Europa no puede convertirse ni en un Estado ni en una nación; y no lo hará. En consecuencia, no se puede pensar en ella en términos del Estado-nación. De hecho, la investigación avanzada sobre Europa apenas ha osado aventurarse más allá de la pauta básica convencional del pensamiento del Estado-nación. Se piensa en la Unión Europea en términos de territorialidad, soberanía, jurisdicciones y demarcación. Incluso en niveles superiores de complejidad, cuando se habla de «gobernabilidad» o de «sistema multinivel», el lenguaje jurídico y académico de la investigación sobre Europa sigue decantándose por los sistemas organizativos y reguladores destinados a concebir y moldear la Unión Europea a imagen y semejanza del Estado-nación.
El fracaso de la sociología con respecto a Europa resulta especialmente llamativo. La disciplina desarrolló sus instrumentos cuando menguaba el siglo XIX a partir del análisis de sociedades nacionales. Dado que dichos instrumentos se adaptan mal al análisis de la sociedad europea, la conclusión de la sociología es que, obviamente, no existe una sociedad europea propiamente dicha. Esta opinión tiene numerosas causas, pero hay una en particular que merece una crítica: el concepto de sociedad es el punto de cristalización del nacionalismo metodológico de la sociología. En el análisis sociológico, Europa debe entenderse, pues, como una pluralidad, como sociedades; debe entenderse en términos aditivos o, en el mejor de los casos, comparativos. En otras palabras, la sociedad de Europa se superpone a las sociedades nacionales europeas. Este nacionalismo metodológico practicado por las ciencias sociales se está convirtiendo en una falacia histórica, puesto que excluye las complejas realidades de Europa y su espacio para la interacción. En suma, se vuelve ciego ante Europa, al tiempo que nos ciega también a nosotros frente a ella.
Una pauta mental similar se deriva de la afirmación de que no hay ningún demos, o pueblo, europeo. Pero ¿de qué pueblo se habla, de las ciudades-estado de la antigua Grecia, los cantones suizos, o los esta dos-nación? ¿Y qué hay de las actuales sociedades de nuestros países, tan interrelacionados? ¿Siguen teniendo los propios estados-nación siquiera un pueblo o una ciudadanía homogéneos?
El Estado-nación actúa en todas partes como una tácita vara de medir conceptual que hace que las realidades de la europeización parezcan deficientes: no hay pueblo, no hay población, no hay Estado, no hay democracia, no hay opinión pública. Aparte del desinterés y la simple falta de entendimiento en los debates de otros estados miembros, existe un número cada vez mayor de procesos de comunicación transnacionales en torno a retos comunes, como las recientes reacciones a la guerra de Irak, la revuelta democrática en Ucrania y el antisemitismo europeo. En lugar de hacer afirmaciones estereotipadas en el sentido de que no existe una opinión pública europea, la gente debería ampliar el concepto de «opinión pública» más allá de su fijación al Estado-nación y abrirlo a una comprensión cosmopolita que acomode de manera realista la dinámica a partir de la cual se están desarrollando las formas transfronterizas de la esfera pública europea.
Lo «europeo», en este sentido, son unas formas connacionales de identidad, modos de vida, medios de producción y tipos de interacción que atraviesan directamente los muros de los estados. Tiene que ver con las formas y los movimientos de un incesante cruce de fronteras. La europeización horizontal está dando paso a unas nuevas realidades en la sombra que se viven en los puntos ciegos de las oficinas de registro de extranjeros: multilingüismo, redes multinacionales, matrimonios binacionales, movilidad educativa de residencias múltiples, carreras profesionales transnacionales, y conexiones entre ciencia y economía. Tanto la economía como la ciencia están globalizadas y europeizadas al mismo tiempo, y no resultará fácil distinguir entre estos dos aspectos. Esos puntos ciegos se están extendiendo y están pasando a darse por sentados entre los miembros de la nueva generación. Considerando estos hechos, veo cinco líneas de pensamiento.
La primera es la cuestión de la dinámica de la desigualdad que afecta a Europa en su conjunto: ¿qué impacto tiene el desmantelamiento de las fronteras nacionales en Europa en la dinámica de la desigualdad europea? Por una parte, los límites de las percepciones de la desigualdad social basados en la nación empiezan a disolverse conforme avanza la europeización. En respuesta a la cuestión de qué es lo que legitima la desigualdad social, hay al menos dos posibles respuestas: el principio del mérito y el principio del Estado-nación. La primera respuesta resulta familiar y repetida, y ha sido ya objeto de crítica. Es una consecuencia perfectamente lógica de la perspectiva nacional, y se relaciona con las desigualdades nacionales internas al Estado. La segunda respuesta proporciona una explicación de la «legitimación» de las desigualdades globales y permite identificar los principales puntos ciegos y fuentes de error a los que el nacionalismo metodológico expone a la sociología de la desigualdad. Las percepciones de la desigualdad que se basan en el punto de vista nacional están sujetas a una asimetría fundamental respecto a la sociedad y las ciencias sociales. El «logro legitimador» del Estado-nación reside en desviar la atención hacia dentro, con exclusión de todo lo demás, y eliminar así del campo de visión las desigualdades transnacionales y globales.
La historia de la desigualdad presupone la historia de la igualdad, esto es, la institucionalización de unas normas de igualdad: sin igualdad no puede haber comparabilidad, y, por ende, tampoco una desigualdad políticamente relevante. La distinción entre desigualdades globales y nacionales se basa en el hecho de que en el marco de los distintos ámbitos nacionales funcionan poderosas normas de desigualdad, relacionadas, por ejemplo, con derechos civiles, políticos y sociales, y con identidades nacionales prepolíticas. Esas normas de desigualdad establecen tanto la comparabilidad de las desigualdades en el propio ámbito nacional como su incomparabilidad entre distintos ámbitos.
Éste es el requisito previo para la legitimación política de las actividades sociopolíticas dentro del Estado-nación y la pasividad hacia otros que están «fuera» de él. Si la propia desigualdad fuera el criterio político clave, resultaría extremadamente difícil justificar por qué unas sociedades europeas prósperas realizan esfuerzos tan enormes para organizar sistemas de transferencias financieras dentro de sus propios estados-nación basándose en criterios nacionales de pobreza y necesidad, mientras que una importante proporción de la población mundial se ve amenazada cada día por la inanición.
El nacionalismo metodológico que sustenta irreflexivamente la sociología de la desigualdad hace de la igualdad vinculada al Estado-nación un presupuesto y una constante al mismo tiempo. Ello, a su vez, oscurece el hecho de que es el propio principio del Estado-nación el que genera el recurso cada vez más escaso de la legitimación a través de la incomparabilidad; escaso debido al espectacular crecimiento y la creciente conciencia de las desigualdades globales. Dicho de otro modo: el principio del Estado-nación institucionaliza el acto de hacer la vista gorda.
¿Qué significa esto cuando se aplica a la europeización? Desde el momento en que se eliminan las barreras de la incomparabilidad de las desigualdades entre los distintos estados (por ejemplo, mediante una creciente autoconciencia europea, o a través de la institucionalización de la igualdad y la autoobservación), cabe esperar que la Unión Europea entre en un período de turbulencia, incluso dadas unas relaciones constantes de desigualdad.
Puede ilustrarse esta cuestión con la ayuda de un sencillo ejemplo. El eslogan «a igual trabajo, igual salario» era y sigue siendo una demanda clave del movimiento obrero. Sin embargo, tradicionalmente la lucha de los sindicatos por la igualdad ha tropezado con una frontera «natural», a saber, la del Estado- nación. Del mismo modo que en Alemania era natural que se luchara por mantener acuerdos nacionales sobre el salario y las condiciones laborales, y se aspirara a la paridad salarial entre la Alemania oriental y occidental tras la reunificación del país, también fue natural durante largo tiempo ignorar las diferencias salariales en comparación con otros países europeos. Vistas a través de la óptica nacional, las diferencias de niveles salariales entre Baviera y Berlín Este se consideran ilegítimas, mientras que las mismas diferencias entre Baviera y Bélgica se juzgan legítimas. Pero ¿qué ocurre cuando esas mismas diferencias se contemplan y juzgan a través de la óptica europea? ¿Son ilegítimas en este contexto las diferencias de niveles salariales entre los diversos países europeos? ¿No deberían los sindicatos europeos exigir «a igual trabajo, igual salario» para todos los trabajadores de Europa? ¿O es que hay que descartar este principio?
Estas preguntas están lejos de ser cuestiones meramente académicas, como quedó claro en enero de 2004, cuando en diversos ámbitos públicos nacionales se produjeron un gran número de acalorados y controvertidos debates en torno a la iniciativa emprendida por algunos miembros del Parlamento europeo en favor de reforzar la identidad de dicha institución unificando las remuneraciones de todos los parlamentarios. Existen aquí enormes desigualdades con respecto a los distintos salarios por el mismo trabajo. Un parlamentario italiano cobra 11.000 euros brutos, su colega de partido alemán gana unos 7.000, y su vecino español tiene que apañárselas con 3.000, mientras que sus nuevos colegas de los países centroeuropeos no llegan a los 1.000 euros. De momento no existen planes inmediatos para reducir estas extremas desigualdades, ya que los ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea sucumbieron a la presión de la opinión pública y rechazaron la iniciativa.
El neoliberalismo se ha apropiado del viejo lema del movimiento obrero en una nueva versión: «A igual trabajo, igual salario; ¡siempre que se iguale por abajo! ». Como resultado de ello, los sindicatos parecen enfrentarse a dos opciones igualmente inaceptables. Una es resistirse a esta tendencia y exigir «a igual trabajo, igual salario; ¡siempre que se iguale por arriba!». Esa fue la vía emprendida tras la unificación alemana, aunque en general se considera que resulta económicamente fatal y políticamente utópica. La segunda opción no es menos atractiva, dado que los sindicatos se encuentran en la perversa posición de adoptar el eslogan de sus enemigos y exigir salarios distintos por el mismo trabajo; en otras palabras: defender las diferencias salariales existentes entre los diversos países europeos. Esto fuerza a los sindicatos a situarse en una postura neonacional.
La segunda línea de pensamiento es que la europeización está iniciando un «juego de suma positiva » históricamente nuevo: las soluciones conjuntas sirven a los intereses nacionales. La crisis de Europa es una crisis mental. Los gobiernos nacionales luchan con problemas aparentemente nacionales en un entorno nacional y tratan de resolverlos por sus propios medios nacionales; y están fracasando. La exportación de puestos de trabajo es un ejemplo de ello, como lo es el intento de controlar los impuestos sobre los beneficios corporativos. Los operadores de tecnologías móviles que funcionan en el marco de redes globales pueden enfrentar a los estados individuales entre sí, y, de ese modo, debilitarlos. Cuanto más predomina la perspectiva nacional en el pensamiento y la acción de pueblos y gobiernos, más logran esas empresas ampliar su propio poder. Ésa es la paradoja que hay que entender: el marco de referencia nacional atenta contra los propios intereses nacionales. La Unión Europea es un ámbito en que la soberanía formal puede intercambiarse por el poder real, la alimentación de las culturas nacionales y la mejora del éxito económico. La Unión Europea se halla mejor situada para resolver los problemas nacionales que las naciones que actúan por sí solas.1
No importa en qué lugar de Europa nos fijemos: la situación es la misma. La proporción de ancianos con respecto a la población total está subiendo a niveles muy incómodos, los sistemas de pensiones ya no funcionan; pero las reformas necesarias se ven frustradas por la resistencia organizada de los grupos afectados. Para escapar a esta trampa, la conexión entre el descenso del crecimiento demográfico, el envejecimiento de las sociedades, las reformas necesarias de los sistemas de seguridad social, la política de migración selectiva, la exportación de puestos de trabajo y los impuestos sobre los beneficios corporativos podrían definirse como un problema europeo, para trabajar en él de forma cooperativa. Este enfoque podría y debería beneficiar a todos los gobiernos que actualmente se contentan con falsas soluciones en el callejón sin salida del Estado-nación.
Verlo todo desde la perspectiva nacional pone en peligro tanto la prosperidad nacional como la libertad democrática. Asegurar la salud de la nación y la economía, abordar el desempleo de una manera eficaz y promover una democracia activa requiere una perspectiva cosmopolita. Al trascender las simpatías nacionales y posnacionales, la Europa cosmopolita no amenaza el Estado-nación, sino que más bien lo prepara, facilita, moderniza, transforma y abre a la era global.
La tercera línea de pensamiento es que la europeización requiere una memoria histórica que traspase fronteras. Recordemos las angustiosas palabras que escribiera Thomas Mann sobre la Primera Guerra Mundial: «¡Ay de Europa!», con que aludía a la calamidad del mundo occidental: dos mil quinientos años destrozados por una guerra que lo había desangrado hasta morir. En el centro de cada una de las aldeas de Europa se alza un gran monumento que lleva grabados los nombres de los caídos en combate: 1915, 1917… En los muros de una iglesia cercana encontramos también otros tres nombres de la misma familia en una lápida donde se enumeran las víctimas de la Segunda Guerra Mundial: muerto en combate, 1942; muerto en combate, 1944; desaparecido en combate, 1945… Eso era Europa.
Pero ¿cuánto tiempo hace? No mucho. Hasta finales de la década de 1980 los pueblos de esa Europa beligerante se enfrentaban en una especie de situación de equilibrio nuclear. La política de acercar a los países del Este y el Oeste parecía posible sólo a través del reconocimiento de una división de Europa que parecía eterna. ¿Y hoy? Se ha producido un milagro europeo: ¡los enemigos se han convertido en vecinos! Esa maravilla resulta única en la historia, e incluso casi inconcebible. Precisamente en el momento más desgastado de la historia de los estados, aparece un invento político que hace posible algo que casi resultaba inimaginable: los propios estados transforman su monopolio del poder en un tabú contra la violencia. En Europa, la amenaza de la violencia como opción política, ya sea entre estados miembros o contra instituciones supranacionales, se ha desterrado de una vez por todas del horizonte de posibilidades.
Ese cambio ha sido factible porque Europa ha experimentado el advenimiento de algo cualitativamente nuevo: el horror nacional ante al asesinato de los judíos europeos. Las guerras y expulsiones nacionales ya no se recuerdan sólo en el marco del ámbito nacional, sino que el espacio nacional de conmemoración está destinado a ampliarse y adquirir un alcance europeo. Se está produciendo, pues, una europeización de las perspectivas (o al menos, los primeros indicios).
Este cosmopolitismo en la apertura de la comunicación, en la aceptación de la interdependencia a través de la inclusión del extranjero en nombre de los intereses comunes, y en el intercambio histórico de perspectivas entre verdugos y víctimas de la posguerra europea, es algo distinto del multiculturalismo o de la falta de compromiso posmoderna. Aunque ese cosmopolitismo pretende basarse en unas normas cohesivas y recíprocamente vinculantes que puedan ayudar a evitar la tendencia al particularismo posmoderno, no es simplemente universal. Para una entidad como Europa, interactuar con el abanico de culturas, tradiciones e intereses del entramado de sociedades nacionales es una cuestión de supervivencia. Como afirmaba Hannah Arendt, sólo el perdón infinitamente difícil, otorgado y recibido a través del recuerdo, crea la confianza necesaria en la relación entre estados y naciones, al tiempo que los potencia.
La cuarta línea consiste en entender la sociedad europea como una sociedad del riesgo global regional. La macrosociología de la europeización corre el peligro de repetir los mismos errores del nacionalismo metodológico, sólo que a escala europea: quedar atrapada en lo que podría denominarse un «europeísmo metodológico». Para contrarrestar esta tendencia, la europeización no debería definirse ni analizarse meramente en términos endógenos, sino exógenos, en relación con el marco de referencia constituido por la sociedad mundial. Permítaseme hacer sólo unos comentarios breves sobre ese punto.
La modernidad es una experiencia de riesgo, en el sentido de que, junto con sus éxitos, ha conjurado también la posibilidad de su propia autodestrucción. Sin embargo, esta idea de la modernización reflexiva tiene que abrirse al punto de vista cosmopolita y, por ende, a la cuestión de si las amenazas planteadas por la modernización se perciben como efectos secundarios de las decisiones «propias» o de las decisiones tomadas por «otros». La dinámica de la desigualdad que caracteriza a la sociedad del riesgo global puede ilustrarse, pues, a partir de la distinción entre amenazas autoinducidas y amenazas derivadas de otros. Por decirlo en términos extremadamente simplificados, la europeización alude a las amenazas autoinducidas, mientras que el modo en que la modernidad amenaza con la autodestrucción en el Tercer Mundo se percibe principalmente como una amenaza derivada de otros. A diferencia de la teoría de la dependencia o la del sistema mundial, la teoría de la modernización reflexiva subraya el hecho de que las diferentes regiones del mundo se ven afectadas de manera desigual no sólo por las consecuencias de los procesos de modernización fallidos, sino también por las consecuencias de los procesos de modernización coronados por el éxito.
Las principales líneas de conflicto durante la Guerra Fría fueron políticamente indefinidas y adquirieron su carácter explosivo en base a cuestiones de seguridad nacional e internacional. En cambio, las líneas de conflicto geopolíticas en la sociedad del riesgo global discurren entre las diferentes culturas del riesgo. En relación con la percepción del riesgo, están surgiendo conflictos geopolíticos entre regiones que aportan situaciones históricas, experiencias y expectativas extremadamente divergentes al ámbito de la sociedad del riesgo global. Un destacado ejemplo de ello es el contraste entre, por una parte, el grado de urgencia atribuido por Europa a los peligros del cambio climático, y el atribuido por Estados Unidos al terrorismo internacional, por otra. No sólo las percepciones culturales de las amenazas globales divergen cada vez más entre Europa y Estados Unidos, sino que, precisamente por ello, europeos y norteamericanos en realidad viven en mundos distintos. Desde el punto de vista de los estadounidenses, los europeos están sufriendo una especie de histeria con respecto al medio ambiente, mientras que para muchos europeos, los norteamericanos están paralizados por un exagerado temor al terrorismo. El peligro es que si las culturas transatlánticas del riesgo se alejan mutuamente cada vez más, ello llevará a una ruptura cultural entre Estados Unidos y Europa; parafraseando a Huntington, las diferencias culturales de percepción están generando un choque de culturas del riesgo: o se cree en el actual desastre climático, o en la potencial ubicuidad de atentados de terroristas suicidas.
No nos engañemos: no se trata sólo de elegir entre riesgos, sino también elegir entre dos visiones del mundo. La cuestión es: ¿quién es culpable y quién inocente, quién avanzará y quién se quedará atrás: el ejército o los derechos humanos, la lógica de la guerra o la lógica de los tratados?
La quinta y última línea de pensamiento adopta la forma de una pregunta: ¿cómo se posibilitará un imperio europeo de ley y consenso? En última instancia, comprender el concepto de cosmopolitismo de este modo constituye también la clave para comprender y configurar las nuevas formas de autoridad política que han surgido en Europa más allá del Estado-nación. Pero la globalización, y más concretamente los problemas con los flujos y crisis de las finanzas globales, así como la descuidada dimensión europea de las actuales exigencias sociopolíticas, muestran que de momento nos estamos dando cabezazos con lo contrario. Ya no existe un mercado de trabajo circunscrito al ámbito nacional. Por mucho que apuntemos a los extranjeros con el cañón de la escopeta, con un solo clic de ratón los indios o chinos mejor preparados pueden ofrecer sus servicios en Alemania y el resto de Europa.
La realidad se está volviendo cosmopolita. Ese Otro al que las fronteras ya no pueden impedir el paso está en todas partes, pero de una forma que ningún filósofo cosmopolita había previsto y nadie deseaba: subrepticia y accidentalmente, sin decisión o designio político. El verdadero proceso en virtud del cual nos volvemos cosmopolitas en este mundo tiene lugar por la puerta de atrás de los efectos secundarios; es un proceso no deseado, invisible, y normalmente se da por defecto. Entonces, ¿qué gobierno político resulta el contexto más apropiado?
Edgar Grande y yo mismo hemos propuesto a este respecto una redefinición del término imperio.2 Cuando se utiliza en francés, esta palabra conlleva una serie de connotaciones napoleónicas y coloniales, de modo que difiere de su uso, por ejemplo, en inglés. Por otra parte, el Imperio Británico era algo distinto de lo que pretende ser la Norteamérica imperial. La expresión «imperio europeo» trata de poner a Europa en igualdad de condiciones con el imperio norteamericano, que es muy diferente. Pese a todas las similitudes con la compleja confederación o imperio que surgió de la Edad Media, el imperio europeo de comienzos del siglo XXI se basa en los actuales estados-nación. En ese punto deja de funcionar la analogía con la Edad Media. El imperio cosmopolita de Europa destaca por su carácter abierto y cooperativo tanto en su propio territorio como en el exterior, y, en consecuencia, contrasta claramente con el predominio imperial de Estados Unidos. El innegable poder real de Europa no se puede entender en términos de estados-nación; lejos de ello, reside en el carácter modélico de la forma en que Europa ha logrado transformar un pasado beligerante en un futuro cooperativo, en el modo en que ha podido realizarse el milagro europeo de los enemigos que se convierten en vecinos. Esta forma especial de poder global blando está desarrollando una especial irradiación y atracción que a menudo queda subestimada en el molde de la concepción de Europa en términos del Estado-nación, así como en las proyecciones de poder reclamadas por los neoconservadores norteamericanos.
Pero ¿qué impacto tiene esto en la integración europea? Durante mucho tiempo, el concepto clave consistía primordialmente en la abolición de las diferencias nacionales y locales. Esta «política de armonización» confundía unidad con uniformidad, o presuponía que la uniformidad es necesaria para la unidad. En este sentido, la uniformidad se convertía en el supremo principio regulador de la Europa moderna, y transfería los principios de la teoría constitucional clásica a las instituciones europeas. Pero cuanto más operaba la política de la Unión Europea bajo esta primacía de la uniformidad, más aumentaba la resistencia frente a ella y más claramente afloraban los efectos contraproducentes.
En cambio, la integración cosmopolita se basa en un cambio de paradigma en el que la diversidad no es el problema, sino la solución. La nueva integración europea no debe orientarse hacia las nociones tradicionales de uniformidad inherentes a un «Estado federal» europeo. Lejos de ello, la integración debe tomar como punto de partida la irrevocable diversidad de Europa. Ese es el único modo de que la europeización vincule dos exigencias que a primera vista parecen mutuamente excluyentes: la necesidad de reconocer la diferencia y la necesidad de integrar las divergencias.
Entendida como un modelo político históricamente comprobado para un imperio postimperial de ley y consenso –«el sueño europeo» (Jeremy Rifkin) o un poder global blando–, la europeización resulta fascinante como alternativa a la vía estadounidense, y no menos a los estadounidenses críticos con su país. En última instancia, se trata de algo completamente nuevo en la historia de la humanidad; a saber, la visión progresista de una estructura estatal firmemente basada en el reconocimiento de un «otro» culturalmente distinto.
Entonces, ¿en qué consiste mi visión cosmopolita de Europa? Los europeos somos, en palabras de Kant, «árboles torcidos» bastante provincianos. Pero ese aspecto nuestro tiene también una vertiente atractiva. Algunos pueblos –como los ingleses y los franceses, por ejemplo– tienen fama de ser cosmopolitas; pero ese atributo se les aplica en cuanto franceses o británicos, y no tanto como europeos. La ampliación puede hacer que la Unión Europea se encoja como un erizo, o bien que abrace el cosmopolitismo y potencie así la conciencia de su responsabilidad en el mundo.
La idea de nación resulta inapropiada para unificar Europa. Un gran superestado europeo aterroriza a la gente. No creo que Europa pueda surgir de las ruinas de los estados-nación. Si hay una idea capaz de unir actualmente a los europeos, es la de una Europa cosmopolita, puesto que apacigua el temor de los europeos a perder su identidad, convierte en objetivo constitucional la interacción tolerante entre las numerosas naciones europeas, y abre nuevos espacios políticos y posibles acciones en un mundo globalizado. La persistencia de la nación es la condición de una Europa cosmopolita; y hoy, por la razón que hemos expuesto, lo contrario también es cierto. Cuanto más seguros y reafirmados se sientan los europeos en su dignidad nacional, menos se cerrarán en sus estados-nación y más resueltamente saldrán en defensa de los valores europeos en el mundo y abrazarán la causa de los otros como suya. Me gustaría vivir en esa Europa cosmopolita; una Europa donde las personas tengan raíces y alas a la vez.
Notas
[1] U. Beck, Power in the Global Age, Cambridge, Polity Press, 2005 (edición en español: Poder y contrapoder en la
era global, Barcelona, Paidós, 2004).
[2] U. Beck y E. Grande, Das kosmopolitische Europa, Frankfurt, Suhrkamp Verlag, 2004 (edición en español: La Europa
cosmopolita, Barcelona, Paidós, 2006).