La escritora enfatiza durante su discurso el rol que la herencia mediterránea juega en la cultura europea y, en particular, alaba la calidad de Cataluña y Barcelona y las sensaciones que siente cuando entra en contacto con ellas. Explicando el rol que han jugado las novelas a través de las distintas sociedades mundiales, Doris Lessing subraya la función que éstas cubren al mostrar la experiencia de las mujeres sobre la dominación masculina alrededor del mundo y dando voz a esas mujeres lejos de la cultura occidental.
En ocasiones es difícil explicar por qué tenemos cierta predilección por un país, una ciudad, un lugar… o una persona[1]. Pero todos sabemos a qué nos referimos cuando decimos: «Me siento como en casa en…» En mi caso, en Barcelona. La primera vez que visité esta ciudad fue en 1951, durante un viaje que hice por toda España antes de que empezara a haber turismo, algo que ahora cuesta imaginar. Cuando llegabas a una ciudad en coche, la gente salía a la calle para admirar aquel vehículo y aquella indumentaria extranjeros, desconocidos; pero, al cabo de pocos años, todo aquello cambiaría. Aún hoy recuerdo mis primeras impresiones de la ciudad, primero la originalidad estimulante de la arquitectura de Gaudí y, después, algo discretamente elegante, inolvidable.
Creo que Barcelona ha sido desde siempre un lugar de referencia para los viajeros consumados, que encuentran en ella algo que no existe en ningún otro lugar. ¿Qué puede ser? Pues bien, es aquí donde reside el problema.
Barcelona tiene una atmósfera propia, algo único que se reconoce a primera vista y que no es propiamente español ni francés. Cataluña ha sido siempre un puente entre el espíritu sombrío de España y los aires más templados del sur de Francia. Nadie que pasee por las calles de Barcelona dejará de decir: «Es como la Provenza». Pero Cataluña y esa región francesa que más adelante se sería el Languedoc tienen muchos puntos en común, y las canciones y los poemas de los trovadores también muestran muchos aspectos coincidentes con los cantantes y los poetas de Cataluña. La poesía de la Provenza tiene una magia que también encuentro aquí, un atractivo burlón que cautiva, que seduce y que se vuelve esquivo.
He estado aquí como visitante, y siempre que vengo, al llegar, podríamos decir que examino el aire como si buscara si aún conserva aquella calidad. Y sí que la conserva, pero, ¿de qué se trata? Lo percibes en las voces, en el reír, en la música. En una de mis visitas, todas las calles de Barcelona estaban inundadas de rosas rojas –todo el mundo llevaba alguna–. Es esa maravillosa costumbre que tenéis de regalaros libros y rosas rojas en un día en concreto. Esta misma fiesta expresa la esencia de esta ciudad: conjuga poesía, literatura y erudición… y rosas rojas. No se me ocurre ninguna otra ciudad donde podría suceder algo parecido.
Sin duda alguna, esta es una ciudad mediterránea, una de las grandes ciudades producto de la cultura con la que se ha alimentado toda Europa. Todos nosotros hemos crecido en esta herencia de mitos, leyendas e historias tan sólidos que son casi recuerdos. Quizás incluso soñamos con ellos y nos despertamos maravillados ante el poder de aquel mundo antiguo.
Donde yo vivo, en el noroeste de Londres, las calles de mi barrio llevan los nombres de Agamenón, Aquiles, Menelao o Ulises. A lo mejor los taxistas os dirán: «Ah, ¿así que usted vive en las calles griegas?» Un soldado que había recibido una educación clásica, como era habitual por aquel entonces, construyó toda aquella zona –uno de los primeros barrios periféricos– en 1890. La historia explica que ese hombre tenía mujer y muchos hijos en el campo, y una amante con aún más hijos en Londres, y como que tenía que pagarles los estudios, decidió convertirse en un hombre de negocios.
Justo al final de la calle donde yo vivo se puede observar un hecho muy curioso. Hay una callejuela que él bautizó con el nombre de Orestes Mews, pero alguien cubrió el nombre con una capa de yeso. Sin duda alguien se había quejado ante el concejal del Ayuntamiento porque consideraba que aquel nombre era poco afortunado. La gente que vivía en aquella calle se enfadó mucho y retiró la capa de yeso, de modo que ahora se lee «Orestes» en un lado y el inofensivo nombre de «Menares» en el otro. ¿Cuántos años han pasado desde que Homero explicara sus historias, y cuán antiguas eran ya por entonces? Miles y miles de años. Pero aquel nombre, Orestes, aún tiene bastante fuerza en la actualidad para despertar ciertas supersticiones. Tenemos muy asumido que, tras tantos miles de años, a la gente del norte aún nos afecta la influencia del Mediterráneo y sus mitos, hasta el punto que en una comedia de situación de la televisión podemos escuchar cómo una mujer mayor dice con envidia de otra que está maquillándose para una fiesta: «Esta se cree Helena de Troya». Sin embargo, supongo que todo lo que aquel concejal sabía era que el nombre de Orestes trae mala suerte, y que aquella mujer mayor únicamente sabía que Helena había sido una belleza de tiempos pretéritos. Que sucedan cosas así es un hecho extraordinario, y aún más que lo veamos como algo perfectamente normal.
Sabemos que los fenicios llegaron a nuestras frías islas del norte para comerciar, y estoy convencida de que también lo hicieron barcos procedentes de Barcelona: hoy en día hemos descubierto que nuestros antepasados viajaban mucho más de lo que pensábamos. Ahora nos es muy fácil imaginar que la gente de aquella época se desplazaba de un lado al otro, a pie o en barco, al igual que lo hacemos hoy nosotros, que viajamos por todas partes para impregnarnos de otras culturas y descubrir que algunas de ellas son tanto de nuestro gusto que casi nos sentimos ciudadanos suyos. Este es el motivo por el que me siento extraordinariamente agradecida y encantada de que hayáis decidido, en un gesto repleto de generosidad, concederme este premio, que parece confirmar una afinidad que he intentado explicar, un sentimiento de parentesco. Gracias: en verdad os estoy muy agradecida. Me han entregado premios en otros países, pero ninguno me ha causado tanta satisfacción.
Uno de los motivos por los que siento predilección por Cataluña es por su historia, tan tumultuosa y variada. Esta no es una región del mundo que podamos calificar como tranquila o inmune a las sorpresas y a los cambios. Para mí, los países que tienen este tipo de experiencia constituyen microcosmos en un mundo en constante evolución, empujados por esta fuerza y, por ello, llenos de creatividad.
Me gustaría hablaros un poco sobre lo que la gente de mi edad hemos visto a lo largo de nuestras vidas. Mis contemporáneos no necesitarán que les refresque la memoria, pero los más jóvenes pueden llevarse una buena sorpresa.
Cuando era niña, el mundo estaba claramente dividido en grandes bloques de poder. Yo formaba parte del imperio británico, considerado por sus dirigentes un lugar eterno que gozaba de los favores de Dios. En Europa, la Alemania nazi parecía tan poderosa que su fin era inimaginable: se hablaba de un régimen milenario. Italia reclamaba a los cuatro vientos, con grandilocuencia, su carácter permanente. La Unión Soviética se extendía del Báltico al Lejano Oriente. Japón era el Imperio del Sol. China era aquel territorio inmenso tantas veces invadido que muy pronto se convertiría en otro imperio comunista.
Yo vivía en la zona meridional de África, en la región que se conocía bajo el nombre de Supremacía Blanca, que volvía a estar segura de sí misma; era difícil imaginar su fin. En España poco después llegaría al poder el general Franco. Cada país europeo tenía un imperio: Francia, Italia, Portugal, España, Holanda y Bélgica. Todas aquellas potencias, aquellos bloques de poder, naciones e imperios parecían impenetrables. A pesar de todo, el imperio británico, tan seguro de sí mismo, ha desaparecido.
La Alemania de Hitler duró 13 años. El pronto fascista de Italia hoy parece una pequeña aberración incomprensible teniendo en cuenta el auténtico carácter de aquel país. La Unión Soviética –el gran imperio– ha desaparecido. La Supremacía Blanca, también. Franco ya no está; Salazar, el Imperio del Sol de Japón y todos los imperios europeos se han extinguido, e incluso algunos han caído en el olvido. Una vez, en Alemania, en el trascurso de una entrevista, comenté de pasada a la joven periodista que me la hacía que Alemania había tenido un imperio, pero ella me respondió indignada que nunca había tenido ninguno.
En una escuela que visité hace poco, una niña me preguntó muy seria: «¿Qué es eso del imperio británico del que tanto habla la gente?» Adiós a cualquier esplendor del pasado.
En la actualidad aún queda una gran potencia –los Estados Unidos de América– y parece bastante sólida.
Por algún motivo, la mentalidad de nuestra época no tolera grandes bloques, potencias o imperios. ¿Qué tendría de extraordinario que lo que hace centenares de años parecía casi una ley de la naturaleza, hoy parezca un hecho tan extraordinario? Todas las grandes unidades se han dividido. La Unión Soviética se ha fragmentado en muchos países. Las colonias y los dominios del imperio británico cuentan hoy con un gobierno propio. Incluso la propia Gran Bretaña se puede romper; o, al menos, los estrictos vínculos que la unen se están debilitando: Escocia y Gales están a punto de obtener un Parlamento propio. Esta observación no la puede pasar por alto el público catalán. Quizás hay que tener la misma edad que yo para entender que todo, absolutamente todo, es efímero y en constante evolución; nada se mantiene, y ahora que todos lo sabemos, todo evoluciona a tal velocidad que nos cuesta asumir estos cambios. El mundo está dominado por una fiebre evolutiva. Actualmente nos resulta difícil recordar que han existido muchas culturas que han durado –con cambios, lógicamente, pero manteniendo una base estable– centenares de años. Egipto, Babilonia y Asiria, entre otros, tenían una especie de continuidad, pero actualmente un gran imperio –me refiero al imperio británico– considera todo un éxito haber durado trescientos años. Actualmente se tiene que tener mucha sangre fría para vivir y, sobre todo, mucha voluntad para aceptar estos cambios.
Y ahora quiero hablar con franqueza del papel que Cataluña ha ejercido en la memoria popular de nuestra época. Cuando se dirigen a audiencias mixtas, las personas de mi edad suelen descubrir en las caras de la gente mayor una expresión de conformidad con las afirmaciones que hacen, mientras que en los rostros de los más jóvenes solo encuentran una expresión vacía: esta es una de las consecuencias de la velocidad de los cambios.
Si digo que la Guerra Civil española fue un acontecimiento que marcó poderosamente la conciencia de la gente que vivía lejos de este país, de gente que quizás no había estado nunca en España, las personas de más edad sabrán que lo que digo es cierto. Pero las guerras, como cualquier otro hecho, quedan congeladas en la memoria. Los que han tomado parte quieren pensar en ellas u olvidarlas, según la fase de experiencia posbélica en la que estén –ya que después de una guerra se viven fases de amnesia o de recuerdo–, pero a menudo ignoran la manera como se ha vivido la guerra –o como aún se vive– en las consciencias de los demás países. En Gran Bretaña, por citar solo el caso de este país, la Guerra Civil española paralizó a toda una generación. Recuerdo que cuando estaba muy lejos, concretamente en Rhodesia del Sur, en pleno corazón de África, oí en la radio noticias referentes a la guerra, y creí que se me paraba el corazón a causa del miedo, como si aquella guerra me afectara personalmente. Ahora bien, considero que aquella sensación fue muy extraña, porque mi generación ya había vivido otras guerras. No, fue precisamente aquella guerra, la Guerra Civil española, la que hizo que la gente joven de todo el mundo sintiera una especie de responsabilidad personal, hasta el punto que algunos llegaran a desplazarse a España para luchar. Yo conocía a gente que había tomado parte en ella, y esta experiencia los persiguió toda la vida.
Hubo un libro que recogió la influencia que España ejerció en nuestro pensamiento; se trata de Homenaje a Catalunya, de George Orwell, escritor que participó en la guerra. Este libro hizo dos cosas. Por un lado, describió el sufrimiento de los soldados mal equipados y valientes que luchaban contra un enemigo tan fuerte y, por otro, informó a la izquierda sobre el papel poco claro que habían ejercido los rojos y la Unión Soviética. Fue un libro muy influente y, si hoy miramos hacia atrás, es fácil darse cuenta de que fue uno de los que transformaron el pensamiento político de Gran Bretaña. El título, Homenaje a Cataluña, resumía la admiración y la preocupación que una generación –la mía– sentía por vuestro país.
Para nosotros, aquella expresión, «homenaje a Cataluña», definía la Guerra Civil española, y esto no deja de ser una ironía; pues bien, la definían este libro y el Guernica de Picasso, algo que cualquier persona que hubiera oído hablar de la guerra comprendía.
Vuestro país cuenta con una vida artística plena y una literatura muy rica, pero no es un país muy grande. Los países pequeños pueden llegar a ejercer una influencia desproporcionada en la cultura mundial, del mismo modo que un solo libro, aunque sea bastante breve, puede plasmar los sentimientos de una generación por lo que a la guerra se refiere.
Es precisamente porque soy escritora que me habéis concedido este premio, por eso ahora os puedo hablar a grandes rasgos de literatura. Habéis honrado a Yashar Kemal como escritor, y ya conocemos todos la gran importancia que ha tenido su obra a la hora de informar al mundo sobre la situación que actualmente vive Turquía. Habéis honrado al presidente Havel, conocido como dramaturgo y escritor mucho antes que como político. Hoy en día todo el mundo reconoce que el Archipiélago Gulag de Solzhetnitsyn fue una de las causas del fin del imperio soviético. En todos los países hay escritores valientes que explican la verdad, a veces poniendo en peligro su propia vida. Ahora mismo pienso en Nawal al-Sa’dawi, que escribe sobre la mujer en las culturas islámicas más rígidas. Cito su nombre porque representa a muchos otros escritores menos conocidos. Esta gente paga un precio muy alto por su valor. Pero la casa de la literatura tiene muchas mansiones, y desafiar la injusticia es una de sus muchas funciones. Tendemos a dar por sentados otros aspectos.
Damos por sentado aquello a lo que estamos acostumbrados. Del mismo modo que no nos detenemos a pensar en lo sorprendente que es que mitos del Mediterráneo con miles de años de existencia influyan aún hoy en culturas de todo el mundo, tampoco nos detenemos a pensar por qué existe la novela. Intentamos imaginarnos qué imagen del mundo y de la historia tendríamos si la novela o el teatro no existieran, pero sobre todo la novela, que consideramos un producto tan propio de nuestro tiempo.
Para dar un argumento, digamos que la novela comenzó con El Quijote; si bien se mira, hace relativamente poco, unos tres o cuatro siglos, ¡y lo pobres que seríamos sin ella! La novela no se puede juzgar solo desde un punto de vista artístico, por los placeres estéticos que todos conocemos y apreciamos, ya que también informa, y este es el aspecto que solemos pasar por alto. Nosotros debemos la imagen que tenemos de la Rusia prerrevolucionaria a los grandes escritores de ese país. Si queremos saber cómo era Francia durante el período previo a la Primera Guerra Mundial, tenemos a Proust para describírnosla: hace un retrato de la época en el que describe la política –con el caso Dreyfus como protagonista–, el ejército, la medicina, la moda, el teatro, la música, la pintura, la literatura, la comida y los submundos del crimen y la perversión. Thomas Mann hizo el mismo servicio para con Alemania; las literaturas inglesa, escocesa e irlandesa, tan variadas, han creado una imagen de estos países que trasciende los intereses locales. En la zona de África que conozco, Zimbabue, Thomas Hardy es uno de los escritores preferidos: en Gran Bretaña lo leemos como la voz de un pasado semirural, pero en África, donde la vida aún está tan ligada al campo, Thomas Hardy parece un autor contemporáneo. En estas últimas décadas, el boom de la literatura suramericana ha creado una imagen de aquel continente mucho más poderosa que la que nos podría dar cualquier libro o guía de viajes. Para conocer la España del siglo XIX, nos aconsejan que leamos a Galdós; para conocer el Portugal de este mismo siglo, nos remiten a Eça de Queirós.
A través de la literatura no solo exploramos un país, una cultura o un período de la historia, sino también el estado de ánimo y el pensamiento, hechos que trascienden los límites nacionales. En seguida me vienen a la mente dos literaturas. Una es la escritura negra, la obra de los escritores de esta raza, una literatura consciente de su propia identidad y deliberadamente política. La otra es la escritura de mujeres. En las últimas cuatro décadas ha surgido una corriente literaria de mujeres cuyo objetivo es definir el carácter femenino y que describe de maneras diferentes lo que significa ser mujer bajo el dominio masculino. A veces parece que hayan inventado algo nuevo. De hecho, en algunas zonas del mundo es así: que las mujeres escriban constituye una auténtica novedad. Pero este país, Cataluña, tuvo escritoras excelentes en el siglo XIX y mucho antes de que se iniciara el movimiento feminista, en los años sesenta del siglo XX. Una escritora que pertenece a la tradición inglesa, como yo, tiene que estar agradecida y asumir una herencia que le permite no tener que luchar como mujer para que le publiquen sus obras y para que la reconozcan.
La editora Carmen Callil, fundadora de la editorial feminista Virago, pasó meses en el Museo Británico, donde descubrió docenas de nombres de escritoras en gran parte olvidadas. En Inglaterra las mujeres hace ya siglos que se ganan la vida como escritoras, a veces quejándose amargamente de su situación. Un ejemplo de este tipo de escritoras es Charlotte Brontë, y otro más sutil –y, por ello, más demoledor– es Jane Austen. La gratitud que siento hacia esta herencia es el motivo por el que comparto la máxima de Virginia Woolf, quien afirmaba que las escritoras serán libres cuando, una vez sentadas para disponerse a escribir, no piensen que están «escribiendo como una mujer». Porque una cosa es evidente: nuestra herencia incluye a los escritores masculinos. Cuando nació la novela, la voz de las mujeres se hizo sentir inmediatamente: la mujer apareció tras siglos siendo invisible.
Me refiero, por supuesto, a las mujeres corrientes. Antes de la novela, las mujeres eran poetisas o cantantes y, por definición, tenían que ser mujeres de clase o, como mínimo, mujeres que se vieran obligadas a hacer las tareas domésticas. Ana Karenina, por citar solo una novela; esta historia de amor arquetípica nos hipnotizó tanto que no hemos conseguido darnos cuenta de que este libro contiene una inmensa galería de mujeres de aquella época, entre las cuales la belleza de sociedad que encarna Ana posiblemente sea la menos interesante. Conviene leer esta novela –y otras– con esta idea en la cabeza: que actualmente no sería posible encontrar a este tipo de mujeres ni en nuestra cultura ni, como mínimo, en el próspero mundo occidental y que sí que la podemos encontrar en culturas menos desarrolladas. Sin embargo, creo que no deberíamos perder de vista que el nacimiento de la novela implicó que las mujeres corrientes de pronto tuvieran una voz. Y esta tendencia se extendió con el movimiento de las mujeres de los años sesenta. Sabemos, por ejemplo, qué piensan las mujeres de raza negra pobres de un país africano, las que están sometidas al Islam o las que viven en China. Continuamente, cuando se publica una novela, se nos abre toda un área nueva de experiencia humana: esta es una de las funciones de la novela y la que más a menudo olvidamos.
Me podría extender sobre esta cuestión, pero creo que la idea queda bastante clara: el conocimiento que tenemos del mundo en el que vivimos nos lo ha dado básicamente la literatura, que actúa como una especie de transparencia multicolor que encaja sobre una estructura de hechos geográficos, físicos y de historia formal. La literatura es un compendio de pensamientos, sentimientos y sensibilidades cambiantes. Para entender hasta qué punto un saber tiene multitud de facetas y es generoso, basta con pasar media hora con una persona que no haya leído. Entonces se da otro fenómeno, el de la persona que ha recibido una formación y que ha pasado muchos años en la escuela y en la universidad, pero que no ha leído nada, y cuya visión del mundo se limita a los conocimientos que necesita para completar una carrera. Antes la educación incluía por norma el hábito de la lectura; hoy ya no es así. En Gran Bretaña se están realizando grandes esfuerzos para conseguir que los niños y la gente joven lean, y se puede ver aquella imagen tan terriblemente conmovedora de un chico o una chica jóvenes, de unos veinte años, que de repente entienden la situación de desventaja en la que se encuentran por el hecho de no haber leído y de haber mirado únicamente la televisión, por lo cual ahora intentan leer para recuperar el tiempo perdido.
Durante siglos, el libro –o la lectura– ha sido valorado y venerado, y todo el mundo que podía compraba. Actualmente estamos viviendo una revolución tecnológica que pone en peligro la existencia de los libros, una revolución de la que somos plenamente conscientes. En el pasado se han producido revoluciones sin que la gente, aparentemente, se diera cuenta de ello. Una de estas, la imprenta, fue una de las primeras revoluciones tecnológicas y supuso el nacimiento del libro. Tuvieron que pasar unas cuantas décadas antes de que Europa se llenara de imprentas y de libros. Seguramente, la velocidad a la que se debió producir esta situación supuso un choque, porque entonces la gente estaba acostumbrada a cambios lentos. Cuando se publicaron aquellos primeros libros copiados a mano y de enorme valor, la gente los leía en voz alta. Nunca se les pasó por la cabeza hacerlo de otro modo. Los monasterios eran lugares muy ruidosos, ya que los monjes recitaban los textos sagrados. Posteriormente los empezaron a leer en voz baja, murmurando las palabras. Tuvieron que pasar más de dos o tres siglos antes que aprendieran a leer como hoy lo hacemos, en silencio.
Fue un cambio lento pero, de pronto, por todas partes había libros y gente que los leía. En esos momentos, ¿se preguntó alguien qué efecto tendría aquella revolución en nuestras mentes? ¿Se preguntó alguien si cambiarían nuestros cerebros? Porque es evidente que el cerebro sufrió ciertas alteraciones y que hoy en día conocemos algunas de esas transformaciones. ¿Se dieron quizás alteraciones que ni tan solo hoy conseguimos entender? El cambio más aterrador se puede constatar fácilmente: hemos perdido capacidad de memoria. Antes de que hubiera obras de consulta, directorios, cuadernos de direcciones o diarios, la gente tenía toda aquella información grabada en la cabeza. En África, por poner un ejemplo, podemos encontrar a gente mayor, analfabeta, con una memoria como la que nosotros tuvimos en otro tiempo. Nombres, direcciones, números de teléfono, hechos, acontecimientos, fechas… Tienen todos estos datos almacenados en la cabeza y ven nuestra dependencia en las notas escritas como un auténtico hándicap. En ese momento perdimos una facultad, y no creo que fuera una pérdida prevista. Nuestro cerebro se vio alterado. Y actualmente está volviendo a cambiar. Con la negligencia que caracteriza a los humanos, hemos dejado –de manera pasiva, sin ninguna reflexión previa– que nos someta la nueva revolución que suponen Internet, los ordenadores, los faxes, las fotocopiadoras, los teléfonos y los satélites, y no tenemos ni idea de cuáles serán sus efectos. Algunos ya son evidentes: el cerebro de los niños es diferente del de los adultos; para ellos, las nuevas tecnologías son muy sencillas. Y cada vez la gente es menos capaz de mantenerse concentrada en una cosa: estamos desarrollando unos cerebros de mosquito. ¿Cómo acabará todo esto? Lo ignoramos.
He hablado de literatura y de comunicación porque es mi especialidad, pero todos sabemos que, miremos donde miremos, en cualquier ámbito de la actividad humana sucede lo mismo: se produce una multiplicación de los peligros y de las posibilidades, del miedo y de la esperanza. Y así, como siempre pasa o, mejor dicho, como siempre ha pasado desde que adquirimos la capacidad de vernos con cierta distancia, sabemos que estamos encima de una especie de puente y que miramos hacia un pasado que desaparece en el mito y la leyenda –un pasado que retrocede continuamente mientras aquella sombra, que es nuestra ignorancia, se aleja y nosotros afrontamos un futuro desconocido. Pero en este mundo nuestro estamos viviendo una gran novedad, un cambio lleno de esperanza: existe una gran diferencia entre el «nosotros» de, pongamos por caso, hace cien años y el «nosotros» actual, ya que el de entonces era un «nosotros» nacional, de esa o de aquella nación; en cambio hoy, cuando hablamos de «nosotros», a menudo nos referimos a la humanidad de la aldea global. Ya sabemos –de hecho, somos plenamente conscientes de ello– lo peligroso e imprevisible que es nuestro futuro; sabemos que existen posibilidades que nuestros abuelos ni tan siquiera llegaron a soñar. Y en ningún lugar, ni en el pasado ni en el futuro, nadie podrá percibir de forma más inmediata estas expectativas que aquí, en las costas del Mediterráneo, donde hoy nos encontramos.
Y ahora me gustaría agradeceros de nuevo de todo corazón que me hayáis concedido este premio y que me hayáis invitado a este acto.
Notas
[1] Este texto corresponde al discurso pronunciado por Doris Lessing el 20 de mayo de 1999 en la ceremonia de entrega del IX Premio Internacional Cataluña.