Escrituras de frontera

Claudio Magris

Escritor italiano

En una página irónica y sin embargo amable, Kafka narra su encuentro, ocurrido en un tren antes de la Gran Guerra, con un oficial alemán. El oficial es súbdito del imperio germánico, Kafka es súbdito del austrohúngaro, que comprendía numerosas nacionalidades diversas. Los dos se ponen a hablar; en un momento dado, el oficial le pregunta de dónde viene y luego de qué nacionalidad es. Kafka responde, pero el otro no llega realmente a entender cuál es su nacionalidad. Kafka ha nacido en Praga, pero no es checo; es ciudadano austriaco, pero el oficial no lo puede identificar simplemente como austriaco; es judío, pero un judío desarraigado de los orígenes del judaísmo. La identidad de Kafka desorienta al militar, ocasional compañero de viaje. Kafka es en sí mismo una frontera: su cuerpo es un lugar en el que se encuentran, se cruzan y se superponen, como cicatrices, muchas fronteras diversas.

Este episodio es, creo, uno de los muchos que se podrían citar para subrayar un aspecto complejo y contradictorio de la identidad de frontera, la dificultad que experimenta para hacerse entender, para expresarse. La incomprensión acompaña con frecuencia al intelectual o al escritor de frontera, pero tal vez haya también cierta complacencia por su parte en sentirse incomprendidos. Todo esto indica que de algún modo quieren encontrar su identidad auténtica precisamente en esa imposibilidad de ser entendidos.

A comienzos del pasado siglo, en 1911, un escritor de Trieste, Scipio Slataper, iniciaba su libro Il mio Carso, en el que en cierto modo creaba, inventaba, el paisaje literario triestino, con tres frases, todas ellas abiertas con las palabras «Quisiera contaros» («Vorrei dirvi»). Trieste era entonces una realidad compleja: una ciudad italiana que pertenecía desde hacía siglos al Imperio de los Habsburgo; una ciudad plurinacional incluso por la presencia de otras nacionalidades, de la minoría eslovena a la comunidad austro-alemana, de la griega a otras numéricamente menos importantes, como la armenia o la serbia, por no hablar del gran papel desempeñado por la comunidad judía, a su vez formada por individuos llegados de los más diversos países de Europa y rápidamente italianizados, y del contacto, a través de la Istria véneta y eslava, con el mundo croata. Una ciudad que vivía esta naturaleza compleja bien como una riqueza, bien como una dificultad, bien como una obsesión; una ciudad que vivía contradicciones, en la que no por casualidad muchos de los más apasionados patriotas italianos irredentistas, que deseaban la separación de Austria y la unión con Italia, llevaban, como Slataper, nombres eslavos, alemanes, griegos, armenios o de cualquier otro origen. El mestizaje caracteriza a Trieste, que unas veces se siente orgullosa de él y otras lo niega airada, proclamándose más pura que el resto de Italia. De algún modo el intelectual a menudo se parece un poco a un «pachuco»[1] que a un tiempo exhibe y disimula, afirma y niega la identidad propia –existe una «triestinidad», verdadera y falsa, creativa y estereotipada como todas las análogas metafísicas de la identidad, del «Deutschtum» a la «mexicanidad» pasando por la «negritud».

Los primeros tres párrafos del Mio Carso se inician con las palabras «Quisiera contaros». Slataper quisiera decir que nació en el Carso –el pedregoso territorio que rodea Trieste–, quisiera decir que nació en Moravia, quisiera decir que nació en Croacia. Naturalmente, no es verdad. Nació en Trieste, pero expresa el deseo de hablar a los otros, a los italianos; aunque también él es italiano y poco después morirá en la Gran Guerra, por la causa de la italianidad de Trieste. Slataper hace entender que, para expresar su propia condición –de italiano, aunque no del todo, un italiano especial en relación con sus compatriotas–, debe hacer lo que, según los griegos, solían hacer los poetas, es decir mentir. A menudo las mentiras, o lo que es lo mismo algunas metáforas, son el único modo de expresar determinadas verdades, de decir qué es uno, cuál es su aventura. El escritor triestino –y, antes que el escritor, el habitante de Trieste que conoce su ciudad– tiene un fuerte sentimiento (unas veces, desasosegado; otras, complacido, casi narcisista) de la propia alteridad, como diría Octavio Paz.

En Trieste uno no sabía muy bien quién o qué era, y ello provocaba constantes escenificaciones de la identidad propia. Ésta es la razón de que Trieste haya tenido una gran literatura, pues la literatura es el lugar donde buscar, encontrar, inventar, construir o también disolver, hacer añicos la propia identidad. Es este desasosiego el que agradaba tanto a Joyce, que vivió diez años en Trieste, donde empezó a escribir el Ulises, y que hablaba normalmente el dialecto triestino. Joyce se sentía en Trieste en su casa porque la encontraba tan insoportable como Irlanda.

Trieste formó parte del Imperio de los Habsburgo hasta la disolución de éste, al término de la primera guerra mundial en 1918, y después siguió teniendo una historia dramática. Allí han existido muchas tensiones nacionales: hasta la primera guerra mundial, tensiones entre los austriacos y los triestinos patriotas italianos que querían que Trieste se separase del Imperio de los Habsburgo y se incorporase a Italia. Después de la primera guerra mundial, tensiones entre los italianos y los eslavos, primero con las agresiones fascistas italianas contra los eslavos, luego con los horrores de la ocupación nazi (en Trieste estuvo el único campo de exterminio nazi de Italia) y más tarde, al acabar la segunda guerra mundial, con las violencias de los eslavos que, con Tito, ocuparon los territorios orientales de Italia, expulsando de ellos a los italianos.

Creo que el único modo de hablar, de contar algo de la propia experiencia, es hablar de otros. Por ello elegí como lemade un libro mío, Microcosmos, una parábola de Borges. Borges habla de un pintor que representa paisajes –montes, ríos, árboles– y al final advierte que ha pintado su autorretrato, y no porque haya deformado con prepotencia subjetiva la realidad, sino porque su ser consiste precisamente en el modo en que vive la experiencia de los otros.

No es casual que eligiese la parábola de Borges como lema de Microcosmos, que –como otro libro mío, El Danubio– tiene mucho que ver con la frontera. La experiencia de la frontera fue fundamental para mí, incluso antes de tener conciencia de ella. Cuando era niño –nací en el 39– la frontera, cercanísima, no era una frontera cualquiera, sino una frontera que dividía el mundo en dos. Era el Telón de Acero; al término de la segunda guerra mundial Occidente y la Unión Soviética se habían repartido Europa y el límite entre ambos mundos pasaba por Trieste. Al acabar la segunda guerra mundial, con la derrota de Italia, la Yugoslavia de Tito había ocupado territorios de la Italia oriental y exigía también Trieste, que a su vez Italia no quería ceder. Trieste, que no pasaría a formar parte de Italia hasta muchos años después, en 1954, era un Territorio Libre provisional gobernado por los estadounidenses y los ingleses. Una ciudad en la que todo era incierto; no se sabía cuál sería su futuro político, a qué Estado acabaría perteneciendo, y esto suscitaba un ambiente de incertidumbre y de violenta tensión. La ciudad parecía una tierra de nadie entre dos barreras fronterizas. Cuando yo salía a pasear o a jugar veía la frontera del Carso. Y tras ella se extendía un mundo desconocido, inmenso, amenazante; el mundo del Este bajo el dominio de Stalin, un mundo al que no se podía acceder, porque la frontera, en aquellos años, era infranqueable, al menos hasta 1948, cuando se produjo la ruptura entre Tito y Stalin. Era el Este –ese Este que en Europa es con tanta frecuencia ignorado, rechazado, temido, despreciado. Todo País europeo tiene un Este que hay que mantener alejado. Al mismo tiempo, tras la frontera había un mundo que yo conocía muy bien, aquellas tierras que habían formado parte de Italia y que la Yugoslavia de Tito se había anexionado al acabar la segunda guerra mundial; tierras en las que había estado de pequeño, y que eran por tanto un mundo familiar, conocido.

En cierto modo sentía que al otro lado de la frontera había algo conocido e ignorado, y creo que esto es fundamental para la literatura, que a menudo consiste en un viaje de lo sabido a lo ignoto, pero también de lo ignoto a lo sabido, un territorio desconocido del que nos apropiamos. Siempre puede ocurrir que algo hasta ese momento familiar se manifieste extraño e inquietante, o bien que algo o alguien, una cultura que creíamos lejana y diferente, resulte ser por el contrario afín y próxima.

La misma Trieste era, en aquella época, un puesto olvidado, una especie de cul de sac del Adriático; allí nos sentíamos en la periferia de la historia y de la vida, y al mismo tiempo esta periferia era el centro del mundo, porque era la línea en que se encontraban el Este y el Oeste.

Trieste era un mundo del que no se sabía bien cuál sería su futuro, si tendría un futuro, cuál sería su adscripción nacional (lo que implicaba, en tiempos de la Guerra Fría, la pertenencia a Occidente o al sistema estalinista); un mundo que muchos debían abandonar para encontrar un trabajo; se percibía en él un sentimiento de extrema precariedad.

Exilios, éxodos, fronteras perdidas y reconstruidas formaban y forman parte de la experiencia de un triestino. Pienso en los trescientos mil italianos que al término de la segunda guerra mundial debieron abandonar Istria, Fiume y otros territorios que se habían incorporado a Yugoslavia, para escapar a una situación insostenible, en el momento en que, tras las violencias infligidas por los italianos, los eslavos vivían la hora de la reconquista y también de su venganza, que, como todas las venganzas, era indiscriminada. Los prófugos italianos lo dejaban todo y lo perdían todo, viviendo incluso durante años la experiencia de los campos de refugiados, convertidos en extranjeros en su propia patria, mirados con desconfianza por los otros, italianos como ellos, en las ciudades donde intentaban reconstruirse una vida. Algunos, en su dolor,  en su comprensible pero regresivo resentimiento, volvían a levantar en sus corazones nuevas fronteras de soledad, de aislamiento y de rencor, sintiéndose extranjeros a todos –a los compatriotas que habían quedado en sus tierras, a los eslavos, a los italianos que eran sus vecinos en las ciudades donde habían venido a vivir. Otros en cambio se abrían a entender que, sobre todo en aquellas mezcladas y complejas regiones del Alto Adriático –como en cualquier tierra en la que se mezclan y entrecruzan las fronteras– sólo el diálogo y el encuentro entre culturas y pueblos diversos pueden permitir una vida libre y civilizada.

A veces la experiencia de la frontera llevaba a descubrir que uno pertenecía a «la otra parte»: es el caso, por ejemplo, de Marisa Madieri, que en Verde agua (1987) narró la historia de su familia y de su infancia. Al contar cómo de niña abandonó con los suyos Fiume, su ciudad natal, y vivió durante años la difícil existencia marginada de un campo de refugiados, Marisa Madieri descubre los orígenes en parte también eslavos y húngaros –y olvidados– de su familia, una familia italiana perseguida entonces como italiana por los eslavos. Descubre así que pertenece también al otro lado: que, parcialmente al menos, forma parte del mundo que la amenaza. Descubre pues el sentido de una identidad plural; que es italiana, pero, por decirlo así, una italiana con una marcha de más. Esta estimulante y dramática situación de frontera ha creado una rica literatura, lo mismo italiana que eslovena o croata.

La frontera es doble, ambigua; unas veces sirve de puente para encontrar al otro, otras de gran muralla para mantenerlo a distancia. Con frecuencia es la obsesión de situar algo o a alguien del otro lado; la literatura, entre otras cosas, es también un viaje en el intento de librarse de este «mito del otro lado», de entender que todos nos encontramos unas veces aquí y otras allá, que todos somos el Otro. La literatura es pues la capacidad de situarse del otro lado de la frontera; en algunas novelas de la frontera triestina, por ejemplo, hay personajes que son considerados italianos por los eslavos y eslavos por los italianos.

Otra experiencia de frontera perdida, a la que me he referido en otras ocasiones y de diferentes maneras, es la historia de los cerca de dos mil trabajadores italianos de Monfalcone, un pequeña ciudad muy próxima a Trieste, militantes comunistas que habían conocido las cárceles fascistas, y en muchos casos la guerra de España y los lager nazis, y que, llevados por su fe comunista, inmediata-
mente después de la segunda guerra mundial pasaron voluntariamente a la Yugoslavia de Tito, para contribuir, en el país geográficamente más cercano, a la construcción del socialismo. Se cruzan así, en una especie de éxodo invertido, con los trescientos mil que huyen del régimen del socialismo real para refugiarse en Italia. Estos dos mil obreros participan con entusiasmo y abnegación en la construcción de la nueva Yugoslavia, pero, en 1948, cuando Tito –con un gesto al que la historia mundial siempre estará agradecida– rompe con Stalin, ellos protestan contra Tito, pues Stalin representa a sus ojos la causa de la revolución y de la liberación mundial, y Tito se convierte, a sus ojos, en un traidor. Por otra parte, Tito y su régimen, por temor a algún golpe de Estado estalinista, los deportan a dos pequeñísimas, deliciosas y terribles islas del
Alto Adriático, Goli Otok (Isla desnuda, calva) y Sveti Grgur (San Gregorio), donde se instalan sendos gulags que no tienen mucho que envidiar a la ferocidad de los gulags estalinistas y de los lager nazis. En tales gulags estos hombres son sometidos a todo tipo de persecuciones, torturas y sevicias, a la violencia y a la muerte. Resisten en nombre de Stalin, que, de haber vencido, habría convertido el mundo entero en un gulag, para intentar domeñar a los hombres libres y valerosos como ellos.

Viven su terrible odisea ignorados por todos. Cuando, años después, los supervivientes sean liberados y vuelvan a Italia, algunos encontrarán sus casas de Monfalcone adjudicadas a los exiliados de Istria y Fiume que habían abandonado Yugoslavia y lo habían perdido todo: amargo y tremendo símbolo de un éxodo cruzado, de un doble destino trágico. Por otra parte, esos hombres serán maltratados por la policía italiana por ser comunistas que regresan del Este y hostigados por el Partido Comunista italiano, en cuanto incómodos testimonios de la política estalinista del mismo Partido Comunista italiano, que éste quería hacer olvidar. Se trata de hombres que se encontraron en el otro lado, en el lado y el momento equivocados: que combatieron también por una causa equivocada y creyeron en una mentira, en Stalin, pero con una inmensa fuerza moral, con una capacidad heroica de sacrificio y de abnegación, con la voluntad de inmolarse en el combate por la liberación de toda la humanidad, virtudes que constituyen una grandísima herencia espiritual, que deberíamos hacer nuestra. Podría contar otras historias, pequeñas o grandes, de exilios y éxodos fronterizos; la historia de Goli Otok está presente en mi libro Otro mar, en Microcosmos y en otras páginas; es una gran historia, a la que soy obstinadamente fiel y que es la sustancia de mi última novela, A ciegas.

Creo que de todo esto deriva mi sensibilidad hacia los temas del exilio, del éxodo, del desarraigo, de las fronteras desaparecidas y reconstruidas, levantadas de nuevo: tantas cosas que surgen repetidamente en lo que llevo escrito. Muchos de mis libros se ocupan, de maneras diversas, de fronteras de todo tipo: nacionales, políticas, psicológicas, sociales; también de las fronteras que están dentro de nosotros, separando los diversos componentes de nuestro yo, que a menudo no quieren saber nada unos de otros. El Danubio, por ejemplo, es sobre todo un viaje a través de la Babel contemporánea, con sus chances y sus peligros, y a través de los meandros escondidos en lo profundo.

No es casual que mi primer libro, El mito habsbúrguico, se ocupase de un mundo que, como el plurinacional Imperio austro-húngaro, estaba constituido, compuesto de fronteras. Escribí este libro en Turín, la gran capital cultural de la Italia de hace unos años, «la ciudad moderna de la península», como la definió Gramsci tiempo atrás, que vivía a fondo las transformaciones sociales que caracterizaban Italia y su significado político-cultural. No habría escrito este libro sin Turín, donde aprendí a crecer y a pensar, pero desde luego tampoco lo habría escrito sin Trieste, sin la educación triestina en la situación de frontera vista como una condición de indefinible pertenencia o de angustiada falta de pertenencia en la que sin embargo puede encontrarse una verdadera identidad.

Aprendí la importancia del mundo habsbúrguico no de la nostalgia de los viejos austriacanti[2], sino más bien de los viejos irredentistas italianos que lo habían combatido y descubierto después de contribuir a destruirlo. Uno de ellos fue Biagio Marin, poeta del que fui amigo, que, en un recuerdo escrito en 1968 para conmemorar el cincuentenario de la primera guerra mundial y el retorno de Trieste a Italia, vuelve a evocar –describiendo su apasionada personalidad de entonces a partir del conocimiento de lo ocurrido en los cincuenta años transcurridos después– una tumultuosa jornada en la Universidad de Viena, en la primavera de 1915, cuando ya se había desencadenado la primera guerra mundial e Italia aún no había entrado en ella, aunque no tardaría en hacerlo.

En esta evocación Marin cuenta cómo, tras las peleas en la universidad vienesa entre los estudiantes de las distintas nacionalidades –él era uno de los cabecillas del grupo italiano– es convocado por el rector de la Universidad de Viena, que cuando entra en su despacho le saluda en alemán y le pregunta qué es lo que pretende: «Jünger Mann. Was wollen Sie?» Marin le responde, también en alemán y con toda la fogosidad de su juventud, que él desea la guerra contra Austria y la incorporación de Trieste a Italia. El rector le invita a sentarse y le dice, empezando a hablar en un perfecto italiano, que ha cursado sus estudios en Italia, que ama a Italia y la conoce bien, pero que una guerra, incluso si acabase en victoria, podría resultar peligrosa para las estructuras socio-políticas del Estado italiano. Marin queda un instante desconcertado, como si por un momento percibiese vagamente el destino que de hecho espera a Italia y a Europa después de la primera guerra mundial. Luego su arrogancia juvenil –que cincuenta años más tarde sabrá describir tan bien– le hace recuperar bruscamente el dominio de sí mismo y se pone en pie, diciendo, esta vez en alemán: «Excelencia, nosotros derrotaremos a Austria». Entonces el rector se levanta a su vez e, indicándole la puerta, le dice, también él en alemán: «Jovencito, le deseo a Usted y a Su País toda clase de bienes». Algunas semanas más tarde, Marin atraviesa ilegalmente la frontera y se alista como voluntario en el ejército italiano, que entre tanto había entrado en guerra contra Austria. Durante las primeras maniobras, un oficial insulta soezmente a los jóvenes voluntarios. Marin sale de las filas y le dice: «Señor capitán, tendría usted que avergonzarse. Nosotros los austriacos estamos acostumbrados a otro estilo».

Marin, italiano y patriota, se siente italiano en Viena y austriaco en Italia; la frontera, en la que vive, le crea el sentimiento de ser otro en relación consigo mismo, pero de un modo abierto, creativo. La frontera le enseña a negar cualquier identidad rígidamente definida; a oponerse, en caso necesario, al poder que pretende representar la identidad. Semejante comportamiento libera de cualquier idolatría fetichista, de cualquier obsesión de pureza étnica. En otros casos, en cambio, muy a menudo la frontera no es un puente sino un muro de odio y resentimiento, que separa a los hombres y los aísla en el miedo y la agresividad. También en estas regresiones, en estas violencias y en estas fobias ha sido muy rica la frontera triestina.

Al escribir El mito habsbúrguico encontré otra cultura de frontera, la judeo-oriental; de ella nació el libro Lejos de dónde surgido del gran interés por Roth, pero sobre todo por Singer, a quien conocí personalmente, uno de los grandes encuentros de mi vida. El libro nació sobre todo de una historia judeo-oriental, la historia de dos judíos en una pequeña ciudad de la Europa del Este a comienzos del siglo xx. Uno encuentra al otro lleno de maletas en la estación y le pregunta: «¿Dónde vas?» y el otro dice: «Me voy a Argentina». Y el primero: «¡Vas lejos!», y el otro «¿Lejos de dónde?». Ésta es una respuesta talmúdica, en el sentido de que contesta con una pregunta; quiere decir por una parte que el judío de la diáspora, al vivir en el exilio, está siempre lejos de todo, porque no tiene una patria, vive exactamente en el exilio, y por otra que, al tener una patria no en el espacio sino en el tiempo, en el Libro, en la tradición, en la Ley, nunca está lejos de nada. Esta cultura me interesaba y me interesa mucho. Es una cultura que ha sufrido con enorme violencia el desarraigo, el exilio, la persecución, la amenaza de aniquilación de la identidad, pero que tiene su contrapeso en una extraordinaria resistencia individual. Este tema de la dispersión, del exilio, de la pérdida del yo, vinculado al de su increíble resistencia, siempre me ha interesado, obsesionado si ustedes quieren.

Esta cultura judía sin fronteras ha poseído también sin embargo una acusada conciencia de la necesidad de fronteras morales. Se cuenta que uno de los más importantes rabinos, Rabbi Meir, profundamente ortodoxo (en la medida en que se puede hablar de ortodoxia y de herejía en el judaísmo) fue discípulo de un gran
maestro herético, Elisha ben Abiyuh, conocido como Akher. Un día los dos discutían animadamente, como sucedía con frecuencia, y cada uno de ellos intentaba, siempre dentro del mayor respeto mutuo, convencer al otro de la validez de sus ideas. El discípulo exhortaba al maestro a no traspasar los límites de la Ley y sus prescripciones, el maestro exhortaba al discípulo a abrir su pensamiento a perspectivas más amplias. En el calor de la discusión, se habían ido acercando –era sábado– al límite de una milla que un judío ortodoxo no puede sobrepasar ese día de la semana. Rabbi Meir, llevado del calor de su argumentación, estaba a punto de superar el límite sin darse cuenta, pero el maestro, que, hasta un segundo antes, le había exhortado a no quedar prisionero de la ortodoxia, le cerró el paso, diciéndole: «¡Alto! Has llegado a tu frontera».

De una experiencia de frontera perdida y reencontrada, guar-
dada dentro de mí durante muchos años, nació mi primer relato o novela breve, Conjeturas sobre un sable. El invierno del 44-45, el último año de la guerra, lo pasé en Udine con mi madre. Mi padre estaba enfermo en el hospital y Udine había sido ocupada por los alemanes y los cosacos de Krasnov, gentes que los nazis habían recogido en parte haciéndolos prisioneros durante el ataque a la Unión Soviética y en parte entre los exiliados blancos que habían abandonado Rusia con la Revolución. Los alemanes les habían prometido un estado cosaco, un Kosakenland, que según el proyecto original hubiera debido situarse en la Unión Soviética. Pero a medida que los alemanes y sus aliados retrocedían, esa patria era empujada cada vez más hacia el oeste, hasta que durante algunos meses se creó en Italia, en Friuli, en Carnia, un fantasmagórico estado cosaco. Así, pues, una parte del Friuli, de donde mi abuelo había venido siendo un muchacho a trabajar a Trieste, había pasado de repente a ser cosaca. En un hotelito de una aldea minúscula, Villa di Versegnis, Krasnov –el Atamán cosaco que los alemanes habían rescatado del olvido y puesto a la cabeza de este ejército– había implantado, entre míseras alquerías, una pequeña corte cosaca.

Una situación extremadamente compleja, porque mostraba cómo un deseo legítimo –el deseo de tener una patria, de tener raíces– había sido pervertido, a través de la alianza con el mal nazi, en su contrario: en primer lugar, los cosacos venían a robar una patria a otros y, además, este deseo de autenticidad se convertía en algo falso y artificial, pues nada podía ser más artificial que una patria cosaca en las cercanías de Udine.

Desde entonces siempre me ha fascinado la búsqueda de autenticidad y el peligro de que ésta nos lleve –si uno está privado de la conciencia irónica de nuestras limitaciones, que no nos permiten aferrar lo absoluto y menos aún la absoluta pureza– a las deformaciones y falsificaciones más artificiosas.

Creo que también mi pasión, existencial y literaria, por los viajes nació de algún modo de la frontera. El título de un libro de viajes mío, Ítaca y más allá, indica los dos viajes posibles. Plantea la pregunta de si al finalizar el viaje –el viaje de la vida, naturalmente, pues desde la Odisea el viaje es el símbolo por excelencia de la vida– el protagonista, como el Ulises de Homero y de Joyce, vuelve a casa cambiado por las experiencias que ha tenido a lo largo del camino pero confirmado en la propia identidad, al haber reafirmado el sentido y la unidad de la existencia, o si por el contrario, como ocurre en Musil, la experiencia del viaje de la vida se ha convertido en un viaje en línea recta en el que siempre se sigue hacia delante, hasta perderse por el camino, dejando atrás partes de uno mismo, sin poder regresar a casa nunca y experimentando la insensatez y la incoherencia del mundo.

Incoherencia del mundo que supone la incoherencia del yo: no es casual, una vez más, que la literatura mitteleuropea haya sondeado con especial intensidad la pluralidad centrífuga del yo, que deja ver que no es uno sino múltiple, o, como escribe Musil, «un delirio de muchos»; un hombre sin atributos, es decir un conjunto de atributos carentes de un sujeto que les confiera su unidad orgánica. En los años veinte y treinta la literatura mitteleuropea estuvo a la vanguardia de este gran viaje al interior del yo plural, entre las nuevas fronteras del sujeto.

La Viena de Musil y de Canetti se convierte en el escenario de este proceso, paisaje y espejo metropolitano del Yo centrífugo, como se dice en un pasaje de El hombre sin atributos: «No se debe rendir tributo especial al simple nombre de la ciudad. Como toda metrópoli, estaba sometida a riesgos y contingencias, a progresos, avances y retrocesos, a inmensos letargos, a colisión de cosas y asuntos, a grandes movimientos rítmicos y al eterno desequilibrio y dislocación de todo ritmo, y semejaba una burbuja que bulle en un recipiente con edificios, leyes, decretos y tradiciones históricas». La más alta literatura del mundo entero vive esta crisis-metamorfosis: en Pedro Páramo, por ejemplo, Rulfo elimina al sujeto que narra, estremecedora ausencia que puede recordar la del Auto de fe de Canetti. Esta mutación antropológica se refleja a menudo en las representaciones de la metrópoli, como ya ocurría en Döblin o Dos Passos.

Cuando Nietzsche decía que su superhombre, Übermensch, no era otro que el hombre del subsuelo de Dostoievski, decía lo mismo que algunos de sus intérpretes dirían más tarde, que Übermensch no significa superman, no es un superindividuo, un individuo tradicional que ha multiplicado sus capacidades, sino «Ultrahombre», un «Oltreuomo», como ha dicho Gianni Vattimo, un estadio de la evolución humana proyectado más allá de los confines tradicionales de la identidad: identidad plural, que se resiste a la conciencia unitaria. El hombre del subsuelo de Dostoievski habla de la con-
ciencia como de una enfermedad y afirma no tener «carácter», porque el carácter se concibe como una coraza represiva, una especie de camisa de fuerza.

Casi toda la literatura del novecientos, de Pirandello a Pessoa, gira en torno a este tema. Todo esto puede ser vivido, y ha sido vivido, unas veces como angustia y otras como liberación. En ocasiones incluso un mismo escritor puede hacer que sea percibido de ambas maneras, que se corresponderían con dos momentos de testimonio existencial. En El elixir del diablo de Hoffmann, por ejemplo, el protagonista, Bruder Medardus, vive angustiado por la pérdida de su identidad; quisiera ser uno, tener una identidad precisa, y cuando la pierde lo vive todo como un espanto terrible. Otro personaje, Schöenfeld/Belcampo, vive en cambio la misma experiencia como una liberación, y afirma que la conciencia –es decir la identidad– es un aduanero que está sentado en alto y no deja pasar gran cantidad de cosas que de otro modo la vida nos traería, o bien que es un ejército en un desfile, obligado a marchar en filas; mientras que el auténtico yo –valiente loco– sería un carnaval, una fiesta, una multitud que va por la calle como le parece.

La crisis y/o liberación del yo, la fragilidad, la resistencia del yo, son temas que siento profundamente. El Danubio y Microcosmos, por ejemplo, creo que son el intento de contar la historia de un yo que casi no existe, que está siempre a punto de desaparecer, como un poco de agua puesta en otro poco de agua, pero que de algún modo sigue conservando todavía una individualidad. En dos de mis últimos libros, La exposición y A ciegas, se lleva al extremo esta fragmentación lingüística y psicológica del Yo, esta agitación de todas las fronteras.

También El Danubio es un libro de frontera, nacido sin un propósito previo. Al principio, como en el caso de El mito habsbúrguico, no sabía lo que quería hacer. En 1982 hicimos un viaje a Eslovaquia. Recuerdo que estábamos entre Viena y Bratislava, junto a aquella frontera oriental con lo que todavía se llamaba «la otra» Europa (creo que gran parte de lo que he escrito ha nacido del deseo de acabar con ese adjetivo «otra», de hacer entender que también ella es Europa). Veíamos correr el Danubio, lo veíamos brillar, un esplendor indistinguible del de la hierba de los prados; no se veía bien dónde empezaba y dónde acababa el río, qué era río y qué no lo era. Vivíamos un momento feliz de armonía, de felicidad, uno de esos raros momentos de conformidad con el fluir de la existencia. De pronto vimos un letrero: «Museo del Danubio». Esta palabra, museo, resultaba muy extraña, en el encantamiento de la naturaleza de aquel momento; era como si surgiese la duda de si no formaríamos parte, sin saberlo, de algún museo ya montado, haciendo que surgiese, de repente, una pregunta imprevista: «¿Qué ocurriría si siguiésemos adelante, vagabundeando hasta llegar a la desembocadura del Danubio?» Y así dieron comienzo esos cuatro años de viajar, escribir, reescribir, vagabundear, en los que desde luego el Danubio sería una vez más el símbolo de la frontera, porque el Danubio es un río que atraviesa muchas fronteras, es por tanto símbolo de la necesidad y de la dificultad de atravesar fronteras, no sólo nacionales, políticas, sociales, sino también psicológicas, culturales, religiosas. El viaje danubiano es un viaje a los propios Infiernos, en esta Babel del mundo de hoy que ciertamente tiene en Mitteleuropa un símbolo especial, pero que es una Babel del mundo entero.

Si El Danubio abarca un vasto territorio geográfico e histórico, Microcosmos es el descubrimiento de otros lugares, cada vez más pequeños, cada vez más limitados, pero en los que centellea, en contra de cualquier indiferente minimalismo, la grandeza de la vida, el sentido irrepetible de toda existencia. Una vez más, historias de frontera también mínimas, cambiadas de lugar y desaparecidas, en un viaje que el protagonista sin nombre lleva a cabo a través de los lugares –reales y simbólicos– de su existencia, etapas provisionales y fieles demoras en su paso por la tierra, en su constante traspasar confines. Este hombre anónimo viaja abriéndose a la vida como una botella abierta bajo el agua, lleno, colmado, constituido por las cosas que llegan a él, por las historias ajenas que se cruzan con la suya y se convierten en la suya, por los paisajes que se reflejan en su mirada y pasan a ser su rostro.

La frontera es unas veces un puente para encontrar al otro, y otras, con mayor frecuencia, una muralla para rechazarlo e ignorarlo. Milosz cuenta que en Vilnius, a doscientos metros del Café donde él se reunía con sus amigos, había un Café en el que se encontraban dos extraordinarios poetas yiddish. Pero dice que se enteró de su existencia y conoció sus obras sólo muchos años después, a través de traducciones francesas; para superar aquellos doscientos metros fue necesario un largo viaje por el tiempo y el espacio.

Fronteras: no sólo nacionales y culturales, sino también entre la vida y la muerte, entre la tierra y el mar, entre la búsqueda de la «vida verdadera» y la destrucción de esta última, como ocurre en Otro mar; entre el miedo y la defensa que –como en la construcción de la muralla china, que el miedo hace cada vez más gruesa hasta que lo único que consigue es destruir y oprimir en vez de defender la tierra– pierde la vida en vez de salvarla, como escribe Canettien una de sus páginas. Fronteras entre la utopía –la exigencia de redimir el mundo– y el desencanto que, corrigiendo y a veces desmontando cualquier ingenua receta utópica que se ilusiona con redimir el mundo de una vez por todas, refuerza la exigencia de corregir y mejorar, en medida siempre provisional, el mundo –Sancho Panza ayudando, en el fondo, a Don Quijote a buscar el yelmo encantado de Mambrino.

Una de las fronteras más importantes para un escritor es la lengua en la que escribe. Alguna vez la experiencia del exilio –buscado o repentino– conduce a un escritor a cambiar de lengua, a escribir en una lengua que no es su lengua materna y en ocasiones ni siquiera aquella en la que habla con su familia. Joseph Conrad fue un polaco que se convirtió en uno de los más grandes escritores ingleses, y se podrían citar otros muchos ejemplos. En algunos casos el desgarramiento se sitúa en el interior de la lengua materna. Paul Celan, el gran poeta judío alemán cuyos padres fueron asesinados en Auschwitz, escribía con cierto horror en alemán, su lengua materna, decía, que era la de los asesinos de su madre. Alguna vez esta frontera que une y divide el yo puede ser percibida como dolorosamente culpable, tanto cuando la cruzamos como cuando omitimos el deber de cruzarla: Leon Lalen, poeta de Haití originario de Senegal, escribe su poesía en defensa de su tierra contra los colonizadores franceses, pero expresa su pasión senegalesa en francés, en la lengua de la sociedad contra la cual combate. Fronteras entre los géneros literarios, entre las lenguas y los registros lingüísticos y estilísticos; sobre todo en algunos de mis últimos libros, como La exposición y A ciegas, en los que domina la Babel de las lenguas, el desgarramiento rompe cualquier límite y parece hacer añicos la vida a golpes de hacha, pero sin extinguir una luz acongojante. Quizás la frontera que, en los últimos años, tengo cada vez más presente es la que separa y/o relaciona las dos escrituras que Ernesto Sábato, del que he tenido la suerte de ser amigo, ha llamado «diurna» y «nocturna». Esta última se las entiende con las verdades más desconcertantes, aquellas que no osan confesarse abiertamente, y de las que tal vez sin embargo el autor nos dé cuenta, aunque frecuentemente le sorprendan, ya que pueden descubrir lo que él mismo no siempre sabe lo que es y siente; una escritura que es a veces el encuentro, provocador de extrañeza, creativo, con un doble que habla con otra voz y al que hay que dejar hablar aunque se preferiría que dijese otras cosas. A esta escritura nocturna pertenecen desde luego dos de los últimos libros que he escrito, La exposición y A ciegas.

No existe ninguna oposición entre lo particular y lo universal, entre el amor a la propia frontera y a la humanidad que no respeta ninguna frontera. Dante decía que después de haber bebido toda su vida el agua del Arno –el río que atraviesa Florencia, su ciudad natal, su patria– había aprendido a amar profundamente a Florencia. Pero, añadía, nuestra verdadera patria es un agua más vasta; nuestra patria, decía, es el mundo, igual que el mar es la patria de los peces.

Notas

[1] En los Estados Unidos de principios y mediados del siglo xx, persona de origen mexicano, antecedente del «chicano».

[2] Partidarios de la presencia austriaca en Italia.