Las personas imperfectas

Besnik Mustafaj

Escritor y político, presidente de la Asociación Albanesa para la Alianza de Civilizaciones (AFALC)

Yo tenía nueve años cuando el régimen de la época declaró a Albania un país oficialmente ateo, y el ejercicio de la religión, un crimen contra el Estado. Las iglesias y mezquitas fueron quemadas; los religiosos, aquellos que se salvaron de la cárcel, fueron enviados a campos de concentración o a las fábricas para ganarse el pan. Recuerdo el silencio que reinaba en mi casa, en Tropoja, mientras mi abuelo escuchaba la radio. La población estaba en pie con antorchas encendidas. Yo tenía sensaciones en las que la vergüenza se mezclaba con la inquietud. El día después, en la escuela, la profesora nos preguntaría a todos los niños si habíamos ayudado a nuestros padres en la destrucción de la mezquita, la quema de los ropajes del cura o la destrucción del cementerio municipal, donde hasta el día anterior los vivos habían puesto cruces o medias lunas de piedra o yeso sobre las cabezas de los muertos.

Yo me sentía obligado a reconocer, frente a mis compañeros de clase, que mi abuelo, mi abuela y mi madre no se habían unido al pueblo para cumplir con la palabra del Partido. Sobre mi padre no sabía qué decir. Siempre salía de madrugada para ir a trabajar y volvía muy tarde. Mi madre no me dejaba poner los pies en la calle, pero yo me enteraba por la radio de lo que estaba ocurriendo y era capaz de contar con detalle la crónica de aquella gran revuelta. Iba a ser muy difícil el momento en que la profesora me preguntara en qué tareas habían tomado parte mis padres. ¿Dónde iba a ocultar el sudor de la vergüenza, cuando ante toda mi clase tuviera que aceptar que mi familia no había cumplido con su tarea? La profesora me iba a exigir que fuera sincero. “Los hijos del Partido -me diría- abren su corazón. ¿O no?”. Reclamaría el apoyo de toda la clase, y yo iba a sentir un rumor de “síes” que haría temblar las paredes.

La sinceridad, según la profesora, significaba que yo tendría que contar a todos los niños con desprecio que mis padres eran ciegos creyentes o, en otras palabras, que eran todavía prisioneros de un pasado reaccionario, cosa que no los disculpaba, porque se podía ejercer de enemigo con o sin conciencia de ello. También podían pensar que estaban actuando de incógnito y querían poner trabas a la revolución. Para librarme de la vergüenza ante el Partido, como representante de la nueva generación, tenía que denunciar a mis padres sin piedad y con la boca llena de desprecio, que era lo que el enemigo merecía.

El primer y segundo día, por suerte, el dedo de la profesora no apuntó hacia mí. Pero tuve, durante todo ese tiempo, el corazón helado. Al tercer día me desperté decidido a no volver a la escuela. Estoy enfermo, dije a mi madre, sin encontrar el coraje para decirle la verdad. Y ella hizo como si me creyera. No fui a la escuela durante una semana, hasta que se amansó la campaña de la guerra contra la religión. Las iglesias y mezquitas fueron derribadas y el clero desapareció. Si la memoria no me falla, aquella fue la primera vez que dije una mentira, y lo que es peor, la dije con el silencioso consenso de mis padres.

En nuestra familia, de tradición musulmana, sólo mi abuela practicaba regularmente su fe. En los días de la destrucción de las iglesias y mezquitas, ella no guardaba silencio. Iba de una habitación a otra murmurando cosas para sí. Más tarde le oí comentar a mi madre la razón su congoja: se iba a morir sin respetar, siquiera una vez más, el Ramadán. Durante el invierno de 1984, ya de adulto, yo vivía en Tirana. Junto con mi mujer y mi hijo recién nacido fui a mi lugar de nacimiento a celebrar el nuevo año. En una de la charlas con la abuela – para entonces,  el abuelo ya había muerto-, la invité a venir a mi casa durante el período del Ramadán. Allí puedes guardar el ayuno tranquilamente, le dije. Ella me examinó con una mirada extraña. Después me hizo la pregunta más inesperada.

– ¿Vosotros, allí en Tirana, estáis con Enver?[*]

– ¡Deja a Enver en paz!- respondí, esquivando la pregunta-. Tú en mi casa podrás respetar el Ramadán. Eso es lo único que debe preocuparte.

A ella se le iluminó la cara y de nuevo me sorprendió.

– No -dijo-, no me voy. Esperaré a poder ayunar en mi casa. Nosotros no parimos al diablo aquí, nos lo trajeron desde Tirana. Los que vivís allí ya no tenéis miedo, así que los buenos ánimos tendrán que llegar también hasta aquí. Yo esperaré a que lleguen – recalcó-. No me moriré.

La protagonista de esta parábola sobre mi vida murió hace años. Mi abuela cerró los ojos, feliz, porque alcanzó a guardar ayuno en su casa. Yo la he traído hasta esta página para subrayar algunos pensamientos, que me parecen útiles en relación con el tema del diálogo intercultural. Hoy en día existe sin duda una fuerte voluntad política en Europa y una gran parte del mundo de desarrollar un amplio diálogo entre los pueblos de diferentes orígenes culturales, religiosos o étnicos, con el intento de allanar todos los equívocos que nacen, precisamente, del desconocimiento mutuo. Esta voluntad política es una gran esperanza para la paz común.

Pero la voluntad política no es una energía mecánica que se pueda orientar sin tener en cuenta todo un conjunto de condiciones, que a su vez componen la experiencia humana de los distintos interlocutores. Una parte de éstos ha crecido muy probablemente en el marco de una ideología monolítica. Aquellos otros que han crecido en libertad no han probado qué es la comunicación monolítica, donde no hay un lenguaje de la familia ni un lenguaje de los niños, sino sólo un idioma oficial que es igual para todos. Todos, en todas partes, aprenden a decir lo mismo y pierden así también la capacidad de pensar en lo que dicen. La ideología monolítica intenta eliminar las individualidades y produce una comunidad de seres repetitivos. Partiendo de esa experiencia, estos seres se sentarán un día a la mesa de las personas crecidas en libertad. Ello no significa que quienes han crecido en libertad deban tratarlos desde la caridad del liberador. Al contrario: éste puede ser el primer error, quizás de consecuencias incorregibles.

Yo he contado aquí cómo me vi obligado a mentir para no ajustarme a lo que la profesora llamaba sinceridad. Y mentí con el silencioso consenso de mis padres. A pesar de lo legítimo de estas razones, la mentira en aquella temprana edad deja la puerta abierta a su futura repetición como un modo de esquivar el enfrentamiento y, por tanto, conlleva el peligro de deformar el carácter del futuro hombre adulto. Esto, naturalmente, es un drama para la persona misma, porque empalidece o incluso elimina el coraje de asumir responsabilidades. ¡Cuántos hoy en día son víctimas de esta educación para la falta de la responsabilidad! Precisamente por esta razón, sus propios dramas personales pueden resultar fatales para los demás. Pero son nuestros contemporáneos y sin duda formarán parte del diálogo. De la gente que ha nacido en libertad sólo cabe pedir un poco de sentido común y grandes dosis de paciencia con ellos.

Y el asunto de la sinceridad no es baladí. El esfuerzo metódico de los “profesores” para empujar al alumno a decir horrores de consecuencias impredecibles y a hacerlo, además, en nombre de la sinceridad, yugula por fuerza en este joven cualquier conexión con la realidad. Ellos creían que podían modelar la verdad según sus deseos; crear a hombres ciegos por dogma. Con los hombres y mujeres surgidos de esa educación es difícil construir una lógica común de diálogo. Pero no es, necesariamente, imposible.

En este hilo argumental se alinea también el miedo, que mi abuela mencionó una vez. El miedo plantado desde lo alto para ser repartido con la misma intensidad a todos los hombres que viven abajo. El miedo ejercido desde el poder o desde lo sobrenatural, que tiene el mismo impacto debilitador en la capacidad de raciocinio.

Este análisis bien podría prolongarse, pero no es mi intención seguir ahondando en esta historia. Tan sólo se trataba de un pretexto para afirmar que el diálogo del que hablamos hoy –un diálogo entre las culturas, y también entre las religiones- es, a mi juicio, la empresa más difícil intentada a nivel global en los últimos cien años. La veo aún más complicada que el diálogo Este-Oeste, previo a la caída del Muro de Berlín. Porque no estamos hablando aquí de dos sistemas adversos, cuyos representantes pueden encontrarse y llegar a acuerdos para apoyar la paz en el planeta y el equilibrio de las fuerzas. Hoy día las condiciones son completamente diferentes, aunque el objetivo final del diálogo siga siendo el mismo: la expansión y el fortalecimiento de la paz y el desarrollo.

Sobre esta colaboración no deciden tan sólo los representantes de uno u otro bando. El diálogo de hoy día fructifica en proyectos comunes de carácter cultural, económico o educativo, susceptibles de ser llevados a la práctica por individuos o grupos de individuos, creando los cimientos para el conocimiento recíproco, la aclaración de ideas preconcebidas, el descubrimiento de los valores que nos unen y la aceptación de las diferencias. No se trata de un diálogo diplomático o político y, de uno u otro modo, todos participamos de él. Por ello se hace tan necesario tener en cuenta la experiencia humana de los interlocutores o, dicho de otro modo, de nuestra parte contraria. A primera vista, resultaría más sencillo para nosotros  excluir a los socios difíciles y escoger sólo aquellos que se nos asemejan, ya sea en el lugar donde vivimos, en la otra orilla del Mediterráneo o aún más lejos, en el Lejano Oriente. Pero esta aparente simplificación del diálogo tendría, sin duda, consecuencias perjudiciales para su resultado final.


[*] Enver Hoxha, dictador de Albania entre 1944 y 1985