El Proceso de Barcelona, iniciado hace ya más de diez años, ha tenido el gran mérito de contribuir a dinamizar los contactos interculturales en el Mediterráneo. Varias instituciones –entre ellas el IEMed– han jugado un papel determinante para favorecer el desarrollo y los intercambios, y promover los encuentros y las trayectorias de la interculturalidad. Evidentemente, la reflexión sobre la cultura no esperó a las reuniones institucionales organizadas por la Unión Europea ni a proyectos políticos para el futuro, como la Unión para el Mediterráneo, para plantearse el lugar y el papel del factor cultural en el acercamiento de los pueblos que bordean el «mar común». Las dos orillas no son dos continentes, en contra de lo que podrían dar a entender las denominaciones geográficas. El perímetro mediterráneo constituye un único continente, sui generis. Ésa es su especificidad, siempre y cuando pensemos que su seña de identidad ha sido siempre una cultura, no común, sino de puesta en común. El «continente mediterráneo» es una unidad cultural no por su propia naturaleza, sino por vocación. El destino de este territorio marino es conjugar corrientes culturales y de pensamiento o vientos filosóficos o religiosos, que han acabado dándole, tras más de dos milenios, una posición única en la historia.
Sin embargo, esta situación privilegiada no es en sí misma una garantía de que, en esta época de acercamientos institucionales y cumbres con finalidades políticas o económicas, vaya a ser posible una política cultural común en el Mediterráneo. Por otra parte, ¿cómo sería esa política? Si por la palabra «política» no se entiende una imposición «desde arriba» de directrices en materia cultural –algo que, evidentemente, no es el caso–, sino, simplemente, el hecho de facilitar de ahora en adelante los procesos de interculturalidad ya en curso, podremos interrogarnos legítimamente sobre las mejores maneras de enfocar y acompañar este proceso.
En un espacio en que se mezclan aportaciones culturales diferenciadas, la primera norma es no convertir la cultura del «Otro» en un conjunto estereotipado de representaciones en el que se aboliría el devenir en beneficio de la historia. Lo muerto «se apoderaría» entonces de lo vivo. Y lo que ha sido la cultura del «Otro» sería lo que es y será siempre. Ahora bien, desgraciadamente, el problema de una concepción de la historia como difusora de clichés es que nos encorseta en una perspectiva coartadora que liga los valores del pasado a la visión del futuro. Somos entonces víctimas de una mirada inmóvil que pretende captar –suprema ilusión– culturas supuestamente inmóviles. A la inversa, el problema de una cierta concepción de la política es que, a fuerza de querer superar los obstáculos, llega a rechazar cualquier referencia a la historia. Como si el mañana empezara exclusivamente a partir de mañana, sin un hoy ni un ayer. En el Mediterráneo, estas dos representaciones de las culturas del «Otro» son las dos trampas que debemos evitar por todos los medios posibles. La primera se llama culturalismo. Piensa el mundo de hoy con los valores del «eterno ayer», como decía Max Weber. Para él, es como si las tradiciones de una sociedad la marcaran indefinidamente y como si los valores viajaran por el tiempo sin verse modificados por el mismo. Tal representación se halla en el origen directo de una «historia-confrontación» en la que valores contradictorios estarían eternamente destinados a chocar. En el otro extremo del eje de las representaciones se encuentra otro concepto: la idea de una historia residual, un tiempo cero, que hace de la época actual el punto de partida del contador histórico. Para quienes defienden esta representación, bastaría con una negociación o una política de vecindad bien ajustada a los imperativos económicos y sociales de nuestra época para que todo fuera posible, sin fricciones ni malentendidos. La referencia a la historia sólo representaría un desvío injustificado, la mayoría de veces deliberado e instrumentalizado, de la atención que prestamos a las realidades actuales en beneficio de caprichos o fantasmagorías del pasado. Esta situación explicaría que actores y partidos extremistas, tanto en el Norte como en el Sur, se centren en representaciones trasnochadas con el único objetivo de elevar unos mitos a la categoría de ideologías de movilización para el presente. Como ya se habrá captado, al igual que el culturalismo, el voluntarismo tiene sus límites. El exceso de historia como explicación de nuestra impotencia es el equivalente, exacto e implacable, de la ausencia de memoria como garante de una política de la novedad. Al igual que la plétora de memorias, la tabula rasa de la amnesia no sirve para un futuro compartido. Lo intercultural no se mueve ni en la confrontación de recuerdos ni en el diseño de políticas tecnocráticas. Por lo tanto, ¿dónde debemos situarlo si no queremos convertirlo en un pretexto para estereotipar y exaltar identidades, o para inventar esos diálogos pragmáticos, pomposamente denominados «diálogos de civilizaciones», de los cuales esperamos, paradójicamente, remedios saludables y definitivos?
La regla de oro de lo intercultural es que se constituye como tal, primero, desde la conciencia de haber surgido de un encuentro de culturas. En efecto, ¿cómo se definiría lo intercultural sin ese reconocimiento de una deuda respecto a otra cultura, de la cual sería un producto tras una serie de confluencias y préstamos? Podríamos decir que no hay reconocimiento sin conocimiento. Porque sólo reconocemos lo que conocemos. A este respecto, no es pertinente hablar de choque de ignorancias para explicar una confrontación de culturas. La ignorancia indica un vacío de conocimiento. ¿Cómo sería posible la confrontación de «vacuidades»? Pero si por ignorancia entendemos desconocimiento, o conocimiento imperfecto, aproximativo, la fórmula podría tener algún significado. De hecho, numerosos malentendidos o falsas ideas sobre las civilizaciones mediterráneas (la europea, la árabe, la turca…) proceden de que ellas mismas ya no saben lo que se deben unas a otras, ni lo que cada una dice de sí misma y de las demás. La mayor parte de las veces dicen saberlo. Pero los clichés y la aproximación no significan que exista un conocimiento. Segregan desconfianza, que es la perversidad propia de los dogmatismos. Tal podría ser el caso en el Mediterráneo cuando pensamos en el foso que separa las distintas sociedades tras las respectivas independencias, en las acusaciones de hegemonía lanzadas contra las sociedades del Norte y en las sospechas que estas últimas albergan respecto a las sociedades del Sur, que, supuestamente, no buscarían sino debilitarlas.
Este primer imperativo de conocimiento, necesario como marco de la interculturalidad, debe ir acompañado de un segundo requisito: ningún intercambio es posible entre personas pertenecientes a culturas distintas si previamente no se distingue, en cada cultura, su doble dimensión: simbólica y operatoria. Una cultura es un todo complejo. Implica el acervo acumulado a lo largo del tiempo en materia de normas, costumbres, visiones del mundo, formas de habitarlo y también maneras de estar en el mundo. De este modo, una cultura confiere su identidad a los individuos que se reclaman y reivindican como pertenecientes a la misma, al tiempo que les confiere una memoria de grupo. Pero una cultura es también una confrontación con la modernidad, ya sea del Norte o del Sur. Desde este punto de vista, es una matriz viviente en contacto con problemas concretos de la sociedad. En el seno de la cultura es donde se construyen y de donde emergen nuevas percepciones y soluciones, así como valores y actitudes que adaptan la innovación técnica y se adaptan a ella. En resumen, la cultura no es, ni siquiera en los países menos desarrollados, un museo de la memoria. Toda cultura es, asimismo, una pauta viviente para interpretar nuevos comportamientos, y un marco operativo del que surgen continuas soluciones para sociedades en permanente transformación. Reconocerlo es devolver a la interculturalidad su parte de dinamismo y considerar el cambio cultural como un dato fundamental presente en todas las sociedades, un cambio nacido del contacto de culturas que ya no pueden ignorarse entre sí.
Por consiguiente, se impone en tercer lugar, claro está, el significado de una política de la cultura en el Mediterráneo. La finalidad de cualquier política cultural en la cuenca mediterránea no es tanto dar a conocer los gustos o las expectativas, ni siquiera aproximarlos proponiendo marcos de cooperación en forma de acuerdos interestatales de intercambio y circulación de personas e ideas. Este aspecto material de la cultura no es tan importante como la elaboración de una cultura política común como objetivo de toda política cultural. Esa cultura política se basaría en la idea de que valores como el conocimiento de otras culturas, la abertura, la tolerancia y el diálogo deben adoptarse como operadores conceptuales comunes a todas las culturas del Mediterráneo. La idea sería que las culturas mediterráneas son una única y misma cultura, captada en su diversidad y unificada por la necesidad de cada una de ellas de abrirse a la otra y tratarla como una igual. Se promovería el acceso a todas las culturas y, de este modo, sería posible el acceso de cada una de ellas al espacio cultural de todas las demás. Entonces, lo ideal sería que, como en el intercambio internacional, cada cultura concediera a la otra la «cláusula de cultura más favorecida».