Construir una ciudadanía global desde el patrimonio cultural

Ximo Revert

Doctor en patrimonio cultural por la Universitat de València y Director del Taller Universidad–Ciudad‒ODS

El pasado es importante para el desarrollo humano. Podemos contribuir a la expansión de una ciudadanía global activa, con capacidad para generar incidencia social y política desde nuestra aproximación al patrimonio cultural. Podemos proponernos entender ese patrimonio como la contribución creativa de las gentes a su propio desarrollo y como hitos de los logros de aquellas personas, comunidades y pueblos de superación de la pobreza, la desigualdad y las injusticias. Más allá de conocer o consumir patrimonio, más allá de nuestro propio bienestar, estamos llamados a ejercer nuestro compromiso con el desarrollo humano en tanto en cuanto comprendemos la herencia de esos logros en forma de manifestaciones del patrimonio cultural que somos capaces de reconocer, usar o crear. 

El patrimonio cultural, como objeto, está expuesto a diversas y contradictorias funciones en nuestras sociedades. Su inmensa versatilidad de adaptación a las razones personales y colectivas que proyectamos en él, hacen de este «objeto» un poderoso recurso para nuestra existencia. Ese patrimonio cultural puede y debe contribuir, por tanto, a un desarrollo humano sostenible y en paz por el que la humanidad lleva siglos luchando. Podemos interpretar el patrimonio cultural, de manera genérica, como aquellas manifestaciones de la interrelación del ser humano con el medio natural y social del momento en que le ha tocado vivir. Para ello, ha tenido que conjugar su creatividad y su capacidad de impacto; ha tenido que proponer su propia expresión y, en ella, se han conjugado su ocurrencia, su excelencia, su saber y su manera de sortear inconvenientes del entorno. Ha tenido que dialogar con su propio pasado con la motivación de impactar en su presente o imaginar su futuro. Muchos de esos testimonios (tangibles o no, inmateriales o no) perviven entre nosotros por ese valor simbólico que atribuimos a algunas cosas del pasado y que, en muchas legislaciones (nacionales o regionales), llamamos aprecio o estima: es nuestra manera de adherirnos a «cosas» del pasado porque consideramos que son importantes para nosotros (UNESCO, 2005). 

Más allá del ejercicio amoroso y voluntario de nuestro apego a determinadas expresiones del patrimonio cultural, convenimos que estas «reliquias del pasado», como las llamaba David Lowenthal (1995), son, en algunos casos, interesantes resortes para el desarrollo de una comunidad y de cada una de las personas que la integran. Son también objetos que convocan y ponen de manifiesto nuestro derecho cultural a ese patrimonio (Bennoune, 2016); son, por tanto, posibles anclas de derecho para hacernos respetar ante determinadas agresiones a nuestra persona y nuestra comunidad. En muchos casos, este patrimonio ni siquiera está concebido en nuestra lista de susceptibles amores en los que proyectar un poco de nuestra existencia o desde donde potenciar alguna de nuestras capacidades humanas esenciales. Para la ciudadanía del siglo xxi, el patrimonio cultural no es solo un objeto que consumir o contemplar. 

Nos demos cuenta o no, disponemos de una asombrosa capacidad de patrimonializar cosas, lugares, acontecimientos, expresiones propias o de otros (Ariño, 2009). Nuestro éxito en el empeño se verá reforzado si esa capacidad es colectiva. Para que sea colectiva, nos veremos inmersos en procesos sociales que van desde conjugar las formas y expresiones de esa estima a convertir grupalmente esa reliquia en un elemento que contribuya a nuestro desarrollo humano sostenible: así ponemos de manifiesto nuestra voluntad de que lo patrimonializado perdure entre nosotros. Dicho de otro modo, el patrimonio no solo vendría a ser lugar de memoria, sino que deseamos concebirlo también como un ámbito desde donde ejercer nuestras capacidades. 

Para que esto suceda tendremos que aprender a reconocer ese pasado, proyectar en él discursos y adhesiones, extraer conocimientos, ubicarlo en el entorno de nuestra dignidad, posicionarlo en la configuración de nuestras identidades. Pero, sobre todo, tendremos que aprender a usarlo personal y colectivamente, hacerlo nuestro equilibrando su dimensión transcendente, su valor simbólico y su versatilidad constitutiva para usarlo en favor de aquello que queremos ser y hacer en la vida. 

Una solución, a menudo precipitada o impuesta, es mercantilizar lo patrimonializado. Objetualizamos el remanente del pasado de nuestras inmediaciones para convertirlo en algo fácilmente intercambiable, como el dinero. En esta solución corremos el peligro, evidente en muchos casos, de dejar de lado al sujeto: aquel que, con su estima, es el auténtico soporte configurador de los diversos valores de la reliquia patrimonializada; pero, sobre todo, aquel que resulta el fundamental usuario ejerciente de ese patrimonio porque forma parte de sus recursos y habilitaciones para ser y hacer lo que se propone en su vida personal o colectiva (Revert, 2017). 

A poco que observemos nuestras sociedades, nos damos cuenta de la necesidad de buscar, crear y generar referentes en los que reconocernos. Esos referentes pueden venirnos dados. A manera de patrimonio otorgado convenimos que aquello que heredamos es interesante para nosotros. No lo hemos elegido, pero transitamos con ello porque otros lo eligieron y estimaron como importante para sus vidas y así ha llegado a nosotros sin que cuestionemos su presencia entre nosotros. Durante la etapa de instrucción del individuo, nuestra sociedad, a lo largo de los años, nos ha ido enseñando sus bondades. Esas bondades, en el mundo occidental y capitalista, suelen asociarse a un concepto de valor, un sello de identidad que, a menudo, nos va inculcando asimismo un canon de belleza. 

Como ya han analizado otros estudiosos (Benavides, 2010), esos valores van ligados a conceptos como los de originalidad, antigüedad, singularidad, excepcionalidad, calidad material, artística, etc. Se trata de valores con una proyección que no escapa a las leyes de mercado. Lo que nos proponemos aquí es incidir en que el patrimonio cultural otorgado, heredado, o creado y elegido, es también un habilitador de capacidades humanas, una dotación para el desarrollo que está a nuestro alcance. Mirar al pasado se hace especialmente necesario cuando hablamos de desarrollo humano sostenible. Entre otras cuestiones, porque de las manifestaciones de ese patrimonio podemos seguir extrayendo ejemplos prácticos y útiles (incluso contrastados) para obtener los logros de vida que procuramos. 

Agenda 2030, ciudadanía cosmopolita y patrimonio

La proclamación de la Agenda 2030 de Naciones Unidas y su plasmación en diecisiete objetivos de desarrollo sostenible (ODS), nos invitan a todas las comunidades humanas a repensar cuánto desarrollo y cuántos derechos humanos logrado hay en aquello que identificamos como patrimonio cultural. Es una reflexión que proponemos a pesar de que la cultura y, en concreto, el patrimonio cultural, están poco representados en las estrategias y metas de la agenda para conseguir los objetivos que se propone (Revert, 2017). 

Cuando nos acercamos a conocer o experimentar con manifestaciones culturales de nuestro entorno o de otras maneras de ser y hacer en el mundo, podemos detenernos a observar de qué manera se nos transmite ese legado patrimonial: cómo se nos presenta y cómo se interpreta. Las maneras en las que el patrimonio cultural se nos transmite y enseña evolucionan con los tiempos y las inquietudes sociales. Esas interpretaciones del patrimonio solían alzarse como una expresión del poder, o contenían el sabor elitista de lo inalcanzable para el vulgo, o el sentido de un tesoro al alcance de unos pocos. El patrimonio puede contener el discurso enajenador de una diversión; puede sustanciar el discurso excluyente e incluso ha actuado como hilván legitimador de ortodoxias y totalitarismos. Sin embargo, ya empezamos a entender que patrimonializar elementos del pasado constituye un gesto generoso por compartir aquello en lo que nos reconocemos, siempre y cuando admitamos que con la patrimonialización generamos un bien común (Pureza, 2002; Houtart, 2015). Este bien común es nuestro porque también lo es de la humanidad y porque aceptamos que las fuentes en las que se constituye ese bien común cultural no están exentas de injerencias, aportaciones, influencias o adhesiones de otras culturas, de otros seres diferentes y diversos pero tan dignos como nosotros mismos. 

Afortunadamente, la democratización de la cultura no solo ha llegado para quedarse en las múltiples formas de participar en el hecho cultural de una comunidad democrática de ciudadanos (Arenas, 2009). Ese derecho de segunda generación (como es el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, 1966) debe permitirnos ir más allá del concepto de participación entendida como concurrencia, consumo u observación de lo que culturalmente acontece. Hablamos de participar también en la generación y producción de cultura. Estos conceptos de producción o creación suelen asociarse habitualmente al volumen de resultados de las llamadas industrias culturales en una sociedad dada: espectáculos, audiovisuales, artes plásticas, edición. Pero podemos pensar también que, a estas alturas de siglo xxi, estamos llamados sin duda a identificar, crear y regenerar patrimonio cultural allá donde el poder político, las religiones, los mercados, o las culturas dominantes en un territorio nos indican que patrimonio es otra cosa. 

Ante este análisis, consideramos que el patrimonio cultural y las cosas del pasado son importantes para el desarrollo humano. Bajo esta premisa y en coherencia con lo expuesto, podemos pensar el patrimonio como una serie de manifestaciones de los logros de una comunidad humana para prosperar en su propio desarrollo humano y con el entorno. Podemos entender que el patrimonio cultural que somos capaces de identificar es la expresión de ese desarrollo y del alcance por obtener derechos inalienables de las personas y las comunidades humanas. La pregunta que podemos hacernos es: ¿Cómo podemos democratizar las culturas no solo en su acceso inclusivo, sino también comprehensivo, habilitante y transformador? ¿Cómo puede el patrimonio cultural trascender su carácter inmanente, o a veces estático, para contribuir dinámicamente a las demandas de personas y comunidades humanas en favor de su desarrollo?

Un ejercicio simple que podemos hacer es intentar interpretar el patrimonio cultural de nuestro entorno en clave de Agenda 2030. Los estudios sobre Cultura para el desarrollo (Martín-Barbero, 2010; Martinell, 2017) vienen analizando esta simbiosis desde hace décadas, e indican que no es posible pensar el desarrollo humano sin tener en consideración la dimensión cultural del propio sujeto activo que procura ese desarrollo. Para analizar ese desarrollo, necesitamos algo más que el producto interior bruto de un territorio, las tasas de empleo o el presunto ritmo oscilante de la balanza presupuestaria de un país. Ya hace tiempo, desde la década de los 90 en el siglo pasado, que el desarrollo no se mide ni se observa así. Tampoco es una cuestión de satisfacción o de felicidad de los conciudadanos. Es una cuestión que tiene que ver con nuestra capacidad (Sen, 2004) de vivir largo tiempo, estar bien atendido y conservar la salud, aprender a expresarnos creativa y lógicamente, y sentirnos agentes de las transformaciones necesarias no solo para obtener nuestro propio bienestar, sino también para entender responsable y solidariamente que nuestro desarrollo no puede esquilmar los recursos y las opciones de otras personas y territorios. 

Podemos seguir explicando tal o cual elemento patrimonial por sus materiales y aspectos constitutivos, estilísticos o formales. Podemos seguir siendo extraordinariamente precisos en asignar tal o cual manifestación cultural del pasado a una dinastía o a una época artística, y también podemos explicar ese elemento patrimonial como la contribución de las gentes a algún derecho humano o a alguna meta de las 169 que nos propone ahora la Agenda 2030. 

Hacer este ejercicio cívico nos puede llevar a identificar un patrimonio cultural que no nos era reconocido, nos puede llevar a humanizar (Nussbaum, 2010) la existencia y nuestro entorno de vida, nos puede enseñar que sin la diversidad de gentes y sensibilidades y sin el secular tránsito humano no serían posibles avances importantes para la comunidad y la vida de cada ciudadano. Muchas manifestaciones patrimoniales materiales o inmateriales, muebles o inmuebles, nos pueden decir mucho de todo esto. 

Aproximaciones a ciudades con patrimonio en clave ODS: Valencia

En la ciudad de Valencia, un pequeño grupo de personas nos hemos propuesto promover esta consciencia cívica y estas reflexiones sobre el patrimonio cultural a partir de los referentes culturales diseminados por nuestras calles, archivos y plazas, desde nuestros entornos asociativos, laborales y también en el seno de las instituciones educativas, como es la propia universidad. 

A modo de experiencia piloto, hace algunos años creamos un recorrido por la ciudad reparando en aquellas manifestaciones que tienen que ver con el desarrollo y los derechos humanos. Esto no quiere decir que en nuestros entornos urbanos no haya decenas de iniciativas que destaquen aspectos concretos de ese desarrollo como, por ejemplo, ocurre en la manera en que muchas personas anfitrionas de su ciudad (profesionales o no) relatan los logros de mujeres que tanto han contribuido a la libertad y la justicia de sus comunidades en el pasado. O, por poner otro ejemplo, las decenas de iniciativas que tienen que ver con reconocer y cuidar el entorno físico y natural del que extraemos saberes, recursos, y ejemplos de buenas prácticas de antaño para conservar el planeta. 

Entender cuándo y porqué se produjo el acceso y la graduación de la primera mujer universitaria; explicar y comprender cómo se produjo el acceso de los primeros estudiantes a los órganos de decisión y gobierno de la universidad; o entender que es posible desde hace más de mil años que los propios usuarios de un bien común como el agua resuelven sus conflictos por el uso de esta en un tribunal público mediante procedimientos y normas comúnmente aceptados que se remontan a la época musulmana y que perviven con plena vigencia y capacidad jurisdiccional reconocida hoy en día, es importante para incorporar ciudadanamente la consciencia de desarrollo humano. Y, sobre todo, la consciencia proactiva de que es posible transformar las cosas con nuestra actuación. 

Esta propuesta de divulgación de conocimiento cívico entre lugareños y visitantes generó interés por sus múltiples aplicaciones didácticas, sociales, profesionales e investigadoras. Entender que el pasado y las culturas son importantes para el desarrollo no solo tiene que ver con la manera de orientar los proyectos de cooperación al desarrollo con otros socios locales (Cabrero, 2006). Debe ser importante para su aplicación en la expansión de una ciudadanía global y el cultivo de las humanidades en generaciones de personas que se incorporan a la ciudadanía activa en busca de condiciones más justas y equitativas de vida de las gentes en todos los lugares del mundo. Hablamos de personas universitarias que son conscientes de que lo importante no es ser competitivos, sino ser capaces. Desde aquí comprendemos que la pobreza no solo puede entenderse como la carestía de medios para llevar una vida digna, sino también como la falta de oportunidades, la merma de conocimientos, la pérdida de diversidad cultural y biológica, el menoscabo de bienes comunes, la falta de ideas e iniciativas para resolver en paz los conflictos o la dificultad para empatizar con lo que es distinto a nosotros mismos. Seguir aquel postulado fundacional de la UNESCO que dice «construir la paz en la conciencia de hombres y mujeres» tiene en el patrimonio cultural de los pueblos un poderoso aliado. De nosotros depende el uso que hagamos de esos testimonios del pasado (García Canclini, 1999). 

Sin duda, uno de los ámbitos de mayor incidencia para la expansión de esta ciudadanía global son las universidades (Boni et al., 2012). El objetivo que yo mismo me he propuesto en este sentido es contribuir a la generación de una ciudadanía global universitaria. Para ello, he creado un proyecto que he podido dirigir y desarrollar desde la Universitat de València y que hemos gestionado desde su Fundación General y la Cátedra UNESCO de Estudios para el Desarrollo de esta universidad. 

En la base de este proyecto se encuentran las reflexiones que ya expusimos en otro momento (Revert, 2017) y que tienen que ver, básicamente, con la voluntad de dar respuesta, al menos a dos necesidades básicas: por una parte, atender la demanda de los estudiantes de encontrar a lo largo de sus estudios un planteamiento de su titulación (cualquiera que sea) más humanizado y con perspectiva de desarrollo humano. Esta perspectiva debe estar en sintonía con los retos que estos estudiantes identifican deben atender cívica y profesionalmente en la sociedad del siglo xxi (Iborra, 2018). Por otro lado, mejorar la capacidad de la institución universitaria y sus gentes para acoger a las cientos de personas que, de una manera u otra, interactúan con la vida de la propia universidad ya sea como estudiantes de nuevo ingreso, generaciones de Erasmus, investigadores y personal docente participante en congresos científicos de cualquier disciplina, movilidad de profesionales que se ocupan de su gestión, etc. y que, tras su paso por nuestras aulas, no parecen conocer el latido que humanice el patrimonio cultural de la ciudad que los acoge. ¿De qué manera la universidad puede proyectar una percepción de su propia institución y del territorio y la sociedad a la que se debe más acorde con el desarrollo y los derechos humanos?

Otros aspectos de este proyecto han sido los de crear un entorno lo más horizontal y transversal posible para la generación de esa ciudadanía global y para identificar patrimonio cultural susceptible de ser interpretado en su contribución al desarrollo humano sostenible. Nos referimos a que esta iniciativa debía ser estimulante para: por un lado, cualquier persona universitaria de cualquier disciplina (no solo para aquellas procedentes de disciplinas humanísticas o sociales); y por otro lado, el proyecto debía poder convocar (y dirigirse) a personas de cualquier estamento universitario: estudiantado, personal de servicios universitarios, investigadores y docentes sin distinción.

El proyecto que he creado para la Universitat de València ha tenido una parte formativa eminentemente práctica y de aplicación que los participantes han entendido como parte de su desarrollo en cualquier ámbito de su vida universitaria: desde el personal al investigador, laboral o didáctico. Por una parte, el proyecto ha consistido en participar en un taller de larga duración donde hemos propuesto temáticas directamente relacionadas con el desarrollo humano, la agenda 2030, la responsabilidad social universitaria y los enfoques basados en los derechos humanos (Borja et al., 2011) y el género. Por otra parte,  la formación impartida ha tratado aspectos sobre la capacidad patrimonializadora de nuestra sociedad, la historia de la ciudad y el devenir científico de la propia institución universitaria para construir poco a poco argumentos y discursos que reinterpreten el patrimonio cultural y científico mediante ejercicios y casos prácticos específicamente pensados para la singularidad de la universidad y la ciudad de Valencia. 

La segunda parte del proyecto ha consistido en generar medios para la difusión y aplicación de esos resultados a través de publicaciones (Revert, 2019), y plataformas digitales. En nuestro caso, tan estimulante ha resultado para un profesor o un estudiante de medicina conocer las causas y condiciones de creación de uno de los primeros hospitales de salud mental de Europa en el siglo xv, como para un estudiante de ciencias ambientales o geografía conocer las disposiciones municipales medievales para la ubicación de talleres y manufacturas de pieles cuyo proceso de curtido altamente contaminante se concentró en los arrabales de la ciudad, para aprovechar así el caudal del río Turia a su paso por la urbe como medida de prevención e higiene. Asimismo, los participantes han podido estudiar ejemplos de alianzas contra el totalitarismo y concebir cómo, hace apenas unas décadas, su ciudad fue cuna de la Alianza de Intelectuales de toda Europa contra el Fascismo (1937). En este sentido, cabe destacar el inmenso esfuerzo de la época por parte de la ciudadanía y las instituciones gobernantes por difundir la cultura y la educación a través de la salvaguarda de patrimonio cultural, amenazado por la guerra, o a través de programas de alfabetización y bibliotecas que intentaban llegar a todos los rincones de la población. Para ello, resultó indispensable la acción de mujeres como María Moliner en su paso por la organización de la biblioteca universitaria. Para algunos participantes, tan reveladora ha sido la figura de filósofos como Luis Vives, quien a través de su Tratado contra la pobreza identificó con claridad a sujetos de obligaciones (gobernantes) y de derechos (ciudadanía en riesgo de exclusión), como para otros entender la importancia saludable y económica de un consumo de proximidad a través de los huertos urbanos y la pervivencia de mercados municipales. Los resultados de esta experiencia formativa teórico práctica constituyen más de un centenar de referencias culturales elegidas por los propios participantes, entre los que se hallaban estudiantes, profesores y personal de servicios de la universidad de diversas disciplinas y titulaciones.

La conciencia empática del patrimonio para el desarrollo

Esta y otras fórmulas de asociar el patrimonio cultural con los objetivos y las metas de la Agenda 2030 son, en suma, propuestas fácilmente aplicables en cualquier ciudad o territorio. Pueden orientar políticas públicas (es decir, pueden tener interés para responsables políticos y técnicos municipales) no solo en torno al patrimonio cultural, sino también al enfoque de profesionales del turismo y la difusión del patrimonio. Pueden también, cómo no, ponerse en práctica a iniciativa de las instituciones educativas mediante enfoques que destaquen, en cualquier disciplina académica, los logros humanos en favor de la emancipación, autonomía y libertad de las personas en la construcción de su propio desarrollo humano personal y colectivamente entendido. 

Interpretar y difundir el patrimonio cultural desde un enfoque basado en los derechos humanos, y explicarlo como un conjunto de expresiones y manifestaciones de gentes precedentes en el territorio que habitamos no solo nos facilita empatizar emocionalmente con la sociedad que nos rodea, sino que también contribuye a explicarnos a nosotros mismos (y a quienes nos acompañan) todo lo que hemos heredado en cuanto a logros de libertades, superación de la pobreza, redistribución de la riqueza, solución pacífica de conflictos y desarrollo humano. Todo ello puede ayudarnos a activar en nuestro interior una manera de impactar en nuestra sociedad con el fin de alcanzar mejores cotas de justicia social global. También contribuye a diluir barreras mentales en el sentido de que lo propio no tiene sentido si no es compartido, porque está en la base universal del propio concepto de patrimonio cultural. Es también una manera de considerar el aporte de otras culturas y expresiones que crecieron e impactaron en el territorio, y cuyos avances nos permiten hoy comprender solidariamente nuestro bienestar (Hodder, 2010). Finalmente, nos interpela a comprender que las culturas y sus manifestaciones son esenciales para el desarrollo y para llevar a cabo cualquier agenda que los estados, en amplio consenso, consigan acordar. 

Abordar el patrimonio cultural, tan abundante en expresiones en nuestro entorno mediterráneo, convierte aquellas «capas adheridas de interminables continuidades históricas» de Fernand Braudel (1966) en un denso tejido de hebras entrecruzadas más o menos desgastadas cuyos flecos o bastillas pueden ser hilvanados hoy por cada ciudadano que quiera aproximarse a comprender cuánto de universal y humano hay en esa fuerte urdimbre creativa de todos los tiempos y en cada una de esas hebras. Los hilos de ese hilván bien pueden ser los microdiscursos (Bañón, 2018) de cada uno de nosotros cuando nos apropiamos íntimamente por unos momentos de los bienes comunes que conforman ese patrimonio cultural en cualquiera de sus expresiones. Así, forjamos lecturas y comprensiones que ayudar a asimilar la dimensión global de nuestra ciudadanía desde nuestro pequeño lugar en el mundo. Más allá del discurso oficial, oficializado o dado, sobre cada manifestación patrimonial, poseemos la capacidad de proveer relatos que se extienden y comparten popularmente y contribuir quizá a reconstruir o remendar lo que estados, poderes y medios se empeñan a menudo en rasgar. Este ejercicio de conjugar el patrimonio y el desarrollo humano interpretándolo desde la perspectiva de los derechos humanos y de la Agenda 2030, en las calles, en las aulas, en las instituciones museísticas o a partir de nuestro afán comunicativo cuando ejercemos de anfitriones, contribuye a diluir las fronteras entre ciencias y humanidades (Wilson, 2018). Al fin y al cabo, como nos recordaba David Lowenthal (1985), aproximarnos al pasado es también transformarlo. Apréndelo tú y cuéntaselo a otros.