La corona de la Reina de Oriente

Balázs Déri

Medievalista, musicólogo, poeta, traductor y profesor de latín en la Universidad Eötvös Loránd de Budapest

Hace una veintena de años, visité la escuela de un pequeño pueblo de las montañas catalanas. La maestra de la escuela daba clase, al mismo tiempo y en la misma aula, a seis cursos diferentes, que incluían de dos a tres niños cada uno, y todo ello en unas condiciones bastante modestas. No tengo ni idea de lo que pasó después con aquella pequeña escuela. Posiblemente corrió la misma suerte que nuestras pequeñas escuelas de Hungría. Unas tras otras se van clausurando, y los alumnos tienen que trasladarse cada día para ir a la escuela de otro municipio, más grande, por lo que vuelven a sus casas derrengados. Y eso, evidentemente, en nombre de la mejora de la calidad de la enseñanza, mientras los pequeños pueblos se van despoblando. En cualquier caso, a pesar de la presión de las autoridades, los habitantes de ese pequeño pueblo catalán de montaña, a costa de importantes sacrificios, han podido conservar su escuela y, con ella, una infancia apacible para sus pequeños.

La maestra no sólo se limitó a anunciar mi visita, sino que también preparó a los niños, los cuales me esperaban completamente excitados. ¡Un húngaro que habla catalán…! Si hubieran preguntado a alguien de la generación de sus padres qué era un húngaro, éstos les habrían mencionado, en primer lugar, la revolución de 1956, y luego los nombres de Puskás y Kocsis. A la pregunta formulada por la maestra «¿Qué es lo que sabéis sobre los húngaros?», el niño más pequeño fue el primero en responder, y su respuesta fue: «No tienen mar».

¿Qué experiencia del mar podía tener aquel niño catalán de un pueblo de montaña? ¿Por qué lo encontraba tan importante? ¿O es que acaso destacó ese hecho geográfico porque poseía una madurez poco común? Lo cierto es que, en más o menos grado, la caracterología de las naciones suele considerar que los pueblos marítimos tienden a poseer un espíritu abierto, mientras que los pueblos que viven en el interior de los continentes tienden más bien a cerrarse.

En la Edad Media, a partir del siglo xi, el Reino de Hungría comprendía Esclavonia y Croacia, así como, a intervalos, Dalmacia. Durante el largo reinado de Luis I de Hungría (1342-1382), las regiones del sur, como Bosnia, Serbia, Bulgaria y Valachia también reconocieron la soberanía del rey de Hungría. Finalmente, durante los diez años de la unión personal entre ambos países, el rey de Hungría era al mismo tiempo rey de Polonia. En la conciencia histórica húngara, esta época está considerada como un tiempo de gloria en que nuestras fronteras estaban bañadas por tres mares, el mar Adriático, el mar Báltico y el mar Negro. Pero la historia es cambiante. Bajo la monarquía austrohúngara, a partir de la segunda mitad del siglo xix, Hungría sólo pudo conservar Fiume, ciudad portuaria con un estatuto particular (corpus separatum). Dicha ciudad estaba conectada a Budapest por una línea directa de ferrocarril. Después de la primera guerra mundial, la ciudad, antes bajo gobierno húngaro, pero de predominio italiano, multicultural y habitada también por eslavos, alemanes y húngaros, pasaría a formar parte de Italia. Después de la segunda guerra mundial, fue cedida a Yugoslavia, y desde 1991 pertenece a Croacia. Fiume pasó a ser Rijeka; sus habitantes italianos son hoy menos de 3.000 y los húngaros menos de 300. Así es como los húngaros pasaron a residir definitivamente en los pueblos del interior del continente.

¿Por qué esta digresión histórica? Pues para dar una idea de lo que para un húngaro puede significar ver el mundo. Ver el mar. Vi el mar Báltico por primera vez en Gdańsk, la antigua Danzing. Luego el mar Negro en Bulgaria, cerca de Varna, otra ciudad memorable para nosotros por una derrota de uno de nuestros reyes. Pero el verdadero mar, aunque esté encerrado dentro de lagunas, es el Adriático, en Venecia. En parte, sin duda, porque era mi primer viaje al Occidente, a principios de la década de 1980, cuando tenía 26 años. El mar es la libertad.

Desde entonces, casi he dado la vuelta a todo el Mediterráneo, pasando por más de una de sus islas. Me resultaba familiar; en mi juventud, ya lo había recorrido en mis lecturas latinas y griegas, de Troya a las columnas de Hércules. Luego de Alicante a Estambul, pasando por Siracusa, Alejandría y Egina. En efecto, lo más importante era probablemente la libertad política temporal, pero también la libertad de la experiencia. Un europeo es un descendiente de Ulises, viaja para «conocer el talante de innumerables hombres» (Odisea, canto I) y para llegar finalmente empobrecido, pero rico, después de haber encontrado seres fantásticos, es decir, otros seres humanos, a la Ítaca cantada por Cavafis.

Para mí, el Mediterráneo es siempre un doble viaje, o más bien una especie de fluctuación en un estado de conciencia modificado. Ante todo, es un viaje entre la época helénica y la helenística, y yo mismo en el tiempo presente, que pasa por Alicante —perteneciente a una región púnica—, Tarragona —capital de la provincia de la Tarraconense—, o Marsella —colonia griega, lo mismo que Nápoles—. Cuando paseo por el Pireo, veo pasar a Alcibíades, y por Alejandría, a César; y en Beirut, en sus días de paz, me parece estar en Berito; Antakya, o Antioquía, no es una ciudad polvorienta, sino una metrópoli cristiana y de muchas otras religiones. Existen todavía dos ciudades en el mundo: Roma y Estambul. Siempre aconsejo a mis amigos jóvenes y a mis alumnos que no las recorran deprisa y corriendo, sino que se sienten en cualquier lugar y se queden escuchando tranquilamente la incesante conversación de los hombres que vivieron en esas ciudades y la de los que viven hoy en día. Y aún es mejor no decirles nada, sino escuchar juntos la ciudad sobre la Colina de Celio, o la Nueva Roma al pie del acueducto del emperador Flavio Valente.

Es un don de la geografía: no hay lugar extraño. Me gusta el Himalaya: cada valle aislado alberga una lengua, un fragmento de comunidad distinto. Si el Himalaya es un país pluriétnico, mi tierra también lo era antes de ser desmembrada. Entre mis antepasados, había ciertamente menos húngaros procedentes del Ural que alemanes y cumanos. Los primeros, católicos fieles, y naturalmente, y durante mucho tiempo, los segundos, musulmanes. No fue tan sólo la movilidad social lo que ha confundido a las familias, sino que en nuestros genes nosotros también sentimos esas diferencias tan irreducibles.

¡Qué diferente es el Mediterráneo! Es como una gran mesa, alrededor de la cual se sientan pueblos, lenguas, ropajes, gestos e incluso religiones. Hay quienes cambiaron de compañía, unos por placer y otros por necesidad, pero pronto se acostumbraron. En el caso de los fenicios y los griegos, la falta de espacio y su espíritu comercial los hicieron salir de sus tierras natales hacia costas lejanas. Más tarde, al cabo de los siglos, se agregarían muchos otros procedentes de Oriente, sobre todo judíos y armenios. Los fenicios desaparecieron casi sin dejar rastro, y lo mismo se puede decir de los griegos, los judíos y los armenios, los cuales, como se limitaban a moverse por ciudades portuarias, no se fusionaron con la población de las grandes ciudades del interior del continente, sino que se retiraron a sus antiguos territorios. Querámoslo o no, los pueblos que hoy dan color a las ciudades portuarias son otros: negros, árabes, indios de la India y de América, cíngaros, etc.

Ésa es la razón por la que me gusta ir a Alepo, en Siria, mi ciudad preferida desde hace unos años. Debido a mi condición de musicólogo, hace una quincena de años que colecciono música litúrgica de las comunidades cristianas de Oriente Próximo, de conventos e iglesias coptos y siríacos, griegos y armenios, maronitas y melquitas. De Wadi al-Natrun a el Fanar de Estambul. Y no veo por qué tendría que cerrar los oídos al escuchar almuezín o cuando me invitan a la mezquita. Así fue como recalé en Alepo, en 2006, año en el que esta ciudad, la Reina de Oriente, ostentaba con orgullo el título de «Capital de la cultura islámica». Ausente, por cierto, y por razones evidentes, del logotipo oficial, la Iglesia armenia ortodoxa de los cuarenta mártires está muy presente, sin embargo, en los carteles junto a la gran mezquita de los Omeyas. Casi todas las variantes ortodoxas y unidas del cristianismo bizantino, armenio, siríaco y latino tienen sus comunidades en esta ciudad. Los altavoces no sólo difunden el canto delmuezín, sino también las vísperas de la catedral greco-católica. Los tranquilos y amigables habitantes de la ciudad entablan de buena gana conversación con el visitante curioso en los cibercafés, las mezquitas, los bazares o las iglesias. Sólo los descendientes de la antiquísima comunidad judía y, entre ellos, los sefardíes, han partido hacia otros lugares, sobre todo a Estados Unidos. Son los ausentes de la corona de la Reina de Oriente.