Los binacionales: entre la marginación y la esperanza del diálogo

Randa Achmawi

Periodista, representante en Egipto del Club de la prensa del Mediterráneo

Con ocasión del décimo aniversario del Proceso de Barcelona, publiqué un artículo titulado «Ahogados en el fondo del Mediterráneo», cuya idea principal me sigue pareciendo bastante pertinente en vistas a contribuir de manera constructiva al futuro de las relaciones entre la cultura occidental y la arabomusulmana. El artículo en cuestión expresaba, con una cierta elocuencia, el sentimiento de desamparo que experimentan todos aquellos que se encuentran, en un momento en que las tensiones entre culturas son cada vez fuertes, acorralados en el espacio que separa a esos dos mundos: el Norte y el Sur del Mediterráneo. Pero también señalaba que esas mismas personas que tantas dificultades tienen para encontrar su propio lugar entre ambas culturas, podían ser en cambio de mucha utilidad cuando se producen crisis de comunicación. En tales momentos, pueden desempeñar un papel de puente y ayudar a deshacer ciertos malentendidos.

Abocados a la incomprensión

En realidad, en unos momentos en que el extremismo está consolidando su existencia, tanto en un lado como en el otro, para la inmensa mayoría de las personas a las que llamaré aquí «binacionales» (y de las que yo también formo parte), la vida no es nada fácil. Estos ciudadanos, que llevan en sí mismos las dos culturas debido a los viajes, los desplazamientos prolongados o la inmigración, a menudo se encuentran en el punto de mira, y en situaciones en las que se ven abocados a verse incomprendidos, discriminados y hasta excluidos, tanto su patria de origen como en la de adopción. Tomé conciencia de esta situación con ocasión de un incidente que tuvo lugar durante una comida entre amigos, un iftar (ruptura del ayuno), en el transcurso del mes del Ramadán. En aquella ocasión me vi de golpe y porrazo señalada con el dedo, acusada de ser una mala musulmana que defiende ciegamente los valores y puntos de vista occidentales. Ese incidente tuvo lugar porque me había atrevido a criticar el comportamiento de buena parte de mis compatriotas egipcios, los cuales se habían decantado por adoptar el papel de víctimas y habían cedido pasivamente a la tiranía de los movimientos que, según mi opinión, predican la islamización de la sociedad (una opinión que mis amigos consideraron ofensiva). Considero que ciertas manifestaciones, como la adopción cada vez más extendida del velo o la barba, son reacciones naturales a las frustraciones a las que tienen que enfrentarse buena parte de los habitantes del mundo arabomusulmán.

El comportamiento de mis amigos podía interpretarse fácilmente como una especie de huida de la realidad, una búsqueda de refugio que les será otorgado por medio de un ejercicio del islam interpretado, la mayoría de veces, del modo más arcaico u oscurantista. Lejos de pretender darles lecciones sobre las buenas o malas prácticas de una religión, traté de hacerles entender que los valores del islam (como sucede con los de cualquier otra religión) no se limitan a un cierto número de prácticas, ni a una vestimenta determinada. El problema de hoy es que algunos creyentes parecen haber perdido sus referentes. No obstante, en aquella ocasión lo que más me preocupaba era el hecho de que mis declaraciones hubieran despertado reacciones adversas y ataques entre personas a las que hasta ese momento consideraba modernas y abiertas.

Así, pues, ¿qué ha sucedido? ¿Por qué, de la noche a la mañana, incluso aquellos que hasta hace poco tiempo formaban parte de los más moderados en las prácticas religiosas reaccionan hoy con una susceptibilidad a flor de piel a la menor crítica, y se convierten en abogados de las ideas difundidas por las corrientes fundamentalistas? ¿Por qué se emiten declaraciones ofensivas y se ataca cualquier opinión que pretenda recordarles a los musulmanes, ya sean moderados o fundamentalistas, que en el siglo xxi no se puede seguir resistiéndose a la modernidad? Frente al inmenso repliegue identitario de poblaciones enteras, cada vez es más difícil deshacer ciertas amalgamas y clichés. En el caso del mundo arabomusulmán, los clichés más corrientes son, sin duda, la visión de Occidente como un homólogo del gran Satán, y la creencia de que abrirse a la modernidad implica abandonar la identidad, las tradiciones o la cultura propias.

En Occidente, donde también existe un repliegue identitario, la situación no es mejor. Por una ironía del destino, en el mismo período en que recibí las críticas de mis amigos musulmanes, uno de mis amigos europeos, de talante muy abierto, criticó vivamente mi comportamiento durante una conversación porque, según sus normas, estaba excesivamente influido por el islam. Este hecho muestra que él, como la gran mayoría de europeos, no puede concebir o aceptar la existencia de sentimientos religiosos en el otro. En el viejo continente, actualmente hay muchas personas que viven encerradas en convicciones secularistas tan intransigentes como las más extremas de los fundamentalistas religiosos. Y esos predicadores del «fundamentalismo laico» también pueden ser con mucha frecuencia víctimas de los lugares comunes y las imágenes estereotipadas, como la de que cada musulmán puede ser peligroso e incluso un terrorista. El mejor ejemplo de ello lo constituyó, sin duda, la famosa crisis de las caricaturas del profeta Mahoma. En nombre de la libertad de expresión, se defendió (y se sigue defendiendo, aunque el tema aún suscite numerosas polémicas entre los profesionales de los medios de comunicación) el derecho a propagar imágenes cargadas de estereotipos negativos respecto a miembros de diferentes comunidades, como, por ejemplo, los musulmanes. Sin duda, se trata de cuestiones que colocan a los periodistas frente a un dilema fundamental: ¿Qué hay que hacer de ahora en adelante para conciliar la libertad de prensa y el derecho de los individuos y los grupos a no ser objeto de discriminación? ¿Cómo preservar los principios de independencia de la prensa, piedra angular de toda democracia, sin atentar contra los miembros de las diferentes comunidades y propagar estereotipos que pretenden perjudicar su imagen?

Actores naturales del diálogo

Pero ¿qué pueden hacer los binacionales ante una realidad en la que prevalecen el ataque y el contraataque? ¿Qué hacer en una situación que se parece a un peligroso campo de batalla, donde las mortíferas balas vuelan en todas direcciones?

Al tener el privilegio de poseer una percepción que abarca unos horizontes culturales muy diferentes (el de su tierra de origen y el de su patria de adopción), los «ciudadanos de dos mundos» son capaces de poseer una fina comprensión de las mentalidades de los miembros de las culturas que eventualmente se hallan en conflicto. Los binacionales no necesitan haber realizado largas investigaciones en el ámbito de la antropología para captar los matices de las relaciones interculturales. No sólo son capaces de comprender las diferencias naturales entre las culturas (relativamente visibles entre la cultura occidental y la arabomusulmana), sino también de reconocer y señalar los campos en los que la comunicación y la armonía son más fáciles, y aquellos otros en los que éstas resultan más problemáticas y espinosas.

Sé bien que habrá quien opine que este trabajo es trivial, especialmente porque vivimos en un tiempo en que la globalización se ha apoderado del planeta, y los medios de comunicación propagan informaciones entre continentes en milésimas de segundo. Pero gracias tal vez a una ironía del destino, en estos días de principios del siglo xxi estamos asistiendo al mayor repliegue identitario jamás conocido entre Occidente y el mundo arabomusulmán después, posiblemente, del período de las Cruzadas. Así, pues, ¿acaso estos actores tan expertos no merecen una oportunidad? Estos diplomáticos naturales tienen un único compromiso: conseguir promover el diálogo y la armonía entre Occidente y el mundo arabomusulmán.