Violencia: el fin del tabú

Michel Wieviorka

Sociólogo y director del Centre d'Analyse et d'Intervention sociologiques de París (CADIS)

Violencia, antisemitismo, racismo anti rom (contra los gitanos): la sociedad francesa no se reduce a estas expresiones del mal y las desgracias. Sin embargo, estas encuentran un nuevo nicho en la crisis política e institucional contemporánea y, sobre todo, en la desestructuración del sistema político y la descomposición de la clásica oposición entre derechas e izquierdas. Estas expresiones del mal atañen a numerosas partes de la sociedad, a veces definidos también en términos territoriales. Todo ello no descalifica ni a los unos ni a los otros en su conjunto, pero subraya bien las carencias contemporáneas de la democracia, que a duras penas puede tratar las demandas sociales que moldean los miedos y la violencia, así como transformar la crisis en debates, conflictos institucionalizados y negociaciones. 

Violencia: el fin del tabú

Hasta los años setenta, la violencia política o social podía gozar de una cierta legitimidad. Las referencias a 1789 y, en mayor medida, a la historia de las grandes iras sociales y revoluciones encontraban grandes ecos, incluso entre los intelectuales. Las batallas asociadas a la descolonización suscitaban, asimismo, apreciaciones generalmente favorables al recurso de la violencia. 

Pero el mundo ha cambiado.   

Para Occidente, la violencia revolucionaria está asociada al islam, las experiencias del Irán de Jomeini o la Argelia del Frente Islámico de Salvación, y todo ello la ha alejado de las simpatías de antaño. El islamismo se ha convertido en un símbolo muy importante del mal, aunque el yihadismo no detenta el monopolio del terrorismo. El comunismo se ha descompuesto y, con él, las imágenes positivas de la Revolución rusa, que se proclamaba a sí misma heredera de la Revolución francesa. François Furet decretaba así: « La Revolución (francesa) ha terminado ». La descolonización prácticamente ha terminado y la violencia emancipadora que podía acompañarla ha perdido su sentido esencial. 

El terrorismo global, por una parte, y el auge del crimen organizado a escala internacional, por otra, han marcado el final de esta época en que era posible otorgar una cierta legitimidad al recurso de la violencia. Esta se volvía metapolítica ‒en el caso del terrorismo‒ o infrapolítica ‒en el caso del crimen organizado‒, y su sentido político se acababa perdiendo.  

Las últimas grandes figuras intelectuales que han justificado más o menos ciertas formas de violencia no se han puesto de relieve, en todo caso, por los elementos positivos que podían señalar. Cuando Bernard-Henri Lévy, para mostrar su inquietud en relación con la irrupción de los chalecos amarillos en el escenario público y para criticarlos, recurre a Sartre (en un discurso pronunciado durante la clausura de la convención del Consejo Representativo de las Instituciones Judías de Francia del 18 de noviembre de 2018), menciona lo que el gran filósofo, al interesarse por los  sans-culottes, definía como el paso del «grupo serial» al «grupo en fusión». Ciertamente, no nos acordamos de Sartre porque en su día afirmara que «tenemos razones para rebelarnos», igual que no tuvo reparos en mostrar su simpatía por los comerciantes airados y guiados por el sindicato de la Confédération intersyndicale de défense et d’union nationale des travailleurs indépendants (CID-Unati) de Gérard Nicoud, asumir la dirección del diario La Cause du peuple o escribir, unos años atras, el entonces famoso prólogo a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon. Si hoy en día Michel Foucault sigue considerado como un importante pensador, no es ciertamente debido al apoyo que prestó a Klaus Croissant, abogado de la Fracción del Ejército Rojo en Francia, que Alemania tenía buenas razones para querer extraditar.   

Durante cuarenta años, la violencia se convirtió en un tabú, un mal absoluto, denunciado y rechazado incluso en entornos que hasta entonces se habían mostrado comprensivos e incluso empáticos hacia esta. Con una notable excepción: la del Che Guevara, icono crístico cuya imagen positiva aún se mantiene con fuerza.  

Así, finaliza un período histórico en el que la violencia se ha rechazado de un modo masivo y entramos en una nueva era que se queda especialmente reflejada en los chalecos amarillos. Quizá podemos considerar las revueltas de los suburbios que tuvieron lugar en 2005 como precursoras de esta afirmación: la violencia social de la época, en efecto, y contrariamente a lo que afirman las mentes reaccionarias y mal informadas, no era ni étnica, ni racial ni religiosa, tampoco constituía un «pogromo antirrepublicano». Era, básicamente, la cólera y la indignación de una juventud excluida, sin futuro social y sometida al racismo y la discriminación; y esta violencia suscitó una profunda comprensión en sectores sociales muy importantes. 

Así, entran en juego dos tipos de lógica para oponerse de nuevo al Estado por su «monopolio de la violencia física legítima», según la célebre fórmula de Max Weber extraída de una conferencia sobre «el oficio y la vocación del político». Weber, de hecho, escribió muy poco acerca de esta cuestión, y su propósito puede enmarcarse en la tradición filosófica inaugurada, en cierto modo, con Thomas Hobbes cuando explicaba cómo el estado puede evitar que el hombre sea un lobo para el hombre.  

La primera lógica, directamente política, procede de la desestructuración de los sistemas clásicos de los partidos. Puede situarse entre los dos extremos del espectro político, más allá de las fuerzas populistas en alza. Ya se trate de los ultras de tipo Black Bloc, de la extrema izquierda o de la extrema derecha, este pensamiento, que no es homogéneo en el seno de sus grupos, evidentemente tampoco es nuevo. Lo que sí es nuevo es su significativa presencia en el espacio público, gracias a la acción violenta sobre el terreno combinada con el uso de internet y las redes sociales. Así, la prensa estimaba que el 1 de mayo de 2018, unos 1.200 manifestantes mostraron su apoyo al Black Bloc; una cifra impresionante.  

El discurso de los dirigentes de la «Francia insumisa», sin llegar a hacer apología de la violencia, ha consistido últimamente en alentar a los chalecos amarillos para que se manifiesten en París o en otras grandes ciudades a pesar de que la violencia rondaba esas manifestaciones y, a veces, recurrió para ello a una imaginería revolucionaria o insurreccional. Lo cual, asimismo, abre el camino de un regreso de la violencia al repertorio de la acción política, si no justificado, al menos comprensible. Jean-Luc Mélenchon ha brindado ejemplos muy ilustrativos de todo ello al hablar de «insumisión general», «insurrección ciudadana» e ingreso en «el gran escenario de la historia de Francia», una historia que, evidentemente, no representa para él un río de aguas tranquilas, precisamente. Bajo este punto de vista, Marine le Pen se ha mostrado más mesurada y, quizá, más aguda. 

La segunda lógica que acaba con la ausencia total de legitimidad de la violencia se refiere al modo en que los chalecos amarillos han saturado el espacio político y mediático durante las últimas semanas. En los enfrentamientos de los «actos» 3, 4 y 5 del movimiento en París y otras ciudades, si distinguimos entre, en primer lugar, ladrones y saqueadores, en segundo lugar, activistas ultras y, en tercero, chalecos amarillos que en ese momento se encolerizan o que acuden a manifestarse con la idea de que al final se van a enfrentar con las fuerzas del orden, entonces debemos interrogarnos acerca del vínculo contradictorio y, por tanto, contra natura, que existe entre la violencia y el movimiento social.   

Ese último no es violento, en modo alguno preconiza el enfrentamiento brutal. Pero ha aceptado y comprendido que la violencia puede llegar a ser el precio que hay que pagar por existir y ejercer una fuerte presión sobre el poder. Esta perspectiva contiene una funcionalidad de la violencia desde el punto de vista paradójico del movimiento, que ni la busca ni la desea. Una funcionalidad como esa solo puede engendrar tipos de pensamiento, nuevos o renovados, en los que la violencia encuentra una cierta legitimidad. 

Así se esboza, política y socialmente, el fin del tabú. Con una implicación principal: el discurso y la práctica para prevenir la violencia, o salir de ella, pierden asimismo una parte de su legitimidad. ¿Qué significan entonces los esfuerzos para pasar de lógicas la de ruptura violenta a lógicas de la paz, el debate, la negociación, la «des-radicalización» (horrible expresión) o el conflicto institucionalizado cuando hay por medio actores que se benefician de esa opinión comprensiva o de simpatías efectivas? ¿Qué pasa cuando el deseo de pasar a la historia es el deseo de violencia? ¿Cuando los recursos sociales, económicos, culturales y políticos de una acción que se vuelve violenta, o se ve acompañada de violencia, parecen más legítimos, a los ojos de una parte de la sociedad, que la represión y el ejercicio del poder incluso elegido democráticamente? 

El antisemitismo

En abril de 2018, un grupo de unos 250 intelectuales firmaban en Le Parisien una vibrante denuncia del «nuevo antisemitismo», imputado con escasos matices al islamismo y el islam, así como a la izquierda radical antisionista. Aparte de que el aspecto «novedoso» del fenómeno merecería ser contemplado con serias dudas ‒desde hace veinte años se utiliza ese término para hablar de ello‒, el texto dejaba caer, de un plumazo, el «viejo antisemitismo de la extrema derecha».  

Ya es hora de acabar con las obsesiones monomaníacas de una élite intelectual que solo quiere ver una parte de uno de los males más profundos que corroen nuestra sociedad.

El «viejo antisemitismo», en efecto, no ha desaparecido en ningún momento. A pesar de los considerables esfuerzos de la Iglesia católica, que renegó de él durante el Concilio Vaticano ii, en 1962, este se alimenta aún de un antijudaismo cristiano cargado de pesados prejuicios cuya existencia se remonta a más de quince siglos. A saber, que los judíos son un pueblo deicida, rechazan la conversión y encarnan el mal mediante prácticas malvadas. Podemos encontrar prejuicios, opiniones o estereotipos hostiles a los judíos en cualquier parte, y los trabajos de Nonna Mayer muestran que estos son más frecuentes entre la derecha y alcanzan así a los electores y simpatizantes de la extrema derecha. También se nutren del genocidio, que en muchos medios se convierte en una pura invención de los judíos ‒negacionismo‒ o bien en una fuente de lucro para estos mismos ‒la llamada «industria del holocausto»‒. Asimismo, se nutren de la existencia de Israel, que aún suscita en diversos medios un antisionismo que nunca sabemos hasta qué punto se reduce a un simple odio antisemita, a menos que sea a la inversa. No podemos reflexionar sobre el odio contemporáneo de los judíos sin tener en cuenta estos dos puntos.   

Nunca se pasa de manera automática, o de manera sencilla, de las ideas a los actos, y no porque muchos de nuestros conciudadanos muestren odio o desprecio hacia los judíos están dispuestos a traducir estos afectos en acciones concretas. Sin embargo, a lo largo de estos últimos años hemos podido ser testigos, por ejemplo, del terrorismo islamista de Mohammed Merah o de Amedy Coulibaly; de las profanaciones de tumbas o cementerios judíos por parte de neonazis e individuos equiparables, etc…En Carpentras (Francia), asistimos al infame asesinato, a la par que antisemita, de Ilan Halimi, a quien la banda de los bárbaros de Youssouf Fofana dio por muerto en 2006. Fofana descubrió el islam con ocasión de la preparación de su defensa, ya desde la cárcel. 

Aunque el paso a la acción solo concierne a unos pocos individuos entre una población muy amplia, sigue siendo inaceptable negar la relación entre las violencias concretas y un cierto clima, una propaganda que aceleren la circulación del odio, multiplicada por internet y las redes sociales. Bien al contrario, el recrudecimiento de las agresiones antisemitas en los últimos tiempos debe interpretarse en el contexto de violencia general que afecta a Francia, al tiempo que proliferan las fake news y el «complotismo» está a la orden del día. 

La violencia de los «actos» orquestados por los chalecos amarillos ha producido una ruptura muy importante con la tónica general de los últimos treinta o cuarenta años al introducir, de hecho, una legitimidad de la violencia que se había perdido por haberse convertido en tabú. ¿No es esa violencia, visible y muy mediatizada, la que permitió el retroceso de Emmanuel Macron un sábado tras otro? ¿No estuvo revestida por un barniz insurreccional que hizo vibrar a Jean-Luc Mélenchon, en tanto en cuanto las ideologías revolucionarias estaban prácticamente extinguidas en Francia desde hace tiempo? ¿No se oyeron varias alusiones a 1789, así como a la guillotina? La violencia ha encontrado en estas prácticas, pero también en el imaginario común, un lugar que había perdido, y ello puede ejercer cierto efecto en algunas mentes.  

El auge reciente de los actos antisemitas no es, a priori, imputable a una categoría social precisa, ni a organizaciones más o menos estructuradas tanto ideológica como políticamente: debemos tener la esperanza de que las investigaciones policiales y la justicia arrojarán una luz sobre la oscuridad que reina en estos momentos al respecto. Sin embargo, dicho auge responde a un razonamiento que conlleva necesariamente una importante dimensión sociológica. 

Por una parte, es posible que ciertos actos respondan a un «nuevo antisemitismo» y, por tanto, a desvíos islamistas. Por otra, es posible que otros actos se inscriban en un tipo de lógica en la que convive la mentira de las fake news con la paranoia del «complotismo» en medio de una sociedad fragmentada.  

El movimiento de los chalecos amarillos ha puesto de manifiesto una ruptura muy clara entre aquellos que temen acabar siendo los marginados del cambio, o que ya lo son, sin ser necesariamente los más pobres o necesitados, y aquellos que forman parte del universo de las élites, el poder, los barrios altos, los partidos políticos clásicos, los periodistas, todos ellos considerados como enemigos, o casi. Frente a esta gran separación entre amigos y enemigos, y en el seno de una población que se siente abandonada, ignorada o despreciada, aumenta la confianza hacia aquellos que muestran interés por los «olvidados» y los «invisibles» de los que hablaba Marine Le Pen, hasta el punto de que toda información procedente de estos últimos resulta creíble. Y al revés, la desconfianza hacia todo aquello que procede de las altas esferas, del centro, del mundo político y mediático, aunada casi de forma natural con la idea de que los actores visibles de este mundo están manipulados por otros actores, invisibles o escondidos, hace que entremos en un recelo absoluto que se acaba convirtiendo en «complotismo» y paranoia. Así, el antisemitismo resulta una salida fácil, sobre todo cuando lo activan expertos en tecnologías digitales, intelectuales como Alain Soral o cómicos como Dieudonné M’bala. 

Además de este «nuevo antisemitismo», que no debemos subestimar, las expresiones más recientes y concretas de antisemitismo tienen mucho que ver con esta mezcla explosiva de vuelta a la legitimación de la violencia en el espacio público, y de ruptura sociológica entre dos partes de la población.

El racismo anti rom

El arcaísmo del odio, la violencia y los rumores se sostiene en la súper modernidad de las redes sociales y los teléfonos móviles para llevar a cabo agresiones cuyas víctimas más recientes han sido los roms (gitanos) de los suburbios del noreste de París; un «hecho social total», según la expresión del antropólogo Marcel Mauss. Estos hechos, en efecto, nos invitan a abordar una reflexión en la que intervienen diversos factores como las fake news, el racismo, los fenómenos migratorios, los problemas llamados «del extrarradio» e incluso la mutación social y cultural en la que está sumergida Francia y las fracturas que se hacen cada vez más profundas en este proceso de transformación, para lo cual es necesario tomar aún más distancia respecto a los hechos. 

Antes de tratar los rumores, veamos los hechos. El 8 de marzo de 2019, varios denunciantes se presentaron ante el registro de la comisaría de policía Noisy-le-Sec para querellarse contra los ocupantes de un vehículo, una furgoneta blanca ocupada por gitanos que, supuestamente, intentaron secuestrar a unos niños. Acto seguido se presentaron diversas acusaciones de tráfico de órganos y algunos testigos declararon respecto a las tentativas de rapto de niños. Todo ello es falso y fue desmentido por las autoridades locales, pero no impide la presencia de rumores que se ven reforzados por el anuncio de castigos el 25 de marzo. Y, en efecto, las agresiones y los abusos contra los gitanos se multiplican mientras la mentira crece en las redes sociales y los comentaristas llegan a hablar de un «pequeño pogromo».

Estos rumores y esta violencia retoman las acusaciones y antiguas prácticas que apuntan tradicionalmente a las gentes de paso, los nómadas y también los judíos, acusados desde el apogeo del cristianismo de crímenes rituales y frecuentes víctimas de persecuciones. A todo ello podemos añadir otro factor que favorece el imaginario de los gitanos como portadores de odio: además de que los prejuicios hacia los gitanos son persistentes, están muy enraizados y se remontan a tiempos inmemoriales, algunos de ellos son migrantes recientes. Todos sabemos cuán hostil es hoy en día la opinión pública con respecto a los migrantes. 

La sociología lleva mucho tiempo tratando de identificar estos elementos, como es el caso de los trabajos de Françoise Reumaux (cf. la reedición de su obra de 1998, ABC de la rumeur. Message & transmission) o de la célebre investigación de Edgar Morin en Orléans a finales de los años sesenta (La rumeur d’Orléans). El rumor revela varios aspectos sociales y culturales, nos da información acerca de los miedos y sueños de aquellos que se adhieren a él y lo propagan. A ojos de estos individuos, el rumor propone una explicación y confiere un sentido a su situación, y suele poner en marcha imaginarios centrados en las mujeres, los niños y los aspectos relacionados con el tránsito entre la vida y la muerte, lo que nos remite a la reproducción y la identidad profunda del grupo humano al que pertenecen los transmisores. Por ejemplo, el rumor concerniente a los comerciantes judíos del centro de Orléans después de 1968, que los acusaba de drogar a sus clientas para introducirlas en redes de trata de blancas, se fraguó en un contexto de miedo conservador en medio de una época de emancipación de las mujeres.  

¿Cuál es el contexto actual que autoriza no solo los rumores, sino también el paso a la acción? Se caracteriza, ante todo, por una fragmentación social y cultural de nuestro país, como de muchos otros, cuyo fondo es la crisis del sistema político y, en un sentido más amplio, de la democracia. En una situación como esta, ciertos grupos humanos de contornos más o menos difusos funcionan mediante una tendencia a creer únicamente en aquello que procede de los miembros de ese grupo, o de sus amigos, todos ellos conectados, de un tiempo a esta parte, por las redes sociales. Estos grupos funcionan mediante la cerrazón y solo reúnen a personas que comparten las mismas orientaciones. De manera simétrica, cada grupo desconfía de las ideas o la información que proceden de fuera, hasta el punto de que a veces se instala la paranoia, que es la base del «complotismo». El poder de las fake news y los rumores, por una parte, y por otra, el poder de las visiones complotistas de la vida colectiva mantiene la disociación que se opera entre los núcleos de cada grupo y el exterior. Entre «ellos» y «nosotros», entre los «amigos» que desean el bien el grupo y trabajan por él, y los «enemigos» que se supone que lo ignoran, lo maltratan o lo amenazan. Todo lo que procede de los «amigos» es aceptable y verdadero por definición, incluso las mentiras más groseras, mientras que todo lo que procede del exterior es sospechoso, incluso malvado. La era de la posverdad, en que las opiniones subjetivas adquieren, sin la más mínima demostración, un valor de verdad, esa era que también es la de la sospecha, la denuncia y la delación, no solo está marcada por las aportaciones tecnológicas de internet y las redes sociales, que ciertamente le facilitan la existencia. Esta era es, ante todo, social y cultural.  

En la etapa histórica actual, todo tipo de fracturas separan así diferentes grupos sociales o culturales sin que existan las condiciones del tratamiento político o negociado de aquello que las separa, las opone y divide la sociedad. Y cuando estas fracturas constituyen tantas heridas que provocan que los individuos se sientan olvidados o invisibles como arrogancia y poder, real o percibida como tal, el sentido se pierde o se suprime en el sinsentido, luego en la violencia, en el momento en que la razón cede su lugar a la rabia o el odio. La información recogida y puesta en circulación por profesionales serios y competentes retrocede en favor de los rumores. Se nombran chivos expiatorios y, debido a los prejuicios acumulados con el paso de los siglos, los judíos y las gentes de paso se sitúan en primera línea.    

Todo esto concierne a numerosos fragmentos de la sociedad, que también pueden definirse en términos territoriales y puede saltar aquí y allá, un día, por ejemplo, entre los habitantes de un suburbio obrero, otro día entre los chalecos amarillos, hasta ahora bastante alejados los unos de los otros. Todo ello no descalifica ni a unos ni a otros, en su conjunto, sino que señala muy oportunamente las carencias contemporáneas de la democracia, a la que le está costando muchísimo tratar las demandas sociales que modelan los miedos y la violencia y transformar la crisis en debates, conflictos institucionales y negociaciones.