Al volver a Túnez, su país de origen, tras la revolución, la autora respira ese espíritu de orgullo que le inspiraba la imagen del «Túnez de la edad de oro», conocida a través de la nostalgia de sus padres.de la poética de influenciar el mundo, sus dinámicas y sus mutaciones.
La boca de la morena se tuerce en un grito. Alza los brazos sobre la cabeza, se adivina que lleva una bandera que forma una especie de toldo. A su alrededor, rostros, una muchedumbre un movimiento. Detrás, a la altura de su cabellera, se agitan dos pancartas Una de ellas proclama: «Judíos, musulmanes, cristianos, todos somos tunecinos.» La otra: «Laicismo = libertad.»
Diez veces al día, desde hace unos meses, paso por delante de esta figura moderna de la Pasionaria, «la Marianne tunecina», colgada de la pared del recibidor de casa. Casi siempre me detengo ante ella. Le compré la foto a una joven artista con mucho talento, Rim Temimi. Estuvo, como yo, en la manifestación por el laicismo que tuvo lugar en Túnez el 18 de febrero de 2011 y, como yo, dejó constancia de ese momento, aunque lo hizo mucho mejor que yo (pero yo no soy fotógrafa). No nos vimos. Había muchísima gente. Tres mil personas, hombres, mujeres y niños caminaban por la avenida Burguiba. Rim estaba ahí, como todos los días desde el inicio de la revolución tunecina, desde las primeras manifestaciones que llevaron a la partida de Ben Ali. Su objetivo ha captado los acontecimientos más destacados.
Llegué a Túnez con Marie-Françoise C., periodista de Elle, como yo, para preguntar a las tunecinas cuáles creían que serían las consecuencias de la revolución. Los derechos adquiridos desde la época de Burguiba las convierten en las mujeres más avanzadas del mundo árabe. ¿Se sentían en peligro? ¿Temían un retroceso debido a la vuelta del partido islamista, Ennahda? ¿Confiaban en la llegada de días mejores?
Vimos a decenas de mujeres, jóvenes y viejas, feministas y no feministas, directivas de empresas y panaderas, intelectuales y obreras, alumnas de secundaria y abuelas, con la cabeza cubierta por un velo y con la cabeza descubierta. En cada ocasión las respuestas nos sacudían, nos perturbaban o reforzaban nuestra admiración. Nos causaba una fuerte impresión lo que oíamos, lo que entendíamos, lo que adivinábamos gracias a la franqueza con la que se expresaban, a la palabra por fin liberada, a la inteligencia, la lucidez y, sobre todo, a esa oleada de esperanza suscitada por el derrocamiento de Ben Ali. Aun cuando el temor aflorase en algún giro de la frase, el orgullo estaba allí presente, exhibido como un estandarte.
Para mí ese reportaje no era uno más. Nací en Túnez. Mi madre nació allí. Mis abuelos maternos también. Mi abuelo tenía un gran mercería en la esquina de la Rue Amilcar y la Rue des Belges, frente al mercado, al lado del tostadero de café cuyo persistente aroma mi olfato aún percibe intensamente medio siglo después de mi partida. Mi padre nació en Susa, al igual que sus padres. Hasta mis bisabuelos, los restos de todos mis antepasados descansan en suelo tunecino. Mi segundo nombre de pila es Reina, traducción de Sultana, el nombre de mi abuela paterna. El tercer nombre de mi madre es Zouiza, y el segundo nombre de mi padre es Youssef, como el del rabino Al Maarabi. Mi abuela fue a rezar ante la tumba de dicho santo judío tras un sueño premonitorio y ocho años de matrimonio estéril. Mi padre nació al cabo de nueve meses.
Mis padres siempre han dicho que en Túnez todas las comunidades vivían en paz: judíos, cristianos, musulmanes, franceses, italianos, corsos y árabes. Siempre me ha perseguido esta nostalgia de una edad de oro que nunca he conocido, o que solo he visto en el vientre materno. Me he construido con ella. Túnez era ese pequeño país en el que la vida era agradable, en el que cualquier momento era bueno para cantar y reír, en el que el sol, el mar, el pan, el aceite de oliva, la harissa y el vaso de boukha al anochecer, al fresco, eran nuestro común denominador.
Los recuerdos de mi niñez –me fui a la edad de cinco años– no evocan con claridad los rostros ni las escenas. Son ante todo sensuales: colores, olores, sensaciones, ruidos, nada tangible. El olor a jazmín, a hojas de higuera y azahar, me turban. El azul líquido del cielo, el reflejo del sol en las olas, la arena ardiente bajo las plantas de los pies, la violenta luz del mediodía, la sal en la piel, la llamada del muecín… La Túnez soñada está pegada a mi piel como un tatuaje indeleble, es mi matriz mediterránea, mi pasaporte oriental, la que hace que siempre encuentre refugio, bajo un techo sobre cuatro paredes encaladas, en Grecia, Italia, Cerdeña, Sicilia, España, Israel, Egipto… Me basta con una puerta azul, el merodeo de un gato flaco, unas frutas demasiado maduras en los puestos de un mercado; me basta con unos mezze, unas tapas, unos platos de kemia sobre la mesa, con el olor a ajo frito que se escapa de una ventana abierta, con una siesta entre sábanas blancas con las persianas cerradas. Me basta con sentarme y contemplar el mar
He vuelto a Túnez, a veces dos o tres veces al año. A menudo también he dejado pasar los años. La ciudad que he elegido es París: en ella me siento bien, soy una exiliada bien integrada cuyas identidades se funden en el anonimato de un territorio urbano. Y, además, me gusta descubrir el mundo, recorrer lo desconocido. Túnez me parecía un país limitado, previsible y sin esperanza de cambio, aunque, pese a la dictadura –ante la que yo, como los demás, cerré los ojos–, veía con satisfacción la irrupción de la modernidad y el crecimiento de una clase media. Iba a Túnez con sentimientos encontrados: había nacido aquí, pero no era de aquí. Reconocer la música de la lengua, pero sin entender las palabras. Sentir sin pertenecer. Ser incapaz de explicarlo.
Y, sin embargo, cada vez que aterrizaba en Túnez o Yerba, en cuanto bajaba del avión y el viento cálido me acariciaba la cara, de inmediato regresaba a la superficie esa parte que es distinta, que está escondida en el fondo de mi ser. Era poco y ya mucho como para no sentirme totalmente extranjera.
Pero ese viaje fue distinto. En seguida la emoción se impuso sobre el resto. Llegó poco a poco, en las reuniones con las mujeres. Busqué y encontré complicidad con ellas: Ramla, Syrine, Cherifa, Leila, Hela, Mouna, Sonia, Irane… De repente, se habían convertido en mis hermanas, mis primas, mi familia, como si yo volviera de muy lejos, como si me hubieran guardado un sitio. Se parecían a mí y yo me parecía a ellas. Las entendía sin que tuvieran necesidad de hablar. Le explicaba a Marie-Françoise el significado de las palabras y los gestos, los sitios, las costumbres, la cocina… Por primera vez, me sentía un poco como en casa.
Esa tarde, en la avenida Burguiba, empujada por la multitud que coreaba en árabe las palabras libertad, paz, tolerancia, palabras de reconciliación entre religiones y creencias, me emocioné y también me sentí orgullosa. Orgullosa de mi pequeño país.