En el extranjero, en las ciudades europeas u occidentales, consideradas como Eldorados por los pueblos del Sur ávidos de libertad y de una vida mejor, cuando deambulo por sus bulevares o a través de sus calles bien trazadas, limpias y resplandecientes de riquezas, suelo encontrarme frecuentemente con hombres y mujeres del Sur, que se distinguen por el color de la piel o por sus facciones. Una especie de malestar nos invade tan pronto como nuestros ojos se cruzan. Nos gustaría mucho saludarnos, reunirnos y discutir acerca de nuestros problemas a causa del exilio, del futuro de nuestros respectivos países, y de nuestras decepciones y desilusiones, porque lo que creíamos Eldorado finalmente no ha resultado ser más que una quimera. En resumen, dialogar y conocernos. Pero ellos desvían la mirada. Me «evitan». Yo también hice lo mismo, por lo que desvío la mirada por miedo a encontrarlos. Me recuerdan demasiado mi propia miseria. Me recuerdan demasiado la opresión que he dejado atrás y que quiero olvidar.
De hecho, mi mirada no se aparta de esa persona que tanto se me parece, sino de mí mismo. Me aparto de mí mismo, de mi propia persona. ¿Será acaso una señal de odio hacia uno mismo? Odiar el lugar que nos ha visto nacer y detestar nuestro pasado, pero sin que ello implique forzosamente amar nuestro futuro; es decir, detestar nuestros orígenes, pero sin amar forzosamente los de los otros. Cuando uno se ha visto empujado hasta el extremo, hasta el odio de sí mismo, que es la peor de las agresiones, no puede amar a los demás. ¿Cómo puede alguien aborrecerse y al mismo tiempo amar a los demás?
Hoy, ningún país del Sur se beneficia realmente de sus riquezas, en el caso de que éstas todavía sigan existiendo. ¿Quién se beneficia entonces? ¿Quién se queda con las riquezas de África y las antiguas colonias? A menudo están en manos de los antiguos países colonizadores, que continúan explotando de manera directa o indirecta a estos países y pueblos, que se empobrecen cada vez más. Pueblos agostados por la mala gestión, el mal gobierno, las dictaduras, las guerras civiles, la expoliación de los recursos naturales, la corrupción generalizada y el analfabetismo. Los antiguos colonizadores siguen conservando los trazados tradicionales entre los países y los grupos étnicos, que han sido borrados para facilitarles la explotación del suelo y el subsuelo. Todavía siguen guardando en secreto, como un «botín de guerra», todos los mapas y caminos de los lugares que quedan por explotar: las minas, los diamantes, el oro y, actualmente, el uranio, en la región del Sahel en el país tuareg.
Los Estados y las multinacionales, con la complicidad probada de los dictadores locales, siguen saqueando todas estas regiones. La mayoría de las veces, las poblaciones autóctonas ignoran completamente, o casi, la existencia de las riquezas que contiene su subsuelo. Todavía no han conseguido librarse de los horrores de un sempiterno retorno neocolonial. ¿Y aún nos planteamos la cuestión de cómo contener el flujo migratorio hacia el Norte?
Occidente (digamos los «antiguos» colonizadores), tiene una gran responsabilidad en la no emergencia de la democracia en la mayoría de los países del Sur. Aquí y allí, continúa manteniendo a las poblaciones en la ignorancia y la precariedad mientras presta su apoyo a pequeños Stalin. África es un continente cuyos pueblos son en su mayoría analfabetos y cuya economía todavía funciona según esquemas coloniales inspirados en el pillaje y la depredación. Por no hablar de la mutilación que ha padecido bajo todas las dominaciones. Las independencias son recientes y a menudo confiscadas o abortadas (los casos de Lumumba y Tshombé son muy llamativos, por citar tan sólo estos ejemplos), y si nos tomáramos la molestia de estudiar más de cerca las relaciones que mantienen los antiguos colonizadores y los países colonizados, comprenderíamos mejor el estado de decadencia de este continente (como muestra el ejemplo del África francófona).
La inmensa mayoría de los países occidentales han apoyado siempre a los dictadores para ejercer mejor su control e influencia. Algunos de estos países tienen bastante que ver, si es que no son directamente responsables, con las derivas que engendraron matanzas y guerras civiles (como en Ruanda). Casi ningún país se libra de ello.
El deber de memoria y arrepentimiento, así como el deber de reparación, son requisitos previos a cualquier modalidad de diálogo serio y duradero; no obstante, dicho deber no implica forzosamente jugar «a los grandes hermanos», porque este continente no sólo necesita que lo ayuden, sino también que se lo considere y respete. Sobre todo hay que dejar de infantilizarlo y compararlo con los pueblos de Asia «que han sabido levantarse rápido y bien»; la historia es diferente y ningún continente, excepto los amerindios, ha sufrido tanto como sufrió el continente africano.
En este punto cabe recordar cómo, hace algunos años, ciertos medios hostiles al pueblo argelino se mostraron interesados en apoyar a la hidra islamista para que tomara el poder. Sabían que si la hidra islamista llegaba efectivamente al poder, no sólo sería el fin de una recién nacida experiencia democrática y de todas las libertades, sino también el fin de la historia. Otros medios prestaban su apoyo a una junta militar para que permaneciera en el poder, aun sabiendo que el proceso había estado planificado y orquestado por ellos. ¿Qué fin perseguían unos y otros al apoyar a quienes cerraban el paso hacia cualquier clase de vía democrática? Lo cierto es que no los movía el deseo de instaurar la democracia. Porque un Estado argelino realmente democrático haría que fracasaran las intenciones de unos y otros. Desgraciadamente, el pueblo argelino sigue estando lejos de las libertades y aún más de la democracia. Pero el caso argelino no es el único.
Soy de la opinión de que antes de hablar de diálogo intercultural, primero hay que sanear profundamente la situación que sigue prevaleciendo en la inmensa mayoría de los países de la vasta región sobre la que acabo de hablar. Diálogo intercultural… ¡Qué hermosa iniciativa! ¿Quién puede rechazar una oferta semejante? Acercarse, hablarse e incluso apreciarse si resulta que existen ciertas afinidades. Entonces, ¿por qué no empezamos de una vez a cultivar la hospitalidad? En la cultura amazig —la mía—, cuando un extranjero llega a un pueblo siempre es bien recibido, respetado y atendido hasta que se marcha, porque no se sabe si es un ser normal y corriente o un espíritu enviado por los dioses para poner a prueba nuestra hospitalidad. Por otra parte, a estos viajeros los llamamos «los huéspedes de Dios». Así, pues, ¿por qué, aunque sólo sea por un día, no tratamos a todos los hombres y a todas las mujeres como si fueran huéspedes extraordinarios, como «huéspedes de Dios»?
La cultura de la hospitalidad es un desafío que hay que reinscribir con toda urgencia antes de que todas las puertas se cierren para los hombres; antes de que la gente se encierre definitivamente. Porque el miedo a encontrarse con el otro hace que por todo el mundo se estén levantando muros. El nuevo leitmotiv parece ser el de que cada uno viva en su propia caverna. En Israel se está levantando un muro de hormigón de diez metros de altura, que corta a familias palestinas en dos e impide desplazarse a los trabajadores palestinos, que viven en la precariedad y están en paro. En Europa, dicho muro es virtual. En Argelia es electrificado y ultramoderno, y costará una suma exorbitante. Una alambrada que se erigirá a lo largo de miles de kilómetros incluyendo el sur del Sahara, para presuntamente luchar contra el terrorismo internacional que causa estragos en el Sahel. Pero también, y especialmente, para impedir que los subsaharianos viajen hacia el norte. Y sobre todo, para seguir desgajando a las comunidades amazigs-tuaregs, esparcidas a través de varios países, de su propio suelo histórico, impidiéndolas comunicarse y desplazarse, y destruyendo su modo de vida ancestral y su sistema económico.
Desde la Antigüedad se vienen construyendo y erigiendo muros de la vergüenza, desde la famosa muralla china hasta el no menos famoso muro de Berlín. Unos muros que, aunque para todos nosotros formaban definitivamente parte de la historia, para nuestra sorpresa se siguen levantando de nuevo y más imponentes.
En un mundo «moderno» en el que la gente hace todo lo posible para parapetarse, para no tener que contar con el otro, para no ver al pobre, al mendigo, al extranjero, al hombre o a la mujer de color, el diálogo se nos antoja tan sólo un deseo piadoso, porque aún falta mucho para que dé comienzo. ¿O es que cabe iniciarlo en las condiciones actuales?
Sin embargo, ¿alguien cree que los muros son de verdad un impedimento para que el otro venga, se acerque o consiga entrar? No; para impedirlo, habría que masacrarlo. El muro es una mala solución a un problema mal planteado.
Los inmigrantes que en pleno desierto, en alta mar o en plena selva logran escapan de la muerte y otros innumerables peligros y llegan a su destino, están ya muy debilitados. Son humillados en sus propios países por el hambre y la pobreza, y por la represión y las dictaduras. Después de un largo periplo que a veces dura meses e incluso años, consiguen llegar ante los muros y se encuentran de nuevo con más muros y barreras. Muros virtuales o reales. Finalmente se dejan atrapar en una cacería mortal por policías y militares. Se echan a sus pies en una extrema y dolorosa postura de humillación, suplicándoles que no los devuelvan a sus casas porque ya no tienen casa. Los policías los vuelven a echar y los rechazan como si estuvieran apestados, y los envían a sus casas esposados, o los sueltan justo en medio del desierto (como sucede con Argelia y Marruecos), llevando su humillación al extremo. Algunos no sobreviven al regreso. Pero ¿qué idea pueden haberse hecho del ser humano los más fuertes —es decir, los que llegan a sus casas vivos—, y qué significado tendrá para ellos el diálogo intercultural? Primero tienen que tener derecho a existir: libres, reconocidos y considerados. Sea cual sea la naturaleza del diálogo, cultural o de otra clase, sólo puede existir diálogo si ambos interlocutores son iguales.
Dialogar con el otro supone, en primer lugar, aceptarlo tal como es, con sus diferencias, dejando a un lado y rechazando cualquier tipo de menosprecio. El diálogo pasa también por la aceptación de las «rarezas» del otro, aceptándolo tal como es. Pero dialogar no significa renunciar a sí mismo para gustar al otro, porque en este caso ya no se trata de un diálogo, sino de una especie de sumisión al otro. Y la sumisión engendra frustraciones, que pueden acabar resultando cuando menos inquietantes para el futuro de los pretendidos «dialoguistas».
Hay que hablar aceptándose, compartiendo y sobre todo comprendiendo al otro sin juzgarlo, porque nadie tiene derecho a juzgar al otro cuando se trata a fortiori de cultura: «No existen culturas superiores ni inferiores, sólo culturas diferentes que, cada una a su manera, satisfacen las necesidades y expectativas de los que las comparten», decía Malinowski ya en su época.
Por lo general, los pueblos del Sur han padecido un colonialismo que ha destruido sus personalidades y sociedades. Hoy, en el siglo xxi, ciertos medios nostálgicos y algunas veces dotados de poder de decisión llegan a calificar el colonialismo de positivo en un momento en que, precisamente, el mundo está redescubriendo una posibilidad efectiva de diálogo entre las culturas y civilizaciones del Norte y el Sur, o entre Occidente y Oriente.
Sin embargo, en mi opinión, antes de empezar un diálogo, ¿no habría primero que mirar un poco más de cerca las sociedades y las culturas con las que queremos dialogar? Es decir, hacer zoom sobre ellas, si me permite la expresión. Porque no cabe situar el diálogo sólo entre el Norte y el Sur, sino que también está pendiente un diálogo intercultural Sur-Sur, Este-Este e incluso Oeste-Oeste.
El caso de los pueblos amazigs de África del Norte es muy edificante. Por lo menos desde la invasión árabe, y a partir de la forzada islamización de los amazigs, sobre este pueblo se viene ejerciendo la hegemonía de una cultura cada vez más despreciativa y altiva, que recuerda el tiempo de los antiguos griegos, que trataban de bárbaros a todos aquellos que no entendían su lengua. En vez de impulsar un diálogo global, o incluso una mala globalización, hay que estudiar de cerca las sociedades, que a menudo son muy complejas, para evitar caer en el «más o menos». Creo que antes de llevar a cabo una aproximación, tenemos que conocer bien a las sociedades a las que nos dirigimos (o queremos dirigirnos) para huir de lamentables amalgamas, porque las culturas son como los individuos; es decir, únicas, diferentes, y sobre todo, dignas.
No hace demasiado tiempo, aún nos preguntábamos si los amerindios y los africanos tenían realmente alma. Se determinó que no la tenían para arrogarse el derecho a explotarlos y tratarlos como esclavos, porque detrás de los perjuicios se esconde el beneficio. Sí, «el beneficio antes que el hombre», como decía Noam Chomsky. ¿Qué diálogo podemos esperar cuando el interés mercantil prima sobre los valores humanitarios y cuando, con el pretexto de los beneficios de la universalización y la «civilización», aplastamos a los débiles y los pequeños? No hace falta que en las culturas se reproduzcan los mismos cuestionamientos; no existe una cultura superior, sino unas culturas que pueden enriquecerse las unas a las otras en vistas a un mundo mejor y global. Y no nos referimos a una globalización en la que reinen los «McDonald’s», sino a un mundo verdaderamente plural, con sus especificidades, que se reconciliará con toda su humanidad.
No obstante, el diálogo, tal como lo concebimos habitualmente, es un diálogo que pasa por los gobernantes, a pesar de que con bastante frecuencia estos últimos ofrezcan imágenes falsas de las culturas de los países en los que gobiernan. Muy a menudo las culturas se ven negadas, escondidas, infravaloradas o combatidas en beneficio de una cultura supranacional, en nombre de una ideología, en nombre de una religión, o simplemente, en nombre de una opción económica. Eso es algo que sucede a menudo en ciertos países, incluyendo algunos de Occidente. El diálogo, si lo hay, tiene que entablarse directamente con aquellos que están implicados, sin intermediarios. De otro modo, no es más que una pérdida del tiempo y energía que pretende realizar lo irrealizable.
Cuando se menciona, por ejemplo, África del Norte, la inmensa mayoría de los países ribereños del Mediterráneo, o de Occidente en general, hablan de países orientales, del mundo musulmán, del Magreb árabe, etc. Nunca se menciona el nombre de Tamazgha o Berbería. De un plumazo, se borra y esconde (con su lengua y su cultura) toda una civilización amazig, muchas veces milenaria, en beneficio de un mito, para dejar sitio a una hegemonía imperialista arabo-islámica que niega la existencia de minorías, ya sean religiosas, culturales o de otra índole. Entonces parece lógico preguntarse lo siguiente: ¿cómo puede impulsarse un diálogo intercultural (Norte-Sur) con un conjunto que rechaza el diálogo en su propio seno y no reconoce a nadie?
Si las culturas, por muy minoritarias que sean, tienen impedimentos para expresarse y existir, ¿cómo puede haber lugar para un diálogo sincero? Tendemos a bipolarizar el diálogo entre un mundo vasto y «occidental» y otro «oriental». Este diálogo está sesgado de antemano, porque en estos dos «mundos» existen otros «mundos»; es decir, se trata de un diálogo mucho más vasto y rico de lo que algunos puedan llegar a pensar. Si queremos un futuro mejor en un mundo equitativo, tenemos que atrevernos a acercarnos a todos, rompiendo todas las barreras, y a acercarnos también a algunos grupos de individuos (individuos-tribu) que son depositarios y portadores de culturas.
Hay que superar, cuando no evitar, la bipolarización «civilizacional» dominada por las «civilizaciones monoteístas», que se representan a sí mismas como una especie de «imperios culturales y religiosos». Ni las organizaciones internacionales —como sucede con la Unesco— se libran de eso, y están muy lejos de tomar en cuenta la diversidad y hacerse cargo de ella, ya que están regidas y financiadas por los diferentes gobiernos, y con frecuencia sólo representan a las culturas «oficiales».
Dialogar es mirar al otro con su propia mirada. El ejemplo de la guerra de liberación argelina es de una gran crueldad. En ella, ciertas prácticas, como la mutilación de los cuerpos de soldados enemigos muertos, han hecho estragos. Pero el juicio de estas prácticas también es cruel, porque implica atentar contra una cultura y, por medio de ésta, contra un pueblo. Son ritos de venganza y degradación simbólica del otro, del enemigo. Por su parte, los soldados enemigos del ejército colonial francés tampoco se mostraron demasiado piadosos con la población indígena, sino que se comportaron de un modo bastante cruel, asfixiándola, torturándola y violándola, y perpetrando el genocidio y avasallamiento de todo un pueblo. Pero el verdadero diálogo empieza cuando los individuos intentan comprender y comprenderse, sin juzgarse los unos a los otros. Porque si de verdad llegamos a juzgar que tal o cual práctica es bárbara, la condenaremos juntos y evolucionaremos juntos.
Por último y para finalizar, permítaseme decir que la esperanza sigue estando permitida. Estamos asistiendo a una nueva y extraordinaria revolución: la revolución digital. Dondequiera que se encuentren, todos los seres humanos estarán en lo sucesivo «conectados» mediante un vasto y gigantesco lienzo. Cada vez nos aproximamos más, y el mundo es cada vez más estrecho. Y lo verdaderamente interesante a menudo tiene lugar fuera del control de los estados, las entidades o los individuos. Ha nacido una nueva manera de dialogar y acercarse unos a otros.