Indiferente

Verónica Puska

Escritora, Hungría

Tan pronto como vi las galletas de chocolate, las manzanas y los dos sobres de café instantáneo sobre la mesa de la cocina y a mi madre corriendo de acá para allá entre la cocina y el cuarto de baño con solo el sostén y las bragas encima, deduje de inmediato que podía olvidarme de mis planes de pasar una agradable tarde leyendo. Casi podía oír el sonido del motor de nuestro coche arrancando y ya me veía sentada en el asiento trasero.

―¡Qué bueno que estés aquí! No te cambies, nos vamos en un minuto ―dijo mi madre, deteniéndose de golpe para echar un vistazo a lo que llevaba puesto con ojo crítico. La comisura de la boca se le estremeció casi imperceptiblemente, una señal certera de que no le gustaba lo que veía―. ¿Vas vestida así en el trabajo? ―dijo, mirándome los pantalones que eran una talla más ancha de lo necesario y por tanto estaban un poco caídos―. ¡Cúbrete el estómago, no lo enseñes así! 

―Mamá, ya no soy la chica plana de 16 años que era, ¿olvidaste que cumplí los 28 el mes pasado? ―La miré con expresión aburrida y saqué hacia fuera la vergonzosa parte de mi cuerpo para hacerla enfadar aún más. Era la discusión habitual entre nosotras; no podía aceptar que su delgada hija adolescente se hubiera convertido en una mujer de constitución normal. Bueno, a lo mejor con cinco quilos más de lo normal. 

Es un tópico lamentable, ¿no os parece? ¡Todo lo que se interpone en el camino de la felicidad y la autoestima de una mujer son esos cinco quilos! 

―¿Dónde vas? ―le pregunté aunque sabía perfectamente que mi madre normalmente se ponía así de furiosa cuando se preparaba para ir a la residencia de ancianos.

―Como si no lo supieras… a visitar a la abuela ―dijo precipitándose hacia la sala de estar, que también servía de dormitorio para mis padres. 

Unos segundos más tarde apareció con unos pantalones y tras ponérselos se dio cuenta, frunciendo los labios, de que aunque generalmente le tenían que entrar la ropa a la altura de la cintura, parecía que ya había llegado la hora de ensancharla. Es ese el tipo de familia que éramos: ¡todo centrado en el peso! ¡Ay de aquellos que no tengan un aspecto inmejorable! ¡Como si estuviéramos determinados por cuánto pesamos! 

¡Lo único más importante era la observación cínica y a menudo celosa de los demás por miedo a perderse quién se ha comprado un coche nuevo, quién se va de vacaciones al extranjero este año o a expensas de quién podemos difundir algún jugoso rumor local! El ojo que todo lo ve de los vecinos era uno de los aspectos menos reconfortantes de la vida en una pequeña ciudad.

―Podrías ayudarme, ¿no crees?, en vez de estarte aquí plantada. 

No estaba de buen humor, y para evitar ser el objeto de su rabia me dirigí sin ningún entusiasmo al armario y cogí el cesto en el que normalmente poníamos las cosas para la abuela. Además de las que estaban en la mesa, también pusimos algo de comida hecha en casa –no porque no cocinaran bien o lo bastante en la residencia sino porque mamá insistió–, tres pares de calcetines de abrigo nuevos y cuatro pares de bragas de lana. La abuela siempre tenía los pies fríos, incluso en mitad del verano. Con la ropa interior en las manos, me detuve a pensar durante un segundo. ¿Andaré con cosas de este tipo cuando sea mayor o solo lo llevan los pensionistas de la vieja escuela? 

Estaba poniendo las cosas despacio mientras mi madre iba arriba y abajo como una gallina decapitada. Primero no podía encontrar el monedero, después las gafas; más tarde fue incapaz de atarse el reloj con una sola mano. Incluso mi padre, que habitualmente no se metía en estas febriles preparaciones, se dio cuenta de sus nervios.  

Le bastó con preguntarle una vez qué le pasaba, y desde entonces durante el camino hasta la residencia tuve que oír cómo si el precio de los medicamentos de la abuela y lo que pagaban cada mes volvía a subir deberíamos pensar seriamente en sacarla de allí. Mi padre volvió a decir la suya, declarando que no lo consentiría y que si la abuela venía a casa se iría a la de su madre que vivía en la misma calle.  

Nota al pie: según mi experiencia hasta el momento, cuanto más lejos vivan los parientes entre sí, mejor será su relación.

Bueno, no podíamos decir lo mismo de nosotros; mi abuela paterna vivía prácticamente al lado y a mi madre y a mí nos veía tan poco que era como si viviéramos en el otro extremo del país, e incluso mi abuela materna estaba disfrutando de su jubilación solo dos pueblos más allá.

¿Disfrutando? Os diré lo que pienso: la palabra correcta sería vegetando. 

Me acababa de sentar en silencio pero oí decir a mamá que de hecho era la segunda vez que visitábamos a la abuela porque la residencia había llamado. 

―¿Qué pasaría si viviéramos en Tombuctú y nos hicieran esto? ¿Arrastrarnos cada dos semanas solo porque así lo quieren ellos? Si hay un problema, para eso está el teléfono, ¡porque no nos llaman y punto! ¡Eso de tener que pagar las medicinas en metálico es también realmente estúpido! ―me quejé―. !Ahora todo el mundo hace este tipo de cosas por trasferencia bancaria! 

Hubiera podido tener más tacto porque sabía que era el tipo de comentarios que realmente hacen enfadar a mi madre pero ya estaba harta de que la utilizaran y la explotaran. Podía tener ya más de 55 años, pero simplemente no sabía decir no.

Mamá empezó a repetir que lo habían acordado con el director de la residencia, pero sabía muy bien por qué continuaba consintiéndolo una y otra vez. La última vez, la abuela le hirió sus sentimientos al quejarse de que mientras todos los demás reciben visitas cada semana su única hija solo aparece una vez al mes como mucho.

Era una mentira tal que me sorprende que no se la tragara la tierra cuando lo dijo. Además de ella, los parientes de los demás vejestorios solo pensaban en ellos quizás una vez al año, e incluso normalmente se contentaban con llamar por teléfono a la casa de caridad para preguntar si su «querido pariente» aún estaba vivo o no. Era encantador verlos merodear a su alrededor como buitres esperando a que se murieran para así finalmente echar mano a la supuesta herencia.

A mamá también la habían despreciado por ser una hija sin corazón que había metido a su madre en una residencia. Como hija única, era su obligación cuidar de ella le gustara o no. Pero mamá tuvo como mínimo la valentía de valorar que solo podría cumplir con su obligación a expensas de su trabajo, su familia y su salud mental, y por tanto consiguió que la aceptaran en una residencia que dirigía un conocido suyo. 

Fui testigo de que en los últimos dos años la salud de la pobre abuela había ido deteriorándose y desgraciadamente no podíamos dejarla sola debido a su demencia senil cada vez más grave. Intentamos la asistencia en casa, pero el empeoramiento de su estado exigía que la vigilasen las veinticuatro horas.

Aunque sabíamos por qué habíamos tomado ciertas decisiones, los demás no demostraron ser comprensivos, y mi abuela sabía perfectamente cómo manejar los hilos de la conciencia culpable de mi madre. Este era uno de los motivos por los que mi madre se ponía así cuando nos preparábamos para ir a visitarla a la residencia. ¿Qué nos tiene hoy preparado la abuela? me preguntaba ¿Volverá a sacar a relucir cómo mi madre le podía haber hecho eso a ella? ¿O que las enfermeras no paraban de robar y que sus compañeros eran insoportables? 

―No hagas caso. Lo hace a propósito porque sabe que te puede herir diciendo estas cosas ―le decía a mi madre. En esas ocasiones miraba por la ventana con los labios fruncidos, por lo que deducía que en algún sitio en lo profundo de sí misma estaba de acuerdo con mi abuela.

Moví la cabeza. Si ha tomado una decisión debería mantenerse firme en vez de crisparse los nervios con esta duda continua: ¿Tomé la decisión correcta? ¿No me equivoqué con lo que hice?

Esta situación irresoluble será un día la causa de su muerte.

Con el corazón en un puño, recorrí el umbral flanqueado por tilos de la Residencia de Ancianos de la Media Luna. No fue el olor de la edad o la visión de esos decrépitos y solitarios ancianos lo que me molestó, ni tampoco la pintura de los techos que caía a pedazos, sino el hecho de que tenía que enfrentarme a lo que se había convertido aquella activa abuela de mi infancia, siempre en el jardín o bien preparando pasteles o asados.

Ya estaba esperándonos, apoyada en su bastón vestida con una bata en lo alto de la escalera del segundo piso. Sus cortos cabellos grises estaban dispuestos en bonitos rizos a lo largo de la cabeza; le debían haber hecho la permanente esa semana, aunque en el lado izquierdo su almohada la había aplastado un poco. La abuela nunca había sido alta, como mucho metro sesenta, pero con la edad había encogido aún más, si esto fuera posible,. De niña, le solía tomar el pelo por su vientre, porque aún hoy no entendía que fuera mi futuro lo que estaba ante mí. Las mujeres de nuestra familia tenían tendencia a ganar peso alrededor de la cintura.

Mamá esbozó una sonrisa falsa para protegerse y empezó a preocuparse por pequeñeces. La acompañó a su habitación, que compartía con otras dos mujeres mayores, la sentó en la orilla de la cama, sacó lo que habíamos traído e incluso encontró tiempo para hablar con las enfermeras sobre su estado y si se tenía que pagar algo.

Papá no entró a verla; se quedó abajo en el coche. La residencia estaba adecuadamente cuidada, pero no la habían construido en la mejor zona. En el pasado la ciudad vivía de la minería y cuando cerraron los pozos la pobreza hizo estragos. La seguridad no era especialmente mala, pero el diablo nunca duerme, como dicen. Decidió que nos haría una llamada si no habíamos salido en una hora; eso era más que bastante. Esperaba que la abuela no tuviera tiempo suficiente para enfadarse.

Tras hacer la pregunta habitual, «¿qué me habéis traído?», giró sus pálidos ojos hacia mí.

―Tienes buen aspecto, Bernadette.

Me quedé callada. ¿Qué hubiera podido contestar?

―¿Ya has encontrado trabajo?

Había ido directo a la yugular; a la abuela no le daba miedo provocar.

―No, aún no ―contesté despacio. Ya me molestaba lo bastante saber que estaba engordando las listas de los licenciados en paro.

―Pero está siguiendo un programa de trabajo social ―subrayó mi madre para que la abuela no pensara que me pasaba el día sentada en casa rascándome el culo y viviendo de la beneficencia. Con una mueca asentí con la cabeza. En Hungría, las prestaciones por desempleo dependían de si hacías un trabajo social, y si no colaborabas con el Estado no te daban ni un céntimo.

―¿Y qué haces? 

―Estoy trabajando como ayudante en una oficina.

Y me lo estaba pasando relativamente bien. Conocía a personas más cualificadas que yo que se habían visto obligadas a barrer las calles.

―Está siempre buscando trabajo, pero aún no ha encontrado ninguno que le convenga ―continuó mi madre. Habría añadido con gusto que en la profesión con la que había soñado mi madre ciertamente no lo encontraría. Teníamos ideas diferentes sobre lo que debería hacer en la vida.

―Mamá aún insiste en que sea bióloga ―dije malhumorada―. No entiende que ahora ya sea demasiado tarde. Me gradué hace cinco años y no he trabajado ni un día en mi profesión. Mis conocimientos están ahora bastante rezagados.

―Podrías estar trabajando como bióloga si me hubieras escuchado, y si lo hubieras querido lo bastante ―dijo mamá con una mirada cortante.

―Bueno, aquí tenemos un buen ejemplo de perseverancia y ambición por tu parte: en vez de ser arqueóloga acabaste siendo maestra de guardería ―repliqué con malicia.

―Las cosas mejorarán, hijita ―dijo la abuela, con la voz tambaleante por la edad―. ¿Y ya tienes novio? Pronto serás demasiado mayor para tener hijos.

Mamá se tragó el rencor y contestó también esta vez por mí.

―No, aún no. Hoy en día a los jóvenes les cuesta conocer a gente.

―¿No serás lesbiana, verdad? ―preguntó la abuela, inclinándose más hacia mí, y mis cejas pegaron un salto hacia arriba.

―¡También llevas pantalones, ya lo veo, y eso que tienes muchas faldas preciosas! Y llevas el pelo corto también…

Mamá había estado sentada con las manos en el regazo pero ahora las arrugas en la comisura de los ojos se hicieron más profundas y miró fijamente a la abuela.

―Mamá, ¿cómo puedes decir eso?

No me lo había tomado a pecho, estaba sonriendo distraídamente.

―No te preocupes, abuela. Estoy tan lejos de ser lesbiana como puedas imaginártelo. A lo mejor si tuviera menos cerebro y más silicona y estilo dentro de mí, tendría novio.

―Puede que tengas estilo, pero no te importa el aspecto. Tus modales también dejan mucho que desear.

―No voy a fingir ser lo que no soy.

―¡Pues no lo hagas! ¡Sé orgullosa y soltera! ¿No es eso lo que está de moda? Cuando yo tenía tu edad, ya hacía siete años que había sido madre; tú ya tenías siete años.

―¿Y qué? Cuando tú tenías mi edad aún ni existían los teléfonos móviles. 

―¡Ándate con cuidado! ―dijo la abuela, levantando el dedo―. No hables así a tu madre, solo se preocupa por ti.

―Pues, no necesita hacerlo, ya me las apaño solita.

―Por supuesto, es por eso que aún estás viviendo en casa con nosotros ―dejó escapar mamá, echando ahora sí a perder mi humor. Esto era lo otro que realmente me preocupaba además de no tener trabajo. Mudarse de nuevo a casa de tus padres cuando ya eres mayor era más que embarazoso.

―¡Lo siento, los dos meses se convirtieron en un año entero, pero no tengo un montón de dinero ahorrado para poder ir a vivir a un piso de la ciudad así como así y comenzar a buscar trabajo y confiar en tener suerte!

―Entonces, ¿qué es lo que realmente quieres? ¡No hay oportunidades para los jóvenes donde vivimos! Deberías irte a Budapest, tienes primos que también viven allí.

―¡Que se jodan mis primos! ―exclamé. Nunca nos hemos llevado bien. ¡Pueden ser nuestros parientes pero de todos modos nunca nos hemos hecho mucho caso! ¡Sería fantástico empezar a lamerles el culo ahora y pedirles que nos ayuden!

―¡Para de gritar! ¿Qué dirá la gente? ―dijo mamá, con los ojos brillando de rabia―. «¿Es por eso que vinimos aquí?» ―dijo con sarcasmo.

Pero era demasiado tarde para callarme, todo lo que tenía dentro salió disparado.

―¡Y no podías evitar hacer referencias indirectas al hecho de que piensas que debería atrapar a un marido rico! ¡No voy a organizar mi vida como mis primas segundas, a las que solo les importaba el tamaño de las carteras de sus hombres y ser mantenidas! ¡Antes viviría en la pobreza y continuaría respetándome a mí misma que con un montón de dinero y ser una puta!

―¡Oh Bernadette! ¡No hables así! ―dijo la abuela, tapándose la boca y moviendo la cabeza con desaprobación.

Estaba hirviendo de rabia y sentí la imperiosa necesidad de explicar a la abuela que sería mejor que se callara. Mamá hizo lo que pudo por ella, pero si perdiera los nervios, la abuela la atacaría siempre que tuviera la ocasión.

A este punto decidió acabar la visita y salió fuera de la habitación temblando de vergüenza y de rabia. Justo antes de perder las formas, aunque estaba segura de lo que me esperaba cuando llegáramos a casa. Tan pronto como lo dije, supe que hubiera sido mejor haberme callado. Si mi hermana pequeña Petra hubiera estado allí, nada de eso habría ocurrido, pero trabajaba también los fines de semana y no tenía tiempo para venir hoy con nosotras.

En la sala de estar me encontré cara a cara con siete ancianos sentados en sus butacas. Personas solas y olvidadas, hambrientas de un poco de escándalo. ¡Fue maravilloso, no es lo podéis ni imaginar! 

Salí al pequeño patio flanqueado por castaños de la Media Luna donde, según las nueves leyes antitabaco ya ni podías fumarte un cigarrillo, aunque yo no fuera fumadora. Fui allí a tranquilizarme, pero no lo conseguí. En mi cabeza, imaginé perfectamente cómo me regañaría mi madre y que entonces mi padre también se enfadaría si oía como me había comportado. Y, encima, nada tenía sentido, nada cambiaría.

¿Acabaría yo también así? Me pregunté. Si alguna vez tuviera una hija, me hiciera mayor y ellos empezaran a sentir que yo era una carga, ¿me meterían en una residencia? ¿Sobreviviré lo bastante para ser tan vieja? La edad de jubilación se acercaba a los 70; tenía más posibilidades de ir directamente al cementerio desde mi puesto de trabajo que dejarlo y disfrutar de mi jubilación. ¡No como la abuela! Le hicieron una fiesta de jubilación cuando tenía 55 años.

Me acordé de las palabras de Petra, con la que ya habíamos hablado sobre este tema: 

―Si alguna vez empiezo a sentir que me estoy volviendo decrépita, prefiero morirme antes que no ser capaz de cuidarme de mi misma.

―Puede que lo digas ahora, pero cuando seas así de mayor te agarrarás a la vida con todas tus fuerzas.

―Ya lo veremos. Sea como sea, ¡realmente preferiría suicidarme antes de consumirme en una residencia aburrida en compañía de otra docena de vejestorios!

Pensé que la opinión de Petra era un poco extrema, aunque también había algo repulsivo en la visión del futuro que había pintado.

―Si me lo preguntas, el problema es que las personas mayores hoy no pueden ejercer el papel de sabio consejero en las familias como solían hacerlo― acostumbraba a decir cuando mamá estaba pensando en poner a la abuela en una residencia―. La distancia entre generaciones es demasiado grande. No tienes más que mirar a mamá y a su madre; incluso entre ellas. Todos los malentendidos son por eso. 

Mascullé algo. No es muy normal que filosofe sobre los temas importantes de la vida.

―¡Venga Bernadette, vámonos! ―gritó mamá detrás de mí como si se hubiera tragado un rastrillo. En vez de discutir había escogido el terror silencioso, pero no quería que supiera que eso era más un don del cielo para mí que una queja constante.

Cuando subimos al coche y papá preguntó cómo habían ido las cosas, respondió secamente:

―Tu hija estaba de nuevo en forma. Nunca más volverá a venir conmigo.

Me miró de forma inquisitiva a través del espejo retrovisor deseando que yo explicara un poco más, pero me encogí de hombros y miré por la ventana. Mamá estuvo callada durante todo el viaje hasta casa, algo raro en ella. Solo cuando bajamos del coche me miró elocuentemente:

―Sé muy bien que no podré contar con tu ayuda cuando sea mayor; Petra tendrá que ocuparse de mí. Ya me has dejado claro que no quieres que sea una molestia para ti si caigo enferma. 

Sentí un inmenso vacío en mi pecho. No porque estuviera profundamente ofendida por lo que había dicho, sino porque sabía que las cosas serían realmente así. No importa lo que pasara en mi vida privada o en mi carrera, y por más que quisiera a mi madre, nunca renunciaría a mi vida para cuidarla en casa cuando lo necesitara.

Me pregunto si admitir que soy tan egoísta es algo bueno o malo.