Actualmente, ante la situación de ciertos lugares de la tierra, sobre la que se suele decir que no es ni tranquilizadora ni prometedora, los intelectuales y filósofos, como personas de diálogo y cultura y «funcionarios de la humanidad», en palabras de Husserl, no pueden hacer otra cosa que seguir resistiéndose al mal en sus múltiples formas, a las derivas de toda clase, así como al déficit cultural reinante; ya que, por vocación, en general siguen mostrándose reticentes al derrotismo, el cinismo y el desencanto. Por tanto, ¿quién está más capacitado que ellos para repensar los fundamentos de un orden mundial justo y solidario? Sin embargo, dejando aparte cualquier discurso conminatorio y moralizante, el pensamiento en el mundo actual deberá contribuir a la reorganización de una de las vocaciones primigenias: constituir una intelección de los fenómenos de la historia (ciudad, relaciones humanas y asuntos públicos) abordando sus problemas desde la raíz; es decir, en este caso, las causas de los cada vez más pronunciados déficit que afectan a los valores de la solidaridad y la justicia en el desorden mundial en curso.
Entre otros fines, al diálogo intercultural le corresponde erigir en sólida tendencia la voluntad de recurrir siempre a las palabras para exorcizar la desastrosa tentación de recurrir a las armas (tensiones, conflictos, guerras, etc.). Dado que dicho diálogo se halla cada vez más solicitado y requerido, los conceptos utilizados en los intercambios de palabras e ideas deberían estar bien madurados y concertados y, por tanto, libres de amalgamas e imprecisiones semánticas, fuente de tantos desacuerdos y prejuicios.
Así, pues, si el diálogo entre civilizaciones y sobre ellas sigue constituyendo contra viento y marea un imperativo categórico y una práctica obligada, nos parece de sumo interés diagnosticar y analizar las dificultades y trampas contra las que, en nuestra opinión, sigue tropezando de un modo fuerte y real. A continuación hablaremos brevemente de algunas de las más sobresalientes y nocivas.
Un déficit de reconocimiento
El reconocimiento (basado en el deseo de conocer al otro) es, conviene recordarlo, el único antídoto contra el desarrollo de odios e ignorancias entre las naciones y los pueblos; es decir, contra la fuente de tantas desgracias y conflictos regionales o de ámbito mundial. La enseñanza es una de las grandes canteras en las que se puede instituir y promover el conocimiento de las diferentes áreas de la cultura y la civilización. Ahora bien, la enseñanza de la civilización árabe e islámica, por ejemplo, está restringiéndose cada vez más, incluso en Europa, donde a partir de la Edad Media pasó a constituir una larga y rica tradición, aunque salpicada de disturbios y tensiones.
Los nuevos especialistas del mundo musulmán, que en su gran mayoría centran su atención en las investigaciones antropológicas y políticas, y en las monografías empíricas parcelarias, se han convertido en expertos del segmentarismo, el oro negro, la geoestrategia global y los llamados movimientos islamistas. Los especialistas más mediatizados de estos movimientos, como sólo muestran interés por el objeto de sus trabajos y sus días, acaban por poner entre paréntesis a las élites demócratas y modernistas, como si no fueran representativas o significativas, por no hablar del hecho palpable de que, para ellos, y más aún para la opinión pública occidental, segmentos enteros de la cultura tanto religiosa como profana y de la historia real de las sociedades estudiadas no son más que un agujero negro, polimorfo e inmenso, y en todo caso generador de actitudes de ocultación e indiferencia.
Por otra parte, después de todo este tiempo machacando y difundiendo palabras desmoralizadoras como, por ejemplo, retraso y subdesarrollo, las élites, a veces incluso las del Sur, casi siempre acaban haciéndolas pasar del estatuto de atributos coyunturales, y por tanto, superables, al de esencias coriáceas y perdurables. ¿Cómo entonces no enfermar de ellas, por más que defendamos nuestro cuerpo? Eufemismos tales como países en vías de desarrollo o países emergentes no consiguen disimular esa amalgama ampliamente difundida en la opinión occidental, entre subdesarrollo infraestructural y culturas subdesarrolladas. ¡Como si no quedara nada por hacer para que el potencial cultural y filosófico de estos países deje de estar ligado a sus malos resultados económicos y técnicos…! Como decía Herder: «¡Qué más da lo que sea! El cielo grita a la tierra que, como cualquier otra cosa, yo también en mi lugar tengo un sentido».[1]
Hegemonismo y dependencia
Después de la caída del muro de Berlín, la implosión de la antigua Unión Soviética y el final de la guerra del golfo (1991), los Estados Unidos de América, convertidos en la única superpotencia, dispusieron de completa libertad para preconizar primero un global new order y luego una mundialización cuya ascendency les correspondería de hecho y por derecho. Pocos años antes de estos grandes acontecimientos, en abril de 1986, el ex secretario de Estado Gorges Shultz ya resumía en una declaración el nuevo credo de EE.UU. en unos términos que ilustran ampliamente el talante de su política exterior.[2] Así, este hombre de Estado, durante la presidencia de Ronald Reagan, confirmaría alto y claro lo que V.G. Kiernan ya había señalado en tono crítico desde 1978: «A Norteamérica le encanta pensar que lo que ella quiere es exactamente lo que quiere el género humano».[3]
Por su propia naturaleza, la voluntad de poder y dominio jamás retrocede ante nada para funcionar y realizarse. Maquiavélica, versátil y cínica, sólo concibe y planifica su política exterior según el rasero de sus propios intereses estratégicos y económicos en el mundo. Ignorando por completo los principios éticos fundadores y aún más las relaciones igualitarias o los perjuicios de la política de geometría variable de la doble moral, hasta el propio Huntington hubo de convertirse, bien que a su pesar, en valedor de esta política, que es la de las potencias occidentales.[4]
Analizada y criticada por eminentes investigadores como Kiernan, Barnet, Falk, Nye, Saïd, Chomsky y otros (libres para pensar y publicar, pero que jamás han sido escuchados por los políticos y makers norteamericanos), la voluntad de poder hegemónico encuentra a sus teóricos e ideólogos entre toda una legión de expertos y consejeros orgánicos, como los sobre-mediatizados Francis Fukuyama y Samuel Huntington (por no hablar de ciertos ministros ya retirados, como Kissinger, Brezinsky, etc.).
Aquí tan sólo citaremos a Huntington y su famosa tesis sobre el choque de civilizaciones, de la que solamente recogeremos la idea de que, en el nuevo mundo de la posguerra fría, las causas de los conflictos serían esencialmente de orden cultural, y el choque de civilizaciones dominaría la política mundial. Para este autor, dichas civilizaciones son la occidental, la confucianista, la japonesa, la islámica, la hinduista, la eslava ortodoxa, la latinoamericana y, posiblemente, la africana (¡sic!). «Los conflictos más importantes que están por llegar —opina—, tendrán lugar a lo largo de las líneas de fractura cultural que separan a estas civilizaciones.» No nos parece necesario repetir una a una las críticas que en todas partes se han alzado en contra de esta tesis, ya que basta señalar su tufillo a macrohistoria (al estilo de Spengler o Toynbee, pero menos erudito) para extraer sus presupuestos arbitrarios y sus imprecisiones, especialmente en lo que afecta «al pretendido peligro verde» que, en su opinión, ha sucedido «al peligro rojo» y contra el que Occidente, según la exhortación de Huntington, debe reaccionar; es decir, tiene que aplicar la famosa política de containement, como en tiempos de la guerra fría. A fuerza de limar asperezas, el autor acaba por aplanarlas, haciendo caso omiso de los múltiples y terribles conflictos fratricidas en el seno de una misma civilización y en varios países del Sur envueltos en luchas de influencia extranjera.
Al término de todas sus elucubraciones ideológicas, Huntington pronuncia la clave que sólo a él daría la última baza: «La decadencia acecha a Occidente, a menos que éste experimente un renacimiento, invierta la tendencia, conjure el declive de su influencia en el mundo de los negocios y reafirme su posición de líder, seguido e imitado por otras civilizaciones».[5]
Es interesante recordar que la paternidad del concepto clash of civilizacions corresponde al orientalista Bernard Lewis; este concepto figura claramente en el pasaje de uno de su artículos,«The Roots of Muslim Rage», que Huntington (no muy al corriente de los contenidos de las culturas) cita respecto a los movimientos islámicos: «No se trata tanto de un choque de civilizaciones como de la reacción, tal vez irracional pero antigua, de un viejo rival contra nuestra herencia judeocristiana (¡sic!) y lo que somos hoy día, y contra la expansión de lo uno y de lo otro».[6]
El hegemonismo, por su arsenal militar-económico y simbólico, sólo puede funcionar y perdurar subyugando y minimizando a los estados y naciones. En nuestro mundo moderno, éste preside el fenómeno lancinante y polimorfo de la dependencia, que es fuente de avasallamiento y desestimación de uno mismo, o de lo que Nietzsche denomina deterioro de la referencia a sí mismo (Selbstlosigkeit). Porque la dependencia, o lo que Kant denomina «estado de tutela» o de «minoría», es como una deuda, que cuanto mayor es, más somete a nuestra existencia a la dura tendencia de vivir la historia de los otros por préstamo o poderes. Pero esa existencia, posible en sí misma, sólo podrá desarrollarse marcada por la imitación y la esterilidad; es decir, por aquellos que se limitan a vivir como parásitos y con una carencia crónica de subjetividad e inspiración. Así florecerán los réquiems por las maltratadas identidades culturales.
Contraproducente y alienante, la dependencia tiende por naturaleza a bloquear el presente y el futuro, debilitando el impulso de libertad y los resortes intrínsecos del desarrollo… La dependencia, aunque ciertos gurús de «la mundialización feliz» la ven como una vieja salmodia o como algo pasado de moda, se mantiene bien presente, a pesar de que sus mecanismos estén en trance de volverse más sofisticados y refinados, pero sin perder ni su eficacia ni su fuerza.
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En los países dominados, hay una visible tendencia a despojarse de lo que fueron y lo que tienen, ¡y eso antes de abrirse al Otro! El Otro, que a su vez siempre se presenta alardeando de su pasado, su presente y su futuro. Una tendencia muy dañina, propia de todos los decadentes y los vencidos satisfechos; de aquellos que, provistos de baterías descargadas, cultivan la triste creencia de que no tienen nada que ofrecer para asombrar al mundo, ni para enriquecerlo. Sobre esta clase de talante, Ibn Jaldún hacía una observación de alcance general y en términos muy sobrecogedores: «Cuando la energía se agota, la voluntad decae y las aspiraciones se marchitan, la luz y la esperanza desaparecen, y los muertos mandan sobre los vivos». La filosofía humanista enseña a estos países dominados que, más allá de la autoflagelación, así como de la autocomplacencia, siempre hay lugar para más lucidez y vigilancia, y para la adquisición de una voluntad de ser y un mayor bienestar. Y también les enseña que el motivo de que se hayan quedado sin puntos de vista que ofrecer, sin una versión que dar acerca del origen de sus dificultades y retos, y de que no tengan derecho a corregir su situación y liberarse, no tiene nada que ver con el hecho de que las relaciones de fuerza imperantes los hayan convertido en vencidos.
Por otra parte, actualmente algunos países de América Latina, el Sur de Mediterráneo y otros lugares, están manifestando y llevando a la práctica un deseo real de alcanzar la mayoría de edad, así como una voluntad de emancipación y de pasar a ser dueños de su destino y poseedores de sus bienes, como para responder a la divisa de la Ilustración proclamada por Kant: «SaperAude! Ten la decisión y el coraje de servirte de tu propio entendimiento».
Bajo una capa de universalismo, ¡cuántas producciones filosóficas en Occidente siguen estando, a fin de cuentas, orgánicamente vinculadas a su área de cultura y pensamiento! Por consiguiente, la elaboración de una universalidad multipolar, partenarial y comunicante —la única viable, convivencial y fecundante— debería estar impregnada de una filosofía planetaria y plural. Si no, la identidad, la cultura y la filosofía imperantes serán las de la potencia dominante, y la inmensa mayoría de los habitantes de la tierra tendrán que jugarse el alma y derribar los muros de las dependencias improductivas y minimizantes.
La universalidad es como una esfera vacía o, si se quiere, una ley marco que sólo puede ser dispuesta y animada por medio de aportaciones multilaterales basadas en una ética del reconocimiento y el reparto.
Así, pues, determinados países, entre ellos los del Sur, no podrán en absoluto dar sentido a su existencia basándose en el mimetismo o sumándose a las rebajas, sino desarrollando su propia personalidad identitaria y sus propias vías de acceso efectivas y vinculadas a la universalidad humana.
Ahora más que nunca sabemos que este orden mundial, que debe ser cosa de todos, sólo puede elaborarse realmente y ver la luz si emana de una política planetaria racional y concertada, del mismo modo que sabemos que sólo podrá contar con una máxima adhesión si está basado en el riguroso respeto de la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración universal de los derechos del hombre de 1948, así como en la puesta en práctica de una dinámica de paz y justicia a escala universal, y tiene en cuenta las entidades nacionales y regionales cuya legitimidad emana de su profundidad histórica y cultural. Y ello porque un orden mundial estandarizado, que acabe con las diferencias y especificidades, no puede perdurar desde el momento en que se erige sobre unas relaciones de fuerza disimétricas y truncadas.
Desde la óptica de una cultura filosófica crítica y constructiva, humanizar la mundialización actual supone atemperar la enseñanza del conjunto informática-márketing-gestión mediante una enseñanza abierta a las humanidades, las filosofías, las artes y la ética religiosa o laica; humanizar la mundialización es también reemplazar las implacables leyes del mercado, de la competitividad a cualquier precio y del killer capitalism por las de una economía mundial solidaria y con rostro humano. Sólo si se dan estas condiciones —entre otras—, la globalización podrá adquirir el impacto fundamental del necesario codesarrollo y, por consiguiente, la máxima adhesión de los pueblos y las naciones.
Notas
[1] J.-G. Herder, Une autre philosophie de l’histoire, París, Aubier, 1964, p. 307.
[2] Citado por N. Chomsky, Le Monde Diplomatique, agosto de 2000.
[3] Citado por E. Saïd, Culture et impérialisme, París, Fayard / Le Monde diplomatique, 2000, p. 400. Tras la demócrata Madeleine Albrigt, el republicano George W. Bush dirá: «The United States is good».
[4] S. Huntington, Le choc des civilisations, París, Odile Jacob, 1996, p. 200. (Hay trad. castellana, El choque de civilizaciones: y la reconfiguración del orden mundial, Barcelona, Paidós, 1997.)
[5] Ibid., p. 334.
[6] El título completo del artículo es «The Roots of Muslim Rage. Why So Many Muslims Deeply Resent the West and Their Bitterness Will Not Be Easily Mollified», Atlantic Monthly, vol. 226, núm. 3, septiembre de 1990, pp. 47-60 ; véase también del mismo autor Islam, París, Gallimard, 2005; y especialmente Le retour de l’Islam, París, Gallimard, 1985, pp. 838-1164, y Que s’est-il passé? L’Islam, l’Occident et la modernité, París, Gallimard, 2002, pp. 1165-1304.