Nacida en Alemania, criada en Bélgica y afincada en Israel, esta mujer encuentra su esencia en el mar Mediterráneo, con su azul, sus puertos y Marsella, siempre dispuesta a abrirle las puertas de acceso a sus orígenes.
Soy hija del norte. En primer lugar, porque nací en Alemania y, luego, porque pasé mi niñez en Bélgica. Nunca me he considerado hija del norte. A la edad de trece años abandoné Europa para instalarme en Israel.
A mediados del mes de febrero de ese año, partía de la Gare du Midi de Bruselas para dirigirme a la Gare de Saint Charles de Marsella, no sin pasar primero por la Gare du Nord de París para ir hasta la Gare de Lyon. Ese viaje en tren duró por lo menos 13 horas, para descubrir al final un mar azul bajo un cielo azul. Abrí los ojos de par en par. Cuando, en ocasiones, el mar del Norte estaba tranquilo, verde y no gris, exclamábamos: estamos en el Mediterráneo. Esa imagen distaba mucho de la realidad.
Tres semanas más tarde embarcaba en el Negba, el barco que me llevaría, junto con otros inmigrantes, a Haifa, a la tierra prometida. La travesía fue bastante agitada, sobre todo en el estrecho de Messina y al bordear la isla de Creta. Así pues, el Mediterráneo era un verdadero mar, con sus furias y sus tempestades, pese a estar rodeado de tierra, la de los países mediterráneos. Cuando me convertí en mediterránea, el Mediterráneo, llamado en los textos bíblicos el Gran Mar, me parecía, visto desde Tel Aviv, muy pequeño, con el horizonte tan cercano a la costa. Tenía la sensación de que el mundo se acababa allí. ¿Tenía nostalgia de los océanos? ¿Se me había olvidado lo que era navegar? Sólo mis ojos escrutaban el horizonte, cuando no me sumergía en el mar antes del amanecer.
La ciudad de Marsella sigue representando para mí, aún hoy, la oportunidad de buscar otros puertos. Una ciudad de paso a la que me gusta volver y a la que he vuelto a menudo. Cuando voy a París, digo: voy a Francia. Pero cuando voy a Marsella, nunca digo que voy a Francia, como si esa ciudad fuera en sí un país. Un país que se abre a otros lugares.
Del año 1950 me queda el recuerdo del campo de refugiados del Grand Arenas, con su gran villa rodeada por un inmenso jardín florido. Allí descubrí por primera vez a los sefardíes procedentes del Magreb, sobre todo de Marruecos, a la otra orilla del Mediterráneo. Huelga decir que nunca había oído hablar de ellos. Había jóvenes como yo que hacían la Aliyá, la inmigración a la tierra Israel; viajaban en grupo sin la compaña visto una edad avanzada ecuerdo l cabo de las cuales ía de los padres. Y había personas de edad avanzada con chilaba. Nunca había visto unas vestimentas tan coloridas, ni siquiera en el cine. Entraba en contacto con un mundo que no hablaba el francés con acento yiddish ni polaco. Era nuevo. Todo era nuevo. Yo pensaba que todos los judíos hablaban con acento yiddish. Me trataban de gabacha, ya que, según me decían, yo parecía francesa por el pelo castaño y los ojos tirando a verdes. Para ellos yo era del norte. Los sefardíes eran mis primeros mediterráneos.
Diez años más tarde, a principios de la década de 1960, volví a Marsella navegando en el Artza para visitar en Bruselas a mi abuela, que me pagaba el viaje, así como a mis otras primas. Como no sabía cuándo moriría ni estaba en modo alguno dispuesta a reunirse con nosotras en Israel, quería volver a ver a sus nietas. Aún vivió otro cuarto de siglo. Esa visita me llevó a solicitar una beca para París. Volví en 1962, de nuevo por Marsella, esta vez en un barco francés. Al regresar, una vez finalizado mi año de becaria, tuve que quedarme varios días a bordo de un barco bastante lujoso en espera de que finalizara una enorme huelga, pero como esta se agravó, nos transportaron en un avión de El Al. Fue mi bautismo aéreo. Subí a bordo embargada por el temor. No me atrevía a resistirme. Me habrían tenido que arrastrar a la fuerza. Habría forcejeado. No hice nada de eso. Es una de las cosas que me da más miedo, pero no obstante, en cuanto despegamos, me encontré en mi elemento. Unos meses más tarde volví a embarcar por última vez. Esta vez en el Hertzel para reunirme con Jonathan en Saint Etienne. Jonathan se convirtió más tarde en mi marido.
Yo apenas recordaba el puerto ni la famosa Canebière. Muchos años más tarde volví a la ciudad vieja con Jonathan. Allí teníamos el hotel. Hemos vuelto en más de una ocasión. Jonathan presentaba sus espectáculos de máscaras y yo le acompañaba.
Treinta años después, en junio de 2010, regresé de nuevo a la ciudad con ocasión de la Primera Exposición Mediterránea de Publicaciones de Mujeres organizada por el Collectif 13 Droits des Femmes. Me alojé en casa de Judith Martin-Razi, un edificio del siglo XVII situado en el Puerto Viejo. Un remanso de paz en el último piso, llamado el palomar. Un dúplex a la antigua. Judith y yo hicimos buenas migas inmediatamente.
Yo recordaba una ciudad de color rosa. Pero hay ocre. Y rosa aquí y allá. Sobre todo en el Quartier du Panier. Un poco como en Italia. Por lo demás, Marsella es una ciudad más bien blanca. El viernes, el sábado y el domingo, tres días intensos en el foro, y luego dos días para descubrir otros sitios. Judith fue mi guía. No sé por qué, pero habría sido incapaz de explorar por mi cuenta. Y no se trataba de que no fuera capaz de orientarme en esta ciudad, que en vez de hacerme pensar en Haifa, una ciudad portuaria, me recordaba, por las calles empinadas, a Tel Aviv y a Jerusalén. La de veces que bajamos y subimos por la Canebière.
Y ahora, en diciembre de 2012, he vuelto una vez más a esta ciudad con motivo de una segunda exposición organizada por el Collectif 13 Droits des Femmes. He descubierto el mistral, ese viento helado que te puede volver loca. Puede que ya lo notara de niña, en mi primera visita, pero ¿quién se preocupaba entonces del viento y del tiempo? Ya estoy de vuelta en Tel Aviv con la promesa de regresar a Marsella a principios de otoño. El mar está agitado. Estamos en invierno. Nunca dura demasiado, y el color azul y la calma reaparecerán a intervalos irregulares.