Guerras santas, pasión y razón: pensamientos dispersos sobre la superioridad cultural

Umberto Eco

Escritor

El hecho de que en estos últimos días alguien haya pronunciado palabras inoportunas sobre la superioridad de la cultura occidental sería algo secundario. Es secundario que alguien diga una cosa que considera justa pero en el momento equivocado, y es secundario que alguien crea en un cosa injusta o, en cualquier caso, equivocada, puesto que el mundo está lleno de gente que cree en cosas injustas y equivocadas, incluso un señor que se llama Bin Laden, que probablemente es más rico que nuestro ex primer ministro Silvio Berlusconi y que ha estudiado en mejores universidades. Lo que no es secundario, y que debe preocuparnos un poco a todos —políticos, líderes religiosos, educadores…—, es que ciertas expresiones, o incluso enteros y apasionados artículos que de algún modo las han legitimado, se conviertan en materia de discusión general, ocupen la mente de los jóvenes y tal vez los induzcan a conclusiones pasionales dictadas por la emoción del momento. Me preocupo por los jóvenes porque, al fin y al cabo, a los viejos ya no se los cambia de mentalidad.

Todas las guerras de religión que han ensangrentado el mundo durante siglos han nacido de adhesiones pasionales a contraposiciones simplistas, como Nosotros y los Otros, buenos y malos, blancos y negros. Si la cultura occidental se ha revelado fecunda (no sólo desde la Ilustración hasta hoy, sino incluso antes, cuando el franciscano Roger Bacon invitaba a dominar las lenguas porque siempre tenemos algo que aprender, incluso de los infieles) es, entre otras cosas, porque se ha esforzado en «resolver», a la luz de la investigación y el espíritu crítico, las simplificaciones dañinas.

 Naturalmente, no siempre lo ha hecho, puesto que también forman parte de la historia de la cultura occidental Hitler, que quemaba los libros, condenaba el arte «degenerada» y mataba a los miembros de las razas «inferiores», o el fascismo, que en la escuela me enseñó a recitar «¡Dios maldiga a los ingleses!» porque eran «el pueblo de las cinco comidas» y, por lo tanto, unos glotones inferiores al italiano frugal y espartano. Pero debemos discutir los mejores aspectos de nuestra cultura con jóvenes de todos los colores, si no queremos que se derrumben nuevas torres en los días que ellos vivan después de nosotros.

Un elemento de confusión es que a menudo no se llega a captar la diferencia entre la identificación con las propias raíces, el hecho de entender que existen otras raíces distintas y la capacidad de juzgar lo que está bien o mal. En cuanto a las raíces, si me preguntaran si preferiría pasar los años de la jubilación en un pueblecito del Monferrato, en el majestuoso marco del parque nacional de los Abruzos o en las suaves colinas de Siena, elegiría el Monferrato. Pero eso no comporta que juzgue otras regiones italianas inferiores al Piamonte.

Por lo tanto, si, con sus palabras (pronunciadas por los occidentales, pero anuladas por los árabes), el ex primer ministro quería decir que prefiere vivir en Arcore antes que en Kabul, y curarse en un hospital milanés antes que en uno de Bagdad, yo estaría dispuesto a suscribir su opinión (Arcore aparte). Y ello aunque me dijesen que en Bagdad han construido el hospital mejor equipado del mundo: en Milán me encontraría más como en mi casa, y eso influiría también en mi capacidad de recuperación. Las raíces pueden ser asimismo más amplias que las de carácter regional o nacional. Preferiría vivir en Limoges, por poner un ejemplo, que en Moscú. Pero ¿cómo? ¿Acaso Moscú no es una ciudad bellísima? Sin duda, pero en Limoges entendería la lengua.

 En suma, cada cual se identifica con la cultura en la que ha crecido, y los casos de trasplante radical, aunque los hay, son una minoría. Incluso Lawrence de Arabia, que se vestía como los árabes, al final volvió a casa.

Pasemos ahora a la comparación de civilizaciones, ya que ése es el punto clave. Occidente, aunque sólo fuera por razones de expansión económica, a menudo ha sentido curiosidad por las demás civilizaciones. Muchas veces las ha despachado con desprecio: los griegos llamaban «bárbaros» —es decir, balbucientes— a quienes no hablaban su lengua, lo que para ellos era como si no hablasen en absoluto. Pero otros griegos más maduros, como los estoicos (acaso porque algunos de ellos eran de origen fenicio), no tardaron en advertir que los bárbaros empleaban palabras distintas de las griegas, pero aludían a los mismos pensamientos. Marco Polo trató de describir con gran respeto los usos y costumbres de los chinos; los grandes maestros de la teología medieval procuraban hacerse traducir los textos de los filósofos, médicos y astrólogos árabes; los hombres del Renacimiento incluso exageraron en su intento de recuperar perdidas sabidurías orientales, de los caldeos a los egipcios; Montesquieu trató de comprender cómo podía ver un persa a los franceses, y los antropólogos modernos basaron sus primeros estudios en los informes de los salesianos, que ciertamente se acercaron a los bororó para convertirlos si era posible, pero también para entender su manera de pensar y vivir, acaso escarmentados por el hecho de que los misioneros de unos siglos antes, incapaces de comprender las civilizaciones amerindias, hubieran alentado su exterminio.

He mencionado a los antropólogos. No digo nada nuevo si recuerdo que, desde mediados del siglo xix en adelante, la antropología cultural se ha desarrollado como una tentativa de curar los remordimientos de Occidente frente a los Otros, y especialmente frente a aquellos Otros a los que se definía como salvajes, sociedades sin historia, pueblos primitivos. Occidente no había sido nada indulgente con los salvajes: los había «descubierto», había tratado de evangelizarlos, los había explotado, a muchos los había reducido a la esclavitud, con la ayuda, entre otros, de los árabes, ya que las naves de los esclavos eran descargadas en Nueva Orleans por refinados gentilhombres de origen francés, pero cargadas en las costas africanas por traficantes musulmanes. La antropología cultural (que pudo prosperar gracias a la expansión colonial) trataba de reparar los pecados del colonialismo mostrando que aquellas «otras» culturas eran ciertamente culturas, con sus creencias, sus ritos, sus costumbres, razonabilísimas en el contexto en que se habían desarrollado, y absolutamente orgánicas; es decir, se regían por su propia lógica interna. La tarea del antropólogo cultural consistía en demostrar que existían lógicas distintas de las occidentales, y que había que tomarlas en serio, en lugar de despreciarlas y reprimirlas.

Eso no quería decir que los antropólogos, una vez explicada la lógica de los Otros, decidieran vivir como ellos; antes bien, salvo unos pocos casos, una vez finalizado su trabajo de varios años en ultramar regresaban para consumar una serena vejez en Devonshire o en Picardía. Sin embargo, leyendo sus libros alguien podría pensar que la antropología cultural sostiene una postura relativista y afirma que una cultura vale tanto como otra. No me parece que sea ése el caso. Como mucho, el antropólogo nos decía que, mientras los Otros se quedaran en su casa, había que respetar su manera de vivir.

La verdadera lección que debe extraerse de la antropología cultural es más bien que, para decir si una cultura es superior a otra, hay que fijar unos parámetros. Una cosa es decir qué es una cultura, y otra a partir de qué parámetros la juzgamos. Una cultura puede describirse de un modo pasablemente objetivo: estas personas se comportan de tal manera, creen en los espíritus o en una divinidad única cuya presencia impregna toda la naturaleza, se unen en clanes parentales según tales reglas, consideran que es bello atravesarse la nariz con aros (ésa podría ser una descripción de la cultura juvenil de Occidente), consideran impura la carne de cerdo, se circuncidan, crían perros para meterlos en la olla los días de fiesta, o —como todavía dicen los americanos de los franceses— comen ranas. Obviamente, el antropólogo sabe que la objetividad entra constantemente en crisis debido a numerosos factores. El año pasado visité los pueblos dogon y pregunté a un chiquillo si era musulmán. Él me contestó, en francés: «No, soy animista». Pero, créanme, ningún animista se define a sí mismo como tal si no tiene como mínimo un diploma de la École des Hautes Études de París, y, por lo tanto, aquel niño hablaba de su propia cultura tal como se la habían definido los antropólogos. Los antropólogos africanos me explicaban que, cuando llega un colega europeo, los dogon, ahora más que despiertos, le cuentan justo lo que había escrito hace muchos años otro antropólogo, Griaule (al cual, sin embargo —o al menos eso afirman los amigos africanos más cultos—, sus informantes indígenas habían contado cosas bastante incoherentes entre sí que luego él había reunido en un sistema fascinante, pero de dudosa autenticidad). Aun así, excluyendo todos los posibles malentendidos de una cultura Otra, se puede tener una descripción bastante «neutra» de ella.

Otra cosa son los parámetros de juicio, que dependen nuestras raíces, nuestras preferencias, nuestras costumbres, nuestras pasiones, nuestro sistema de valores. Pongamos un ejemplo. ¿Consideramos que prolongar la vida media de cuarenta a ochenta años constituye un valor? Personalmente lo creo así, pero muchos místicos podrían decirme que, entre un crápula que vive ochenta años y un San Luis Gonzaga que vive veintitrés, el segundo ha tenido una vida más plena. Admitamos, no obstante, que la prolongación de la vida constituye un valor: si es así, la medicina y la ciencia occidental son ciertamente superiores a muchos otros saberes y prácticas médicas.

¿Creemos que el desarrollo tecnológico, la expansión de los comercios, la rapidez de los transportes, constituyen un valor? Muchísimos lo creen así, y tienen derecho a juzgar superior nuestra civilización tecnológica. Sin embargo, y precisamente en el seno del mundo occidental, hay quienes consideran un valor primario llevar una vida en armonía con un medio ambiente no contaminado y, en consecuencia, están dispuestos a renunciar a los aviones, los automóviles o los frigoríficos, para dedicarse a trenzar cestas y trasladarse a pie de aldea en aldea, a fin de evitar el agujero de ozono. Puede verse, pues, que para definir una cultura como mejor que otra no basta describirla (como hace el antropólogo), sino que es necesario apelar a un sistema de valores al que consideramos que no podemos renunciar. Sólo en este punto podemos decir que nuestra cultura, para nosotros, es mejor.

En estos días hemos asistido a varias defensas de culturas distintas según parámetros discutibles. Precisamente el otro día leía una carta a un importante periódico cuyo autor se preguntaba sarcásticamente cómo era que los premios Nobel siempre van a parar a occidentales y no a orientales. Aparte del hecho de que se trataba de un ignorante que no sabía cuántos premios Nobel de literatura se han dado a personas de piel negra y a grandes escritores islámicos, y aparte de que el premio Nobel de física de 1979 fue para un pakistaní llamado Abdus Salam, afirmar que los reconocimientos científicos van a parar naturalmente a quien trabaja en el ámbito de la ciencia occidental es inventar la sopa de ajo, puesto que nadie ha puesto nunca en duda que la ciencia y la tecnología occidentales se hallan hoy en la vanguardia. ¿En la vanguardia de qué? Pues de la ciencia y la tecnología. ¿Y hasta qué punto es absoluto el parámetro del desarrollo tecnológico? Pakistán tiene la bomba atómica e Italia no. Entonces ¿nosotros somos una civilización inferior? ¿Mejor vivir en Islamabad que en Arcore? Los partidarios del diálogo reclaman respeto al mundo islámico recordando que ha dado hombres como Avicena (que, por cierto, nació en Bujara, no muy lejos de Afganistán) y Averroes; es un pecado que se cite siempre a estos dos, como si fueran los únicos, y no se hable de Al-Kindi, Avempace, Ibn Gabirol, Abentofail, o de aquella gran figura histórica del siglo xiv que fue Ibn Jaldún, a quien Occidente considera incluso el iniciador de las ciencias sociales. Nos recuerdan que los árabes de España cultivaban la geografía, la astronomía, las matemáticas o la medicina cuando en el mundo cristiano se iba muy por detrás. Todo ello es más que verídico, pero no un argumento de peso puesto que, de razonar así, habría que decir que Vinci, un noble municipio toscano, es superior a Nueva York, ya que en Vinci nació Leonardo cuando en Manhattan apenas había cuatro indios sentados en el suelo que habrían de esperar más de ciento cincuenta años a que llegaran los holandeses y les compraran toda la península por veinticuatro dólares. Pero las cosas no son así y, sin ofender a nadie, hoy el centro del mundo es Nueva York, y no Vinci. Las cosas cambian. No vale recordar que los árabes de España eran bastante tolerantes con los cristianos y los judíos mientras que entre nosotros proliferan los guetos, o que Saladino, cuando reconquistó Jerusalén, se mostró más misericordioso con los cristianos de lo que habían sido éstos con los sarracenos cuando conquistaron la ciudad santa. Todos estos son datos exactos, pero en el mundo islámico existen hoy regímenes fundamentalistas y teocráticos que los cristianos no toleran, y Bin Laden no se ha mostrado misericordioso con Nueva York. Bactriana fue una encrucijada de grandes civilizaciones, pero hoy los talibanes la emprenden a cañonazos con sus Budas. Y a la inversa: los franceses tuvieron su matanza de la Noche de San Bartolomé, pero eso no autoriza a nadie a decir que hoy sean unos bárbaros.

No andemos hurgando en la historia, porque es un arma de doble filo. Los turcos empalaban (y está mal), pero los bizantinos ortodoxos sacaban los ojos a los parientes peligrosos y los católicos quemaron a Giordano Bruno; los piratas sarracenos hacían toda clase de disparates, pero los corsarios de su majestad británica, con la misma impunidad, redujeron a cenizas las colonias españolas del Caribe; Bin Laden es un enemigo feroz de la civilización occidental, pero en el propio seno de la civilización occidental hemos tenido a unos señores que se llamaban Hitler o Stalin (Stalin era tan malo que siempre se le ha definido como oriental, pese a que había estudiado en el seminario y leído a Marx).

No, el problema de los parámetros no se plantea en clave histórica, sino en clave contemporánea. Ahora bien, uno de los aspectos loables de las culturas occidentales (libres y pluralistas, y éstos son los valores que nosotros consideramos irrenunciables) es que desde hace mucho tiempo han velado por la posibilidad de que una misma persona pueda verse llevada a manejar parámetros distintos, y mutuamente contradictorios, sobre cuestiones diversas. Por ejemplo, se considera un bien la prolongación de la vida y un mal la contaminación atmosférica; pero somos muy conscientes de que tal vez, para disponer de los grandes laboratorios en los que se estudia la prolongación de la vida, se requiere tener un sistema de comunicaciones y abastecimiento energético que después, por su parte, produce contaminación. La cultura occidental ha desarrollado la capacidad de poner libremente al desnudo sus propias contradicciones. Aunque no las resuelve, sabe que existen, y lo dice. A fin de cuentas, todo el debate sobre «global sí» o «global no» se reduce a esto (menos para los movimientos antiglobalización de carácter radical): ¿cómo resulta tolerable una cuota de globalización positiva evitando los riesgos y las injusticias de la globalización perversa?, ¿cómo se puede alargar la vida también a los millones de africanos que mueren de sida (y al mismo tiempo prolongar la nuestra) sin aceptar una economía planetaria que hace morir de hambre a los enfermos de sida y a nosotros nos hace ingerir alimentos contaminados?

Pero precisamente esta crítica de los parámetros, que Occidente persigue y alienta, nos hace entender hasta qué punto la cuestión de los parámetros resulta delicada. ¿Es justo y cívico proteger el secreto bancario? Muchísimas personas consideran que sí. Pero ¿y si ese secretismo permite a los terroristas tener su dinero en la City londinense? Entonces, ¿la defensa de la llamada privacidad es un valor positivo o dudoso? Nosotros sometemos constantemente a discusión nuestros propios parámetros. El mundo occidental lo hace hasta tal punto que permite a sus propios ciudadanos rechazar el carácter positivo del parámetro del desarrollo tecnológico, y hacerse budistas o ir a vivir a comunidades en las que no se utilizan los neumáticos, ni siquiera los carros tirados por caballos. La escuela debe enseñar a analizar y discutir los parámetros sobre los que se rigen nuestras afirmaciones pasionales.

El problema que la antropología cultural no ha resuelto es qué se hace cuando un miembro de otra cultura, cuyos principios quizá hemos llegado a respetar, se viene a vivir a nuestra casa. En realidad, la mayor parte de las reacciones racistas en Occidente no se deben al hecho de que los animistas vivan en Malí (basta con que se queden en su casa, dice de hecho la Liga), sino a que se vengan a vivir con nosotros. Y pase que sean animistas, o que quieran rezar en dirección a La Meca; pero ¿y si quieren llevar el chador, si quieren infibular a sus muchachas, si (como sucede en ciertas sectas occidentales) rechazan las transfusiones de sangre para sus hijos enfermos, si el último devorador de carne humana de Nueva Guinea (suponiendo que todavía exista alguno) quiere estar entre nosotros y hacerse asar a un mozalbete aunque sólo sea los domingos?

Sobre el devorador de carne humana estamos todos de acuerdo: se lo mete en la cárcel (sobre todo porque no es que haya miles de ellos); sobre las niñas que van a la escuela con el chador no veo por qué hay que hacer una tragedia si a ellas les apetece llevarlo; sobre la infibulación, en cambio, el debate sigue abierto (ha habido incluso quien se ha mostrado lo bastante tolerante como para sugerir que sea gestionada por los centros sanitarios locales, con lo que la higiene queda garantizada); pero ¿qué hacemos, por ejemplo, con la petición de que se permita a las mujeres musulmanas hacerse la foto del pasaporte con el velo puesto? Tenemos leyes, iguales para todos, que establecen los criterios de identificación de los ciudadanos, y no creo que se pueda obviarlas. Siempre que he visitado una mezquita me he quitado los zapatos, porque respeto las leyes y costumbres del país anfitrión. ¿Qué hacemos, pues, con la foto del velo? Creo que en estos casos se puede negociar. En el fondo, las fotos de los pasaportes son siempre poco fieles, y sirven sólo para lo que sirven; puede estudiarse la posibilidad de ofrecer tarjetas magnéticas que reaccionen a la huella del pulgar, y quien quiera este tratamiento privilegiado, que pague el posible sobreprecio. Si luego estas mujeres frecuentan nuestras escuelas, podrían incluso ser conscientes de unos derechos que no creían tener, del mismo modo que muchos occidentales han ido a escuelas coránicas y han decidido libremente hacerse musulmanes.

Reflexionar sobre nuestros parámetros significa también decidir que estamos dispuestos a tolerarlo todo, pero que para nosotros ciertas cosas son intolerables.

Occidente ha dedicado fondos y energías a estudiar los usos y costumbres de los Otros, pero nadie ha permitido realmente a los Otros estudiar los usos y costumbres de Occidente, excepto las escuelas regentadas en ultramar por los blancos o la permisión de que los Otros más ricos vayan a estudiar a Oxford o París; luego ya se ve lo que pasa: estudian en Occidente y después vuelven a casa para organizar movimientos fundamentalistas porque se sienten ligados a sus compatriotas que no han podido realizar esos mismos estudios (la historia, por lo demás, es ya vieja, y por la independencia de la India lucharon intelectuales que habían estudiado con los ingleses).

Los antiguos viajeros árabes y chinos habían estudiado algo de los países por donde se pone el sol, pero sabemos bastante poco de todo ello. ¿Cuántos antropólogos africanos o chinos han venido a estudiar a Occidente para contárselo no sólo a sus propios conciudadanos, sino también a nosotros, quiero decir contarnos cómo nos ven ellos? Existe desde hace algunos años una organización internacional llamada Transcultura que lucha por una «antropología alternativa». Ésta ha llevado a estudiosos africanos que jamás habían estado en Occidente a describir las provincias francesas y las sociedades boloñesas, y les aseguro que cuando nosotros, los europeos, hemos leído que dos de las observaciones que más les han asombrado aludían al hecho de que los europeos llevan a pasear a sus perros y se desnudan cuando están en la orilla del mar, ¡bueno!, creo que la mirada recíproca ha empezado a funcionar por ambas partes, y de ello han nacido interesantes discusiones.

Imaginen que se invite a unos fundamentalistas musulmanes a realizar estudios sobre el fundamentalismo cristiano (esta vez no entran los católicos; se trata de los protestantes americanos, más fanáticos que un ayatolá, que tratan de eliminar de las escuelas cualquier referencia a Darwin). Pues bien, yo creo que el estudio antropológico del fundamentalismo ajeno puede servir para entender mejor la naturaleza del propio. Que vengan a estudiar nuestro concepto de guerra santa (podría aconsejarles muchos textos interesantes, incluso recientes), y quizás verían con una mirada más crítica la idea de la guerra santa en su propia casa. En el fondo, nosotros los occidentales hemos reflexionado sobre los límites de nuestra propia manera de pensar describiendo la pensée sauvage. Uno de los valores de los que la civilización occidental habla mucho es la aceptación de las diferencias. Teóricamente todos estamos de acuerdo; es políticamente correcto decir de alguien en público que es gay, pero luego en casa se dice socarronamente que es un maricón. ¿Cómo se enseña la aceptación de la diferencia? La Académie Universelle des Cultures ha creado un sitio web donde se elaboran materiales sobre temas diversos (color, religión, usos y costumbres, etc.) para los educadores de cualesquiera países que deseen enseñar a sus escolares cómo se acepta a quienes son distintos de ellos.[1] Ante todo se ha decidido no decir mentiras a los niños, como afirmar que todos somos iguales. Los niños son perfectamente conscientes de que algunos vecinos de casa o compañeros de escuela no son iguales a ellos, tienen la piel de un color distinto, los ojos almendrados, el cabello más rizado o más liso, comen cosas extrañas o no hacen la primera comunión. No basta decirles que todos son hijos de Dios, porque también los animales lo son y, sin embargo, los chavales no han visto nunca una cabra en clase aprendiendo ortografía. Hay que decir a los niños, pues, que los seres humanos son muy diversos entre sí, y explicarles bien en qué son diversos, para luego mostrar que tales diversidades pueden ser una fuente de riqueza. El maestro de una ciudad italiana debería ayudar a sus niños italianos a entender por qué otros chicos rezan a una divinidad distinta, o tocan una música que no se parece al rock.

Naturalmente, lo mismo tiene que hacer un educador chino con los niños chinos que vivan junto a una comunidad cristiana. El paso siguiente será mostrar que entre nuestra música y la suya hay algo en común, y que también su Dios recomienda algunas cosas buenas. Una posible objeción: nosotros lo haremos en Florencia, pero ¿luego ellos lo harán también en Kabul? Bueno, esta objeción está todo lo lejos que se puede estar de los valores de la civilización occidental. Nosotros somos una civilización pluralista porque permitimos que en nuestra casa se construyan mezquitas, y no podemos renunciar a ello sólo porque en Kabul metan en la cárcel a los propagandistas cristianos. Si lo hiciéramos, nos convertiríamos también nosotros en talibanes. El parámetro de la tolerancia de la diversidad es sin duda uno de los más fuertes y menos discutibles, y nosotros consideramos madura nuestra cultura porque sabe tolerar la diversidad y consideramos bárbaros a las personas que pertenecen a nuestra cultura y no la toleran. Y punto. De lo contrario sería como si decidiéramos que, si en una determinada zona del globo hubiera todavía caníbales, iríamos a comérnoslos para que aprendieran. Simplemente esperamos que, puesto que nosotros permitimos las mezquitas en nuestra casa, en la suya un día habrá iglesias cristianas y no se bombardeará a los Budas. Eso si creemos en la bondad de nuestros parámetros.

Mucha es la confusión reinante bajo el cielo. En estos tiempos suceden cosas muy curiosas. Parece que la defensa de los valores de Occidente se haya convertido en una bandera de la derecha, mientras que la izquierda es, como de costumbre, filoislámica. Ahora bien, aparte del hecho de que hay también una derecha y un catolicismo integrista decididamente tercermundista, filoárabe y tal, no se tiene en cuenta un fenómeno histórico que se halla ante los ojos de todos.

La defensa de los valores de la ciencia, el desarrollo tecnológico y la cultura occidental moderna en general ha sido siempre una característica de los sectores laicos y progresistas. No sólo eso, sino que todos los regímenes comunistas se han adherido a una ideología del progreso tecnológico y científico. El Manifiesto de 1848 se inicia con un desapasionado elogio de la expansión burguesa; Marx no dice que haya que invertir el rumbo y pasar al modo de producción asiático, sino únicamente que de esos valores y esos éxitos se deben adueñar los proletarios. Y a la inversa: siempre ha sido el pensamiento reaccionario (en el sentido más noble del término), al menos a partir del rechazo de la Revolución francesa, el que se ha opuesto a la ideología laica del progreso afirmando que se debe volver a los valores de la Tradición. Sólo algunos grupos neonazis se vuelven hacia una idea mítica de Occidente y estarían dispuestos a degollar a todos los musulmanes en Stonehenge. Los pensadores más serios de la Tradición (entre los que también hay muchos que votan a la Alianza Nacional) han recurrido siempre, además de los ritos y mitos de los pueblos primitivos, o el ejemplo budista, precisamente al islam, como fuente todavía actual de espiritualidad alternativa. Siempre han estado ahí para recordarnos que nosotros no somos superiores, sino que estamos más bien agostados por la ideología del progreso, y que hemos de ir a buscar la verdad entre los místicos sufíes o los derviches danzantes. Y todo esto no lo digo yo; lo han dicho siempre ellos. Basta ir a una librería y buscar en las estanterías adecuadas. En este sentido, hoy se está abriendo en la derecha una curiosa grieta. Pero quizás sea sólo un síntoma de que en los momentos de gran desconcierto (y ciertamente vivimos uno de ellos) nadie sabe ya de qué lado está. Pero es precisamente en los momentos de desconcierto cuando hay que saber emplear el arma del análisis y la crítica, tanto de nuestras supersticiones como de las ajenas. Espero que de todo esto se hable en las escuelas, y no sólo en las ruedas de prensa.

Notas

[1] http://www.academie-universelle.org/manuel/index.htm.