Idealmente, el Mediterráneo es mucho más que una región, es un mundo. Un mundo en el que las palabras Oriente y Occidente se dan a conocer una a otra, y en el que el sentido de su despliegue recíproco es decisivo para la toda humanidad. No es el centro del mundo, sino la visión de su unidad, o más bien el resplandor de sus partes. El horizonte de toda la humanidad está en nuestra vecindad inmediata. Esta alquimia me proporciona el suplemento para ser todo lo que soy y todo lo que tomo prestado. Sin embargo, esta idea es cada vez menos verdadera. En lugar de una reunión entre sus dos orillas, estamos asistiendo más bien a su disociación; es decir, a un déficit del ser. Cuanto más se construye y agrupa Europa, más se desvincula la no Europa. Los africanos del Norte son cada vez menos europeos del Sur, y viceversa. Nos encaminamos hacia una extinción de la unidad de la cultura mediterránea en tanto mundo común.
Para entender esta evolución negativa hay que remitirse a la descolonización, que no ofreció una verdadera alternativa a la civilización europea. La promesa de diversidad cultural no se transformó en felicidad política, en una sociedad justa y un nuevo humanismo en los nuevos Estados descolonizados.
Por otra parte, en Occidente el valor «democrático» desarrolla un sentimiento de superioridad que sirve a la lógica de un nuevo derecho de supremacía (moral, económico, diplomático y militar) sobre aquellos a los que considera «ineptos» para ser sus iguales, y transforma la democracia en una nueva ideología intervencionista. La política de los «derechos humanos», por ejemplo, se ha convertido en una justificación en vistas a la reconquista de aquellos territorios que podrían carecer de ella. Frente a este estado de cosas, estamos asistiendo a una consolidación de los movimientos culturales o religiosos, que son percibidos por muchos como uno de los instrumentos de resistencia a la opresión y las intrigas del poder disfrazadas de «intenciones» humanitarias o democráticas.
Sin embargo, estos mismos movimientos culturales que quieren presentarse como nuevas formas de resistencia a la opresión, también pueden llegar a convertirse en fuentes intrínsecas de opresión, en nuestra propia cultura, nuestras sociedades, nuestras creencias, nuestra historia y nuestra memoria. La reivindicación de su identidad cultural no constituye una prueba suficiente de buen gobierno. El hecho de compartir una misma tradición no nos garantiza una sociedad justa, ni políticamente viable. El problema está en saber hasta dónde podemos llegar en la expresión de su diferencia cultural; es decir, ¿pueden convertirse en una prerrogativa sin límites, en un capital de impunidad en el ejercicio de la crueldad? No. En realidad, nadie puede aprovecharse de su pertenencia cultural, ni de un argumento de civilización, para eludir las reglas morales, ni para utilizar la violencia contra los otros o contra los suyos.
Así, el pluralismo cultural es mucho más difícil de poner en práctica de lo que suele creerse. ¿Cómo moderar los poderes irracionales de las culturas sobre las conciencias, cuando también pueden desembocar en una guerra de todos contra todos? El pluralismo no es un ejercicio de tolerancia que pueda surgir espontáneamente, sino algo que, en sus formas más demagógicas y superficiales, puede producir el efecto contrario, y desarrollar reflejos y conductas cada vez más narcisistas y autoritarias. Cuanto más se mezclan las culturas, más necesidad sienten de distinguirse, si no por la fuerza, al menos mediante el chantaje y la intimidación. Cada una de ellas exige de la otra más tolerancia, y se vuelve a su vez más intolerante. Creo que el hecho de exhibir constantemente la diferencia cultural es una manera disfrazada de afirmar un oculto sentimiento de superioridad. Esta omnipresente multiplicidad cultural es un desafío para la razón, debido al desconcierto en que nos sumerge la promiscuidad forzada, agravada por una activación desenfrenada de nuestra conciencia. El «diálogo cultural» puede llegar a disimular profundos malentendidos.
Tomemos, por ejemplo, la noción de derecho cultural. Se trata de una noción seductora, pero peligrosa, porque instituye el principio inviolable de una legitimidad propia de cada cultura, que de este modo no tendría por qué rendir cuentas a nadie. Pero detrás del «derecho cultural» sigue existiendo el problema de la responsabilidad ética de cada cultura. ¿Habría que renunciar a la existencia de una moral válida para todos los hombres en nombre de la diversidad cultural? Porque si, como parece demostrado, tiene que haber varias morales diferentes para los individuos, ¿dónde habría que situar el criterio incontestable de una moral idéntica? Ningún acto calificado de «cultural» sería reprensible para la conciencia, porque ya no habría una conciencia universal que estuviera en posición de afirmarlo.
Por otro lado, los «derechos culturales», que parecen haberse convertido en las armas de los más débiles, también proporcionan triunfos ilimitados a los más fuertes; es decir, a los que detentan los instrumentos más temibles para controlar culturalmente su época. Sirvan estas líneas para denunciar que, detrás del principio democrático de igualdad de las culturas propagado por la modernidad, se esconde la cuestión mucho más grave de la desigualdad de las fuerzas en curso. Esta desigualdad se ve reforzada, como bien sabemos, por la influencia de la comunicación, que obliga a toda cultura a volverse perceptible y visible para la humanidad entera, si no quiere verse condenada al silencio o la desaparición. De hecho, las culturas descolonizadas, con sus radicalismos identitarios, al querer reunir los estándares altamente discutibles de la comunicación moderna, sólo refuerzan la cultura mundial que creen estar combatiendo. Es algo inexorable y patético.
Finalmente, la no Europa todavía no ha logrado constituirse en un mundo mejor. Pero aunque parezca paradójico, ha conmocionado profundamente la conciencia de los occidentales, en el sentido en que estos últimos también han acometido la búsqueda de su identidad cultural, lo cual constituye una prueba del debilitamiento de su civilización. Lo que se ha dado en llamar civilización traduce la fecundidad de un ser histórico que ha superado la preocupación por su identidad, y que es capaz de volverse hacia el mundo y no interesarse por éste únicamente para esclavizarlo; mientras que la obsesión de su identidad cultural traduce el malestar de su ser inexpresado, encerrado en sí mismo, y empecinado en ideologías defensivas u ofensivas.
De hecho, para que se entablen verdaderos diálogos, paradójicamente éstos no deben estar basados en orgullos culturales. Bien al contrario, tienen que ingeniárselas para encontrar vínculos y reglas de civilidad. Lo que sustenta a una sociedad política no es de naturaleza cultural strictu sensu, sino de naturaleza civil. No se trata de contentarse con afirmaciones culturales, unas más legítimas que otras por su propia necesidad de existir. Pero ese existencialismo cultural no podrá llegar a ser un verdadero humanismo sin un estatuto jurídico y ético. La humanidad de la política no se fundamenta en la culturalidad, sino en la civilidad. Ser «civil» es aceptar forjar las reglas para vivir juntos, pero sin parecerse a la fuerza. Sólo la civilidad puede devolver su legitimidad y sentido al diálogo cultural, y salvarlo de sus falsas apariencias, ilusiones y malentendidos.