Reinventar Europa: una visión cosmopolita

Ulrich Beck

Catedrático de sociología de la Universidad Ludwig-Maximilian de Múnich y profesor de la London School of Economics

Europa no puede convertirse ni en un Estado ni en  una nación; y no lo hará. En consecuencia, no se  puede pensar en ella en términos del Estado-nación.  De hecho, la investigación avanzada sobre Europa  apenas ha osado aventurarse más allá de la pauta  básica convencional del pensamiento del Estado-nación.  Se piensa en la Unión Europea en términos de  territorialidad, soberanía, jurisdicciones y demarcación.  Incluso en niveles superiores de complejidad,  cuando se habla de «gobernabilidad» o de «sistema  multinivel», el lenguaje jurídico y académico de la  investigación sobre Europa sigue decantándose por  los sistemas organizativos y reguladores destinados  a concebir y moldear la Unión Europea a imagen y  semejanza del Estado-nación. 

El fracaso de la sociología con respecto a Europa  resulta especialmente llamativo. La disciplina desarrolló  sus instrumentos cuando menguaba el siglo  XIX a partir del análisis de sociedades nacionales.  Dado que dichos instrumentos se adaptan mal al  análisis de la sociedad europea, la conclusión de la  sociología es que, obviamente, no existe una sociedad  europea propiamente dicha. Esta opinión tiene  numerosas causas, pero hay una en particular que  merece una crítica: el concepto de sociedad es el punto  de cristalización del nacionalismo metodológico  de la sociología. En el análisis sociológico, Europa  debe entenderse, pues, como una pluralidad, como  sociedades; debe entenderse en términos aditivos  o, en el mejor de los casos, comparativos. En otras  palabras, la sociedad de Europa se superpone a las  sociedades nacionales europeas. Este nacionalismo  metodológico practicado por las ciencias sociales se  está convirtiendo en una falacia histórica, puesto  que excluye las complejas realidades de Europa y  su espacio para la interacción. En suma, se vuelve  ciego ante Europa, al tiempo que nos ciega también  a nosotros frente a ella. 

Una pauta mental similar se deriva de la afirmación  de que no hay ningún demos, o pueblo, europeo.  Pero ¿de qué pueblo se habla, de las ciudades-estado  de la antigua Grecia, los cantones suizos, o los esta  dos-nación? ¿Y qué hay de las actuales sociedades  de nuestros países, tan interrelacionados? ¿Siguen  teniendo los propios estados-nación siquiera un  pueblo o una ciudadanía homogéneos? 

El Estado-nación actúa en todas partes como una  tácita vara de medir conceptual que hace que las  realidades de la europeización parezcan deficientes:  no hay pueblo, no hay población, no hay Estado, no  hay democracia, no hay opinión pública. Aparte  del desinterés y la simple falta de entendimiento  en los debates de otros estados miembros, existe un  número cada vez mayor de procesos de comunicación  transnacionales en torno a retos comunes, como las  recientes reacciones a la guerra de Irak, la revuelta  democrática en Ucrania y el antisemitismo europeo.  En lugar de hacer afirmaciones estereotipadas  en el sentido de que no existe una opinión pública  europea, la gente debería ampliar el concepto de  «opinión pública» más allá de su fijación al Estado-nación  y abrirlo a una comprensión cosmopolita que  acomode de manera realista la dinámica a partir de  la cual se están desarrollando las formas transfronterizas  de la esfera pública europea. 

Lo «europeo», en este sentido, son unas formas  connacionales de identidad, modos de vida, medios  de producción y tipos de interacción que atraviesan  directamente los muros de los estados. Tiene que ver  con las formas y los movimientos de un incesante  cruce de fronteras. La europeización horizontal está  dando paso a unas nuevas realidades en la sombra  que se viven en los puntos ciegos de las oficinas de  registro de extranjeros: multilingüismo, redes multinacionales,  matrimonios binacionales, movilidad  educativa de residencias múltiples, carreras profesionales  transnacionales, y conexiones entre ciencia  y economía. Tanto la economía como la ciencia están  globalizadas y europeizadas al mismo tiempo, y no  resultará fácil distinguir entre estos dos aspectos.  Esos puntos ciegos se están extendiendo y están  pasando a darse por sentados entre los miembros  de la nueva generación. Considerando estos hechos,  veo cinco líneas de pensamiento.

  La primera es la cuestión de la dinámica de la  desigualdad que afecta a Europa en su conjunto:  ¿qué impacto tiene el desmantelamiento de las  fronteras nacionales en Europa en la dinámica de  la desigualdad europea? Por una parte, los límites  de las percepciones de la desigualdad social basados  en la nación empiezan a disolverse conforme avanza  la europeización. En respuesta a la cuestión de qué es  lo que legitima la desigualdad social, hay al menos  dos posibles respuestas: el principio del mérito y el  principio del Estado-nación. La primera respuesta  resulta familiar y repetida, y ha sido ya objeto de  crítica. Es una consecuencia perfectamente lógica  de la perspectiva nacional, y se relaciona con las  desigualdades nacionales internas al Estado. La  segunda respuesta proporciona una explicación de  la «legitimación» de las desigualdades globales y  permite identificar los principales puntos ciegos y  fuentes de error a los que el nacionalismo metodológico  expone a la sociología de la desigualdad.  Las percepciones de la desigualdad que se basan  en el punto de vista nacional están sujetas a una  asimetría fundamental respecto a la sociedad y las  ciencias sociales. El «logro legitimador» del Estado-nación  reside en desviar la atención hacia dentro,  con exclusión de todo lo demás, y eliminar así del  campo de visión las desigualdades transnacionales  y globales. 

La historia de la desigualdad presupone la historia  de la igualdad, esto es, la institucionalización  de unas normas de igualdad: sin igualdad no puede  haber comparabilidad, y, por ende, tampoco una  desigualdad políticamente relevante. La distinción  entre desigualdades globales y nacionales se basa en  el hecho de que en el marco de los distintos ámbitos  nacionales funcionan poderosas normas de desigualdad,  relacionadas, por ejemplo, con derechos civiles,  políticos y sociales, y con identidades nacionales  prepolíticas. Esas normas de desigualdad establecen  tanto la comparabilidad de las desigualdades en el  propio ámbito nacional como su incomparabilidad  entre distintos ámbitos. 

Éste es el requisito previo para la legitimación  política de las actividades sociopolíticas dentro del  Estado-nación y la pasividad hacia otros que están  «fuera» de él. Si la propia desigualdad fuera el  criterio político clave, resultaría extremadamente  difícil justificar por qué unas sociedades europeas  prósperas realizan esfuerzos tan enormes para organizar  sistemas de transferencias financieras dentro  de sus propios estados-nación basándose en criterios  nacionales de pobreza y necesidad, mientras que una  importante proporción de la población mundial se  ve amenazada cada día por la inanición. 

El nacionalismo metodológico que sustenta  irreflexivamente la sociología de la desigualdad  hace de la igualdad vinculada al Estado-nación  un presupuesto y una constante al mismo tiempo.  Ello, a su vez, oscurece el hecho de que es el propio  principio del Estado-nación el que genera el recurso  cada vez más escaso de la legitimación a través de  la incomparabilidad; escaso debido al espectacular  crecimiento y la creciente conciencia de las desigualdades  globales. Dicho de otro modo: el principio del  Estado-nación institucionaliza el acto de hacer la  vista gorda.

 ¿Qué significa esto cuando se aplica a la europeización?  Desde el momento en que se eliminan las  barreras de la incomparabilidad de las desigualdades  entre los distintos estados (por ejemplo, mediante  una creciente autoconciencia europea, o a través de  la institucionalización de la igualdad y la autoobservación),  cabe esperar que la Unión Europea entre  en un período de turbulencia, incluso dadas unas  relaciones constantes de desigualdad. 

Puede ilustrarse esta cuestión con la ayuda de un  sencillo ejemplo. El eslogan «a igual trabajo, igual  salario» era y sigue siendo una demanda clave del  movimiento obrero. Sin embargo, tradicionalmente  la lucha de los sindicatos por la igualdad ha tropezado  con una frontera «natural», a saber, la del Estado-  nación. Del mismo modo que en Alemania era  natural que se luchara por mantener acuerdos nacionales  sobre el salario y las condiciones laborales,  y se aspirara a la paridad salarial entre la Alemania  oriental y occidental tras la reunificación del país,  también fue natural durante largo tiempo ignorar  las diferencias salariales en comparación con otros  países europeos. Vistas a través de la óptica nacional,  las diferencias de niveles salariales entre Baviera  y Berlín Este se consideran ilegítimas, mientras  que las mismas diferencias entre Baviera y Bélgica  se juzgan legítimas. Pero ¿qué ocurre cuando  esas mismas diferencias se contemplan y juzgan a  través de la óptica europea? ¿Son ilegítimas en este  contexto las diferencias de niveles salariales entre los  diversos países europeos? ¿No deberían los sindicatos  europeos exigir «a igual trabajo, igual salario» para  todos los trabajadores de Europa? ¿O es que hay que  descartar este principio? 

Estas preguntas están lejos de ser cuestiones  meramente académicas, como quedó claro en enero  de 2004, cuando en diversos ámbitos públicos nacionales  se produjeron un gran número de acalorados  y controvertidos debates en torno a la iniciativa  emprendida por algunos miembros del Parlamento  europeo en favor de reforzar la identidad de  dicha institución unificando las remuneraciones  de todos los parlamentarios. Existen aquí enormes  desigualdades con respecto a los distintos salarios por  el mismo trabajo. Un parlamentario italiano cobra  11.000 euros brutos, su colega de partido alemán  gana unos 7.000, y su vecino español tiene que apañárselas  con 3.000, mientras que sus nuevos colegas  de los países centroeuropeos no llegan a los 1.000  euros. De momento no existen planes inmediatos  para reducir estas extremas desigualdades, ya que los  ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea  sucumbieron a la presión de la opinión pública  y rechazaron la iniciativa. 

El neoliberalismo se ha apropiado del viejo lema  del movimiento obrero en una nueva versión: «A  igual trabajo, igual salario; ¡siempre que se iguale  por abajo! ». Como resultado de ello, los sindicatos  parecen enfrentarse a dos opciones igualmente  inaceptables. Una es resistirse a esta tendencia y  exigir «a igual trabajo, igual salario; ¡siempre que  se iguale por arriba!». Esa fue la vía emprendida  tras la unificación alemana, aunque en general se  considera que resulta económicamente fatal y políticamente  utópica. La segunda opción no es menos  atractiva, dado que los sindicatos se encuentran en  la perversa posición de adoptar el eslogan de sus  enemigos y exigir salarios distintos por el mismo  trabajo; en otras palabras: defender las diferencias  salariales existentes entre los diversos países europeos.  Esto fuerza a los sindicatos a situarse en una  postura neonacional. 

La segunda línea de pensamiento es que la europeización  está iniciando un «juego de suma positiva  » históricamente nuevo: las soluciones conjuntas  sirven a los intereses nacionales. La crisis de Europa  es una crisis mental. Los gobiernos nacionales luchan  con problemas aparentemente nacionales en  un entorno nacional y tratan de resolverlos por sus  propios medios nacionales; y están fracasando. La  exportación de puestos de trabajo es un ejemplo de  ello, como lo es el intento de controlar los impuestos  sobre los beneficios corporativos. Los operadores  de tecnologías móviles que funcionan en el marco  de redes globales pueden enfrentar a los estados  individuales entre sí, y, de ese modo, debilitarlos.  Cuanto más predomina la perspectiva nacional en  el pensamiento y la acción de pueblos y gobiernos,  más logran esas empresas ampliar su propio poder.  Ésa es la paradoja que hay que entender: el marco  de referencia nacional atenta contra los propios intereses  nacionales. La Unión Europea es un ámbito  en que la soberanía formal puede intercambiarse  por el poder real, la alimentación de las culturas  nacionales y la mejora del éxito económico. La  Unión Europea se halla mejor situada para resolver  los problemas nacionales que las naciones que  actúan por sí solas.1 

No importa en qué lugar de Europa nos fijemos:  la situación es la misma. La proporción de ancianos  con respecto a la población total está subiendo a  niveles muy incómodos, los sistemas de pensiones  ya no funcionan; pero las reformas necesarias se ven  frustradas por la resistencia organizada de los grupos  afectados. Para escapar a esta trampa, la conexión  entre el descenso del crecimiento demográfico, el  envejecimiento de las sociedades, las reformas necesarias  de los sistemas de seguridad social, la política  de migración selectiva, la exportación de puestos de  trabajo y los impuestos sobre los beneficios corporativos  podrían definirse como un problema europeo,  para trabajar en él de forma cooperativa. Este enfoque  podría y debería beneficiar a todos los gobiernos  que actualmente se contentan con falsas soluciones  en el callejón sin salida del Estado-nación. 

Verlo todo desde la perspectiva nacional pone  en peligro tanto la prosperidad nacional como la  libertad democrática. Asegurar la salud de la nación  y la economía, abordar el desempleo de una  manera eficaz y promover una democracia activa  requiere una perspectiva cosmopolita. Al trascender  las simpatías nacionales y posnacionales, la Europa  cosmopolita no amenaza el Estado-nación, sino que  más bien lo prepara, facilita, moderniza, transforma  y abre a la era global. 

La tercera línea de pensamiento es que la europeización  requiere una memoria histórica que traspase  fronteras. Recordemos las angustiosas palabras que  escribiera Thomas Mann sobre la Primera Guerra  Mundial: «¡Ay de Europa!», con que aludía a la calamidad  del mundo occidental: dos mil quinientos años  destrozados por una guerra que lo había desangrado  hasta morir. En el centro de cada una de las aldeas  de Europa se alza un gran monumento que lleva grabados  los nombres de los caídos en combate: 1915,  1917… En los muros de una iglesia cercana encontramos  también otros tres nombres de la misma familia  en una lápida donde se enumeran las víctimas de la  Segunda Guerra Mundial: muerto en combate, 1942;  muerto en combate, 1944; desaparecido en combate,  1945… Eso era Europa. 

Pero ¿cuánto tiempo hace? No mucho. Hasta  finales de la década de 1980 los pueblos de esa  Europa beligerante se enfrentaban en una especie  de situación de equilibrio nuclear. La política de  acercar a los países del Este y el Oeste parecía posible  sólo a través del reconocimiento de una división de  Europa que parecía eterna. ¿Y hoy? Se ha producido  un milagro europeo: ¡los enemigos se han convertido  en vecinos! Esa maravilla resulta única en la  historia, e incluso casi inconcebible. Precisamente  en el momento más desgastado de la historia de los  estados, aparece un invento político que hace posible  algo que casi resultaba inimaginable: los propios  estados transforman su monopolio del poder en un  tabú contra la violencia. En Europa, la amenaza de la  violencia como opción política, ya sea entre estados  miembros o contra instituciones supranacionales,  se ha desterrado de una vez por todas del horizonte  de posibilidades. 

Ese cambio ha sido factible porque Europa ha  experimentado el advenimiento de algo cualitativamente  nuevo: el horror nacional ante al asesinato  de los judíos europeos. Las guerras y expulsiones  nacionales ya no se recuerdan sólo en el marco del  ámbito nacional, sino que el espacio nacional de conmemoración  está destinado a ampliarse y adquirir  un alcance europeo. Se está produciendo, pues, una  europeización de las perspectivas (o al menos, los  primeros indicios). 

Este cosmopolitismo en la apertura de la comunicación,  en la aceptación de la interdependencia a   través de la inclusión del extranjero en nombre de  los intereses comunes, y en el intercambio histórico  de perspectivas entre verdugos y víctimas de la  posguerra europea, es algo distinto del multiculturalismo  o de la falta de compromiso posmoderna.  Aunque ese cosmopolitismo pretende basarse en  unas normas cohesivas y recíprocamente vinculantes  que puedan ayudar a evitar la tendencia al particularismo  posmoderno, no es simplemente universal.  Para una entidad como Europa, interactuar con el  abanico de culturas, tradiciones e intereses del entramado  de sociedades nacionales es una cuestión de  supervivencia. Como afirmaba Hannah Arendt, sólo  el perdón infinitamente difícil, otorgado y recibido  a través del recuerdo, crea la confianza necesaria  en la relación entre estados y naciones, al tiempo  que los potencia. 

La cuarta línea consiste en entender la sociedad  europea como una sociedad del riesgo global regional.  La macrosociología de la europeización corre  el peligro de repetir los mismos errores del nacionalismo  metodológico, sólo que a escala europea:  quedar atrapada en lo que podría denominarse un  «europeísmo metodológico». Para contrarrestar esta  tendencia, la europeización no debería definirse ni  analizarse meramente en términos endógenos, sino  exógenos, en relación con el marco de referencia  constituido por la sociedad mundial. Permítaseme  hacer sólo unos comentarios breves sobre ese  punto. 

La modernidad es una experiencia de riesgo, en  el sentido de que, junto con sus éxitos, ha conjurado  también la posibilidad de su propia autodestrucción.  Sin embargo, esta idea de la modernización reflexiva  tiene que abrirse al punto de vista cosmopolita y,  por ende, a la cuestión de si las amenazas planteadas  por la modernización se perciben como efectos  secundarios de las decisiones «propias» o de las  decisiones tomadas por «otros». La dinámica de la  desigualdad que caracteriza a la sociedad del riesgo  global puede ilustrarse, pues, a partir de la distinción  entre amenazas autoinducidas y amenazas derivadas  de otros. Por decirlo en términos extremadamente  simplificados, la europeización alude a las amenazas  autoinducidas, mientras que el modo en que la  modernidad amenaza con la autodestrucción en  el Tercer Mundo se percibe principalmente como  una amenaza derivada de otros. A diferencia de la  teoría de la dependencia o la del sistema mundial,  la teoría de la modernización reflexiva subraya el  hecho de que las diferentes regiones del mundo se  ven afectadas de manera desigual no sólo por las consecuencias  de los procesos de modernización fallidos,  sino también por las consecuencias de los procesos  de modernización coronados por el éxito. 

Las principales líneas de conflicto durante la  Guerra Fría fueron políticamente indefinidas y adquirieron  su carácter explosivo en base a cuestiones  de seguridad nacional e internacional. En cambio,  las líneas de conflicto geopolíticas en la sociedad  del riesgo global discurren entre las diferentes  culturas del riesgo. En relación con la percepción  del riesgo, están surgiendo conflictos geopolíticos  entre regiones que aportan situaciones históricas,  experiencias y expectativas extremadamente divergentes  al ámbito de la sociedad del riesgo global. Un  destacado ejemplo de ello es el contraste entre, por  una parte, el grado de urgencia atribuido por Europa  a los peligros del cambio climático, y el atribuido  por Estados Unidos al terrorismo internacional,  por otra. No sólo las percepciones culturales de las  amenazas globales divergen cada vez más entre  Europa y Estados Unidos, sino que, precisamente  por ello, europeos y norteamericanos en realidad  viven en mundos distintos. Desde el punto de vista  de los estadounidenses, los europeos están sufriendo  una especie de histeria con respecto al medio  ambiente, mientras que para muchos europeos, los  norteamericanos están paralizados por un exagerado  temor al terrorismo. El peligro es que si las culturas  transatlánticas del riesgo se alejan mutuamente cada  vez más, ello llevará a una ruptura cultural entre  Estados Unidos y Europa; parafraseando a Huntington,  las diferencias culturales de percepción están  generando un choque de culturas del riesgo: o se  cree en el actual desastre climático, o en la potencial  ubicuidad de atentados de terroristas suicidas. 

No nos engañemos: no se trata sólo de elegir  entre riesgos, sino también elegir entre dos visiones  del mundo. La cuestión es: ¿quién es culpable y quién  inocente, quién avanzará y quién se quedará atrás:  el ejército o los derechos humanos, la lógica de la  guerra o la lógica de los tratados?

 La quinta y última línea de pensamiento adopta  la forma de una pregunta: ¿cómo se posibilitará  un imperio europeo de ley y consenso? En última  instancia, comprender el concepto de cosmopolitismo  de este modo constituye también la clave  para comprender y configurar las nuevas formas  de autoridad política que han surgido en Europa  más allá del Estado-nación. Pero la globalización,  y más concretamente los problemas con los flujos y  crisis de las finanzas globales, así como la descuidada  dimensión europea de las actuales exigencias sociopolíticas,  muestran que de momento nos estamos  dando cabezazos con lo contrario. Ya no existe un  mercado de trabajo circunscrito al ámbito nacional.  Por mucho que apuntemos a los extranjeros con el  cañón de la escopeta, con un solo clic de ratón los  indios o chinos mejor preparados pueden ofrecer sus  servicios en Alemania y el resto de Europa. 

La realidad se está volviendo cosmopolita. Ese  Otro al que las fronteras ya no pueden impedir el  paso está en todas partes, pero de una forma que  ningún filósofo cosmopolita había previsto y nadie  deseaba: subrepticia y accidentalmente, sin decisión  o designio político. El verdadero proceso en virtud  del cual nos volvemos cosmopolitas en este mundo  tiene lugar por la puerta de atrás de los efectos secundarios;  es un proceso no deseado, invisible, y normalmente  se da por defecto. Entonces, ¿qué gobierno  político resulta el contexto más apropiado? 

Edgar Grande y yo mismo hemos propuesto a  este respecto una redefinición del término imperio.2  Cuando se utiliza en francés, esta palabra conlleva  una serie de connotaciones napoleónicas y coloniales,  de modo que difiere de su uso, por ejemplo, en  inglés. Por otra parte, el Imperio Británico era algo  distinto de lo que pretende ser la Norteamérica  imperial. La expresión «imperio europeo» trata  de poner a Europa en igualdad de condiciones con  el imperio norteamericano, que es muy diferente.  Pese a todas las similitudes con la compleja confederación  o imperio que surgió de la Edad Media, el  imperio europeo de comienzos del siglo XXI se basa  en los actuales estados-nación. En ese punto deja de  funcionar la analogía con la Edad Media. El imperio  cosmopolita de Europa destaca por su carácter  abierto y cooperativo tanto en su propio territorio  como en el exterior, y, en consecuencia, contrasta  claramente con el predominio imperial de Estados  Unidos. El innegable poder real de Europa no se  puede entender en términos de estados-nación; lejos  de ello, reside en el carácter modélico de la forma  en que Europa ha logrado transformar un pasado  beligerante en un futuro cooperativo, en el modo en  que ha podido realizarse el milagro europeo de los  enemigos que se convierten en vecinos. Esta forma  especial de poder global blando está desarrollando  una especial irradiación y atracción que a menudo  queda subestimada en el molde de la concepción de  Europa en términos del Estado-nación, así como en  las proyecciones de poder reclamadas por los neoconservadores  norteamericanos. 

Pero ¿qué impacto tiene esto en la integración  europea? Durante mucho tiempo, el concepto clave  consistía primordialmente en la abolición de las  diferencias nacionales y locales. Esta «política de  armonización» confundía unidad con uniformidad,  o presuponía que la uniformidad es necesaria para la  unidad. En este sentido, la uniformidad se convertía  en el supremo principio regulador de la Europa  moderna, y transfería los principios de la teoría  constitucional clásica a las instituciones europeas.  Pero cuanto más operaba la política de la Unión  Europea bajo esta primacía de la uniformidad, más  aumentaba la resistencia frente a ella y más claramente  afloraban los efectos contraproducentes. 

En cambio, la integración cosmopolita se basa en  un cambio de paradigma en el que la diversidad no  es el problema, sino la solución. La nueva integración  europea no debe orientarse hacia las nociones  tradicionales de uniformidad inherentes a un «Estado  federal» europeo. Lejos de ello, la integración  debe tomar como punto de partida la irrevocable  diversidad de Europa. Ese es el único modo de que la  europeización vincule dos exigencias que a primera  vista parecen mutuamente excluyentes: la necesidad  de reconocer la diferencia y la necesidad de integrar  las divergencias. 

Entendida como un modelo político históricamente  comprobado para un imperio postimperial de  ley y consenso –«el sueño europeo» (Jeremy Rifkin)  o un poder global blando–, la europeización resulta  fascinante como alternativa a la vía estadounidense,  y no menos a los estadounidenses críticos con su país.  En última instancia, se trata de algo completamente  nuevo en la historia de la humanidad; a saber, la  visión progresista de una estructura estatal firmemente  basada en el reconocimiento de un «otro»  culturalmente distinto. 

Entonces, ¿en qué consiste mi visión cosmopolita  de Europa? Los europeos somos, en palabras de Kant,  «árboles torcidos» bastante provincianos. Pero ese  aspecto nuestro tiene también una vertiente atractiva.  Algunos pueblos –como los ingleses y los franceses,  por ejemplo– tienen fama de ser cosmopolitas;  pero ese atributo se les aplica en cuanto franceses  o británicos, y no tanto como europeos. La ampliación  puede hacer que la Unión Europea se encoja  como un erizo, o bien que abrace el cosmopolitismo  y potencie así la conciencia de su responsabilidad  en el mundo. 

La idea de nación resulta inapropiada para unificar  Europa. Un gran superestado europeo aterroriza  a la gente. No creo que Europa pueda surgir  de las ruinas de los estados-nación. Si hay una idea  capaz de unir actualmente a los europeos, es la  de una Europa cosmopolita, puesto que apacigua  el temor de los europeos a perder su identidad,  convierte en objetivo constitucional la interacción  tolerante entre las numerosas naciones europeas, y  abre nuevos espacios políticos y posibles acciones en  un mundo globalizado. La persistencia de la nación  es la condición de una Europa cosmopolita; y hoy,  por la razón que hemos expuesto, lo contrario también  es cierto. Cuanto más seguros y reafirmados  se sientan los europeos en su dignidad nacional,  menos se cerrarán en sus estados-nación y más  resueltamente saldrán en defensa de los valores  europeos en el mundo y abrazarán la causa de los  otros como suya. Me gustaría vivir en esa Europa  cosmopolita; una Europa donde las personas tengan  raíces y alas a la vez. 

Notas

[1] U. Beck, Power in the Global Age, Cambridge, Polity Press, 2005 (edición en español: Poder y contrapoder en la
era global, Barcelona, Paidós, 2004).

[2] U. Beck y E. Grande, Das kosmopolitische Europa, Frankfurt, Suhrkamp Verlag, 2004 (edición en español: La Europa
cosmopolita, Barcelona, Paidós, 2006).