En la historia de la literatura encontramos varios autores que desarrollaron su obra alrededor de unos lugares de su memoria, presentes en la cultura en la que crecieron, en su infancia y en su tiempo. Con estos lugares establecerían un diálogo que daría sentido a su obra literaria e indagaría en el pasado, presente y futuro de su cultura y su memoria personal. Uno de los casos más fascinantes es el del escritor y aristócrata italiano Giuseppe Tomasi di Lampedusa, que en uno de sus más célebres relatos, “Los lugares de mi infancia”, describe: “La casa de Palermo tenía también unas dependencias en el campo que multiplicaban su encanto. Eran cuatro: Santa Margarita di Belice, la Villa de Baghería, el Palacio en Torretta y la casa de campo en Raitano. Había también la casa de Palma y el castillo de Montechiaro, pero a éstos no íbamos nunca” (Capítulo III, “El Viaje”, perteneciente a los Racconti[1]). De entre todos estos lugares hay que destacar dos: Palma di Montechiaro, que alberga la casa y el castillo a los que se refiere Lampedusa, y Santa Margherita di Belice. En una carta enviada a su amigo Enrico Merlo, le escribe: “el palacio de Donnafugata es justamente el de Santa Margherita, mientras que para el pueblo entero, la referencia es la Palma di Montechiaro”. En la misma carta se hacen otras confesiones muy interesantes con respecto a los personajes que aparecen en su más célebre novela, El Gatopardo: “Es superfluo decirte que el príncipe de Salina es el príncipe de Lampedusa, Giulio Fabrizio, mi bisabuelo; todo es real: la estatura, las matemáticas, la falsa violencia, el escepticismo, la mujer, la madre alemana, el rechazo a ser senador”. Con respecto al padre Pirrone dice que existió, aunque él mejoró al auténtico, haciéndolo más sensible e inteligente. Con respecto a Tancredi y Angelica, argumentaba a su confidente: “Tancredi es, físicamente y en sus maneras, Gio; moralmente, una mezcla del Senador Scalea y Pietro, su hijo. Angelica no sé quién podría ser, pero recuerda que Sedara, como nombre, se asemeja mucho a Favara”.
Palma di Montechiaro fue fundada a mediados del siglo XVII por los Tomasi. Es el lugar de origen del título medieval de la familia. Para Giuseppe este ámbito, bello pero duro, representaba la Sicilia feudal, la de los grandes dominios agrícolas. Palma está a una veintena de kilómetros de Agrigento, es decir, a bastantes kilómetros de Palermo, en el sur de la isla. Durante muchos siglos fueron removidas sus tierras para obtener azufre. La estirpe familiar del escritor se remonta a Palmerio De Caro, un militar catalán. A finales del siglo XIV, Mario Tomasi, un caballero que había llegado a Sicilia con el séquito del Virrey Colonna, se casó con la última De Caro. Los hijos gemelos habidos del matrimonio, Carlo y Giulio, serán los fundadores de Palma. Los Tomasi eran muy católicos y contrarreformistas. Trataron de reproducir en la creación de Palma la planta sagrada de la ciudad de Jerusalén. La ciudad fue proyectada por el científico y astrónomo ragusano Giovanni Battista Hodiema, que luego fue su primer arcipreste. En el año 1678, Palma tenía más de tres mil habitantes. Disponía de once iglesias, treinta y dos sacerdotes y veinte monjes. El cardenal Giuseppe Maria Tomasi (1649-1713) impulsó la cultura y las artes. De este ambiente bullicioso dieron cuenta el abate Saint-Non, que visitó Sicilia a finales del siglo XVIII, así como los viajeros ingleses y alemanes Henry Swinbume, que escribió Travels in the two Sicilies (1783), y Heinrich Bartels, que redactó a su vez Briefe uber Kalabrien und Sizilien (1787-1791). Todos ellos mostraron su sorpresa por la arquitectura y la naturaleza de Palma repleta de almendros y bosques de palmeras. La misma admiración provocó el lugar en el poeta Leopold Stolberg, también a finales del siglo de la Ilustración. En esta ciudad, cuya naturaleza es proclive para la mística, surgieron el Duque Santo, Giulio Tomasi; Sor María Crocifissa, nombre religioso de Isabella Domenica Tomasi, y Giuseppe Maria Tomasi, subido a los altares en el año 1986. Los edificios más sobresalientes de Palma son el Palacio Ducal, la Chiesa Madre, el Monasterio de los benedictinos y la Casa degli Scolopi, hoy sede del Ayuntamiento. También se puede visitar el Calvario y el Castillo di Montechiaro. El Palazzo Ducale fue levantado a mediados del siglo XVII por Giulio Tomasi, duque de Palma y, a partir del año 1667, primer príncipe de Lampedusa. Tiene unos magníficos techos de madera sobre los cuales campaba el escudo de armas con el Gatopardo, hoy desaparecido como parte del revestimiento del techo. En la novela se evocan las estancias del Duque Santo en la parte más remota del palacio: “allí, a mediados del siglo XVII, un Salina se había retirado como en una especie de convento privado, para hacer penitencia y preparar su propio itinerario hacia el cielo”[2]. Tancredi y Angelica, que recorren en la ficción los lugares más secretos de este recinto entre juegos de amor, se encuentran con un inmenso crucifijo colgado de una pared y, junto al cadáver divino, “un látigo de cuyo corto mango partían seis tiras de cuero ya endurecido, con seis bolas de plomo en los extremos, gruesas como avellanas. Era la “disciplina” del Duque Santo. En aquella habitación Giuseppe Corbera, duque de Salina, se daba azotes en presencia de su Dios y de su feudo, y debía parecerle que las gotas de sangre lloverían sobre las tierras para redimirlas…”. Ahora el palacio alberga un museo arqueológico. Cuando lo visité, hace unos años, había una exposición temporal dedicada a la familia Tomasi. A finales de 1999 se publicó en la prensa la noticia de que un enterrador heredaba “el palacio de verano del Gatopardo”. El último propietario de este inmueble fue un caballero siciliano que siempre vestía de negro. Don Calógero Comparato sorprendió a sus primos, los Caputo de Caltanissetta, desheredándolos, y dejó todo lo que tenía a Rosario di Falco, más conocido como don Saro, su fiel criado durante años. La familia impugnó el documento y desconozco cuál es la situación legal al día de hoy.
La Chiesa Madre es obra del arquitecto Angelo Italia. Es de piedra blanca. Se asciende a la misma a través de una alta y extraordinaria escalinata. Su estilo es barroco. A los pies de la escalinata monumental se alza la iglesia de Santa Rosalía (hoy sin culto), que fue levantada por Tomasi al mismo tiempo que la ciudad. Aún conserva sobre la arcada pétrea de la puerta principal el escudo de armas de la familia.
El convento benedictino fue con anterioridad el primer domicilio de los duques. Lo habitaron mientras se fue levantando la ciudad. El convento está junto a la capilla, que conserva un retrato de Giuseppe Maria, el santo de los Tomasi; los restos de Isabella (sor Maria Crocifissa) y del Duque Santo; los recuerdos de la visita del diablo a la monja; así como ropas, manuscritos y cartas de Isabella y de Giuseppe Maria Tomasi. La novela nos dice: “La costumbre secular exigía que a la mañana siguiente de su llegada la familia Salina se dirigiese al Monasterio del Santo Spirito para rezar ante la tumba de la beata Corbera —antepasada del príncipe— quien había fundado aquel convento, lo había dotado, y en él había vivido y muerto santamente”. El convento, como aún hoy en día, era de clausura y los hombres —excepto el príncipe de Salina y el Rey de Nápoles— tenían prohibida la entrada. Al príncipe “en aquel sitio todo le gustaba, empezando por la humildad del tosco locutorio, la bóveda de cañón en cuyo centro danzaba el Gatopardo, la doble reja para las conversaciones, el pequeño tomo de madera para la salida y entrada de los mensajes, la puerta sólidamente ajustada (…). Se asombraba siempre al ver enmarcadas en la pared de una celda las dos célebres e indescifrables cartas; la que la Beata Corbera había escrito al Diablo para exhortarlo a abrazar el bien y la respuesta de éste, donde al parecer lamentaba no poder obedecerla”. Ambas misivas son ilegibles, al menos para el común de los mortales. ¿Quién redactó la del Diablo?
Otros monumentos son la Chiesa dell’Istituto delle Scuole Pie y el exConvento degli Scolopi. El instituto fue creado por Giuseppe Maria Tomasi, hijo primogénito de Giulio. Renunció a todos los derechos en favor de su hermano Ferdinando para entrar en la orden de los Teatini, y llegó a cardenal en el año 1717. El convento hospedaba a los seminaristas que el cardenal enviaba de Roma, y hoy es la sede del Ayuntamiento.
El castillo de Montechiaro está alzado sobre el mar. Lo mandó levantar la familia Chiaramonte en el siglo XIV y, dos siglos después, pasó a ser propiedad de los Tomasi di Lampedusa. La pequeña capilla de su interior custodia una estatua de mármol de la Virgen de Montechiaro, obra de Antonello Gagini.
Lampedusa visitó Palma di Montechiaro en los últimos años de su vida. Aunque allí ya no quedaba nada de su propiedad, él seguía siendo el descendiente de aquellos santos tan queridos por los paisanos. El escritor volvió a hacer el mismo recorrido que su príncipe de Salina hacía todos los años, y fue recibido con el mismo cariño y respeto por las religiosas.
Santa Margherita di Belice era el lugar preferido de Lampedusa. Allí pasaba la familia largos meses estivales e incluso otoñales. “Era una de las más hermosas casas que he visto jamás”, comenta el narrador en “Los lugares de mi infancia”[3]. Construida en el año 1680, fue completamente reconstruida en 1810 por el príncipe Niccoló Filangeri di Cutó, padre de su bisabuelo materno, con motivo de la larguísima estancia de Fernando IV y María Carolina, huidos de Nápoles cuando entraron las tropas napoleónicas de Murat. La casa tenía cien habitaciones, tres inmensos patios, caballerizas y cocheras, una iglesia, un enorme y hermosísimo jardín y un gran huerto. Disponía además de un teatro de trescientas localidades. Desde el año 1080, estaban colgados de las paredes del Palacio todos los antepasados Filangeri. “Había una biblioteca con armarios de ese sabroso estilo del siglo XVIII siciliano, llamado “estilo de Badia”, parecido al veneciano florido, pero más rudo y menos acaramelado”. La lista de libros que enumera Lampedusa era fabulosa: la Encyclopédie de Diderot, las obras de Voltaire, varias ediciones ilustradas hermosísimas de El Quijote, fábulas de La Fontaine, novelas de Zola, etc. También había una gran colección hemerográfica. En El Gatopardo aparece el siguiente comentario: “Aquéllos eran, precisamente, los años en que, a través de las novelas, se fueron formando los mitos literarios que todavía hoy dominan en las mentes europeas; sin embargo, Sicilia, en parte por su tradicional impermeabilidad a lo nuevo, en parte por su generalizada ignorancia de cualquier idioma extranjero, en parte, también hay que decido, por la vejatoria censura borbónica que se ejercía a través de las aduanas, desconocía la existencia de Dickens, de Eliot, de la Sand, de Flaubert, e incluso de Dumas. Con todo, mediante una serie de subterfugios, un par de volúmenes de Balzac habían llegado a las manos de Don Fabrizio, quien se había atribuido el cargo de censor familiar; los había leído y luego, disgustado, se había deshecho de ellos pasándoselos a un amigo por el que no sentía excesivo aprecio: eran, había dicho, el fruto de un ingenio poderoso, sí, pero también extravagante y con ciertas “ideas fijas” (hoy diríamos que eran “monomaníacos”); juicio apresurado, como puede verse, pero no carente de agudeza. Así pues, el nivel de las lecturas era más bien bajo, condicionado como estaba por respeto al virginal pudor de las muchachas, a los escrúpulos religiosos de la Princesa, y también al propio sentido de la dignidad del Príncipe, que de ninguna manera se hubiera permitido leer “porquerías” en presencia de toda la familia”. La casa estaba llena de tapices, pinturas y riquísimo mobiliario. Había también una iglesia que, además, era la catedral de la localidad de Santa Margherita. Grande y hermosa, “recuerdo que de estilo Imperio, con grandes frescos feos, incrustados entre los estucos blancos del techo, como los de la iglesia de la Olivella en Palermo, a la que se parecía mucho”. En esta ciudad aprendió a leer la Biblia, los Evangelios y la mitología clásica. Y también fue donde por vez primera vio representaciones teatrales. “Era un verdadero teatro con dos hileras de once palcos cada una, más una cazuela y, como es natural, la platea. La sala era toda blanca y oro con cabida, por lo menos, para trescientas personas. Los asientos y las paredes de los palcos eran de terciopelo azul muy claro. El estilo era Luis XVI, simple y elegante. En el centro se destacaba el equivalente del palco real, es decir, nuestro palco…”. También en este teatro vio por vez primera una proyección cinematográfica. Palacio e iglesia quedaron destruidos por el terremoto de 1968. El palacio fue reconstruido como un edificio moderno y, aunque conservó algunas partes del anterior, no tiene nada que ver con el lugar en el que vivió Lampedusa. La iglesia sólo conserva lienzos y muros con algunas pinturas y se encuentra totalmente a cielo descubierto. El jardín es el único lugar que guarda el aroma nostálgico de los tiempos que cantó el escritor, ya que el paso del tiempo y la decadencia anunciada ya en el esplendor que Lampedusa retrató de forma tan fascinante, han borrado sus huellas. Por ello, la mejor manera de pasear hoy día por los lugares de la memoria del escritor italiano es a través de sus obras, en las que nos lleva a hacer un viaje, a establecer un diálogo con todo aquello que fue su mundo, su tiempo, su cultura.