de las verdades del otro, no entrarán en diálogo alguno.
Ciertamente, hoy, en las sociedades supuestamente ilustradas, estamos mucho más dispuestos a aceptar este criterio de reciprocidad en el terreno de los asuntos religiosos, y no nos parece gran cosa. Quizás sea porque, para muchos, la religión ha perdido su carácter absoluto e incondicional. En nuestros días, sin embargo, hay otros discursos donde reaparece la idea de valor absoluto o incondicional, tales como el de la universalidad de la democracia y de los derechos humanos. Se dice muchas veces que estos valores son innegociables y que, si es necesario, se deben imponer por la fuerza.
¿Volvemos a estar, pues, ante un dilema semejante al de la apologética tradicional de la Edad Media? En la famosa disputa de Barcelona de 1263 entre el rabino Moisés ben Nahman y Pau Cristià convocada por Jaime I, las autoridades cristianas dejaron muy claro el carácter incuestionable de sus convicciones: «[Nos hemos reunido aquí] no con la intención de someter la fe del Señor Jesucristo a debate con los judíos como si fuera cosa dudosa, puesto que esta fe no admite, debido a su certeza, ninguna clase de discusión, sino más bien para que la verdad de esta fe se muestre tan evidente que disipe los errores de los judíos».[2]
De la misma forma que la fe entonces, también hoy, en muchos diálogos y negociaciones políticas, parece que los derechos humanos se hayan vuelto incuestionables. De hecho, si en la cita de la disputa de Barcelona se sustituyesen las palabras «la fe del Señor Jesucristo» por «los derechos humanos», la frase articularía un problema muy actual.
Entendámonos bien: ni Llull predicaba el relativismo ni pretendemos hacerlo nosotros, y menos tratándose de los derechos humanos. Pero sí debemos replantearnos, del mismo modo que lo hizo Llull, cómo llegar a un acuerdo en estas cuestiones de valores incondicionales; un acuerdo que, según Llull, solo es posible si compartimos o combinamos las distintas perspectivas y nos sometemos a la reciprocidad del discurso racional.
Como conclusión, podemos decir que la combinación es la respuesta de Ramon Llull ante la complejidad del mundo; la reciprocidad, en cambio, es su respuesta ante la diversidad entre los hombres. ¡Unas respuestas que en ochocientos años no han perdido nada de su fuerza!
Notas
[1] Ramon Llull, Vita coaetanea, ed. Hermógenes Harada, ROL VIII, p. 289.
[2] La Disputa de Barcelona de 1263 entre mestre Mossé de Girona i fra Pau Cristià, estudio introductorio de Jaume Riera i Sans, traducción de los textos hebreos y latinos, y notas, de Eduard Feliu, prefacio de Pasqual Maragall, Barcelona, Columna, 1985, p. 65.