Se atribuye a Jean Monnet aquella célebre frase que dice que, si hubiera que rehacer Europa, se debería empezar por la cultura. Sabemos muy bien que nunca pudo pronunciar tales palabras, ya que quien fuera el gran inspirador de la idea europea sabía muy bien que, en ese caso, Europa se precipitaría hacia el fracaso. Otros dicen que se tendría que haber empezado por la política. Pero también entonces el fracaso habría sido inevitable. Al final, la integración europea tuvo que comenzar por la economía, pero su futuro depende ahora del éxito de los esfuerzos emprendidos por la Unión Europea para dotarse de una dimensión política. En este momento es cuando se plantea un desafío que se podría calificar de cultural, si bien va más allá del ámbito de los patrimonios y las políticas culturales. En efecto, dicho desafío tiene que ver con este gran interrogante: «¿de dónde venimos?, ¿dónde estamos?, ¿adónde vamos?».
Pensar Europa en términos de unidad política supone plantear la cuestión de sus valores, su memoria y sus tradiciones; analizar los fundamentos de la voluntad de convivir de sus ciudadanos. Los desafíos a los que se enfrenta Europa en el umbral del siglo XXI exigen un cambio profundo en el discurso europeo. Debemos abandonar el lenguaje de los contables y decidirnos a recuperar el de la comunicación cotidiana; es decir, saber lo que es bueno o malo, bello o feo, exacto o falso. En el momento crucial que vive hoy la Unión Europea, no sólo hay que intentar definir de nuevo las instituciones comunitarias, sino que también debemos crear el sentimiento de pertenencia a una comunidad.
Los trabajos constitucionales que se han llevado a cabo en la práctica legislativa de la Unión Europea –pienso tanto en los tratados europeos como en la Carta de Derechos Fundamentales y la Constitución europea– reflejan las sucesivas concienciaciones del pasado, el afianzamiento del sentimiento comunitario y de «la Europa cada vez más unida». Pero la ampliación hacia el Este, que ilustra el fin de la Guerra Fría y de la división de Europa en dos bloques, es lo que convierte en realidad la idea de la unificación de Europa. La Convención sobre el Futuro de Europa, creada por la Declaración de Laeken y dirigida con admirable habilidad por Valéry Giscard d’Estaing, se inscribe en esa perspectiva de la unificación europea. Su importancia se mide no sólo por su resultado inmediato –la Constitución–, sino también por su impacto en la opinión pública europea y el impulso que dio a lo que constituye el mayor debate europeo. Aquí es donde se puede ver –y no en la oleada pacifista contra la guerra de Irak– la gestación de un verdadero espacio público europeo. El futuro de la Unión Europea depende, a buen seguro, de las reformas institucionales que van a emprenderse, pero depende también y ante todo del debate sobre el contenido de la idea europea.
Diversidad y sentimiento común
El debate sobre «la unión» debe ir acompañado, en la actualidad, de un debate sobre la «comunidad». Vemos que esta discusión se inició en los trabajos de la convención -presidida por Roman Herzog en el año 2000- sobre la Carta de los Derechos Fundamentales. Por desgracia, pese a haber permanecido expuesto en los centros públicos, este documento apenas incidió en la opinión pública. La Convención sobre el Futuro de Europa sólo se interesó por este debate de un modo muy marginal, con motivo de la redacción del preámbulo de la Constitución. Pero no deberíamos limitarnos a deplorar las ocasiones perdidas.
El avance de la integración europea exige, en la actualidad, superar los egoísmos nacionales que intervienen en el juego intergubernamental, así como apelar a un sentimiento de pertenencia colectiva que vaya más allá del sentimiento nacional. La fórmula de federación de los estados-nación describe bien el carácter actual de la Unión Europea y se mantiene fiel a lo que es –y, en mi opinión, seguirá siendo– la riqueza de Europa: la diversidad de culturas nacionales. En cambio, los egoísmos nacionales, continuamente presentes en la rutina de los mercadeos de las «cumbres» de la UE y en las negociaciones intergubernamentales, son la desgracia de Europa. Recuperando aquella fórmula del Risorgimento, época de la formación de la unidad italiana, «hemos hecho Italia; ahora tenemos que hacer a los italianos», podríamos decir que si a partir de este momento tenemos Europa, ahora debemos hacer a los europeos. En otras palabras, necesitamos pensar Europa como comunidad.
Debemos decir, en primer lugar, que esto no es tan sencillo. La historia del sentimiento nacional nos enseña lo difícil y conflictivo que fue el proceso de concienciación nacional, aunque se basaba en el sentimiento de un destino común y en «los lugares de la memoria», en una lengua y cultura comunes. El vínculo comunitario es el resultado de una larga acumulación de experiencias y conocimientos, toda una construcción mitológica e histórica que le da un carácter orgánico. No es en absoluto comparable al vínculo europeo, que parece ser el resultado de una elección deliberada más que de una evolución orgánica. Desde el momento en que se abordan los problemas de la psicología colectiva, las actitudes y sentimientos, los proyectos de futuro y las opciones de cultura (o de civilización), nos vemos inevitablemente abocados a referirnos a la historia, por una parte, y a los valores –es decir, a la axiología–, por otra.
Tres momentos: el Imperio, la Iglesia medieval y la República de las Letras
Podemos captar el sentimiento de pertenencia o identidad europea a través de distintas experiencias.
En primer lugar, en la trama de la historia europea hay varias tentativas de unificación imperial que se caracterizan, todas ellas, por el respeto a las diferencias étnicas y a las soberanías particulares en el interior del imperio. El viejo principio medieval según el cual el rey es emperador en su reino se puede entender como la expresión de ese respeto: bastaba con aceptar la unidad del imperio y el poder del emperador para disfrutar de la propia libertad como individuo. No obstante, los matices que diferencian las distintas políticas imperiales son inmensos. Para Carlomagno, la cristianización de los sajones era una condición necesaria para la sumisión de éstos a su poder; los otomanos, al tomar posesión del Imperio Bizantino, sólo exigían a los pueblos sometidos impuestos y tributos, pero no el abandono de su fe. Carlos V, en cuyo imperio «jamás se ponía el sol», apoyó fervientemente la religión católica, pero se vio obligado a aceptar las rupturas confesionales. Napoleón, por su parte, autorizaba todas las religiones –con la religión de la libertad en la mente–, así como todas las naciones –con la Gran Nación en la mente–, pero esperaba de ellas una sumisión total al poder imperial. Los imperios se definían no sólo como un poder superior, sino también –o en primer lugar– como eso que los alemanes llaman el Rechtsordnung, es decir, un orden jurídico. El imperio germánico imponía, durante la Edad Media, un marco jurídico en el que las monarquías y los principados de la época encontraban un espacio para la coexistencia, así como unas normas de gestión. El Código Civil que los soldados de Napoleón introdujeron en toda Europa a punta de bayoneta –y que, en países como Polonia, ha dejado hasta día de hoy una huella duradera, visible en el derecho de la propiedad y en los contratos- era susceptible de ser aplicado en entornos políticos y culturales muy diversos. Esos «órdenes jurídicos» no instituían comunidades de valores. En cambio, garantizaban a las autoridades y los ciudadanos la preservación de sus derechos independientemente de la comunidad de valores a la que pertenecían, o incluso de los valores fundamentales que preconizaban. Su única obligación era obedecer las leyes. Podríamos limitar la ambición de la Unión Europea a esa experiencia de unificación imperial y concluir con el filósofo alemán Robert Spaemann: «La Europa del futuro no podrá llegar a ser una comunidad de derecho, en la que todos los ciudadanos de los países de tradición europea encuentren un techo común, mientras no consiga que las comunidades que comparten juicios de valores comunes lleven una existencia segura, y mientras no se niegue a ser una comunidad de valores.»
Ahora bien, el término comunidad no me parece adecuado para calificar esos momentos imperiales de la historia de Europa. En el orden jurídico, en el que la imposición prevalece sobre la participación, el ciudadano se ve sometido a las obligaciones impuestas y los derechos concedidos. Me resulta difícil ver en ese modelo una realización de la «finalidad» de la Unión Europea, o ni siquiera una referencia de cualquier tipo para la actual unificación europea.
Una importancia distinta para el presente debate cobran los momentos de unión en la historia de Europa y, especialmente, la cristiandad medieval tal como aparecía en el siglo XIII. Al frente de ella, el emperador y el Papa aseguraban la cooperación entre el poder espiritual y el poder temporal, prosiguiendo así la tradición latina, en la que la Iglesia mantenía su soberanía frente al Estado, a diferencia de la Iglesia bizantina, que caía bajo el dominio de éste. La comunidad eclesiástica latina se unía en torno a la misma fe y disponía de un centro de poder unificador, Roma, donde residían los sucesores de san Pedro; una red de universidades pertenecientes a la Iglesia que aseguraba la propagación del saber y la formación de las élites culturales con un mismo programa y una misma lengua, el latín; y una red de iglesias que, construidas con el mismo estilo en toda Europa, utilizaba el mismo calendario y la misma liturgia. La cristiandad medieval es europea por vocación (aun cuando evite usar dicha palabra, que no será recuperada hasta el siglo XIV por el gran humanista y Papa Silvio Piccolomini) y acepta todas las formas nacionales de expresión cultural.
El segundo momento comunitario de la historia de Europa es la República de las Letras: desde Erasmo, en cuya época el latín sigue siendo la lengua de la comunicación, hasta la Ilustración, en que se extienden las lenguas vernáculas, en primer lugar el francés. La reflexión religiosa, que predomina al inicio de esta corriente de pensamiento, cede el paso posteriormente a la observación y el análisis del mundo, así como a la fe sin límites en el progreso científico y la fuerza de la razón. El marco natural de esta comunidad es Europa: el espíritu común se vale de una red de comunicación que permite una circulación rápida de ideas y escritos, pese a las limitaciones tecnológicas de la época. Los vínculos intelectuales y culturales se ven reforzados por los viajes que difunden el saber por toda Europa y permiten un acercamiento a escala continental. Bajo la pluma de los ciudadanos de la República de las Letras aparece de la forma más natural la expresión «nosotros, los europeos»… ¿Acaso Montesquieu no afirma que «Europa es sólo una nación compuesta por varias»?
Reivindicar los legados
Estas dos experiencias comunitarias son una importante referencia para la identidad europea. En ambos casos, se trata de la formación de comunidades, pero cada una de ellas se orienta hacia finalidades contradictorias. Karl Jaspers, en una conferencia sobre el espíritu europeo pronunciada en Ginebra en 1946, declara que la libertad europea se basa en antítesis: «Europa reúne oposiciones extremas: el mundo secular y la trascendencia, la ciencia y la fe, la tecnología material y la religión.» La Unión Europea no debería tener miedo a la hora de referirse a la comunidad de la cristiandad medieval y, a la vez, a la comunidad de la razón de la época moderna. De este modo podría afirmar la esencia contradictoria del espíritu europeo y, así, hacer justicia a la historia.
Lo religioso debe ocupar un lugar en los documentos constitucionales europeos. En el Tratado de Maastricht, la «cláusula eclesial» propuesta por Helmut Kohl garantizaba el respeto al estatuto de todas las iglesias y comunidades confesionales. El texto de la Constitución elaborada por la Convención formula unas garantías claras para el estatuto de las iglesias e instituciones religiosas protegido por las legislaciones nacionales, así como la necesidad de un diálogo habitual entre las autoridades de la Unión y las iglesias (art. 52). Estas disposiciones jurídicas deberían ir acompañadas de la declaración de libertades individuales y colectivas en materia religiosa, algo que figura en la Carta de Derechos Fundamentales. En cambio, el debate sobre la redacción del preámbulo ha dado lugar a conflictos reveladores. De entrada, se negaron a mencionar el legado religioso de Europa, luego se «olvidaron» de mencionar el cristianismo o el legado judeocristiano, para pasar sin transición del legado grecorromano a la tradición de la Ilustración. Al final, el compromiso que fue aceptado sólo propone un mensaje pobre, si no oscuro. Es una pena.
Desde luego, se podría prescindir del preámbulo para no reavivar los conflictos inherentes a tan delicado tema. En el decurso de su historia, Europa ha pagado un elevado y doloroso precio por sus discordias y conflictos religiosos. Hay que evitar a toda costa que se reabran esas querellas. Pero si se considera que el tratado constitucional no sólo debe infundir un poco más de claridad, transparencia y eficacia en el funcionamiento de las instituciones europeas, sino que también debe acercar la Unión Europea a sus ciudadanos, es necesario incluir en él un grano de «metafísica europea». Evocar la idea europea o el espíritu europeo equivale a permitir que ese texto incite a los ciudadanos de Europa a intentar averiguar por qué y cómo se hallan juntos, por qué siguen juntos y qué quieren hacer juntos. De tal modo, este documento podría convertirse en el instrumento de educación europea, tanto en las escuelas como en la vida.
Me he detenido en las vicisitudes de esta labor constitucional para mostrar la importancia del debate sobre la historia y los valores de Europa, ya que éste permite buscar los rasgos propios de la civilización europea, a los que contribuyen tanto las tradiciones religiosas como las laicas.
Si, a propósito de Europa, llevamos a cabo este «trabajo de memoria», concepto defendido por Paul Ricœur, comprobamos necesariamente que Europa se definía, en la Edad Media, por la unidad de la fe cristiana y, en la época de su primera modernidad, por la unidad de la confianza en la fuerza de la razón. Se comprende también cómo se forjaba la concordia sobre los principios éticos que regían las actitudes y comportamientos humanos, aunque no hubiera desaparecido la discordia sobre la fuente de esos principios. Llegamos, por último, a los valores fundamentales que Europa eligió como base sobre la que se elevaba una comunidad libre, prometeica y solidaria. No podemos limitarnos a hacer el inventario de las diferentes herencias que se han legado a Europa, puesto que la historia crea opciones y posibilidades pero no las distribuye; forma las civilizaciones y las sociedades, pero no las encierra en moldes inamovibles para siempre. Para que Europa avance, debe interrogarse sobre sí misma en todo momento decisivo de su historia,
La respuesta parece perfilarse en torno a la especial importancia que, tras la mezcla de costumbres bárbaras y cristianismo, nuestra civilización europea atribuye a la persona. La tradición cristiana transmite esta afirmación antropocéntrica en el mensaje según el cual el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, y el Hijo de Dios se entregó en sacrificio por los hombres. Pero también la encontramos en la tradición no religiosa, que declara que el hombre es la medida de todas las cosas o que, como afirma Pico della Mirandola, está dotado de grandeza y dignidad. Este antropocentrismo hunde sus raíces tanto en la tradición judeocristiana como en la filosofía humanista. Todos los valores que reivindicaban las comunidades –y a los que actualmente se refiere la Unión Europea– tienen su raíz en este valor concreto. De la dignidad del hombre proceden la libertad humana y los conceptos de justicia, solidaridad o libre albedrío; de ella emanan también los derechos humanos. El doble arraigo del antropocentrismo europeo permite superar el conflicto entre religión y laicidad, presente en la última discusión sobre las bases ideológicas de la Constitución. Mediante la reflexión sobre un modelo de civilización y un proyecto de comunidad en el que el hombre y su dignidad tengan un papel clave, se puede acometer un verdadero debate sobre el futuro de Europa. El funcionamiento de Europa como comunidad de valores suscita tres observaciones. En primer lugar, no hay que atribuir a los valores comunitarios el papel de frontera que cierra el acceso a la comunidad. Introducir la axiología en el espacio político siempre implica un riesgo de fomentar esa tendencia a lo absoluto que genera políticas y actitudes de exclusión. Debemos evitar las tendencias etnocéntricas, de exclusión del otro. Por el contrario, el concepto de dignidad humana debe incitar al diálogo con el otro, a una apertura radical a los otros en el sentido definido por Emmanuel Levinas. Europa tiene el deber de ser pluralista, consciente de su deuda con la cultura transmitida por griegos y romanos, árabes y judíos, y aprovechar su propia experiencia para reconocer la fuerza de la tolerancia y la miseria de las ideologías cerradas y totalitarias que proyectan sobre ella la sombra de la vergüenza.
En segundo lugar, la política de los derechos humanos debe definir la imagen misma de Europa, debe ser su emblema, si no su religión. Esos derechos tienen que influir en la política interna de la Unión Europea en el mismo sentido en que los criterios de Copenhague establecen las primeras condiciones de acceso. Los derechos humanos deben convertirse en la referencia ideológica de la política exterior europea, ya que, si no, la creación de un Ministerio de Asuntos Exteriores de la UE acabará siendo papel mojado. En la actual situación, es muy importante que Europa pueda basar el multilateralismo de su política exterior en los derechos humanos, trabajando en la reforma del derecho internacional y del sistema de Naciones Unidas, para garantizar así la preponderancia de esos derechos por encima de los cálculos políticos a corto plazo.
Por último, es necesario repensar el modelo de desarrollo europeo desde esta perspectiva «personalista». En Francia, a finales del Antiguo Régimen, el Comité para la Extinción de la Mendicidad, formado en el seno de la Asamblea Constituyente, declaró: «Siempre se ha pensado en dar limosna a los pobres, pero nunca en hacer valer los derechos del hombre pobre sobre la sociedad y los de la sociedad sobre él.» Esta fórmula reveladora no sólo ilustra la fuerza del concepto de derechos humanos, sino que también sitúa el problema de la pobreza en la perspectiva de las políticas sociales modernas. Incita a debatir el modelo social europeo no en torno a los derechos adquiridos, sino en torno al diálogo social, para responder así a las exigencias de la dignidad humana y recuperar el programa del Movimiento Cuarto Mundo en el proyecto europeo.
Las recetas para poner remedio al malestar europeo no pueden ser sólo competencia de las políticas y las instituciones. Dependen de las ideas que Europa es capaz de poner en movimiento. Los llamamientos a la formación de un «núcleo duro» de la integración europea son muy inoportunas en un momento en el que de lo que se trata es de encontrar la manera de reforzar la solidaridad europea. Explotar una propensión antiamericana para definir Europa, del mismo modo que los atenienses se definían en comparación con los persas, o los europeos en comparación con los árabes, los tártaros o los turcos, es una estrategia que destruye las posibilidades de que el viejo continente aparezca en la escena internacional como un socio válido. El papel del debate intelectual sobre el futuro de Europa consiste en ir «más allá de los pilares de Hércules»; en crear ideas y visiones que tengan la fuerza de mostrar de modo realista la dirección más adecuada y de movilizar la imaginación para construir una Europa potente, valerosa y lúcida.