Tres jóvenes de distintos países y contextos históricos descubren que comparten la misma incomprensión ante su propio asesinato.
Hace diez meses que abandoné el mundo, sí, estoy muerto, y los muertos pueden escribir; basta con saber leer entre las líneas de la vida. Tenía apenas 20 años, un ordenador y sueños de amor y libertad. Como morí en medio de una manifestación, ya no soporto las multitudes; aún resuena en mi cabeza el silbido de las balas y noto el olor asfixiante del gas lacrimógeno. No puedo estar con todas esas personas que llegan a cientos todos los días. Estamos en una zona reservada a los mártires, pronto nos tendrán que ampliar el cielo. O sea que me alejo de las multitudes, me da miedo que una bala me vuelva a matar.
Me acerco a un adolescente que se ha retirado a una esquina. Apoyado en un árbol inmenso, mira hacia lo alto. ¿Busca a Dios o ya lo ha encontrado?
–¡Salam! ¿Eres nuevo?
–No, llevo aquí mucho tiempo, veinte años, tal vez más; aquí no hay paredes para grabar los días que pasan, ni siquiera hay días que contar. Se te nota que acabas de llegar, aún hueles a vida.
–Llevo aquí varios meses. ¿Fue natural?
–¿Quién?
–Tu muerte.
–Podría haber muerto de «muerte de Dios», como decimos aquí, porque era asmático, pero los hombres fueron más deprisa. Morí asfixiado por culpa de un gas que en principio solo tenía que hacerme llorar; no tuve tiempo de derramar ni una sola lágrima. Era un gas lacrimógeno para las madres de los manifestantes. La mía no se recuperó nunca. ¿Y tú?
–Una bala «perdida» que acabó apareciendo en mi cabeza. Yo le gritaba «¡Lárgate!» al presidente. Luego nos cruzamos en el aire: él, en avión, huyendo del pueblo furioso, y yo, muriéndome y entusiasmado por mi valor. El lloraba, yo me reía.
–¿No te dio miedo salir a la calle?
–Al principio sí, sobre todo cuando vi a todos esos jóvenes a los que habían matado.
–¿Cómo los viste?
–Por un vídeo grabado con un móvil y compartido en Facebook.
–¿Qué? ¿Qué es eso de los móviles que pueden grabar y ese facemook?
–¡Facebook! Gracias a eso pudimos reunirnos y gritar todos la misma palabra, «¡Lárgate!». El día antes de morir, estaba sentado frente al ordenador y vi por Internet desfilar ante mis propios ojos todas esas imágenes, jóvenes de mi edad, asesinados todos ellos por balas «perdidas». Me pasé toda la noche acusándome de cobarde por no haberme echado ya a la calle. Durante años nos hemos escondido detrás de los ordenadores con nombres falsos, fotos falsas; librábamos un simulacro de combate contra un espectro llamado Ammar 404, el censor que era la voz de su amo; a ese también le echamos al final.
–¿Y tu Facebook no te ha contado lo de los niños de octubre? ¿No te ha dicho que en 1988 murieron unos chavales en Argel porque se quejaban a gritos de lo dura que era su vida? Yo estaba con ellos, solo tenia 14 años. No teníamos móviles para tomar fotos, nos morimos sin testigos, cubiertos por el humo, acribillados por balas que buscaban un blanco. Hoy ni siquiera quieren oír hablar de nosotros. Se dice que nos manipularon, que solo éramos un hatajo de gamberros que querían destrozar y quemarlo todo para robar. Nuestra rebelión habría podido ser una revolución, nuestra primavera no se habría convertido nunca en un invierno.
–¿Qué gritabais en las manifestaciones?
–Insultábamos al presidente, lo mismo nos daba que se largara o que no porque sabíamos que todos estaban podridos; le llamábamos hmar, burro; a sus ministros, ladrones; gritábamos «poder asesino». Queríamos una vida mejor, no tener que hacer horas de cola por una bolsa de sémola o un litro de aceite. La política nos importaba un pimiento.
–De todos modos, hace años que podéis decir lo que pensáis sin que nadie os lo impida. Envidiábamos esa libertad.
–Después de nuestra muerte, la de los niños de octubre, fue cuando el presidente dio libertad a la prensa y, antes de dimitir, autorizó la existencia de varios partidos políticos. Sin querer, logramos lo mismo que vosotros. Sin tener que gritar «el pueblo quiere». Creo que, en realidad, no sabíamos lo que queríamos; de lo contrario, podríamos haber gritado «el pueblo ya no quiere…». Pero ese mismo pueblo pagó con su propia sangre la libertad que había logrado. ¿Ves a toda esa gente de ahí? Llegaron después de mí. Durante más de diez años, todos los días, ninguna muerte natural. Están demasiado tristes, ni siquiera hablan, esperan una justicia que tal vez no llegue nunca puesto que ya han perdonado a los que los mataron.
–Me estás asustando. ¿Quiere eso decir que nuestra primavera corre el riesgo de desaparecer también?
–Una primavera no desaparece nunca: la iluminan o la oscurecen.
–Mira, ha llegado un nuevo, parece muy desorientado. Bienvenido entre los muertos. ¿De dónde vienes?
–De Egipto. ¿Estoy muerto? Me han pillado, ¡oulad elklab! (hijos de perra).
–¡Eso parece! ¿No ha terminado ya vuestra revolución?
–Yo estaba en la plaza Tahrir, me manifestaba con mis amigos coptos; ayer quemaron una iglesia copta, nos tratan como si fuéramos extranjeros en nuestro propio país. Fuimos a decirles que éramos egipcios; comenzaron a disparar por todas partes, me han matado, los hijos de perra.
–Siguen disparando a las multitudes. ¿Lo entiendes?
–No entiendo nada, nunca he entendido nada. ¡Venid! Manifestémonos aquí, gritaremos: «¡El pueblo quiere entender por qué lo han matado!»