La mujer invisible

Katja Knežević

Escritora, Croacia

En la actualidad este procedimiento se conoce como la «mujer invisible». Cuando a principios del siglo pasado la fotografía se popularizó y cada familia quiso ser eterna, aunque fuera con un único retrato hecho solo una vez en la vida, pedían fotografías separadas de los hijos. El hijo o la hija, independientemente de la edad, tenía que aparecer en la instantánea sin nadie más, tener su propio retrato, su propio reflejo en blanco y negro de su pequeña identidad. Pero la fotografía era aún algo nuevo, un medio que prometía mucho pero que todavía no estaba dando muchos frutos. Existía poco espacio para los errores y si la criatura era demasiado inquieta la fotografía salía demasiado borrosa. El producto no era bueno y se malgastaba dinero y el fotógrafo se sentía decepcionado, quizás incluso más que la familia. Y es aquí donde las madres invisibles entraban en escena, o mejor dicho, se quedaban entre bastidores. La mujer sujetaba a la criatura en su regazo, o solo le cogía de la mano mientras la cubría con una cortina o una manta. Así pues, la criatura tenía su propio retrato, aunque nunca salía sola. En algunas fotografías, la madre estaba escondida en una postura bastante extraña, siendo una parte más que perceptible de la escenografía, como si estuviera reafirmando que su papel en la vida de la criatura nunca quedaría completamente tapada por el manto del olvido y las etapas del crecimiento. Sin embargo, en otras la argucia funcionaba tan bien que a primera vista ni se notaba que había alguien más en la fotografía dado que la madre era solo una parte silenciosa del espacio, un punto fijo invisible al que se agarraba mientras miraba confusamente hacia delante en el ojo desconocido de la cámara. 

* * * 

No sentí nada cuando mi madre perdió su primer empleo estable desde que nos trasladáramos a Croacia. Yo era una niña y no entendía la gravedad de la situación ya que la palabra «futuro» solo contenía el próximo día. Más tarde, el «futuro» engordó y se hinchó hasta llegar a ser repulsivo, con capas de preocupaciones y cubierto torpemente por los velos de ánimos convincentes solo a medias. Mamá quedó desestabilizada, pero lo mismo había ocurrido con la guerra y la huida de Bosnia, así que a lo mejor no le afectó tanto. Fue una conmoción un poco demasiado normal, que llevaba consigo la promesa de su regreso. Después de esto no tuvo un empleo fijo durante los diez años siguientes. Ella también debió sentirse como una niña por entonces, como si el futuro no fuera más que el mañana.

* * *

Cuando fui lo bastante mayor para dejar de ser niña pero no para ser adulta, decidí que el futuro sería grandioso. Porque lo tenía que ser. Porque yo era siempre la mejor en algo y quedaba claro que continuaría siendo la mejor en todo. E incluso si el presente tenía contraargumentos de peso, conseguí ignorarlo. Es increíble lo grande que puede llegar a ser la portada de un libro cuando se tiene que examinar esta «realidad».

Por aquel entonces mamá trabajaba como mujer de la limpieza. Y al igual que en esa época yo estaba lejos de la realidad (con la nariz metida en libros que siempre que de algún modo complicaban y explicaban la vida) también lo estaba ella con su educación del trabajo que tenía. Limpiaba durante cinco horas seguidas, y mientras volvía a casa leía libros en el tranvía. Su alma solo se alimentaba de pasada. 

«Mamá, tú debes ser la única mujer de la limpieza de Croacia que saca Los hermanos Karamazov del bolso en el tranvía». 

Sonreía, triste y orgullosa. La imagino saliendo de la escuela que limpiaba, cansada, subiendo al tranvía lleno de gente de rostros opacos, aferrada a algún tipo de preocupación (las personas en los tranvías siempre parecen preocupadas), mientras Domestos y Dostoievski chocaban felizmente en su bolso. Pero ese baile no duraría mucho. Ni tampoco su trabajo. 

* * *

Cuando me quedaba poco para acabar los estudios, la delgada línea entre el futuro imaginado y el presente real se difuminó y el segundo acabó por completo con el primero. Salté de los libros a ensueños más lejanos.

―¿Por qué crees que debes irte de Croacia para ser feliz? La gente que huye al extranjero no va mucho más lejos de lo que habría llegado si se hubiera quedado en casa. 

―Mamá, ¿pero no ves que aquí no hay futuro? No future

―Y por lo que parece allí fuera sí que lo hay, ¿no? También allí hay crisis. Solo que además serás una extranjera. Los trabajadores cualificados y los científicos se van al extranjero. Tú no eres nada de eso. 

Me callé. Había decidido hacía poco que «futuro» y «extranjero» eran sinónimos, pero cuando me paré a pensar en ello, «extranjero» había dejado de tener una forma tangible. Irrelevante. La incertitud final que empieza cuando dejas tu maleta en una estación de trenes extranjera parecía y aún parece más segura que el temor cierto en Croacia. 

―¿Quieres saber algo interesante que oí hace poco? ―mi madre me preguntó para despertarme del fútil círculo de pensamientos―. Oí decir que el hombre vive sus mayores miedos en la vida entre los 20 y los 29 años. ¿No lo encuentras interesante? Increíble, ¿no? Precisamente a esa edad. 

―Bueno, imagino que es porque a esa edad sientes que tienes que hacer una elección decisiva que determinará el resto de tu vida, y no tienes ni idea de cuál es ―repliqué automáticamente, recitando pensamientos a los que había estado dando vueltas infinidad de veces buscando una definición más concreta del famoso angst post-adolescente.

―Ejem, sí, podría ser… Cuando vuelvo a pensar en ese periodo, de algún parece doble…

―¿Doble? ―alcé de golpe la cabeza, feliz de haber descubierto que mamá también se había sentido dividida en dos. Como si en esa época tuvieras a la vez mucha y demasiado poca identidad; como un reflejo en un espejo roto. 

―Bueno, sí. Recuerdo algunas cosas y experiencias agradables… Mi vida como estudiante, salir con amigos. Y, a la vez, casi al mismo tiempo, esa sensación de miedo. En el interior eres como un desierto frío. 

―Hmm… 

―Sí, es eso. Un desierto frío. 

* * *

Mamá frunció el cejo y los labios.

―¿Es realmente seguro?

―Lo es, créeme, no iría así como así. Todo forma parte de este programa… Mira, ahora que Croacia será miembro de la Unión, quieren reforzar estos intercambios de jóvenes entre Croacia y los países europeos… ―recité la propaganda del programa de intercambios internacionales―. O sea, que cierto número de personas responsables sabrán sin duda dónde estoy y lo que se supone que tengo que hacer. ¿Lo entiendes?   

―Muy bien. ¿Y cómo funciona? 

―Si aceptan mi solicitud, me harán una entrevista por Skype y luego veremos.

―Skype, ¿qué es eso?

―Por internet. Con una cámara.

―Ya. Muy bien, pues.

Aceptaron mi solicitud. 

La noche antes de la entrevista soñé que estaba caminado por el desierto. Hacía mucho frío. Me senté en el suelo, cogí arena con las manos y dejé que se deslizara entre los dedos. Cuando levanté la cabeza, creí ver a mi madre en la distancia haciendo algo parecido, pero cuando parpadeé, vi que solo era una roca que aún no se había convertido en arena. 

Cuando me desperté, me froté las manos bajo el agua durante mucho rato. Parecía como si la arena no se fuera a ir de mi piel. 

* * *

―¿Hola? ¿Me oyes? ¿Hola? 

―Sí, estoy aquí. Buenos días. Soy Katja.

―Buenos días, Katja. Estoy contenta de verte por fin, ni que sea a través de una cámara. 

La mujer que me estaba mirando por la ventana del Skype era alegre, pero de una forma neutral, experta. Yo estaba nerviosa. No tanto por la entrevista sino porque tenía que hablar en francés. Había enganchado notas improvisadas alrededor de mi portátil; trozos de cartulina con largas frases en francés, adornadas y gramaticalmente correctas, sobre por qué necesitaba, quería y tenía que conseguir esa beca, escritas con un rotulador rojo. 

La mujer empezó rápidamente a discurrir sobre su asociación y sobre cuáles serían mis obligaciones si me aceptaban. Cuando acabó su claramente gastado monólogo, me pidió que le explicara algo sobre mí. Me detuve un momento y respiré hondo. Durante tres largos segundos me vi ante una duda: ¿le digo la verdad o le leo lo que tengo apuntado? Las dos Katjas empezaron a discutir: ¿De verdad, Katja? ¿Realmente quieres jugar la carta de la refugiada de madre soltera y quejarte de Bosnia, de que en Croacia nadie encuentra trabajo, de que tu madre está en el paro…? ¿De verdad? ¿Crees que tienes que llegar a eso para conseguir la beca? Bueno, no, no lo creo pero, ¿no es más correcto ser honesta? ¿Ah sí? ¿Correcto o solo muy conveniente y fácil? ¿Qué pasaría si hubieras crecido en una familia acomodada? ¿Cuál sería tu triunfo entonces? No digas tonterías; la mujer tiene que ver optimismo y energía, no a una pedigüeña. Y entonces me tocó a mí pronunciar un monólogo. Medio mirando lo que tenía anotado, medio improvisando, fui explicando lo buena que era en el trato con la gente, cómo me gustaba aprender cosas nuevas, lo buena que era en todo (con los años las dos Katjas habían sellado un compromiso y decidido que yo era buena, no la mejor en todo), etc. La mujer asentía, sonreía, soltaba algún «d’accord, d’accord» muy de vez en cuando. Parecía contenta, y hablaba cada vez más rápido. Cuando por fin acabé mi discurso con una sonrisa, preguntó: 

―¿Y qué te gustaría hacer en la vida a largo plazo?

Como si fuera incapaz de soportar la presión de la pregunta, Skype se congeló. Por varios y eternos segundos, el rostro de la mujer permaneció en la pantalla congelado con una sonrisa. Detenida en el tiempo, parecía incluso más innatural y un poco irreal. Entonces aún se escucharon algunas palabras y la conexión se rompió. En la ventana ya no estaba su rostro, solo una pantalla oscura con puntos grises. 

No conseguimos restablecer la conexión. Me envió un e-mail diciendo que no era realmente necesario acabar la entrevista; ya se había enterado de bastantes cosas sobre mí. 

* * *

Tres semanas después, recibí un e-mail en el que se comunicaba en un tono muy educado aunque todavía perceptiblemente distante que me habían concedido la beca y que me esperaban. Nada más. El futuro me estaba esperando fuera. 

* * *

―Llámame tan pronto como llegues. No importa si son las tres de la mañana.

―Muy bien, mamá…

―De acuerdo. Vete. Que Dios te proteja.

―Sí. Gracias. 

Miré por encima del hombro hacia la puerta de embarque de mi vuelo y después una vez más a mi madre. Parecía tan emocionada como si ella también estuviera viajando. 

―¿Mamá? 

―¿Sí, cariño?

―Gracias.

―¿Por qué?

―Ya sabes, por todo, en general. ―mascullé, sonreí estúpidamente y miré hacia el suelo. Quería decir: Gracias por todo, siempre. Por limpiar estúpidas oficinas y estúpidas escuelas mientras yo leía libros. Por hacer que todo funcionara. No estoy haciendo esto solo por mí, sino para demostrar que las dos lo hemos conseguido. Pero no lo hice. De algún modo me parecía que todo estaba claro. No me quería arriesgar a echarme a llorar en medio del aeropuerto, eso habría sido de mal gusto. 

Me puse el bolso al hombro y me dirigí a la puerta de embarque, girándome algunas veces. Subí al avión, me abroché el cinturón y saqué Transformaciones de Šimić, mi libro favorito. Mientras lo sujetaba con torpeza, se me cayó al suelo. Me agaché para recogerlo y entonces me di cuenta de que tenía algo oscuro en la pernera de los pantalones. Parecía pólvora. Me acordé de que, de camino a la terminal, cruzamos un camino de grava y que había tropezado varias veces porque mi maleta pesaba demasiado. Imagino que entonces se me ensuciaron los pantalones. Los sacudí con la palma de la mano. Los granos de arena irradiaban minúsculos reflejos del sol. Miré un grano de arena en la palma de mi mano, ese punto robusto apenas visible. Cerré la mano y entonces miré las nubes. Zagreb ya no se veía, el avión ya estaba volando hacia las profundidades de lo desconocido. Más allá de ese punto solo había esperanza.