Poética, política

Claude Ber

Poetisa, ensayista y dramaturga, Francia

La poética, como forma de creación artística que participa de la representación que nos hacemos de nosotros, mismos debe disociarse de los determinantes masculino/femenino para ser apreciada por su  « singularidad », una noción que no llegan a hacer las marcas de género. Esto es importante si consideramos la capacidad de la poética de influenciar el mundo, sus dinámicas y sus mutaciones.  


I. Breve nota sobre mujeres, cultura y creación

El espacio tradicionalmente asignado a las mujeres en las culturas mediterráneas no es demasiado favorable a la creación. Hasta época reciente, el papel que han desempeñado en ella es minoritario. Unas representaciones surgidas a la vez de los monoteísmos y de la tradición grecolatina dividen el espacio común entre la ciudad, la vida pública, reservada a los hombres, y la domus, la casa, atribuida a las mujeres; entre creación, de un lado, y procreación, del otro. En las versiones dogmáticas y más devotas que místicas de estas creencias, la creación de la mujer solo se puede percibir como algo transgresor, en el mejor de los casos como excepcional, y en el peor como prohibido. En este mismo momento hay, además, fundamentalismos religiosos que, en una de sus muchas contradicciones, siguen afirmando que la creación es privilegio exclusivo de los hombres, pero al mismo tiempo la acusan de feminizar a sus viriles guerreros. Ello significa que la creación es tan aberrante como lo femenino, que es culpable y a la vez supuestamente anómalo; ambos están inexorablemente condenados al doble papel de rechazado y de modelo de lo que hay que rechazar.

En términos más generales, el poïen, lo poiético o, simplemente lo «poético», como yo llamo aquí a la capacidad creativa humana, en cualquier arte en el que se ejerza mantiene con la política (y puede que lo religioso no sea más que mística degradada en política, por citar las palabras de Péguy) unas relaciones, si no conflictivas, cuando menos ambivalentes. Como demostró Hannah Arendt, lo poético es a un tiempo dependiente y antagonista de lo político; presupone una Ciudad organizada que haga posible su expresión, pero, a su vez, cuestiona lo político y trabaja lo simbólico, las representaciones que el hombre se hace de sí mismo. Y lo hace tanto más cuanto que se niega a doblegarse ante otras órdenes que no sean las suyas propias.

Por su propia naturaleza –que es la de inventar, ir adonde las palabras y las formas aún no han ido–, por el papel que asigna al imaginario y al potencial inexplorado y por la elaboración de nuevas formas de representar el mundo que se desprenden de ella, la creación viva cuestiona y desplaza las representaciones. Contraviene, por su mera existencia, las definiciones inamovibles y rígidas de la cultura. A una versión unívocamente patrimonial de esta última como herencia y como repetición, opone su historia, entreverada de influencias múltiples y testigo del constante enriquecimiento y renovación del legado, cuestionado a la luz del presente y revitalizado temática y formalmente.

La creación recuerda que el término cultura implica transmisión, que nos conecta con el pasado y nos convierte en depositarios de los que nos han precedido, pero también implica creación, que reinterpreta la herencia, modela el presente e inventa el futuro. Estos dos componentes, uno de ellos receptivo y el otro activo e inventivo, transforman la cultura y la identidad en procesos dinámicos, no en datos fijos. La creación es un acto. Una acción. Es aquello por lo que una cultura vive, se interroga, se pone en cuestión, se desarrolla en la diversidad y también en sus contradicciones internas. Porque, aparte de los casos en los que las representaciones ideológicas remodelan la historia con fines políticos, ninguna cultura es pura ni única; todas son una mezcla, están entrelazadas y son atravesadas por corrientes separadas, antagónicas incluso. La historia del Mediterráneo –y es significativo que Braudel escribiera la palabra en plural– es ejemplar en este sentido; en él se imbrican y superponen distintas capas civilizadoras que componen un universo mediterráneo que es como un mosaico, donde, a las principales características –de un lado, las tres religiones monoteístas, y del otro, la filosofía griega– se añade la impronta de múltiples civilizaciones que se entremezclaron y cuya aportación subyacente se ha integrado en las tradiciones dominantes. E incluso dentro de cada cultura se distinguen corrientes antagónicas, oposiciones, tensiones que hacen rica y compleja su realidad, a años luz de las simplificaciones de los eslóganes y de los estereotipos de la ignorancia. En este nudo de tensiones es donde se mueve la poética, que no resuelve las contradicciones presentes en toda cultura de forma discursiva, sino mediante la invención de nuevas formas de representar y describir el mundo; refleja la realidad y las evoluciones políticas y sociales, pero también contribuye a la mutación de estas últimas al elaborar las representaciones.

A su manera, en todo momento lo poético también pone en acción ante nuestros ojos un ejemplo de resolución, esa articulación entre pluralidad de culturas y pertenencia común a la misma humanidad que se halla en el centro de nuestro contemporaneidad; porque no combina dos términos sino tres, recordando que las culturas y la humanidad tienen una dimensión colectiva, sin duda, pero se declinan a través de historias individuales y se encarnan en la singularidad de cada cual.

Toda creación nace en esta encrucijada en la que se cruzan la singularidad individual, la pertenencia a una época, una cultura, una historia colectiva, que incluye la de las formas, y una humanidad común, presente en ese horizonte indefinido del arte que interroga y busca a esa humanidad exigente y en evolución a la que Antelme llamó «la especie humana».

En el gesto artístico y literario, en lo poético, se ponen de manifiesto lo específico y su superación. Lo que es propio de una cultura, una historia, una época, un entorno, una persona, puede expresarse sin enmarcarse en un contexto identitario opuesto a una humanidad común, enmarcándose solo en la multiplicidad de expresiones de esta última. Nuestros libros, nuestras películas, nuestras músicas, nuestras danzas, nuestras artes, reflejan la diversidad de la especie humana y el mundo que nos rodea, las maneras de vivir, de pensar y sentir, que son datos que se perciben a través de esa experiencia única que cada cual vive consigo mismo y de una condición humana siempre improbable en un cuerpo ubicado en un sitio, una historia, un grupo, un sexo…

Las obras y los conocimientos se intercambian también en la ampliación de esa misma experiencia humana, que no se limita a ninguno de sus datos, sino que los combina de múltiples maneras. En una historia en la que la creación artística y literaria siempre se han alimentado de préstamos recíprocos, cada cual puede ser singular sin perder una humanidad no definida a priori –excepto en lo que se refiere a su interdependencia y su movimiento, su invocación–, y puede participar en la invención de esa humanidad sin verse reducido a una categoría universalista abstracta. Lo poético no salvará al mundo, por invertir la frase de Dostoievski –«la belleza salvará al mundo»–, pero participa de la representación que hacemos de nosotros mismos e incide en esas representaciones.

Hace poco que la creación de las mujeres ha ocupado un lugar más destacado en esta historia de la representación del ser humano por sí mismo y en la labor simbólica que lleva a cabo. Pero su acceso a esta creación es todavía frágil, amenazado por rebrotes ideológicos o religiosos siempre dispuestos a volver a asignar a las mujeres las tres K (Kinder, Küche, Kirche: niños, cocina, iglesia), por decirlo en forma de eslogan más que de análisis. Solo unas condiciones sociopolíticas que establezcan la igualdad de derechos y libertades ­–lejos aún de estar al alcance de todas las mujeres– permitirá el desarrollo de esta creación, que a su vez también expresa esa necesidad y deseo de libertad, y que acompaña o precede su reivindicación. La creación está enraizada en el deseo, en la autorización del deseo, y solo cuando el deseo, cualquier forma de deseo, se vuelve decible para las mujeres, cuando este último accede a la posibilidad de expresarse individual y colectivamente en su diversidad, las mujeres se incorporan en gran medida al proceso creativo hasta entonces prohibido o percibido como una transgresión respecto de la vocación obligada de su sexo y género.

No obstante, si el deseo imprime sus huellas en la carne, se declina en un simbolismo histórico y a la vez social, y en un imaginario que distingue la expresión del deseo de una expresión de los órganos. Lo que descarta la falsa pregunta recurrente sobre la especificidad de la creación de las mujeres. Que dicha creación hace oír una voz hasta entonces prohibida y da testimonio de una condición es obvio; hace lo mismo que cualquier otra creación con el «yo», con la vida material, pero no por eso se ve reducida al testimonio ni a la confesión. La creación de las mujeres sigue las huellas de su historia colectiva y personal, así como de sus interrogantes, pero no existe una creación «femenina» que difundiría en lo poiético una esencia femenina similar a las feromonas, por decirlo con un poco de humor para aligerar la gravedad de este falso debate, del que ya sería hora de que se liberase la creación de las mujeres para existir plenamente, no idéntica o diferente de la de los hombres –esa ya no es la cuestión–, sino insertada en la misma evidencia.

En efecto, algunas investigadoras han dicho, de forma esquemática, que, en la creación, las mujeres primero reivindicaron ser (como los) hombres y luego el derecho a ser mujeres. No obstante, habría que matizar esta afirmación, puesto que las mujeres primero no reivindicaron el ser varones sino seres humanos de pleno derecho –y aún quedan sitios donde no lo son–, y luego se afirmaron como mujeres, y ya ha llegado el momento de que vayan más allá de esa referencia a lo masculino para afirmarse plenamente como escritoras, como artistas.

La pertinencia de la problemática de la relación entre género y creación es esencialmente histórica, vinculada a la reciente inclusión de la «creación de las mujeres» en la historia y a unas condiciones sociopolíticas no igualitarias, que fácilmente nos permiten imaginar la necesidad histórica de afirmarse como creación en una primera fase. Es innegable que, en este sentido, ha hecho oír una voz largo tiempo reprimida, pero ha llegado el momento de pasar de los conceptos de «diferencia» y «especificidad» al de singularidad, que tiene un triple mérito: el de ser el único pertinente en el campo de la creación; el de no rechazar ni imponer marcas de género, singularidad presente, entre otras, en la poiética y variable según las creadoras y los creadores, las estéticas y los tipos de obra; y el de centrarse en el tema de lo poético, que no debe confundirse con el individuo y que es resultado de la creación y al mismo tiempo causa de esta. Tras haber transgredido los papeles asignados por el patriarcado, es hora de que la creación de las mujeres transgreda cualquier intención ilustrativa y se emancipe de las intenciones demostrativas y también de las expectativas.

A medida que crece el número de obras realizadas por mujeres, más aumenta su diversidad, más contribuye la singularidad de cada una de ellas a deconstruir las imágenes preconcebidas de «la» mujer imaginada o esperada, y más se imponen los contextos culturales, las corrientes estéticas y las opciones individuales por encima de las características genéricas, al tiempo que se hacen oír voces femeninas diferentes que ocupan un espacio en el concierto –hasta hoy demasiado unánime– de las voces humanas que recitan nuestra historia. Una mujer explora las profundidades de su cuerpo y sus deseos, otra explica el destino de un pueblo, otra se aventura a escribir sobre el ser, y cada una de ellas emprende un camino cuya especificidad no viene marcada unánimemente por su sexo sino más bien por personalidades singulares, y por situaciones y problemáticas poiéticas, ninguna de las cuales es propiedad exclusiva de uno de los dos sexos.

Al desplegarse, la creación de las mujeres se une a la de los hombres, que son también sus compañeros de viaje en lo «poético» y a quienes les unen unas afinidades estéticas y humanas presentes en ambos sexos; la creación sale del callejón sin salida del «mismo u otro», que, en última instancia, vuelve siempre a lo mismo, a la referencia a lo masculino más que a lo poiético. Esta problemática se tiene que superar a largo plazo para que las obras de las mujeres dejen de ser prisioneras de esta referencia, en la que aún se debaten a veces, y por fin se insieran claramente en todas las posibilidades de lo poético y de lo real de nuestra historia.

La capacidad creativa no se reivindica, se ejerce. Se realiza. Siempre con un riesgo. Porque no hay ninguna certeza en ese «hacer» creativo, cuya paradoja es que no extrae su realidad de sí mismo, sino del reconocimiento de los demás. Este riesgo es el mismo tanto si se es hombre como mujer, aunque las condiciones para la aparición y visibilidad de ese «hacer» no se dan en todas partes ni son siempre las mismas para uno y otra. Sobre todo en este espacio mediterráneo, donde la posibilidad y la visibilidad de la creación de las mujeres todavía distan de estar consolidadas. Esforzarse para lograr este acceso de las mujeres a la creación y la visibilidad sigue siendo una necesidad política.

A su vez, la creación influye en lo político ya que encarna al máximo la labor de inventar, «la labor de renovar un mundo común» que Hanna Arendt asigna a cada generación. En esta labor consiste el desafío de la creación tanto para las mujeres como para los hombres, pero «la creación de las mujeres» solo puede afrontar dicho desafío plenamente a condición de escaparse a la vez de la prohibición y de la vocación única de explorar un «femenino» genérico, cuyas ambigüedades y cuyo plural sería fácil subrayar; a condición, simplemente, de existir ante todo como un proceso creativo, liberado de las intenciones ilustrativas y de las expectativas, gozando de la plena posibilidad –a la que cualquier obra debería tener derecho, y poco importa, en esta etapa si lo logra o no– de conmover la sensibilidad humana a través de sus singularidades, ya sean culturales, históricas o genéricas.

En todos los casos, es en una dependencia recíproca en virtud de la cual la evolución social y política y las consiguientes mutaciones de las representaciones influyen en la creación, y esta última es susceptible de influir, a su vez, en las representaciones, donde para mí tiene lugar no solo una invención de lo femenino –y también de lo masculino– en la creación, sino también, más en general, una emancipación de la creación respecto a esas determinaciones ni más ni menos decisivas que otras en el contexto de las múltiples singularidades presentes en lo poético, cuando su aportación es precisamente algo inesperado que subvierte los tópicos, se desliza entre las grietas del discurso dominante, aprovecha las fisuras de lo político e introduce su propia palabra. Aunquelo poético no cambie el mundo, participa en gran parte de sus mutaciones y de la invención de la propia humanidad por sí misma, una humanidad de la que Jaurès dijo que casi no existía.

II. Tríptico mediterráneo

Fragmento 16

Yo digo mar. El mar dice bahr. Dice sama cielo bahr mar. Y cabecea. Entre dos azules. Entre dos lenguas. Aquí, donde la rima se llama océano. Bahr, ese mar extranjero con su ceja de olas que tantea la tierra con el ojo. Que escruta toda la tierra con ese ojo que avanza. Luego la pupila se contrae. Se retira dentro de su corazón de mar. Y palpita mar bahr mar bahr. Luego vuelve con grandes rebordes de labios blancos. Se riza. Se hincha. Arrolla y enrolla la tierra entre dientes de espuma sucesiva. Bahr, se llama bahr. Y yo ya no soy yo, sino ana. Ana bajo ese cielo en el que cae la noche como una mano que gira. Y mi mano gira con él. Yed mano sama cielo. Mano doble con dos mares y dos manos. Yo te doy mar, tu me das bahr. Dame una palabra, lo único que se da sin perderse. Y tendremos cada uno dos palabras en la mano. Dos manos en una palabra. El mar como una mano y las manos tan libres y anchas como el mar. Mano bahr yed mar.

Fragmento 33

Para mí, que soy de un mar más que de una tierra –pelagos pontos entos thalassa–, fue un agua marcada al rojo vivo y un renacimiento. Cuando las corrientes que entran en ella la riegan con sus fuentes. Entre el mármol y el mar, en la vertical trágica del sur atrapada en la altura implacable del cielo, en lo tácito y lo prolijo, tu mismo lo conoces en el frontón del oráculo, la equidistancia apolínea y el galope de Pan seducido por las bacantes. Siguiendo los pasos de Ulises, la ballena de Jonás, el rocho, el pájaro de Simbad. Después, nada. El éxodo de la palabra hasta sus límites. Como si dijésemos, borrar las propias huellas con las palabras. Y las propuestas procedentes del muerto nacido de la lengua fueron el exilio. La afasia. La costra de una cicatriz. La propensión secreta del lenguaje. Su fin. Con la quimera de un pasaporte de absoluto atribuido a la desesperación y el fracaso, como si las sílabas pronunciadas por ellos pudiesen protegerlos de sí mismos. Pero no hay nada que pueda fracasar. Nada que proteger. Solo una embriaguez y la ascesis de un ritmo que el cuerpo debe nombrar.

Fragmento 25

Una vez el mar dividido en siete franjas distintas. Fina arena de color ceniza que allana el brocado de la espuma. Luego fleco esmeralda, mantel azul oscuro, arrozal verde separado del fino cordón plateado del horizonte por un fondo de mar azul. Sobre esta agua dividida, lo íntimo de todo visto en sección. El cañamazo acanalado de la vida. Las libaciones. El milhojas del cerebro. La embriaguez de la metamorfosis en lo inmutable. El mar que nos recuerda lo que somos. Rayas de cebra espiritual que se precipita hacia su asunción. Un hollín de múltiples polvos. El infinito en la disección. El conocimiento en la selección. La albura desmenuzada del árbol de las sefirot.