En mi opinión, la alteridad forma parte del mismísimo núcleo del arte cinematográfico. Se inscribe en la propia película, se manifiesta en la sala e influye en el discurso sobre el cine. No obstante, creer que es automática es un engaño. No todas las películas son el centro de una dinámica plural, ni todas las salas de proyección son necesariamente un espacio de sociabilidad, del mismo modo que no todo discurso crítico es abierto. Depende, al igual que en cualquier modo de expresión, de lo que se haga. Pero el cine conlleva, en su materia, en su dispositivo y en su historia, una forma de alteridad, una especie de poder intrínseco pero virtual. El valor de un film se mide fundamentalmente, en mi opinión, según el grado de expresión de esa alteridad.
Nunca se hará suficiente hincapié en la heterogeneidad semiótica de una película. La multiplicidad de códigos propios de la imagen fílmica es impresionante comparada con la materia significante de las artes que la han precedido. Que el sonido no se incorporara al cinematógrafo hasta cuarenta años después del nacimiento de éste, pese a que las primeras pruebas de sonorización empezaran ya en los orígenes, refleja, sin lugar a dudas, los recelos de un arte frente a sus extraordinarias posibilidades expresivas. El cinema, se decía, es una mezcla de teatro, novela, música y pintura. Se puede creer que es la suma de todo ello; en realidad, es todo eso y algo más: una composición se apoya con razón la semiología y cuya coherencia puede ser ejemplar. Sin duda, la conciencia de ese “algo más” es lo que hizo que mi interés teórico por el cine coincidiera con mi abandono de los sistemas: el marxismo, el psicoanálisis y el estructuralismo. No es imposible interpretar la historia del cine como el desarrollo de esta pluralidad de los códigos. Desde la primera década del siglo XX hasta los años cuarenta, el desarrollo de las técnicas de montaje, la llegada del cine sonoro y la introducción del color condicionaron en gran medida la evolución del séptimo arte; a partir de la segunda mitad de los años cuarenta fue también un aumento de la heterogeneidad lo que hizo avanzar al cine, pero en esta ocasión en el terreno estético. Todo el cine moderno se basa en la toma en consideración de esa heterogeneidad en la propia representación, en la inscripción en el ámbito de lo que Bazin denominaba «la ambigüedad inmanente a lo real». Todo ello a partir del principio de la complejidad de lo humano, redescubierta gracias al desastre de la guerra. Creo que el símbolo incontestable de esa modernidad es Roberto Rossellini. Que rodara en Stromboli, India, Egipto y Túnez no tiene nada de turismo cinematográfico… En todos los personajes de las películas de Rossellini hay un otro, no un doble ni un antagonista, sino un otro, como un futuro alter, un ser venidero que está ahí, pero no del todo, siempre en construcción.
Ello nos lleva, lógicamente, a la sala, al lugar de proyección y, por lo tanto, de los espectadores. En primer lugar, es el destino de un trayecto. Esta travesía del espacio –por corta que sea– no carece de significado; más que de una salida, se trata de un viaje. Comparado con el camino que no recorremos para ver la televisión, el trayecto que efectuamos para «ir» al cine (recordemos que la palabra alude a la vez a la película y al sitio donde se proyecta) parece hoy una aventura. Salimos de casa para ir a un sitio no del todo desconocido, pero en el que la parte desconocida nunca se conoce de antemano. Desde luego, siempre hay un ritual tranquilizador, pero jamás acabamos de estar seguros de a quién nos vamos a encontrar, junto a quién, delante de quién y detrás de quién nos vamos a sentar, y en compañía de quién vamos a emprender «el viaje» imaginario de la película. Porque la sala es el término del viaje sólo en un sentido: es el medio de transporte hacia otro sitio compartido. Pero la cosa no se acaba aquí. El encuentro de ese semejante, que es otra persona, es el preludio de otro encuentro, el de otro otro que se parece a mí, ese ser de luces y sombras, objeto obligado de mi identificación. Volveremos a ello. Cuando las luces se apagan, la presencia de los demás se difumina. Mi situación cambia, me vuelvo a quedar solo, en una soledad paradójica, ya que sigo entre la multitud, pero una multitud olvidada. El olvido del otro, que sigue estando ahí, es la expresión de mi condición de hombre solidario y siempre solitario, un espacio intermedio en el que se juega mi libertad. Pero ese olvido es también la condición de la proyección, de mi proyección hacia ese otro ser del cine. Este último –héroe o antihéroe– es mi reflejo, ampliado; yo mismo, pero no del todo. Desde este punto de vista, el cine es una experiencia fundamental de la alteridad. Una experiencia más profunda cuanto más complejo sea el personaje. Y el viaje prosigue, así, en el imaginario gracias a un trayecto trazado en el film, más o menos abierto según la perspectiva ofrecida por el cineasta.
Ese doble viaje, esa soledad/solidaridad, ese yo que es otro, son lo que explica, sin duda, que la película vaya seguida espontáneamente de un debate. El cine es el único arte que ha engendrado, como consecuencia lógica, el ritual de la discusión tras la proyección. El debate, tercer término de una dialéctica de la alteridad, es la preparación del regreso a lo real, el ritual obligado de la reintegración de esas soledades en la multitud. Un momento para compartir, para confrontaciones cuyo desenlace sólo puede quedar abierto. En el cine, la emoción no se basta a sí misma; es como si tuviera la necesidad de invocar a la palabra, la cual, sin embargo, nunca la expresará exhaustivamente. Por eso esa palabra sólo puede ser plural. Naturalmente, del mismo modo que el film puede ser cerrado, situado en su nivel de expresividad más bajo, el discurso sobre el mismo puede ser monolítico. En tal caso, el discurso sería inútil, necesariamente improcedente o un contrasentido. Cuando se trata de una sola persona (como en el caso de la crítica), el comentario mejoraría si fuera complejo, rico, bajo pena de caer, si no, en el ridículo. En su forma amistosa o analítica, el discurso sobre el cine somete la lengua natural a la prueba de la polisemia La lengua natural aplica imágenes mentales, regidas por normas léxicas, semánticas y sintácticas definidas, reconocibles y a menudo precisas; la imagen fílmica segrega las leyes de su propio significado; cada film tiene su gramática. El cine es estilística pura. Por mucho que las palabras aprisionen su significado, éste se desbordará siempre, y condenará al discurso crítico a una humildad fundamental y a una apertura infinita.
Así, la alteridad recorre el cine en ambos sentidos, desde la película hasta su comentario. Para dejarse atravesar de parte a parte por esa alteridad, el film no necesita hablar una lengua ni expresar una cultura distinta de la del espectador. Pero cuando se da ese caso, todo hay que multiplicarlo por dos.
De este tipo de películas me alimenté yo de pequeño en Túnez –francesas, americanas e italianas, dobladas al francés–, y éste es el tipo de películas que no paro de comentar: francesas, americanas, italianas, chinas, japonesas, subtituladas en francés, y comentadas en francés o en árabe a los tunecinos; películas africanas o árabes comentadas en francés o en italiano a los italianos; películas tunecinas presentadas a los tunecinos o a los extranjeros, comentadas en mi lengua o en otra, etc.; y los viajes cada vez más frecuentes que efectúo para acompañar esas películas son sólo una expresión –pero no la más importante– de los verdaderos peregrinajes que, como espectador, me veo impulsado a hacer por el mundo imaginario del cine.