¿Qué somos los escritores de los países mediterráneos, ya seamos turcos o catalanes? Muchas cosas y constantes, pues cuanto hacemos no adormece los ensueños, sino que los estimula. Es la llamada de la vida intensa, de la frondosa diversidad, la que tira con fuerza de nosotros. Somos, en definitiva, escritores inscritos en el mundo de los mundos mediterráneos, Turquía y Cataluña en cada extremo del sugerente mar.
Para significar lo que esto representa esencial y accidentalmente, recurro a un filósofo alemán, Johann Gottfried Herder, para quien el origen del conocimiento y su expresión radican en las sensaciones del alma y en las analogías que establece la experiencia; o sea, como decía hace un momento, en la vida inscrita en un espacio y en el tiempo. La cual adquiere entidad artística, y hasta trascendencia secular, a través del lenguaje, conducto del genio literario. Fruto éste, a su vez, de la individualidad de cada pueblo y persona conjugados, con sus músculos, intuición y sensualismo, con su mente atenta.
Como entendía otro pensador alemán, Martin Heidegger, «la lengua es la casa del alma», y somos en el lenguaje. No nos realizamos substancialmente, entonces, por ejemplo, en la nación, compromiso histórico, sino en el vector del idioma, del alma. Por tanto, del mundo en el que estamos y que interpretamos en cada gozne coyuntural, en todos sus caminos y con todas sus criaturas. El mundo de ayer y el de hoy, como meditaba otro escritor mediterráneo, el griego Empédocles:
Yo he sido ya, antaño, muchacho y muchacha,
un arbusto y un pájaro, escamoso pez del mar.
Del mar Mediterráneo; Empédocles en la materia y en las ilusiones, yo también he sido como él y volveré a serlo: ¡una unidad palpitante, y no hecha de uniformidad sino de diversidad, la que constituimos los seres nutridos por los genes y la luz del Mare Nostrum!, o, como decían los otomanos, del Mar Blanco.
Región planetaria, la nuestra, cuyo benigno clima ha atraído, en el curso de miles de años, a una multiplicidad de pueblos e idiomas, que gracias a la pequeñez espacial mediterránea se han conocido y entrelazado, y han ocasionado una riqueza de ideales y de creencias, de belleza, casi sin parangón con ninguna otra región planetaria. Poblaciones y signos seculares que siempre se han intercomunicado, hay en este mar y universo tantas orillas distintas y cercanas como olas van y vienen fusionadas entre ellas.
Así, cada ser humano mediterráneo ha existido con su correspondencia y visión mezcladas con las del otro, de los otros, sea para abrazarse o combatirse. ¿Y qué seríamos, piedras, si no fuéramos también paradójicos? Mis novelas y mis personajes se alimentan de sus contradicciones, ¿somos otra cosa que una contradicción eternamente asumida, y por ello resuelta en energía?
Todo lo cual acaba formulando, con Protágoras, la más excelsa definición humana: «El hombre, medida de todas las cosas». Concepto que de inmediato se traduce en la implantación democrática efectuada por Pericles, y en el naturalismo de la escultura de aquel siglo V griego.
Pero, cuidado: no estoy trenzando guirnaldas eruditas, sino refiriéndome desde las raíces a nuestra más cálida y urgente actualidad: ¿qué gozan o desean todos los pueblos e individuos del planeta?, seguro que la democracia política, el Estado del bienestar, la entronización de los Derechos Humanos. O sea, las consecuencias de la sentencia de Protágoras, del sistema de Pericles, de aquella homocéntrica figuración escultórica. El mundo y la esperanza más libres, luego, articulan el gran fruto universal y universalista del Mediterráneo. Y estando como estamos en Alemania, ¿de dónde proviene aquí la filosofía, desde Kant a Nietzsche, sino del fermento mediterráneo ateniense?
De todo ello, en todo ello, pues, se basa y se extiende nuestra creación literaria, con sus sabores, perfumes y colores, cuales los de la vid y la uva encantadas, del trigo y el pan recién horneado, del aceite con la diosa Atenea atalayando con sus glaucos ojazos entre las ramas del olivo plateado.
Y éstos, surgidos de la tierra feraz, son nuestros dioses; a veces los veo, eternamente jóvenes, sombras de luz entre la luminosidad verdiclara de los pinares al sol, en mi Mallorca natal. Pasan raudos y yo, volcado en mí mismo, escribo lo que ellos me dejan, con su eco de antiguas palabras que se transforman en nueva sangre.
Porque el Mediterráneo que en verdad lo es, no el política e ideológicamente compartimentado, es sin duda un gozo politeísta. O lo soy yo y deseo que lo sea el pueblo al que pertenezco y, sobre todo, los pueblos y las literaturas a los que deseo pertenecer. ¡Con qué celeridad, entonces, huyo en mis novelas, y creo que debemos huir, de los monoteísmos hacia la pletórica y compleja vida que nos llama! Ya nos habló de ello un sensible poeta latino, Horacio, en su «Carpe diem»:
Sé sabia: escancia el vino,
y abriga una dilatada esperanza, porque duramos poco.
Y es que mientras hablamos,
Goza el instante: no te confíes
huye el tiempo celoso.
en el mañana
Porque mañana no existiremos si no existimos hoy, como no existiría completamente el mundo sin nuestros libros. Vivimos la globalización, de acuerdo. Pero será como un Mediterráneo a escala planetaria, una hermandad o concurrencia de hermandades, o nos hundirá en una masificada contaminación mental y ambiental, que sólo será mecanicista aunque creamos que es científica.
¡Si hasta hay en Occidente quien contempla la ascensión de China como si únicamente fuera la de mil millones de consumidores a los que explotar! Sin ni imaginar que se trata de otra región planetaria semejante a la mediterránea, pues ha creado también una cultura frondosa, irisada e infinita: léase la poesía Tang, del jubiloso Li Bai al triste Du Fu; acaríciese la diamantina porcelana Song…
No creo en los profetas de los persistentes apocalipsis; sean los desnaturalizados, los que ignoran que ciencia y naturaleza corren parejas, o los monoteístas, que imaginan que la muerte confiere la vida. De ahí mi fe en la literatura, en la incitación estética y en el ansia pasional, en la estrella polar de la aventura, ¡y es que cada uno debe poder, debe intentar, trazar su propio destino! Lo adivinó Heráclito, en su pequeño y convulso reino sito en las costas hoy de Turquía, como nadie ha hecho con tanta clarividencia: «Siempre pasa el mismo río, y siempre sus aguas son diferentes».
Por tanto, es posible que además de reencarnarnos en arbusto, pez y adolescente, podamos hacerlo en nuestro primer padre, el primer personaje novelesco, filosófico, vital, o sea, más real, del que somos hijos: Ulises, Odiseo, otro mediterráneo. Quien desde el mar oriental ganó el occidental, al tembloroso timón de su nave negra, venciendo a los monstruos de un solo ojo y amando a las diosas más lascivas.
En fin, escribo porque he leído, leo porque vivo. Y creo, así, en todos nosotros, dimensión y ardor de los cielos y de la tierra.