La pérdida de empatía, la indiferencia y la reciprocidad del mal son las características del pueblo libanés frente al drama sirio, algo que avergüenza a la autora de esta profunda reflexión sobre la humanidad.
El infierno no es una profecía. Los demonios están en la tierra. ¿Cómo no escribir cuando lo abyecto es indecible? ¿Cómo no describir la atrocidad de un mundo que ha perdido el sentido? Muñones por doquier, cuerpos descuartizados e insensibilidad. Pienso en la sociedad civil libanesa, que –aparte de los intelectuales libaneses activos en favor de la causa de la revolución árabe siria–, aún conmocionada por el reinado del terror sirio del que fue víctima durante más de treinta años, permanece insensible ante las matanzas que se traman en sus fronteras y se niega a comprometerse en el proceso en defensa de la humanidad y la libertad con otra cosa que no sea un silencio que dice muchas cosas. Demasiadas. Toda persona que calla es un demonio silencioso.
Este país, que aspira a convertir la pluralidad de su modelo parlamentario de democracia confesional en un ejemplo para el mundo árabe, solo es capaz de hacer frente a las revoluciones con el miedo al otro. El otro es un ser borroso, vago e indefinido. Es distinto. El otro, ya sea activista, laico, fundamentalista, moderado o comprometido, suscita el repliegue en nosotros mismos. Me avergüenzo de nosotros, los libaneses, deseosos de no vernos afectados por las consecuencias que las revoluciones pueden tener en la rutina de nuestras comodidades individualistas y colectivas, ya que, como dirán algunos: «Nosotros ya hemos pasado lo nuestro.» Porque, en realidad, tenemos mucho más miedo de nosotros mismos que del otro. Porque, al final, no tenemos ni idea de la libertad de la que alardea nuestra pluralidad. Basta con preguntar a algunas personas en las cenas de sociedad, que están en pleno auge mientras a nuestras puertas sopla un sangriento viento de libertad, para entender con qué indiferencia miramos cómo mueren nuestros vecinos por unos valores de los que, a la manera de Poncio Pilatos, nos desentendemos.
«Que cada cual se arranque la espina solo» es la expresión popular árabe que oigo en boca de muchos. O: «Nadie se preocupaba del Líbano cuando este se doblegaba bajo el yugo del régimen sirio y nuestros jóvenes desaparecían. No voy a llorar por lo que está sucediendo en Siria.» La reciprocidad del mal, del dolor, de la insensibilidad es una demagogia despreciable. Me avergüenzo de nosotros, los libaneses, que conocemos el dolor de la pérdida, las fosas comunes, la desaparición, la vida entre grietas provocadas por los obuses, la tortura, el yugo del régimen de Assad; me avergüenzo de la pobreza mental que demostramos al pensar que el dolor, del tipo que sea y cualquiera que sea su atrocidad, puede justificar, a ojos de algunos, el hermetismo ante la opresión del prójimo.
Todos los pueblos son hermanos, y la humillación de una sola persona implica la humillación de toda la humanidad. El infierno no es el otro, sino la pérdida de empatía. Todos somos culpables de crímenes contra la humanidad si no cumplimos con nuestro deber de cultivar, a través de la solidaridad, el respeto al otro y, por lo tanto, a nosotros mismos. Todos los días mueren civiles sirios, por no hablar de los que desaparecen. Todos los días la sociedad civil siria recuerda a los libaneses los maltratos que ellos mismos sufrieron, y mientras tanto el Líbano, en vez de darse cuenta de que nuestro futuro depende del umbral de democracia del país vecino, mira hacia otro lado. ¿Hasta qué grado de sordera hermética, justificada por el temor al posible ascenso de los fundamentalismos –¿y si ese miedo procediera de nuestro propio fundamentalismo reprimido?–, empujaremos al mundo, arrastrando así a nuestras civilizaciones hacia su propia decadencia? Porque sin una cultura del vínculo, ¿qué mundialidad –que es el término preferido por Glissant para designar la mundialización– sería posible aparte de la de un gigantesco fracaso –metáfora de un mundo fracturado. Más allá de las naciones, todo ser debe atravesar su propia piel para ir al encuentro de quien, como él, reivindica el derecho a no sufrir.
Miro a mi ciudad con el corazón roto. Tras treinta años de guerra, su primera reacción es un mutismo sellado por traumatismos y neurosis. Me avergüenzo de ella y hablo en su nombre, le descoso los labios, le meto palabras en la boca, una boca que ya no sabe gritar. Perdonadla si no consigue hablar. Beirut está alienada por su incapacidad para apreciar otros valores que no sean el de su confort falsamente plural, mercantil y precario.
Pido perdón al pueblo sirio, que ha revaluado el significado del respeto a las libertades, situando el listón muy alto en la persona de quienes, no teniendo nada que perder, ofrecen su vida como sacrificio. Beirut está encerrada en el egocentrismo de su dolor. Envidia a los pueblos capaces de luchar por unos valores que ya no puede recordar. Hablo en nombre de Beirut la silenciosa, le descoso los labios, le meto unas palabras en su garganta seca, pero no sale nada. El verbo ha muerto, se derrumbó de repente en la nada del cuerpo de Hamzi, de 13 años, asesinado y castrado. Tal vez castrado primero.
Hago un llamamiento a las madres para que se imaginen el infierno en la piel de un niño y me digan si Dios –lo que queda de Él– pudo salir indemne de ese cuerpo. Beirut, apelo a la misericordia de los que te señalan con el dedo, ya que tu negación me afecta a mí puesto que nos implica a todos. No quiero ser partícipe de tu silencio. La esperanza no ha muerto; vaga, amnésica, por las calles de Homs, Hama, Deraa, como un viejo loco que busca de qué quejarse. Rodeadas por todos lados por la abyección y el crimen, las palabras han huido de la lengua. Beirut, te escribo con mi vergüenza enroscada entre los dedos. Tejo el silencio con el infierno mientras la esperanza, exangüe, cita a Hölderlin a modo de estribillo: «Donde crece el peligro ¡crece también lo que salva!»