El diálogo entre culturas es a todas luces un tema «de moda».[1] No hay manifestación pública en que no se mencione la necesidad del «diálogo», ni discurso político que no señale su necesidad. Constantemente, en diferentes puntos del planeta, las autoridades más eminentes evocan y glorifican a lo largo de seminarios, debates y coloquios, o con ocasión de exposiciones y espectáculos, los aspectos más sutiles de los componentes interculturales en el arte, la historia o la filosofía de Oriente y Occidente.
Concretamente, el diálogo entre religiones es el que parece despertar más interés; en el transcurso de los dos últimos años, he llegado a contabilizar casi un coloquio al mes sobre este tema. Cito sólo los más importantes: en el mes de marzo de 2006 se celebró en Bruselas el «Segundo congreso de rabinos e imanes por la paz»; en junio, la Presidencia austriaca, en colaboración con la Appeal of Conscience Foundation, organizó el coloquio «El islam en un mundo pluralista»; en julio, con ocasión de la reunión del G8 en Moscú, tuvo lugar un consejo interreligioso; en septiembre, se celebró en Montreal el congreso «La religión en el mundo después del 11 de septiembre», junto con el «Segundo Congreso mundial de las religiones tradicionales» realziado en Astana (Kazajistán); en noviembre, en Beirut y bajo la presidencia de Aram I, jefe de la iglesia armenia, trabajamos por «Un nuevo compromiso: construir la comprensión recíproca y la paz».
En 2007, en abril, tuvo lugar en Georgetown un seminario organizado por la International Prayer for Peace; en julio, el G8 organizó su coloquio anual sobre el diálogo interreligioso; en junio, el Cambridge Interfaith Programme reunió en dicha localidad a un grupo considerable de expertos para una conferencia; en agosto, llegó el turno de Kyoto (Conferencia mundial de religiones por la paz) y Toulouse; en octubre, en Asís, la Comunidad de San Egidio organizó su vigésima reunión interreligiosa en presencia del Papa, quien también inauguró en Nápoles, unos días después, «Fe y culturas en diálogo». El año se acabó en diciembre con la celebración de «Religión por la Paz», en Alejandría, Egipto.
He incluido esta lista un tanto árida para justificar una cuestión que podría parecer inútilmente provocadora, debido a la existencia de un consenso generalizado sobre los beneficios de las acciones emprendidas hasta ahora. ¿Acaso esa movilización de diversas actividades, todos esos sabios discursos, esas nobles declaraciones de eminentes personalidades pertenecientes a distintos grupos culturales, han servido a la causa? ¿Se han obtenido resultados? No soy el único que plantea esta cuestión. Hace poco leí una entrevista realizada al ex ministro noruego de Asuntos Exteriores, Jan Petersen, quien parece ser un asiduo participante en todo tipo de coloquios sobre el diálogo intercultural, y en la que, con una franqueza muy nórdica, subrayaba su frustración ante la constatación sistemática del «carácter vago y académico» de las discusiones, y sobre todo ante la ausencia «de impacto sobre la agenda política».
«La armoniosa cacofonía» del diálogo entre culturas
Hace unos meses, la Alianza de Civilizaciones organizó en Madrid una reunión impresionante por el número y la calidad de los participantes. Todos los representantes de los organismos activos en el ámbito del diálogo entre culturas, conocidos y menos conocidos, internacionales, gubernamentales y no gubernamentales, estaban presentes; entre otros, el secretario general de Naciones Unidas. El presidente del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero hacía los honores de la casa.
La impresión que tuve después de haber escuchado un número considerable de discursos y reacciones diversas, fue la de una armoniosa cacofonía. Armoniosa porque toda esas personan persiguen claramente el mismo fin, muy loable a fin de cuentas, mediante la puesta en práctica de actividades muy parecidas y casi idénticas, y cacofonía porque cada actor se desenvuelve en una ignorancia casi total de aquello que están haciendo el resto de actores.
Hay que admitir que, para algunos, el concepto de diálogo entre culturas es muy elástico; hay organismos que en esta categoría incluyen acciones de toda clase; es decir, tanto las de carácter propiamente cultural como las que se refieren a la promoción de la condición de la mujer, la educación, los derechos humanos, etc. Volveré sobre esta cuestión.
Para concluir con el tema de la reunión de Madrid, diría que la imagen que dicha reunión desprendía, si es que, paradójicamente, se me está permitido utilizar aquí una terminología militar para describir unas actividades cuya finalidad es pacífica, es la de haber impulsado una especie de guerrilla a favor del diálogo entre las culturas, pero sin llegar a la categoría de una verdadera guerra. Sobre el terreno podía verse a un gran número de agentes, grandes o pequeños, actuando individualmente, de manera descoordinada, escogiendo el campo y los objetivos que, en su opinión, eran los más adecuados para sus intervenciones.
Esta multiplicidad de actividades, impermeables entre sí, hace difícil, e incluso imposible, cualquier clase de evolución de los instrumentos utilizados por falta de comunicación y evaluaciones sobre el impacto de las acciones llevadas a cabo; todo se mantiene anclado en sus posturas de origen, cristalizando instrumentos operativos que, en mi opinión, ya parecen haber alcanzado sus límites.
En conclusión, el diálogo entre culturas aún no ha tomado la forma de una verdadera guerra organizada contra la intolerancia y a favor de la comprensión entre pueblos e individuos. Falta una visión estratégica de conjunto.
El presidente Rodríguez Zapatero pronunció una declaración importante durante la sesión de apertura de la reunión de Madrid: el gobierno español tendrá en cuenta en su política las indicaciones surgidas de la Alianza de Civilizaciones. Pero para que esta notable postura pueda concretarse, haría falta abandonar las generalidades y pensar en términos operacionales, así como emprender una verdadera estrategia de acción que actualmente no existe.
Qué duda cabe —como alguien podría señalarme— que se trata de una opinión personal. ¿Cómo demostrar en casos concretos que todo lo que hasta hoy se ha llevado a cabo en el ámbito del diálogo ha tenido un impacto más bien escaso? Para responder a esto, planteémonos la cuestión clave: ¿Acaso hoy la gente es más tolerante y abierta que ayer respecto al otro?
Una encuesta con resultados preocupantes
Con ocasión del último Foro Económico Mundial de Davos, el Instituto Gallup publicó los resultados de una encuesta sobre el estado del diálogo en 21 países occidentales y musulmanes,[2] cuyas principales conclusiones resumiré a continuación.
En primer lugar, un dato positivo: todo el mundo cree en la necesidad del diálogo intercultural. En efecto, a la pregunta sobre si hay que mejorar la calidad de la interacción entre los dos mundos, la gran mayoría de la población de los 21 países respondió positivamente, y casi todo el mundo se mostró de acuerdo respecto a la importancia de mejorar la calidad de las relaciones entre musulmanes y occidentales —las opiniones en este sentido sobrepasan el nivel del 60 % en 13 países—.
Sin embargo, cuando el análisis se centra en la eficacia de las acciones llevadas a cabo hasta ahora, inmediatamente el cuadro se vuelve negativo: en todos los países, sin excepción, se afirma que las relaciones entre musulmanes y occidentales han empeorado con respecto al pasado. Sobre este punto, los índices de opinión negativa en cada país son ampliamente mayoritarios: entre el 40 % y el 75 %, mientras que solamente una media de entre el 10 y el 15 % de la población considera que la situación ha mejorado. Por último, en 20 de los 21 países la población encuestada considera que la otra parte no hace gran cosa para que la situación evolucione positivamente. Otros resultados de la encuesta —cuya inclusión se alargaría demasiado— confirman este cuadro pesimista.
¿Debemos entonces deducir de lo dicho que todo lo que se ha hecho hasta ahora ha servido muy poco a la causa? En este sentido no hay que exagerar y, sobre todo, no hay que infravalorar el impacto de lo realizado.
Para que sea bien comprendido e interiorizado por el grupo al que va destinado, un mensaje político —en este caso, el principio del diálogo—, debe ser fuertemente repetido y apoyado por una publicidad masiva. La proliferación de seminarios, exposiciones, publicaciones, conferencias, informaciones, etc., sobre el tema del diálogo entre culturas permite, sin duda, ejercer presión sobre los responsables políticos, y la resonancia de tales acontecimientos puede ampliar «el conocimiento del otro» y difundir el mensaje de tolerancia entre el público en general.
Pero sin negar la utilidad de ciertas acciones, y volviendo a la cuestión de fondo planteada al final del apartado anterior, ¿es que acaso hoy la gente es más tolerante que ayer? No podemos menos que constatar que, según los resultados de la encuesta, parece que las acciones impulsadas hasta ahora a favor del diálogo entre culturas, por muy meritorias que sean, y a pesar de su innegable efecto demostrativo, todavía no han tenido un gran impacto sobre la opinión pública de base tanto en Oriente como en Occidente. Muy al contrario.
Basándonos en este dato bastante pesimista, me gustaría abrir algunas pistas de reflexión con el fin de trazar un primer esbozo de una visión más estratégica del diálogo entre culturas, necesaria para superar el estadio actual de fragmentación de las intervenciones que tan poco eficaz se ha revelado. Entiendo por visión estratégica una identificación de las prioridades y los objetivos específicos que deben alcanzarse en función de los medios disponibles y las dificultades objetivas.
Cuando contemplo la situación actual del diálogo entre culturas, tengo la impresión de hallarme de nuevo a finales de la década de 1960, cuando comenzaba a ocuparme profesionalmente de la cooperación para el desarrollo. Por aquel entonces, en ese sector —tal como sucede hoy con el diálogo— hacíamos de todo porque se consideraba que todo era válido. Muy poco tiempo después, la práctica nos enseñó que, teniendo en cuenta los medios de que disponíamos, había que enfocar la acción basándonos en las prioridades.
Como ya he dicho anteriormente, en estas líneas sólo quiero «abrir algunas pistas de reflexión»; no pretendo dar la solución al problema, y soy muy consciente del hecho de que las respuestas que doy a muchas de las cuestiones que menciono pueden ser incompletas. Pero se trata de un ejercicio que vale la pena intentar.
Para empezar, aclaremos un concepto: ¿Qué acciones sirven realmente para el diálogo entre culturas?
Más arriba ya he mencionado el hecho de que, dentro de la categoría «diálogo entre culturas», los diferentes organismos ponen en práctica todo tipo de acciones de carácter bastante diverso: desde coloquios a exposiciones, pasando por la educación y promoción de los derechos humanos, y la igualdad entre ambos sexos. Todos estos datos están reflejados en la larga, y más que exhaustiva, lista de acciones elaborada por el Grupo de reflexión de la Alianza de Civilizaciones en su informe del 13 de noviembre de 2006.
Ya he destacado el hecho, aun estando justificado, de que se desprende de todo ello una dispersión de medios, que genera una falta de percepción sobre cuál es el verdadero objetivo de la promoción del diálogo entre culturas, lo que plantea otras cuestiones bastante delicadas. Algunas de las acciones puestas en práctica, meritorias en sí mismas, obedecen a principios y dinámicas propios, lo que puede dar lugar a efectos contradictorios. Es decir, la promoción de tal o cual principio, llevada a cabo por agentes externos en una sociedad tradicional, puede crear en ésta actitudes de rechazo total respecto al conjunto de la cultura de la que provienen dichos principios. Sé bien que este ejemplo podrá molestar a más de uno, pero es innegable que el principio de igualdad entre ambos sexos crea incomprensiones y levanta barreras entre la sociedad occidental y amplios grupos de población de religión islámica.
Así, pues, si se quiere establecer un primer marco de acción, la cuestión que hay que plantearse no es tanto qué es el diálogo entre culturas, y lo cierto es que sobre este tema no faltan las definiciones, sino más bien qué es aquello a lo que dicho diálogo apunta específicamente, y si la acción que se desea poner en práctica es más o menos compatible con este fin.
Para responder, partamos de una observación bastante lógica que se habría podido hacer a la lectura de los resultados de la encuesta Gallup citada más arriba. Los resultados son negativos, dado que los acontecimientos de orden político, militar o económico tuvieron un gran peso en las actitudes de los individuos, especialmente con motivo de las crisis en Palestina, Iraq o Afganistán. En otro registro, en Europa, las recientes fricciones con comunidades de inmigrantes producidas en diferentes países también han influido en la opinión popular.
Frente a estos hechos cargados de repercusiones, las pocas actividades realizadas en favor del diálogo no han tenido mucho peso.
Pero no es ésa precisamente la cuestión, ya que nadie podría pensar seriamente que el diálogo entre culturas pudiera resolver los problemas de fondo. El diálogo tiene otras ambiciones, aunque igualmente fundamentales: instaurar un mejor clima de comprensión entre individuos y grupos nacionales, a fin de evitar que los conflictos locales —incluyendo los graves—, esencialmente de carácter político o económico, se conviertan en «guerras civilizacionales» y «conflictos identitarios» que puedan llegar a adquirir una vida y una dinámica propias de efectos mucho más devastadores.
Desde esta perspectiva, el diálogo entre culturas no es un ejercicio con finalidades genéricas, sino más bien un instrumento de política en el sentido más positivo del término; es decir, un instrumento que se remite a las relaciones entre Estados y que pretende impedir cualquier deriva ideológica que pueda imposibilitar una solución política de las confrontaciones y los conflictos.
Por tanto, cualquier acción no es útil para alcanzar estos fines, sino que cada una de ellas debe ser evaluada a corto y medio plazo con arreglo a las circunstancias del momento.
El objetivo: la identidad cultural y sus transformaciones
Entre las ambigüedades del término «diálogo entre culturas», se encuentra el aspecto antropomórfico. Es evidente que las culturas no dialogan entre sí, sino que los hombres deciden dialogar con otros hombres que pertenecen a otras culturas. En último extremo, podríamos decir que las estructuras fundamentales de una cultura son más o menos permeables a elementos que provienen de otras culturas. En realidad, son los individuos y los grupos sociales quienes deciden dialogar, o no, adaptando su actitud a la identidad cultural que se han otorgado.
La identidad cultural es un elemento social ineludible; permite que el individuo pueda identificarse dentro de un grupo con el que se siente solidario. Pero al mismo tiempo que este individuo se reconoce como miembro de un grupo, percibe su alteridad con respecto a otros miembros de otros grupos.
Tal como los sociólogos han puesto de manifiesto, en el momento en que la identidad cultural crea un vínculo social dentro de un grupo, debido a las circunstancias, esta identidad marca asimismo las diferencias con relación a otros grupos culturales, respecto a los que puede desarrollar una completa gama de actitudes que van de la empatía a la indiferencia, y de la hostilidad al odio. En otro registro, pero que va en el mismo sentido, Carl Schmitt decía que, para existir, las naciones debían tener enemigos.
Pero no hay que hacerse ilusiones acerca del carácter positivo de las opciones escogidas por los diversos individuos y grupos. En una misma cultura conviven lo mejor y lo peor. Tal como escribía Thomas Mann:[3] «Ciertamente, la cultura no es lo opuesto a la barbarie. Al contrario, a menudo no es más que una salvajada con mucho estilo… puede incluir la magia, los sacrificios humanos, la inquisición, los autos de fe, y toda clase de crueldades».
Así, pues, los grupos sociales optan por otorgarse una identidad cultural propia entre los diferentes elementos de una cultura, tanto positivos como negativos, pero lo que es importante subrayar es que dicha identidad cultural no es inamovible, sino que se construye y va cambiado con el paso del tiempo. Por consiguiente, sus relaciones con los demás también pueden variar en el tiempo y dependiendo de las circunstancias.
Tal como nos cuenta la novela de Stevenson, el doctor Jekyll, un honesto sabio, se transforma en el horrible criminal Mr. Hyde gracias a una poción química que le hace sacar lo peor de sí mismo, que hasta entonces había ignorado. Del mismo modo, una sociedad tradicionalmente abierta puede convertirse rápidamente, y por causas bastante diversas, en xenófoba (ciertos países famosos por su tolerancia han pasado por esta experiencia) gracias a un «cóctel» compuesto por tres elementos que interactúan entre sí:
· Uno o varios acontecimientos de la misma naturaleza escalonados en el tiempo.
· La amplificación de lo sucedido por parte de los medios de comunicación.
· Pero, sobre todo, la interpretación ideológica que dan los líderes de opinión, ya sean políticos, autoridades religiosas o simplemente personajes influyentes.
En efecto, en primer lugar lo sucedido es interpretado por el filtro ideológico que a continuación dicta el comportamiento que hay que seguir, y los líderes naturales reconocidos por la comunidad son los que siempre indican cómo hay que reaccionar frente a una situación dada.
El acontecimiento desencadenante, tanto en el Norte como en el Sur, puede ser un hecho preciso y puntual, o la percepción de una situación que alguien considera injusta o perjudicial para sí mismo y su grupo. En este último caso, se trata de un fenómeno típico de lo que los antropólogos han dado en llamar «el intercambio desigual».
Efectivamente, el Sur percibe la cultura occidental como algo aplastante debido a su carácter dominante en todos los sectores, y no sólo en el ámbito tecnológico y político, sino también, lo que es más ofensivo para el que recibe el mensaje, en el ámbito del orden moral: no pasa un día en que no acuse a las otras culturas por su falta de respeto hacia los derechos humanos, la desigualdad entre el hombre y la mujer, el modo en que practica la justicia…
Es inevitable que tales mensajes indirectos susciten en los que los reciben sentimientos de alienación y rechazo; puesto que todos existimos primero en la mirada de los otros, éstos no se sienten reconocidos como iguales. Por tanto, esta ostensible superioridad se interpreta inevitablemente como una falta de consideración respecto a una cultura e identidad. De ahí surge el refugio en la tradición, el encierro en el grupo identitario y la negativa de escuchar a los otros. Por emplear una terminología weberiana, es la búsqueda de la Gemeinschaft, la comunidad de los parientes y vecinos, de un micromundo que se mantiene unido por creencias y valores bien conocidos por todos.
Esta pulsión puede suscitar tentaciones de encerrarse completamente, tentaciones de volver a la pureza de las identidades etnoculturales originarias y a formas diversas de intolerancia con respecto a los otros.
Sin embargo, tal como decíamos antes, la identidad cultural no es inamovible, sino que dentro de un grupo identitario existen diferentes conciencias; es decir, una cultura no es un bloque único, sino que siempre es plural. Y aunque es verdad que la solidaridad social y afectiva confiere una apariencia monolítica a un grupo social, en realidad en su interior confluyen diferentes tendencias.
He aquí, pues, el campo de acción del diálogo: identificar las distintas facetas de una sociedad, y actuar de un modo preciso con los instrumentos apropiados. La acción indiferenciada, por generosa que sea, corre el peligro de ser ineficaz, y en ciertos casos hasta contraproducente. Pero ¿quién debe actuar? ¿Y con qué medios?
Un cambio de perspectiva en materia operacional
Respecto a la primera pregunta, la respuesta me parece evidente. Las ideas pueden provenir de diferentes horizontes culturales, pero los agentes intermediarios que filtran dichas ideas deben pertenecer necesariamente a la comunidad. Ya hemos visto antes que los líderes de opinión de un grupo son los que determinan la actitud de éste respecto de otros grupos.
Este concepto me parece ampliamente confirmado por la historia; por ejemplo, es indudable que la modernidad no pudo ser impuesta desde afuera, sino que fue transmitida por la clase política nacional, que actuó como intermediario activo de las ideas procedentes del exterior. Con el intercambio cultural sucede como con el intercambio económico: hace falta que aquel a quien está destinado un producto (en este caso, principios) tenga los medios para adquirirlo (capacidad de comprensión y asimilación, por ejemplo, o simplemente acceso a la información). Si no tiene a su disposición estos instrumentos, cosa que sucede entre la mayoría de la población, la única posibilidad de proporcionárselos es utilizando mecanismos de redistribución; la élite es la que tiene acceso al producto cultural y la que lleva a cabo labores de mediación respecto a otras clases menos favorecidas. El fracaso a menudo parcial de tales empresas no es por culpa de los principios, sino por la incapacidad de las élites a la hora de trasladarlos al mundo político, económico y cultural de estas clases. La historia reciente de Irán es un ejemplo de ello: la mala gestión del proyecto inicial del Sha de convertir el país en un estado tecnócrata, condujo al resultado inverso; es decir, a la creación de un estado teocrático.
Estas consideraciones no son nuevas, pero me temo que la conclusión lógica que se podría extraer de ellas es que una política en favor del diálogo sólo puede conducirse de modo eficaz si los propios ciudadanos la ponen en práctica. Esto último parece estar un poco en contradicción con lo que en gran parte se ha venido haciendo hasta ahora en materia de diálogo entre culturas, ya que se ha favorecido más bien la intervención puntual y exterior.
Probablemente, la segunda consecuencia lógica de esta perspectiva puede parecer todavía menos conforme a la práctica; toda política cultural de diálogo, siempre que sea posible, debería llevarse a cabo de acuerdo con los gobiernos.
Sin embargo, si lo contemplamos de cerca, veremos que este enfoque tiene sus propias razones. El gobierno es un líder de opinión y, sobre todo, es un líder de opinión identificable con quien se puede tratar. Tanto en el Norte como en el Sur, numerosas acciones, por no decir las más importantes en el ámbito del diálogo, son competencia de los gobiernos. A título de ejemplo: en el Norte, las medidas sobre la inserción de los inmigrantes en la sociedad, la puesta en práctica de medidas en favor de la consideración de las exigencias de sus comunidades y la lucha contra la xenofobia pertenecen por entero a la esfera gubernamental. En el Sur, las intervenciones esenciales en los programas educativos sólo pueden ser elaboradas por los gobiernos, que también poseen el control de la televisión, a través de la cual es posible comunicar mensajes positivos en materia de relaciones con el otro.
Podríamos citar otros ejemplos en este mismo ámbito, pero en este contexto nos parece más interesante señalar que, tarde o temprano, debería iniciarse una discusión seria en materia de política de diálogo a nivel intergubernamental. Las diferentes partes del Norte y el Sur deberían tomar la decisión de negociar las medidas que es conveniente mantener, y desarrollar una voluntad de coexistencia en la comunidad euromediterránea. Todo ello sin referirse a valores abstractos de orden cultural. Todos los gobiernos tienen en común un interés político muy preciso; a saber, que las actitudes respecto a los otros, hoy bastante negativas tanto en el Norte como en el Sur, no degeneren en una guerra ideológica que desestabilizaría los regímenes vigentes y provocaría unas fisuras en la cooperación euromediterránea muy difíciles de volver a cerrar después. Las medidas a favor del diálogo deberían negociarse entre las partes tal como se negocia un tratado comercial: con un interés común muy preciso. Naturalmente, eso no excluye las iniciativas individuales que hasta ahora han constituido la parte esencial de las acciones llevadas a cabo en este ámbito, sino que dichas iniciativas se verían reforzadas, y serían complementarias de una acción gubernamental potente.
En conclusión, si realmente se quiere crear una verdadera comunidad euromediterránea agrupada por la convicción común de que es necesario coexistir en la diversidad, habrá que seguir buscando y contar, mucho más que en el pasado, con las organizaciones nacionales gubernamentales y no gubernamentales.
En efecto, toda evolución verdadera debe proceder necesariamente del interior; tal como está escrito en el Corán: «Dios no cambiará la condición de un pueblo mientras éste no cambie lo que tiene dentro de sí» (Corán 13, 11).
Notas
[1] En vísperas de mi marcha de la Fundación Anna Lindh, he querido resumir aquí algunas observaciones sobre la política del diálogo entre culturas, tal como la he visto poner en práctica por el conjunto de actores gubernamentales y no gubernamentales. Por consiguiente, las opiniones, juicios y propuestas expresados en este artículo son completamente personales y no reflejan la política de la Fundación.
[2] Bangladesh, Arabia Saudí, Países Bajos, Canadá, Singapur, Irán, Israel, Bélgica, Indonesia, Estados Unidos, Territorios palestinos, Egipto, Malasia, Suecia, Italia, Dinamarca, Turquía, España, Pakistán, Brasil y Rusia. Me permito destacar la lamentable ausencia del Magreb, pero después de haber vivido durante los últimos once años en esa región, puedo constatar que mis observaciones —empíricas, por supuesto— sobre la evolución de la situación en esos países coinciden con los resultados del conjunto de la encuesta.
[3] Artículo publicado en 1914 en Neue Rundschau.